9. Malas compañías
El sendero se desvió hacia el sur y siguió a lo largo de unas colinas onduladas. El sol producía un tono dorado entre los matojos de hierbas que salpicaban la tierra polvorienta. Aquí y allá, aparecían unos pocos peñascos rojizos en las laderas desnudas, y la fuerte luz de la mañana arrancaba tonos intensos de la piedra arenosa.
Sin ningún aviso o razón, uno de los acantilados estalló en llamas, ardió durante unos minutos, y después se derrumbó. Las rocas incendiadas rodaron cuesta abajo, y provocaron pequeños incendios al tocar los matojos resecos.
La misteriosa erupción no llamó la atención de Bhaal. El señor de los Asesinos —que ahora utilizaba el cuerpo consumido de Kae Deverell como su avatar— guio su caballo y el de Medianoche hacia las colinas. La combustión espontánea del peñasco había asustado a la hechicera, pero ella no tenía la fuerza ni la voluntad necesarias para protestar por el cambio de ruta. Medianoche apenas si podía mantener los ojos abiertos, y casi deliraba de dolor. Todavía le ardían las quemaduras de los labios y la barbilla producidas por la mano de Bhaal. Pero aún más le dolía el estómago. Sus entrañas continuaban revueltas por el asqueroso toque del avatar.
Mientras los caballos buscaban su camino colina arriba, Medianoche se balanceaba de un lado a otro sin poder evitarlo. Demasiado exhausta y sin ánimos para sujetarse a la silla, solo permanecía montada porque le era imposible caerse. Bhaal le había atado las manos al pomo de la montura, y los pies a la cincha.
De no haberlo experimentado en carne propia durante las últimas treinta horas, Medianoche jamás hubiese creído que ningún ser humano fuese capaz de soportar semejante calvario. Después de haberla secuestrado delante mismo de Cyric, Bhaal la había atado y amordazado de tal forma que le resultaba imposible intentar cualquier encantamiento. Luego el dios la había amarrado a la silla de uno de los dos caballos que había dejado cerca de la posada, había montado en el otro y puesto los animales al trote.
El paso no había cambiado desde entonces. El señor de los Asesinos había cabalgado durante todo el día y la noche sin demorarse para descansar o darle una explicación. Si los caballos no se desplomaban primero, Medianoche temía que se le desarmaran los huesos por culpa de las constantes sacudidas. Como una confirmación de su propio agotamiento, el caballo de la hechicera tropezó con una piedra y trastabilló. La maga se echó hacia la izquierda para mantener el equilibrio. Las alforjas con la tabla, todavía colgadas de su hombro, se movieron. Un latigazo de dolor corrió por su espina dorsal.
Medianoche gimió. Cuando Bhaal la había secuestrado, había dejado las alforjas donde estaban, y se había limitado a sujetarlas con una correa de cuero. La fricción de las alforjas había despellejado el hombro de la maga, y ahora, con la herida cada vez más profunda, la sangre manaba mezclada con el sudor por su espalda.
Bhaal sofrenó su caballo y se volvió hacia ella.
—¿Qué quieres? —preguntó.
Incapaz de poder hablar a través de la mordaza, Medianoche movió la cabeza para indicar que el gemido no tenía ninguna importancia. El asqueroso dios frunció el entrecejo, y luego reanudó la marcha.
Medianoche volvió a respirar, aliviada. A pesar del dolor en el hombro, no quería que Bhaal le quitara las alforjas. Todavía conservaba la esperanza de poder escapar, y quería tener la Tabla del Destino con ella si se presentaba la ocasión.
Por desgracia, Medianoche no tenía idea de lo que haría en el caso de poder escapar. A menos que pudiera acabar con Bhaal, cosa que parecía poco probable, él la volvería a perseguir. La maga pensó en lo que habría hecho Kelemvor. En su condición de guerrero, sin duda se habría enfrentado varias veces a la posibilidad de ser capturado y conocía métodos para escaparse. Incluso Adon podía estar más capacitado. Había estudiado a los dioses y sabría si Bhaal tenía alguna debilidad.
Medianoche no pudo evitar echar de menos a sus dos amigos. Jamás había estado tan asustada, o más sola, en toda su vida. Sin embargo, a pesar de desear su compañía y consejo, no lamentaba haber dejado a sus compañeros. Si hubiesen estado en el vado, Bhaal los hubiera matado a ambos. La muerte de Kelemvor la habría dejado sin el ánimo necesario para continuar su misión, y eso era algo que no se podía permitir.
La hechicera se reprochó a sí misma por haber intentado rescatar a los halflings. Había puesto en peligro la tabla, y dudaba mucho que sus esfuerzos hubiesen servido para salvar a nadie. Pero Medianoche comprendió de inmediato que abandonar a su suerte a los halflings tampoco hubiese cambiado nada. Bhaal habría dado con ella en cualquier caso. En fin de cuentas, lo que más le molestaba era haberle puesto las cosas tan fáciles.
De repente, el señor de los Asesinos detuvo los caballos. Habían llegado a la cumbre de una colina, y Medianoche podía ver a decenas de kilómetros de distancia en todas las direcciones. A unos veinte kilómetros hacia el sur, había una zona naranja y roja. Era el bosque que habían rodeado por el oeste durante la noche.
Bhaal desmontó, le quitó las bridas a su caballo, y lo sujetó con una cuerda.
—Los caballos necesitan descansar —anunció, y desató a Medianoche. Cada vez que el avatar tocaba la piel de la muchacha, aparecía una mancha roja urticante—. Desmonta.
Medianoche obedeció complacida. En el instante en que sus pies tocaron el suelo, Bhaal la sujetó por la muñeca. Un dolor terrible corrió por su brazo hasta el hombro. Lanzó un grito de agonía.
—No intentes escapar —gruñó el avatar—. Soy muy fuerte. Tú todavía eres débil. —Confiado de que había dejado las cosas bien claras, el dios caído la soltó.
El nuevo e intolerable dolor sirvió para arrancar a la maga del marasmo. Se quitó la mordaza y consideró la posibilidad de apelar a la magia. Pero de inmediato rechazó la idea. El señor de los Asesinos no la habría desatado —ni permitido que se librara de la mordaza— de no estar absolutamente seguro de poder evitar cualquier ataque.
En cambio, la hechicera se aclaró la garganta y preguntó:
—¿Qué es lo que quieres?
Bhaal miró a Medianoche, pero no respondió. El rostro del avatar —la cara de lord Deverell— tenía un color amarillento nauseabundo. Los ojos hundidos, la piel estirada sobre los huesos como el parche de un tambor.
—Pon las manos de esta manera —dijo Bhaal, uniendo las palmas de las suyas como ejemplo.
Medianoche pensó no acceder, pero luego acató la orden. En estos momentos estaba demasiado cansada para discutir, y tenía mucho que ganar si daba la impresión de que había renunciado a toda esperanza.
—¿Qué es lo que quieres? —volvió a preguntar, mientras unía sus manos.
—A ti —contestó Bhaal, sacando una correa.
La respuesta no sorprendió a Medianoche. Cuando el señor de los Asesinos la había secuestrado, ella había supuesto que solo le interesaba la tabla. Pero al ver que no la había matado en el acto, comenzó a sospechar que él quería otra cosa.
—¿A mí? ¿Por qué?
Bhaal ató los pulgares de la hechicera, sin prestarle atención. Sin embargo, al cabo de unos momentos, replicó a la pregunta.
—Matarás a Helm. —Pronunció las palabras tan deprisa y en voz tan baja que Medianoche pensó haber interpretado mal la respuesta.
—¿Matar a Helm? —preguntó—. ¿Es eso lo que has dicho?
El señor de los Asesinos le ató los meñiques, y luego repitió el proceso con todos los demás dedos. Medianoche tuvo bien claro que el dios le ataba las manos para impedirle hacer cualquiera de los gestos necesarios para invocar la magia. Por fin, confirmó sus palabras.
—Sí, matar a Helm —repitió.
—No puedo matar a un dios —exclamó Medianoche, estupefacta.
—Mataste a Torm —gruñó Bhaal—. Y a Bane. —Apretó los nudos con tanta fuerza que la correa mordió la carne de la muchacha.
—¡Todo lo que hice fue tocar la campana de Aylan Attricus! Yo salvé a Tantras. Bane y Torm se mataron el uno al otro.
—No hay necesidad de ser modesta —dijo Bhaal, acabó de atar las manos de Medianoche, y se apartó—. Lord Myrkul es quien está enfadado por la muerte de lord Black. Por mi parte, me alegré de verlo morir. Fue él quien destruyó a mis asesinos.
—Pero yo no lo maté…, ni tampoco a Torm. ¡Yo no puedo matar a Helm! —insistió la hechicera, mientras gesticulaba con las manos atadas. La confusión de Bhaal la irritaba y, al mismo tiempo, la asustaba. Si él la había secuestrado con el fin de destruir a Helm, el dios caído había cometido una terrible equivocación. Repitió la anterior afirmación—: ¡Fue la campana!
—Da lo mismo. —Bhaal encogió los hombros, y se ocupó de quitar la silla de su caballo—. Tú tocaste la campana, cosa imposible para cualquier otro. Ahora matarás a Helm.
—Incluso en el caso de que pudiese —dijo Medianoche, mientras se sentaba—, no lo haría. Tú deberías saberlo.
—No —replicó Bhaal, tajante. Arrojó la silla a un costado—. Sabemos que harás lo que te indiquemos.
—¿Qué te hace creer que será así? —preguntó la hechicera.
La joven sintió un gran interés al descubrir que Bhaal se refería a Myrkul como un aliado. Decidió sacar el máximo de provecho de su cautiverio y enterarse de todo lo posible a través de las palabras del señor de los Asesinos.
—Si bien has dejado a tus amigos —contestó el dios, con la mirada fija en Medianoche—, sabemos lo mucho que te preocupas por ellos.
—¿Qué quieres decir?
—¿No crees que resulta obvio? —Bhaal se acercó al caballo de la maga, y le quitó el bocado.
—Kelemvor y Adon ya no tienen nada que ver con todo esto —contestó Medianoche, airada. Pero el miedo crecía en su interior.
—Lo comprendemos —suspiró Bhaal, poniéndose en cuclillas para manear los caballos—. Y nada cambiará, siempre y cuando tú hagas lo que nosotros deseamos.
—¡No puedo hacer lo que pides! —gritó la maga, poniéndose de pie—. No tengo el poder. Se supone que tú eres un dios. ¿Por qué no puedes comprender algo tan sencillo?
Bhaal la estudió con sus ojos negro azabache.
—No careces del poder —dijo—. Pero todavía no sabes cómo utilizarlo. Este es el motivo por el que necesitas de Myrkul y de mí.
—¿Os necesito? —gritó Medianoche. La idea de «necesitar» al señor de los Asesinos y al dios de la Muerte hizo sudar frío a la maga, que sintió ganas de vomitar.
—¿Crees que será fácil dominar el poder de un dios? —preguntó Bhaal, acercándose a la joven—. Sin nosotros, te quemarás. La diosa de la Magia era muy poderosa cuando te transfirió su poder.
—¿El poder de un dios? —repitió Medianoche. Su mente volvió a la noche en que se había desmayado mientras oraba a Mystra, la noche del Advenimiento. Aquel había sido el momento de cambio en su vida, cuando los propios Reinos habían caído en un caos sobrenatural.
Desde hacía varias semanas, la maga tenía la sospecha de que la magia de Mystra crecía en el interior de su mente. Ella había intentado atribuir el cambio en la naturaleza de sus poderes al caos de los Reinos, pero cada vez le resultaba más difícil ignorar la evidencia: su poder sobre la magia iba en aumento. Ya no necesitaba su libro de hechizos; además, ahora podía utilizar encantamientos que no había aprendido jamás.
Pero el sospechar la verdad no aminoró el impacto de su confirmación. Las palabras del señor de los Asesinos dejaron estupefacta a Medianoche, y también la asustaron. No pudo evitar el deseo de no tener parte en todo lo que esto significaba.
Bhaal se aprovechó de la confusión de la hechicera para presionarla.
—Cuando nos exilió, nuestro amo nos despojó de todo poder. Ahora, solo tú eres rival para Helm. —El señor de los Asesinos le dio la espalda y contempló el cielo—. Si hemos de regresar a los Planos, es necesario que tú destruyas al dios de los Guardianes.
—¿No sería más fácil entregarle a Helm las Tablas del Destino? —preguntó Medianoche, a espaldas de Bhaal—. ¿Acaso lord Ao no volvería a recibir a los dioses en los Planos en el momento que le devolvieran las tablas?
El dios caído se volvió hacia ella, furioso.
—¿Crees que nos alegra estar encerrados en este mundo insignificante? ¡Este cuerpo me ha costado la vida de todos mis devotos! —gritó—. Si las hubiésemos tenido, las habríamos devuelto al instante.
Medianoche no sabía muy bien si debía creer en las palabras del señor de los Asesinos. Por lo que había podido averiguar, los dioses mantenían una dura lucha para conseguir el mérito de devolver las tablas. Pero la afirmación de Bhaal la hacía dudar.
—¿Quieres decir que es imposible devolver las tablas? —preguntó la hechicera.
—¿Por qué crees que hemos permitido que conserves la tuya? —Bhaal señaló las alforjas colgadas del hombro de Medianoche—. No tiene ninguna utilidad.
—¡No tiene ninguna utilidad! —exclamó la maga. Le pareció que su corazón iba a estallar en pedazos.
—No podemos conseguir la segunda. Nadie puede —afirmó Bhaal, furioso—. Sin las dos tablas, Helm no nos dejará regresar a los Planos. Esta es la razón por la cual tú deberás matarlo.
—¿Dónde está la otra tabla? ¿Ha sido destruida? —se desesperó Medianoche.
—En cierta manera, se podría decir que sí —replicó Bhaal, burlón—. Está escondida en el castillo de los Huesos, en el reino de la Muerte donde moraba Myrkul. —El dios señaló el suelo—. Y allí se quedará hasta que nos libremos de los Reinos.
—Si sabéis dónde está, ¿por qué no…? —Medianoche se interrumpió en mitad de la frase, al comprender que la pregunta no tenía sentido. Los dioses habían sido expulsados de los Planos. El reino de la Muerte, por ser la morada de Myrkul, les estaba vedado desde el momento que se encontraba en el Hades.
Bhaal dejó que la maga considerara todo lo que había aprendido hasta el momento. Luego, dijo:
—¿Lo ves? Estamos todos en el mismo bando: nosotros queremos volver a los Planos, y tú quieres vernos fuera de Faerun. Pero necesitas matar a Helm para que esto suceda. ¿Lo comprendes ahora?
Medianoche demoró su respuesta. Se le acababa de ocurrir que si podía destruir a Helm, también podía recuperar la otra tabla del castillo de los Huesos. Pero la hechicera no deseaba revelar su idea a Bhaal a pesar de que él proclamaba su intención de devolver las tablas. Las treinta horas de sufrimientos en la montura no la habían trastornado tanto como para creer en las palabras del señor de los Asesinos. No obstante, si su plan debía funcionar, Medianoche necesitaba conseguir más información.
—Si tengo que matar a Helm para salvar a los Reinos, entonces lo haré —mintió Medianoche. Si pretendía sonsacar a Bhaal para sus propios fines, debía hacerle creer que la había convencido—. Pero antes de aceptar, tendrás que responder a algunas preguntas. Quiero saber si habéis intentado todas las demás posibilidades.
—Oh, sí, las hemos intentado —contestó Bhaal, sentándose en la montura.
Medianoche no creyó que las palabras del dios caído fuesen sinceras, pero simuló aceptarlas de buena fe.
—Los dioses tienen prohibido el acceso a los Planos, pero no ocurre lo mismo con todos los demás. ¿Por qué no habéis enviado a un mortal al reino de la Muerte para recuperar la segunda tabla? —preguntó.
Bhaal se quedó boquiabierto solo por un instante, pero fue suficiente para revelar su asombro.
—No es algo tan sencillo de hacer —respondió.
A la hechicera no se le pasó por alto la estupefacción de Bhaal, pero no supo cómo interpretarla. No podía creer que el señor de los Asesinos y el señor de la Muerte no hubiesen pensado en algo tan sencillo.
—Responde a la pregunta —exigió Medianoche—. ¿Por qué no habéis enviado a un mortal a buscar la tabla? Debe de haber alguna manera para que los humanos lleguen al reino de la Muerte.
—Las hay —reconoció Bhaal.
—¿Cuáles son? —preguntó Medianoche. Acomodó la montura y se sentó en ella, delante de Bhaal.
—Pueden morir —contestó Bhaal, con una sonrisa insidiosa que retorció el rostro macilento de Deverell.
La joven frunció el entrecejo. Esa no era la respuesta que deseaba.
—Puedes intentar forzarme a cooperar contigo con la amenaza contra la vida de Kelemvor y Adon, pero no podrás confiar en mí a menos que respondas a estas preguntas. ¿Por qué no habéis enviado a un mortal en busca de la segunda Tabla del Destino?
Bhaal la estudió durante un buen rato, con una mirada cargada de malicia. Por fin, miró en otra dirección, y replicó:
—Lo hemos intentado. Lord Myrkul ha enviado a decenas de sus más leales sacerdotes al castillo de Lanza de Dragón y…
—¿El castillo de Lanza de Dragón? —lo interrumpió Medianoche. Por lo que ella había oído decir, el castillo de marras era poco más que una ruina abandonada en el camino a Aguas Profundas.
—Así es —confirmó Bhaal—. Por debajo de él, hay un —hizo una pausa, como si buscase la palabra adecuada—, un puente entre este mundo y el reino de la Muerte.
—Entonces, ¿por qué no tenéis ya la otra tabla? —preguntó Medianoche. Con su mención del castillo de Lanza de Dragón, Bhaal le había dicho lo que ella deseaba saber: dónde encontrar la entrada al reino de la Muerte. Ahora era prudente no insistir en el tema, o él descubriría que se había ido de la lengua.
—Los mortales entran, pero no salen —manifestó Bhaal, despreocupado—. El reino de la Muerte es un lugar peligroso para los vivos.
—¿En qué sentido? —preguntó Medianoche, y se movió incómoda en la silla de montar—. Sin duda, los sacerdotes de lord Myrkul…
—Ya hemos hablado suficiente acerca del reino de la Muerte —exclamó Bhaal. Se puso de pie y en su rostro apareció una expresión de ira—. Tú nos ayudarás, Medianoche, o tus amigos sufrirán por tu estupidez y obstinación. —La hechicera miró a Bhaal y simuló sorpresa e indignación, pero mantuvo la boca cerrada. Por la repentina furia del dios caído, supo que había hecho demasiadas preguntas. Bhaal le señaló el suelo junto a la montura y gruñó—: Duerme mientras puedas hacerlo. Nos marcharemos tan pronto como los caballos hayan descansado. —Tras estas palabras, le dio la espalda y, entonces, se permitió una sonrisa de satisfacción. Hasta el momento, todo lo relacionado con Medianoche había sido tal como lord Myrkul lo había anticipado.
Kelemvor mantuvo un ojo vigilante hacia el bosque en el lado sur de la carretera. Un centenar de sombras colgaban de las ramas rojizas, dedicadas a chillar furiosas contra una cosa oscura agazapada en el matorral. Mientras el guerrero las observaba, una ardilla solitaria saltó desde un árbol y aterrizó en el centro del camino polvoriento. Tenía las orejas en punta, la cola muy peluda y los ojos más oscuros que la piel. Allí donde la luz amarilla del sol de la mañana la tocaba, la piel negra de la criatura la absorbía. El roedor se parecía más a un pequeño demonio que a una ardilla.
El héroe continuó la marcha sin preocuparse de la ardilla, que no se movió mientras estudiaba al guerrero y a su caballo con ojos hambrientos.
—Extrañas criaturas —comentó Adon.
—Desde luego que no parecen naturales —asintió Kelemvor.
En el interior del bosque, se partió una rama con un fuerte estampido. El grupo de ardillas situado en los árboles protestó furioso y saltaron al suelo. Al cabo de unos segundos, un hombre se puso de pie y comenzó a gritar y a maldecir mientras los animalitos lo atacaban. Kelemvor y Adon no podían ver al hombre con la suficiente claridad para saber si se trataba de un cazador o de alguien con motivos menos lícitos para ocultarse en el bosque.
—Muy malvadas —añadió el guerrero acerca de las ardillas.
Kelemvor deseó que el clérigo no insistiera en perseguir al atribulado desconocido. Adon había cogido el hábito de interrogar a los forasteros, y esto se había convertido en un motivo de irritación para el héroe. Veinticuatro horas antes, habían encontrado el poni de Medianoche en el vado de Lindecolina. También habían encontrado los cadáveres de casi una cuarentena de halflings, y los rastros de las torturas cometidas detrás de la posada. Si bien no tenían muy claro cómo interpretar todos estos hechos, Kelemvor y Adon habían llegado a la conclusión de que Medianoche estaba en manos de Cyric.
Desde aquel momento, habían cabalgado sin cesar y buscado a su enemigo en todos los campamentos que encontraron a su paso. Kelemvor estaba harto de esta búsqueda metódica. Sabía que Cyric aumentaba la ventaja mientras Adon malgastaba el tiempo molestando a honestos comerciantes. Pero el clérigo estaba convencido de que, por fin, habían dado con el ladrón.
—¡Vamos a cogerlo! —ordenó.
—No perderé más tiempo —afirmó Kelemvor, sin hacer caso de la orden—. Cyric está cada vez más lejos, y no lo atraparemos si nos dedicamos a perseguir leñadores.
—¡Leñadores! —exclamó Adon—. ¿Por qué un leñador va a estar tan lejos de la ciudad?
—Pues será un cazador —replicó Kelemvor.
—Entonces, ¿estás seguro de que no es un centinela de Cyric?
—No —dijo Kelemvor—. Pero…
—En este caso, iremos tras él.
—No —insistió el guerrero—. No podemos buscar a Cyric detrás de cada piedra. ¡Acabaremos por perderlo definitivamente si continuamos a este ritmo!
—Está bien —dijo el clérigo, consciente de la sensatez del razonamiento de su amigo, pero convencido de que el prófugo era algo más que un cazador, añadió—: Los cazadores no se esconden al borde del camino. Confía en mí.
Kelemvor suspiró resignado. Cada vez le resultaba más difícil estar por mucho tiempo en desacuerdo con Adon. Con un ojo atento a las ardillas negras, el guerrero puso su caballo al galope. El animal de gran alzada se abrió paso entre el matorral sin ninguna dificultad. Una docena de roedores se descolgaron de los árboles, para atacar al jinete y a su montura con sus garras y dientes diminutos. El corcel no les hizo caso y prosiguió su avance mientras Kelemvor se quitaba de encima a las criaturas y las arrojaba a un lado. Cuando por fin se vieron libres de las ardillas, estaban en las profundidades de un mundo de sombras multicolores y luz otoñal. Adon lo siguió de cerca, tras haber superado las molestias de los animalitos.
El hombre que perseguían no se veía por ninguna parte.
—¿Y ahora qué? —preguntó el guerrero.
—Hemos perdido demasiado tiempo en la discusión —contestó el clérigo. Sujetó por la piel del cuello a la última ardilla y la arrojó por los aires—. Ha desaparecido.
A su izquierda, Kelemvor escuchó el ruido lejano de unos cascos al galope. Sin perder un instante, se puso en marcha en aquella dirección; indicó a su compañero que lo siguiera. Cuanto antes consiguiera atrapar al fugitivo, antes podrían volver a la tarea de encontrar a Medianoche.
Mientras cabalgaba, el guerrero mantuvo el ojo alerta al suelo. Al cabo de unos minutos, se detuvo. No había visto ni una pisada, piedras removidas, o ramas recién quebradas que le pudiesen servir de guía.
—¿Dónde está? —preguntó Adon.
Kelemvor hizo callar a su amigo, y luego escuchó con mucho cuidado. El ruido del galope se había esfumado. Pero en las profundidades del bosque, le pareció oír otra cosa: el relincho de un caballo cansado. Reanudó la marcha con el nuevo rumbo y cabalgó al paso.
—Sígueme… sin hacer ruido —le indicó al clérigo.
Un minuto más tarde, el guerrero oyó el murmullo de una voz. Kelemvor desmontó y le dio las riendas a Adon, luego se adentró en la espesura con la espada en la mano. Avanzó con muchas precauciones, porque el suelo estaba cubierto de ramas y hojas secas que hacían casi imposible un avance silencioso.
Por fin, llegó al borde de un pequeño claro, donde un jinete vestido con la armadura zhentilesa sostenía las riendas de un caballo exhausto. Junto al jinete estaba un hombre muy alto y con barba negra. Detrás del caballo y oculto a la mirada del guerrero, había un tercer hombre. A unos treinta metros a la derecha del trío, siete zhentileses dormían en el suelo, con las armaduras colocadas junto a ellos.
Kelemvor comprendió que Adon estaba en lo cierto. El hombre emboscado en la carretera era un centinela.
—¿Estás seguro de que no te han seguido? —preguntó el hombre de la barba.
—Muy seguro —replicó el centinela.
—No podemos correr riesgos, Dalzhel —dijo el hombre oculto—. Kelemvor es estúpido, pero a veces tiene rasgos de astucia.
Era la voz de Cyric. El corazón de Kelemvor se inflamó de furia y excitación.
—¡Estúpido! —murmuró—. ¡Ya veremos quién es el estúpido cuando mi espada te corte el cuello!
Lo único que impidió al guerrero atacar en el acto fue que no veía a Medianoche. No podía poner en peligro la vida de la maga solo por descargar su ira.
—Despierta a los hombres —le ordenó el ladrón a Dalzhel.
—Pero si no han alcanzado a dormir tres horas —protestó el teniente.
—Despiértalos —repitió Cyric, tajante. Se volvió hacia el centinela y agregó—: Vuelve al sendero por donde has venido, y asegúrate que los dos hombres no te han seguido.
Mientras Dalzhel y el centinela se alejaban para cumplir con las órdenes, Kelemvor abandonó su escondite. Tenía la intención de encontrar al clérigo antes que el centinela. Sin embargo, el fornido soldado no estaba habituado a moverse entre matorrales. En su prisa por adelantarse al zhentilés, la vaina de su espada se enganchó en un arbusto y se oyó un sonido fuerte. El guerrero soltó una maldición y se quedó inmóvil, en la esperanza de que Cyric y sus hombres no hubiesen escuchado el ruido. Pero Cyric, Dalzhel y el centinela se detuvieron en el acto y miraron en la dirección donde se ocultaba Kelemvor.
El héroe comprendió que tenía dos alternativas: atacar o retirarse. Esta vez, como en tantas otras, escogió la primera. Salió de un salto de su escondite y atacó. El súbito asalto pilló a sus oponentes por sorpresa.
Dalzhel fue el primero en cruzarse en el camino de Kelemvor. El zhentilés no había acabado de desenvainar su espada cuando el guerrero descargó un mandoble contra su lado desprotegido. El teniente se adelantó un paso y desvió el golpe con un puñetazo en el codo del joven.
El impacto casi le arrancó la espada de la mano. Dalzhel sujetó la muñeca de Kelemvor, quien se liberó y dio un paso atrás. Este segundo de respiro permitió al zhentilés desenvainar su arma, pero también dejó al guerrero de los ojos verdes reanudar su ataque.
La escaramuza ocurrió con tanta rapidez que Cyric y el centinela no habían tenido tiempo de reaccionar. Si no hubiese sido por la celeridad de reflejos de Dalzhel, Kelemvor habría acabado con la vida de los tres hombres sin darles tiempo a desenvainar. Sin embargo, acabado el primer asalto, Cyric y su subordinado desenfundaron sus espadas.
Kelemvor estudió a sus oponentes. No era su estilo de combate, y fue consciente de que debía luchar con mucho cuidado y cautela. Dalzhel levantó la espada en una posición de guardia alta, para incitarlo al ataque. El héroe rehusó el cebo. No tenía ninguna intención de ponerse al alcance del zhentilés de barba negra.
Mientras Kelemvor y Dalzhel se miraban el uno al otro, Cyric apartó el caballo del centinela y se mantuvo fuera del radio de acción de la espada del guerrero. El guardia avanzó por la derecha y se detuvo, demasiado cerca para el gusto del joven.
—¡Kel, amigo mío! —dijo Cyric—. Te presento a Dalzhel. En solitario, podría ser tu rival. Pero con una diferencia de tres a uno…
Mientras Cyric fanfarroneaba, Kelemvor acortó la diferencia. Su espada se movió como el rayo, y, de un tajo, abrió el abdomen del centinela. Con un terrible grito de dolor, el hombre retrocedió un par de pasos y se desplomó.
—Dos a uno —le corrigió el joven. Una vez más, se puso en guardia.
En el bosque, junto a los caballos, Adon oyó el grito del centinela herido. Ató las riendas del animal de su amigo a una rama, recogió su maza y clavó las espuelas a su cabalgadura.
Dalzhel dejó que su enfado apareciese por un segundo en su rostro. Advirtió que Kelemvor era un rival muy peligroso. Cyric haría bien en no entrometerse en esta pelea y dejar que él se encargara de la lucha. Pero el fornido teniente no se atrevió a manifestarlo. Cyric tenía demasiada vanidad para aceptar la sugerencia.
Por el rabillo del ojo, Kelemvor vio que los siete zhentileses se habían despertado. En estos momentos, procedían a colocarse los cascos y a recoger sus armas. Sin perder de vista ni por un segundo a Dalzhel, el guerrero le preguntó a Cyric:
—Antes de que te mate, dime dónde está Medianoche.
—Si has venido a buscarla, morirás en vano —respondió Cyric, con una mueca de burla en su rostro—. Tú, Dalzhel y yo juntos no podríamos salvarla.
En aquel instante, Adon llegaba al claro. A su derecha, Kelemvor se enfrentaba a Cyric y a otro hombre. En el centro del campo, siete zhentileses se preparaban para acudir en auxilio del ladrón. El clérigo decidió asegurarse de que no llegaran a su destino. Sabía que su compañero en muchas ocasiones había salido airoso de compromisos frente a dos rivales, pero una proporción de ocho o nueve contra uno era demasiado, incluso para Kelemvor. Espoleó su montura y atacó.
Tan pronto como Kelemvor escuchó la llegada de Adon, lanzó una nueva carga e hizo retroceder a Dalzhel con una serie de terribles estocadas. Cyric hizo una finta contra el costado del joven, pero este detuvo el golpe sin problemas, y derribó al ladrón de un puntapié en el estómago.
Mientras tanto, Adon aplastó un par de cabezas en su primera pasada por el campamento zhentilés. Al llegar al borde del claro, hizo girar a su caballo y volvió a cargar. Sin embargo, esta vez los soldados lo esperaban dispersos. En el último instante, Adon se desvió hacia la izquierda. El blanco del clérigo levantó la espada para detener el mazazo, pero el impulso del caballo superó sus defensas. La espada voló por los aires, y la maza aplastó las costillas de la víctima. Un segundo zhentilés resultó pisoteado por los cascos del animal. Un instante después, caballo y jinete otra vez estaban lejos.
Al otro lado del claro, tan pronto como Kelemvor apartó a Cyric de una patada, Dalzhel lanzó una estocada contra el abdomen del guerrero. Kelemvor contuvo el golpe con su espada, pero de repente el pie de Dalzhel apareció en medio de la nada y le propinó un puntapié en la cabeza. El joven lo vio todo negro y le flaquearon las rodillas; cayó sobre su lado derecho, e intentó separarse del teniente.
Mientras Kelemvor se desplomaba, Adon caracoleó con su caballo para hacer otra pasada contra los zhentileses. Los tres hombres permanecían acurrucados, con el terror pintado en el rostro.
—¡Largaos de aquí! —gritó el clérigo, espoleando a su corcel.
Los tres zhentileses se miraron entre sí sin saber qué hacer, y después contemplaron los cuerpos de sus compañeros muertos o heridos. Luego, dieron media vuelta y echaron a correr. Adon los siguió la distancia suficiente para estar seguro de que no volverían. No se le había ocurrido la posibilidad de que Kelemvor pudiese estar en peligro.
En realidad, Kelemvor estaba a punto de morir. Se alejó de Dalzhel pero chocó contra las piernas de Cyric. Al momento, el ladrón apretó la punta de su espada contra la garganta del guerrero y la mantuvo allí. Kelemvor no se movió, a la espera de lo que Cyric fuese a decir.
Pero el ladrón permaneció en silencio, mientras buscaba en los ojos de su examigo alguna manifestación de miedo. Para su desilusión, el rostro del guerrero traslucía ira y odio, pero no miedo. Si bien Cyric no tuvo más remedio que admirar el valor de su antiguo aliado, no lo consideró motivo suficiente para perdonarle la vida.
Kelemvor vio que la mirada de Cyric se hacía más dura y comprendió que el ladrón se disponía a matarlo. El guerrero movió la mano izquierda y propinó un golpe en la muñeca de su rival, que lo obligó a apartar la espada de su garganta. La hoja rozó el cuello de Kelemvor, pero no brotó la sangre. Al mismo tiempo, el joven se giró sobre un costado y descargó sus dos pies contra los tobillos de Cyric, quien cayó a tierra.
Mientras Kelemvor luchaba por salvar su vida, Adon decidió que los tres zhentileses no volverían. Dirigió su caballo hacia el otro lado del claro, justo a tiempo para ver caer a Cyric, y luego cómo Kelemvor se apartaba. Dalzhel corrió en ayuda de su comandante caído, pero el guerrero de ojos verdes chocó contra los pies del zhentilés. El héroe abrazó las piernas del teniente. Dalzhel cayó, y, sin dejar de insultarlo, comenzó a golpear la espalda del joven con el mango de su espada.
Adon puso su caballo al galope en el momento en que Cyric volvía a levantarse.
Kelemvor había conseguido tumbar a Dalzhel, pero no era rival para el hombre de la barba en un combate cuerpo a cuerpo. No solo era el zhentilés más fuerte, sino que tenía mucha más experiencia como luchador. Dalzhel consiguió situarse sobre la espalda del guerrero, y le rodeó la garganta con los brazos. El joven intentó ponerse de costado al tiempo que tiraba del brazo de su contrincante, pero no pudo deshacer la llave estranguladora.
Cyric se sumó a la lucha antes que el clérigo. El ladrón comenzó a rondar a la pareja que se debatía en el suelo, a la espera de una oportunidad para clavar la espada en la espalda de Kelemvor. Un momento más tarde, llegó Adon, y Cyric se giró para hacerle frente. Adon se detuvo a unos seis metros y no atacó. El hecho de estar montado le daba ventaja, pero también le impedía elegir su blanco. Si golpeaba desde la silla, tanto podía matar a Cyric como aplastar bajo los cascos a su compañero o al soldado zhentilés.
—¡Suéltalo! —gritó Adon, con la maza en alto.
Dalzhel miró a Cyric para saber cuáles eran sus órdenes. El ladrón le hizo una señal con la cabeza, y el fornido soldado continuó con la presión en el cuello de su rival.
Cyric, al ver que Adon había matado o puesto en fuga al resto de sus hombres, comentó:
—Bueno, parece que esta lucha ha quedado reducida a nosotros cuatro.
—Te garantizo que no saldrás con vida, Cyric. Suelta a Kelemvor y dime dónde está Medianoche.
Cyric tuvo un ataque de risa histérica, producto de la ironía de la situación. Mientras él, Adon y Kelemvor luchaban, Medianoche se enfrentaba a un peligro mucho más grande que la muerte.
—¿Qué ocurre? —preguntó Adon—. ¿Qué has hecho con ella?
—¿Yo? —dijo Cyric, cuando consiguió dominar la risa—. Yo no le he hecho nada. La tiene Bhaal, y ahora que estamos a punto de matarnos entre nosotros, se quedará con ella.
—¡Bhaal! —gritó Adon—. ¡Mientes!
—¿La ves por alguna parte? —replicó Cyric. Con un ademán recorrió el área del claro—. No miento. Todos la hemos perdido.
Al escuchar estas palabras, Dalzhel aflojó la presión de la llave, pero no separó los brazos. La afirmación de Cyric le había hecho comprender que esta pelea no tenía sentido. Ninguno de los dos bandos tenía a Medianoche o la tabla, y no veía ningún provecho en matar o morir por una venganza inútil.
—Sé que soy un extraño en este asunto —dijo el teniente, con la mirada puesta en Adon y su maza—. Pero no tengo ninguna prisa en morir, que es lo que le va a ocurrir al menos a tres de nosotros.
Nadie se preocupó en discutir. Dalzhel y Cyric tenían una ventaja clara sobre Kelemvor, pero tan pronto como mataran al guerrero no habría nada para impedir el ataque de Adon. A partir de aquel momento, nadie podía anticipar cuál sería el resultado, pero el zhentilés sospechaba que él o Cyric acabarían muertos.
—Y si morimos tres de nosotros, ninguno conseguirá lo que desea —añadió—. El superviviente, si es que queda uno, no estará en condiciones para rescatar a la mujer de las manos de Bhaal.
—¿Y qué propones? —jadeó Kelemvor.
—Tú y tu amigo sois buenos guerreros —afirmó Dalzhel—. También lo somos nosotros dos. Juntos, tendríamos una oportunidad para derrotar al señor de los Asesinos, pero…
—Antes prefiero morir aquí —exclamó Kelemvor, medio ahogado, sin dejar de luchar para librarse de la llave del zhentilés.
—Una idea excelente —replicó Cyric—. Pero ¿en qué medida le es útil a Medianoche? Si Dalzhel te mata, Adon lo matará a su vez y…
—Primero te mataré a ti —lo interrumpió el clérigo.
—Estoy seguro que lo intentarás —dijo Cyric, con una mirada furiosa—. Pero ¿qué le pasará a Medianoche? No importa quién mate a quién, Bhaal se quedará con ella y la tabla. ¿Es eso lo que quieres?
Las palabras de Cyric hicieron efecto en Kelemvor. No confiaba en el ladrón, pero por el momento esto no tenía importancia. Él estaba a punto de morir, con lo cual no podría salvar a Medianoche. La propuesta del teniente le daba la oportunidad de poder ayudarla. Solo debía estar preparado para la inevitable traición de Cyric.
—¿Qué dices a eso, Adon? —preguntó Kelemvor.
El rostro de Cyric reflejó su sorpresa. El ladrón tenía muy poco respeto por las opiniones del clérigo, y cuando los tres habían viajado juntos, Kelemvor había sido del mismo parecer.
—¿No me digas que ahora este tonto piensa por ti? —exclamó el ladrón de nariz aguileña, con toda la burla de que fue capaz.
Kelemvor no le hizo caso y esperó la respuesta de Adon. Cyric añadió:
—Oh, sí. Venga, amigo Adon. Tengamos una tregua hasta que recuperemos a Medianoche. Luego dejaremos que ella escoja a su propia compañía.
En otros tiempos Adon habría aceptado la propuesta tal como se la ofrecían. Pero ya no era la misma persona ingenua que había conocido el ladrón. No obstante, la proposición de Dalzhel y Cyric parecía la única esperanza de volver a ver a Medianoche.
—Aceptamos —respondió Adon—. Pero sé que no mantendrás tu palabra. —El clérigo hizo una pausa y miró al ladrón directamente a los ojos—. Como te dije una vez en el Ashaba, Cyric, te conozco por lo que eres. No pienses ni por un instante que abandonaremos la guardia.
—Entonces, queda acordado —exclamó Cyric, muy deprisa, sin hacer caso de los comentarios de Adon. Se volvió hacia Dalzhel—. Deja que Kelemvor se levante. Debemos prepararnos para cabalgar con nuestros amigos…
—No somos amigos —lo interrumpió el guerrero, mientras se hacía un masaje en la garganta.
—Como quieras —aceptó Cyric, con una débil sonrisa.
Por su parte, el teniente zhentilés recuperó su espada, la envainó y luego se volvió hacia Kelemvor.
—Feliz encuentro. Que nuestras espadas fallen antes de volverse a cruzar.
A Kelemvor, el arcaico saludo de los mercenarios le pareció tristemente apropiado. Una vez más, el guerrero se encontraba a sí mismo dedicado a perseguir una meta incierta con camaradas en los que no podía confiar, como le había ocurrido cuando ayudó a lord Galroy a «recuperar» varias manadas de caballos «robados» de manos de los honestos rancheros de Kulta. Igual como los otros centenares de misiones en las que había actuado a sueldo antes de librarse de la maldición. El joven envainó su propia espada, y contestó:
—Pero solo después de habernos roto las espaldas con el peso del botín.
Para completar el saludo con la señal de respeto tradicional, los dos hombres se sujetaron por las muñecas y se dieron un fuerte tirón de brazos. Kelemvor no pasó por alto que el apretón de Dalzhel había sido tan fuerte como firme.