4. Cuerno Alto
—Baja la guardia, amigo Adon —dijo el lord comandante Kae Deverell. El anfitrión, un hombre robusto de cabellos rojos y vozarrón alegre, ocupaba la cabecera de una larga mesa de roble. A sus espaldas, el fuego rugía en una magnífica chimenea, e iluminaba la sala con una luz roja amarillenta.
A la derecha de Deverell estaba Kelemvor, y a la derecha de él, acomodados a lo largo de la mesa como caballos ante un abrevadero, había quince oficiales cormytas. Había una jarra de cerveza y un plato de cordero asado para cada hombre. Varios candelabros de hierro dispuestos sobre la mesa ayudaban al fuego a dar mejor iluminación al recinto.
Hurón ocupaba la primera silla a la izquierda de lord Deverell, seguido por Adon. Las alforjas con la tabla descansaban en el suelo junto a la silla del clérigo. Luego venía Medianoche, que bebía vino en lugar de cerveza, seguida por seis magos guerreros cormytas.
Tres criadas se movían entre las sombras laterales, y aparecían cada vez que hacía falta servir más bebida o comida a cualquiera de los comensales.
—Tú y tus amigos estáis seguros aquí —añadió Deverell, siempre dirigiéndose a Adon.
El clérigo sonrió y asintió, pero mantuvo su aire de vigilancia. Medianoche gimió para sus adentros, avergonzada por la descortesía de Adon. Después de perder su libro de hechizos, podía comprender su cautela. Pero él actuaba como si estuviesen acampados en el camino. No había ningún motivo para este comportamiento insultante en un bastión cormyta.
En el interior de Cuerno Alto, la tabla estaba segura —si es que podía haber algún lugar seguro en los Reinos—. La fortaleza, ubicada en la única carretera a través de las montañas del Diente de Dragón, había sido construida como un puesto de defensa. Se levantaba en la cima de unos picos escarpados, y sus paredes curvas se abrían sobre precipicios de varios centenares de metros de profundidad. Solo tres senderos, todos muy fortificados y vigilados, conducían hasta el poderoso castillo. Pero aun así, cada camino acababa en un puente levadizo y una torre de entrada de tres rastrillos, los más seguros de Cormyr.
Debido al caos en los Reinos, setenta y cinco soldados y veinticinco arqueros hacían guardia a todas horas en las torres del perímetro defensivo exterior. Una fuerza similar ocupaba la muralla interior, y ocho soldados se ocupaban todo el día del servicio en la torre de vigía. Los alojamientos destinados a los viajeros habían sido convertidos en barracones para los refuerzos. Los huéspedes podían ahora optar entre acampar en las montañas o albergarse en un frío edificio construido de prisa fuera de las murallas.
Los cuatro compañeros se habían librado de esta incomodidad porque Kae Deverell era un arpista, y deseaba recompensarlos por los malos ratos que Medianoche y Adon habían pasado a manos de los arpistas durante su juicio en el valle de las Sombras. El grupo tampoco sabía que el comandante cormyta también había recibido un mensaje de Elminster en el que solicitaba ayuda para Medianoche y sus compañeros si pasaban por allí. Deverell cogió una jarra de cerveza que le ofreció una de las criadas, y la puso delante de Adon.
—No ridiculices mi hospitalidad bebiendo menos de lo que te toca —dijo—. Ni una rata entra en Cuerno Alto sin mi permiso.
—No son las ratas la causa de mi preocupación —replicó Adon, incapaz de apartar de su mente la aparición de Cyric en la posada. El ladrón había dicho que Bhaal los perseguía, y él dudaba de que las defensas de Cuerno Alto fuesen capaces de mantener a raya al señor de los Asesinos.
Un murmullo de sorpresa se extendió por la larga mesa de banquete, y una expresión sombría apareció en el rostro del anfitrión. Antes de que el lord comandante pudiese manifestar su indignación, intervino Medianoche.
—Por favor, perdonad a Adon, lord Deverell. Creo que el cansancio le ha hecho olvidar la cortesía.
—¡Pero no a mí! —exclamó Kelemvor, al tiempo que levantaba la jarra del clérigo. El guerrero había pasado muchas veladas con hombres como Deverell, y sabía lo que se esperaba de los invitados—. A la salud de Su Señoría —dijo, y vació el contenido de la jarra de una sola vez.
Deverell sonrió y volvió su atención al guerrero.
—¡Mi agradecimiento, Kelemvor Lyonsbane! —El lord comandante se hizo con otra jarra y la bebió tan deprisa como lo había hecho su invitado—. Desde luego, la obligación del anfitrión dice que debemos responder jarra por jarra. —Llamó a las criadas y les ordenó, mientras señalaba a los oficiales sentados a la derecha de Kelemvor—: ¡Hasta que él no deje de beber, que no quede vacía la copa de ningún hombre!
Los cormytas soltaron una aclamación de compromiso, porque a algunos la orden no les hizo mucha gracia. También Adon gimió por dentro; cuando Kelemvor bebía en exceso, resultaba muy difícil de tratar. El clérigo pensó que más les hubiera valido alojarse en la casa de huéspedes fuera del recinto fortificado.
No se habían apagado los vítores de los oficiales, cuando un paje entró en la sala y se acercó a Deverell. El lord comandante le indicó con un gesto que se aproximase. Si bien el joven susurró sus noticias junto a la oreja de Deverell, las palabras no pasaron inadvertidas para el fino oído de Hurón.
—Mi señor, el capitán Beresford me ha pedido que os transmita la noticia de que dos guardias están ausentes de la muralla de defensa exterior.
—¿Todavía llueve? —preguntó Deverell, con el entrecejo fruncido.
—Sí —asintió el paje—. Las gotas son rojas como la sangre y frías como el hielo. —El muchacho no pudo evitar que el miedo se trasluciera en su voz.
—Entonces dile a Beresford que deje de preocuparse —ordenó Deverell—. Ya nos ocuparemos mañana de disciplinar a los ausentes. No me cabe la menor duda de que los guardias han buscado refugio de este tiempo tan extraño.
El paje hizo una reverencia y abandonó la sala. El lord comandante volvió su atención una vez más a sus invitados. Miró a Hurón y le comentó:
—¡Qué noche vamos a pasar! ¿No lo crees, hombrecito?
—La recordaré durante mucho tiempo —respondió el aludido con una sonrisa y se llevó la jarra a los labios.
Adon se prometió controlar que toda la vajilla de peltre estuviese en la mesa al final de la velada. Había podido comprobar personalmente que los halflings eran unos ladrones incorregibles, y Hurón ya había dado motivos para no dudar de que fuese capaz de hacerse con los objetos propiedad del anfitrión.
Después de escapar de La Jarra Solitaria en Estrella del Anochecer, el hombrecillo había intentado convencer a la compañía de que tendiera una emboscada a los zhentileses. Estaba seguro de que la banda de Cyric era la responsable de la destrucción de su aldea. El halfling estaba tan decidido en su venganza que fue necesaria la intervención de Kelemvor para retenerlo. Más tarde, Hurón se había mostrado furioso. El halfling había dicho que el único motivo para no abandonarlos de inmediato era que Cyric no tardaría en alcanzarlos.
No le faltaba razón. La rápida huida de La Jarra Solitaria solo les había dado una ventaja de quince minutos. Veinticinco jinetes habían aparecido tras su rastro en cuanto salieron del pueblo. Después de seis horas de agotadora persecución, cuando llegaron a Tyrluk, Cyric y sus jinetes más veloces estaban a menos de doscientos metros. Adon había tomado la calle mayor a través del pueblo, con la esperanza de que la milicia local atacaría a los soldados zhentileses. Pero era de madrugada, y si algún vigilante advirtió la presencia de la banda de Cyric, prefirió no dar la voz de alarma.
Desde Tyrluk, los compañeros habían escapado en la única dirección posible: hacia las montañas. Una hora más tarde, dieron con una patrulla de soldados de caballería cormyta que iba de camino a Cuerno Alto. No les había costado mucho convencer al capitán de que la compañía de Cyric era zhentilesa, máxime después de la huida de la banda al ver a los cormytas. El capitán los había perseguido, pero los hombres de Cyric consiguieron escapar sin problemas. En campo abierto, los ponis de montaña de los cormytas no eran rivales para los caballos, incluso cuando estos últimos estaban extenuados tras muchas horas de galope.
El capitán cormyta envió a unos cuantos exploradores a seguir el rastro de la compañía zhentilesa, para después reanudar su camino hacia Cuerno Alto mientras anunciaba que se enviaría un grupo de combate para ocuparse de los intrusos. La perspectiva no entusiasmó a Medianoche, que no deseaba ver a Cyric muerto, pero no estaba en condiciones de protestar.
Tras haber puesto en fuga a los perseguidores, el capitán invitó al grupo a que lo acompañasen hasta Cuerno Alto; el resto del trayecto había sido tranquilo. A su llegada a la fortaleza, y después de haber escuchado el informe del capitán, Kae Deverell había ofrecido a los héroes la seguridad y las comodidades del lugar. Tras haber pasado treinta y seis horas sobre las monturas, a nadie se le ocurrió rechazar la invitación. Kelemvor y Medianoche estuvieron felices de poder descansar y relajarse, si bien apartados uno del otro. De hecho, apenas si habían cambiado una que otra palabra desde la salida de Estrella del Anochecer.
Al pensar en la relación entre sus amigos, Adon no podía hacer otra cosa que mover la cabeza. No alcanzaba a comprender en qué residía la atracción que unía a Kelemvor y Medianoche; cuanto más cerca estaban, más se peleaban. En esta ocasión, el guerrero se había enfadado porque Medianoche no había dado la voz de alarma cuando descubrió a Cyric en el pasillo de la posada. Medianoche justificaba su propia cólera porque Kelemvor había amenazado con la espada a su viejo amigo.
El clérigo reconoció que en esta situación debía darle la razón al guerrero. Cyric no se habría colado en la posada si no pretendiese hacerles daño. Adon se rascó pensativo la fea cicatriz en su mejilla al descubrir que estaba de acuerdo en algo con Kelemvor.
—¿Os duele, mi señor?
—¿Si me duele qué? —exclamó Adon, sobresaltado. Miró a la criada que lo había interrogado.
—La cicatriz, mi señor. Os la estabais rascando con mucha fuerza.
—¿Es posible? —preguntó Adon. Dejó caer la mano sobre el muslo, y torció un poco el rostro para que la marca roja fuese menos aparente.
—Tengo un pequeño frasco de ungüento calmante. ¿Podría llevarlo esta noche a vuestra habitación? —preguntó la muchacha, esperanzada.
El clérigo no pudo menos que sonreír. Había pasado mucho tiempo desde que una mujer se le había ofrecido con tanto descaro. Además, la criada era bonita y tenía una figura generosa y bien formada por el duro trabajo. Sus cabellos rubios le caían sobre los hombros como un chal de seda, y en sus ojos azules brillaba una chispa de inocencia que de ninguna manera implicaba una falta de experiencia. Parecía demasiado hermosa para pasar su vida sirviendo cerveza en los salones de la tétrica fortaleza.
—Creo que el ungüento no servirá de mucho —respondió con voz dulce—. Pero desde luego sería un placer tener tu compañía. —Se apagó la conversación en la cabecera de la mesa, y Kelemvor miró al clérigo con las cejas enarcadas. Al comprender que había cometido una falta social, Adon se apresuró a añadir—: Quizá podamos discutir tu…, estee…, tu…
—¿Mi señor? —preguntó la muchacha, impaciente con sus titubeos.
—¿Eres feliz con tu condición de criada? Sin duda, tendrás otras ambiciones. Podríamos hablar…
—Me gusta lo que hago —respondió la joven, enfurruñada—. Y no es precisamente charla lo que yo esperaba.
Lord Deverell soltó la carcajada al escuchar la respuesta.
—No desperdicies tus encantos con él, Treen —dijo el comandante, antes de volver a reír.
Los oficiales dieron palmadas sobre la mesa mientras estallaban en fuertes risotadas. Kelemvor frunció el entrecejo, sin saber muy bien si no había entendido la broma o la situación no tenía nada de gracioso. Por fin, Deverell consiguió dominar la risa, y añadió:
—Quizá, Treen, tengas más suerte con Kelemvor, ¡es una torre de virilidad como no había visto jamás!
Treen se apresuró a complacer a su amo. Dio la vuelta a la mesa para acercarse a Kelemvor. Le acarició el brazo con la mano, y preguntó:
—¿Qué dice usted, señor Torre?
Medianoche y Adon fueron los únicos en no secundar el coro de carcajadas. Kelemvor bebió un buen trago de cerveza, y después dejó la jarra sobre la mesa.
—¿Por qué no? —replicó, con la mirada puesta en Medianoche—. ¡Alguien tiene que disculparse por la descortesía de Adon! —El guerrero pretendía provocar a Medianoche. Se sentía confuso y herido por la amargura de la discusión referente a Cyric, y no conseguía evitar pensar que había algo en el tema que escapaba a su comprensión. Si su coqueteo molestaba a la muchacha, al menos sabría que él le interesaba lo suficiente para despertar sus celos.
En el momento en que Treen deslizó sus dedos por debajo de la camisa de Kelemvor, Medianoche ya no pudo contenerse por más tiempo. Dejó con violencia su copa de vino sobre la mesa.
—Eso es algo que Adon debería hacer por sí mismo —dijo, con voz fría.
Un murmullo de sorpresa recorrió la mesa. Kelemvor le sonrió a Medianoche, que le contestó con una mirada furiosa. Treen retiró la mano del pecho del guerrero, y dijo:
—Si este hombre os pertenece, mi señora…
—¡No pertenece a nadie! —la interrumpió Medianoche, poniéndose de pie. No tenía ninguna duda de que Kelemvor había intentado provocarla, y lo había conseguido. La maga de cabellos negros frunció el entrecejo y se volvió hacia Deverell—. Estoy cansada, lord, y quisiera retirarme. —Sin esperar respuesta, dio media vuelta y abandonó la sala.
Nadie habló durante unos momentos hasta que Treen se dirigió a lord Deverell.
—Lo lamento, señor, yo solo pretendía…
—No ha sido más que una broma fallida, muchacha —la interrumpió Deverell—. No pienses más en ello.
La muchacha hizo una reverencia, y luego se marchó hacia las cocinas. Kelemvor acabó su cerveza, y levantó la jarra para que le sirviesen más.
Adon se alegró de la marcha de la criada. Los próximos días prometían ser difíciles para Kelemvor y Medianoche. El clérigo sabía que ambos estaban enamorados, si bien por el momento las pequeñas rencillas evitaban que los dos se dieran cuenta de ello. Pero si tardaban mucho más en poner en claro sus sentimientos, el viaje que les esperaba podía resultar interminable. Todo hubiese sido más simple, pensó Adon, en el caso de que Medianoche hubiese sido un hombre o, mejor todavía, Kelemvor una mujer.
El paje apareció una vez más y se acercó a lord Deverell. En el silencio de la sala, resultó imposible no escuchar sus palabras susurradas:
—Mi señor, el capitán Beresford me ordena que os avise de la ausencia de tres centinelas de la muralla interior.
—¿La muralla interior? —exclamó Deverell—. ¿Allí también? —El comandante reflexionó durante unos segundos, mientras murmuraba alguna cosa. Al igual que todos los otros en el salón, estaba un tanto bebido; demasiado borracho para adoptar decisiones. Por fin, contestó—: La disciplina de Beresford deja mucho que desear. Dile al capitán que yo mismo me encargaré de solucionar el problema… por la mañana.
Hurón dirigió a Adon una mirada de inquietud. El hecho de que cinco guardias abandonaran sus puestos en una misma noche resultaba extraño. En voz muy baja, mirando a Kelemvor, quien acababa de tomar su tercera jarra desde la salida de Medianoche, el halfling dijo al clérigo:
—Es probable que esta noche durmamos poco.
El clérigo asintió; lo invadía una repentina sensación de funesta intranquilidad.
—Veré si puedo conseguir que no beba tanto —respondió. Al igual que a Hurón, no le hacía muy feliz la perspectiva de dormir en un castillo donde los guardias abandonaban sus puestos. El hecho de que Kelemvor se fuera a dormir embriagado, solo aumentaba su nerviosismo.
Pero antes de que Adon tuviese la oportunidad de hablar con el guerrero, lord Deverell alzó su jarra y propuso un brindis:
—Bebamos a la salud del señor Kelemvor y la señora Medianoche. Que ambos descansen bien —le guiñó un ojo al guerrero—, si bien en camas separadas.
Las risas y los gritos de los oficiales festejaron la ocurrencia de su comandante.
—Desconozco las intenciones de la señora Medianoche —dijo Kelemvor, mientras se llevaba la jarra a los labios—, pero el señor Torre no dormirá esta noche.
—Si bebes más cerveza —afirmó Adon, al tiempo que se ponía de pie—, la decisión ya no será tuya. Venga, nos espera una cabalgata muy dura y necesitamos descansar unas horas.
—¡Tonterías! ¡Tonterías! —gritó lord Deverell, feliz de que la reunión recuperara su aire festivo—. Mañana habrá tiempo de sobra para descansar. Medianoche ha dicho que necesitaba todo un día para reescribir su libro de hechizos, ¿no es así?
—Muy cierto, mi señor —replicó Adon—. Pero llevamos mucho tiempo de viaje y no estamos acostumbrados a manjares tan suculentos. Puede que Kelemvor lamente los excesos de esta noche varios días.
El guerrero de ojos verdes frunció el entrecejo y miró disgustado al clérigo, por la inesperada reprimenda.
—Por la mañana, estaré tan fuerte como un toro —se vanaglorió, poniéndose de pie sin mucho equilibrio—. Además, ¿quién te ha elegido capitán?
—Tú lo hiciste —respondió Adon.
El clérigo dijo la verdad tal como la conocía. Kelemvor había perdido el sentido de la misión. El rodeo para ir a Robles Negros solo había sido un ejemplo de la incapacidad del guerrero para mantener presente que su primer objetivo era recuperar las tablas. Alguien tenía que asumir el mando, y Medianoche, a pesar de su inteligencia, se había mostrado poco dispuesta a encabezar la compañía. Esto había dejado a Adon como líder, y el hombre estaba dispuesto a cumplir con su obligación con toda su voluntad y empeño.
—Yo no hice tal cosa —respondió Kelemvor, mientras se desplomaba poco a poco en su silla—. Jamás se me ocurriría seguir a un clérigo sin fe.
Adon pestañeó, pero no dijo nada. Sabía que el guerrero debía de estar muy inquieto —y muy borracho— para atacar a su amigo con tanta crueldad. Después de un suspiro, el clérigo contestó:
—Como quieras. —Recogió las alforjas con la tabla.
En el rostro de Kelemvor apareció una expresión de arrepentimiento, al comprender que se había mostrado injusto con Adon.
—Lo lamento. No tendría que haberlo dicho —se excusó el guerrero.
—Te comprendo —dijo el clérigo—. Pero ya que no piensas irte a dormir, por lo menos intenta no beber en exceso. —Se volvió hacia lord Deverell—. Si me perdonáis, estoy muy cansado.
Kae Deverell asintió, satisfecho de librarse del aguafiestas.
Tras la marcha de Adon, el humor de Kelemvor se hizo más sombrío. Habló poco, y bebió incluso menos. Sobre los hombros de Hurón recayó la responsabilidad de mantener la alegría de la fiesta, cosa que hizo con la narración de cuentos y poesías de los halflings. Por fin, dos horas más tarde, lord Deverell bebió una jarra de más y se desplomó en su silla, desmayado.
Los seis oficiales cormytas que habían superado el aguante de su señor, soltaron suspiros de alivio y se pusieron de pie. Mientras protestaban por lo tarde de la hora, recogieron a su lord comandante y se lo llevaron a la cama. Por su actitud impaciente, el halfling supuso que esta escena se repetía con demasiada frecuencia para sus gustos.
Después de acompañar a Kelemvor hasta su habitación en el tercer piso de la torre, Hurón bajó al segundo y espió en los dormitorios de Medianoche y Adon. Ambos dormían a pierna suelta, así que él se dedicó a investigar el alcázar.
Mientras el halfling se ocupaba de explorar, Adon disfrutaba de un sueño tan grato y placentero como hacía mucho tiempo que no tenía. Si bien el clérigo no había sido consciente de ello hasta el momento de abandonar la mesa de lord Deverell, los dos días de cabalgata casi ininterrumpida habían agotado sus fuerzas. Se había desplomado en la cama sin siquiera quitarse la ropa.
Pero Adon no había olvidado la desaparición de los cinco guardias o el peligro que acechaba a la compañía, y parte de su mente se mantenía alerta. Por lo tanto, cuando se encontró completamente despierto con el vago recuerdo de haber oído un grito, no dudó ni por un instante de que algo no iba bien. Su primer pensamiento fue que Bhaal había venido en busca de la tabla. La mano de Adon se deslizó por debajo del jergón de paja, y respiró aliviado al sentir la suavidad del cuero de la alforja.
El clérigo permaneció inmóvil, a la espera de escuchar otro grito. Los únicos sonidos eran el de su propia respiración agitada y el repiqueteo de la lluvia en las persianas. Durante otros treinta segundos, todo estuvo inmóvil en el interior del cuarto a oscuras. Adon comenzó a pensar que el grito había sido parte de un sueño, y sonrió para sí mismo. Hacía mucho tiempo que la oscuridad no le producía este miedo.
Pero Adon no se sentía ridículo por estar asustado. Bhaal estaba sobre el rastro del grupo, y la única protección ante el señor de los Asesinos era la bendición de otro dios. Él ya no podía proveer tal protección y, por un instante, pensó si no había sido un error apartarse de Sune Cabellos de Fuego. El clérigo acarició la cicatriz que le recorría la mejilla. Sin duda, había actuado mal al volverle la espalda solo porque ella no había hecho desaparecer el costurón. En unos tiempos tan revueltos, había sido una actitud muy egoísta esperar que ella se ocupara de reparar el daño sufrido en su cara. Ahora, había aprendido a aceptar el hecho, de la misma manera que aceptaba la imperfección.
No obstante, seguía sin resignarse a la indiferencia de los dioses ante sus fieles. Desde su juventud, él había venerado a Sune, convencido de que la diosa lo protegería a cambio de su dedicación. Cuando ella había permitido que lo hirieran, Adon se había hundido en una profunda desesperación, al comprender lo poco que se interesaba Sune por sus creyentes. El conseguir salir de la depresión había sido un proceso lento y pesado. Su confianza y su deseo de vivir solo habían vuelto cuando él había puesto su devoción en los hombres.
Pero esta nueva devoción no había servido para renovar la fe del clérigo en Sune. De hecho, cuanto más se dedicaba a los hombres, más rencor sentía hacia Sune —y todos los demás dioses— por abusar de la fe de sus adoradores mortales.
Por desgracia, había sido la fe en Sune la que dotaba a Adon con los poderes de un clérigo. Por muy profunda y sincera que fuese su devoción por los hombres, no conseguiría recuperar los poderes. Los dioses eran seres sobrenaturales y mágicos, y, por razones que solo ellos conocían, recompensaban la fe más ardiente con una pequeñísima parte de su poder.
La puerta de la habitación se abrió con un crujido, y puso fin a los pensamientos de Adon. Un rayo de luz amarilla se coló en el cuarto. Sin apartar la mirada de la puerta entreabierta, Adon buscó su maza y puso los pies en el suelo.
En el momento en que se ponía de pie, una sombra voló por el aire desde la puerta, y sintió contra su cara el golpe de una cosa fría. El clérigo soltó un grito de sorpresa mientras caía sobre la cama.
—¡Silencio! —susurró Hurón—. ¡Póntela!
—¿Qué ocurre? —preguntó Adon, furioso. Recogió la cota de malla y se la deslizó por encima de la cabeza.
Pero Hurón, que había pasado las tres últimas horas dedicado a estudiar todas las trampas del alcázar, ya no estaba. En el momento en que el halfling llegaba al pie de las escaleras, se abrieron las puertas de la sala de banquetes. Seis guardias cormytas penetraron en la habitación con antorchas y armas.
—¡Jalur, ayúdame a barrar las puertas! —ordenó el sargento, espada en mano—. ¡Kiel, Makare y los demás, a las escaleras!
Sorprendido ante lo poco que habían tardado los cormytas en retirarse al torreón, el halfling se dirigió hacia las cocinas. Su destino era la habitación que estaba directamente debajo de la de Adon, la oficina del mayordomo. Por desgracia, la puerta estaba cerrada con llave y Hurón tendría que forzar la cerradura o buscar la llave. Luego tendría que apilar los muebles para poder alcanzar la manivela. Le llevaría tiempo, cosa de la que no disponía. Él no sabía contra quién luchaban los guardias, pero sí que había conseguido abrirse paso con gran celeridad.
Los soldados sabían un poco más que Hurón acerca de su oponente. Orrel había visto algo que descendía por un rincón oscuro de la pared interior. Un momento más tarde, un hombre de aspecto tímido había salido de las sombras y caminado con aire despreocupado hacia la entrada del alcázar. Orrel y el otro guardia habían salido al vestíbulo para darle el alto, pero él había apartado sus alabardas de un golpe, luego había extraído una daga de la manga y matado a los dos con una certera cuchillada.
Un tercer guardia había dado la voz de alarma, con fatales consecuencias para él. El forastero había lanzado su daga y atravesado la garganta del hombre sin darle tiempo a acabar el grito. Fitch, el sargento de guardia, había ordenado a sus soldados que se refugiaran en el alcázar. Se había sentido ridículo por huir ante un atacante solitario, pero la brutal eficacia demostrada por este indicaba con toda claridad que no era un asesino vulgar. Como sus órdenes eran las de defender el alcázar, el sargento había considerado prudente retirarse y asegurar la puerta, para luego enviar a un hombre a buscar ayuda.
Su estrategia no dio resultado. Las puertas eran gruesas y pesadas, pensadas únicamente para resistir, pero poco maniobrables. Mientras el sargento y un guardia intentaban cerrarlas, el asesino penetró en el vestíbulo. El guardia murió al cabo de un instante, cuando los dedos del atacante le destrozaron la garganta.
Con la espada en alto, el sargento Fitch gritó su última orden a los hombres en la escalera:
—¡En el nombre de Azoun, no dejéis que suba las escaleras!
En el segundo piso, Adon escuchó los sonidos de una breve escaramuza, que fue seguida de unas pocas palabras que no consiguió entender. La luz de una antorcha alumbraba el pasillo que separaba su habitación de la ocupada por Medianoche. Su puerta también estaba entreabierta, pero en el cuarto no había luz suficiente para poder ver en su interior. La hechicera podía estar dentro o quizá ya había escapado.
A la izquierda de Adon, las escaleras descendían en una amplia y suave espiral. Un metro y medio más abajo, otra antorcha proyectaba su luz amarillenta sobre los fríos escalones de piedra. En el lugar donde la escalera se perdía de vista, aparecían las sombras de cuatro cormytas que buscaban refugio en la altura. Cada silueta esgrimía una alabarda. A juzgar por las sombras, su perseguidor era un solo hombre. Una de las siluetas cormytas atacó. Hubo un momento de gran actividad, después sonó una risa suave, y al cabo de un segundo, un grito de agonía.
Los otros tres guardias retrocedieron un paso más. Sus espaldas protegidas por cotas de malla negras aparecieron ante los ojos del clérigo, pero el atacante continuó invisible. Adon no podía creer que un hombre solo pudiese atacar con semejante fiereza, pero no había más sombras.
El clérigo no dudó ni por un momento que el misterioso agresor venía en busca de la tabla. Fue hasta las ventanas de su habitación y abrió las persianas. El agua de la lluvia le azotó el rostro. Sin pensar en la tormenta, Adon dejó la tabla en el alero; si era necesario, podría arrojarla antes de permitir que cayese en manos enemigas. Con un poco de suerte, alguno de los hombres de Deverell podría recogerla y escapar con ella.
Cuando volvió a la puerta, con la maza preparada, solo quedaban dos guardias. Estaban en el descanso del segundo piso, y hacían frente al ataque a pesar del terror que se reflejaba en sus rostros. Dos escalones más abajo estaba el misterioso asesino. Cuando Adon vio al hombre pequeño, no pudo menos que sorprenderse ante el miedo de los soldados cormytas.
El hombre no medía más de un metro sesenta, y era de complexión delgada. Su cabeza calva estaba tatuada con espirales verdes y rojas, pero esto no era lo único un poco extraño en su apariencia. Como colgados de la frente, aparecían su nariz casi ridícula y los ojos saltones. Las únicas características destacables de su rostro eran sus orejas como pantallas y los dientes de conejo. En conjunto era una cara tan fea que Adon dio gracias por su propio aspecto, a pesar de la herida. El cuerpo del hombre no era más que una bolsa de huesos que se mantenían unidos solo por nervios y fuerza de voluntad. Pequeños cortes y heridas lo cubrían de pies a cabeza.
—¿Qué os pasa? —exclamó Adon—. ¡Detenedlo!
Uno de los cormytas desvió la mirada hacia el clérigo, y replicó:
—¡Inténtelo usted o quítese de en medio!
Un clamor sonó en el exterior del edificio al correr la voz de que atacaban el alcázar. El hombre de la cabeza tatuada se detuvo por un momento a escuchar, y luego con toda tranquilidad volvió su atención a los dos guardias. Dio un paso adelante y, sin el menor esfuerzo, les quitó las alabardas como si no fuesen más que palillos.
—¡Atrás! —gritó uno de los soldados, al tiempo que lanzaba un puntapié contra el hombre calvo.
La bota del guardia golpeó de lleno en la frente del desconocido. El golpe tendría que haber sido suficiente para lanzarlo escaleras abajo, pero la cabeza tatuada solo se sacudió. Luego el atacante soltó un gruñido y, con una agilidad y rapidez asombrosas, quebró la pierna del soldado de un solo golpe. El guardia gritó y cayó al suelo; su cabeza dio contra uno de los escalones de piedra y se partió como una calabaza.
De repente Adon comprendió por qué los guardias no conseguían detener al atacante. El hombre pequeño era un avatar. Sin poder contenerse, mientras alzaba su maza, exclamó:
—¡Bhaal!
El avatar se volvió hacia el clérigo y entreabrió sus labios delgados para dedicarle una sonrisa de reconocimiento.
Una ola de miedo sacudió el cuerpo de Adon, sin que él pudiera hacer nada por controlarlo. Cuando se había enfrentado a Bane en parecidas circunstancias, el clérigo había contado con su fe para fortalecerse. La muerte no lo había asustado, porque creía que morir al servicio de Sune presentaba el más grande de los honores, y su recompensa sería infinita en el más allá.
Ahora no disponía de las mismas garantías. Adon había abandonado a la diosa y, si moría, no le esperaba más que la desesperación y la nada eterna. Y lo que era peor, no habría nadie para solucionar las cosas. Bhaal se haría con la tabla y sumergiría a la humanidad en la oscuridad y la miseria.
El último guardia dejó caer la alabarda y desenvainó la espada. Se agazapó en posición de combate y ejecutó con la espada diversas fintas defensivas.
Un par de escalones más abajo del rellano, Bhaal volvió su atención al soldado.
El cormyta se arriesgó a dirigir una mirada a Adon y le preguntó:
—¿Está de mi parte?
—Sí —respondió Adon, con un nudo en la garganta. El clérigo salió de su habitación y se colocó junto al guardia que había caído un momento antes.
El soldado restante se colocó al otro lado del rellano, y luego alzó la espada. Con toda deliberación le cedió el paso al dios para que Adon pudiese lanzar su ataque.
Sin preocuparse de la trampa, Bhaal se adelantó, y Adon descargó la maza contra la cabeza del avatar. El dios se agachó y esquivó el golpe. Tampoco el cormyta tuvo mejor suerte, porque antes de poder lanzar su estocada, el señor de los Asesinos le dio un puñetazo en el abdomen. El hombre trastabilló pero no pudo evitar ir a parar contra la pared. Bhaal se plantó delante del clérigo.
Sin apartar su mirada de los ojos del avatar, Adon se puso en guardia con la maza en alto. El cormyta se adelantó un paso y también levantó su espada. Con una voz que parecía más un jadeo, el guardia preguntó:
—¿Y ahora qué?
—¡Ataca! —gritó Adon.
El soldado acató la orden y descargó un mandoble con todas sus fuerzas. Bhaal dio un paso al costado y eludió el golpe, para de inmediato moverse de espaldas hacia el cuarto de Medianoche.
De repente la puerta de la maga se abrió del todo. Medianoche apareció en el hueco, daga en mano. Había vigilado el desarrollo del combate sin decir ni una palabra, mientras maldecía para sus adentros la pérdida del libro de hechizos, y aguardaba el momento para atacar. Por fin, había llegado. Clavó la daga en la espalda del avatar. Los ojos de Bhaal se abrieron en una expresión de sorpresa. En cuanto hizo el gesto de volverse, Adon aprovechó la oportunidad para un ataque fácil, y descargó un mazazo contra las costillas del avatar. Se doblaron las rodillas del dios, y cayó por las escaleras, con un rugido furioso. El cuerpo se detuvo seis escalones más abajo, con la daga de Medianoche todavía clavada en la espalda. La hechicera preguntó:
—¿Estará muerto?
Bhaal se incorporó y miró a la muchacha, mientras maldecía en un lenguaje que ningún humano podía imitar. Sin prestar atención a sus heridas, el señor de los Asesinos corrió escaleras arriba.
El cormyta lanzó un grito y, espada en alto, salió al encuentro del avatar. Bhaal chocó con el guardia a medio camino; detuvo el mandoble con un terrible golpe en el brazo del hombre al mismo tiempo que le clavaba los dedos en la garganta. El avatar alcanzó el rellano sin soltar a su víctima, y luego arrojó el cadáver escaleras abajo sin más preocupaciones.
Fue en aquel momento cuando Adon comprendió la situación. No había nada que pudiesen hacer para detener al avatar. Bhaal daba vida al cuerpo con sus propias fuerzas vitales. El ruido de las botas y un coro de gritos anunció la llegada de refuerzos al alcázar.
—¡Corre, Medianoche! —gritó Adon—. ¡No podemos matarlo!
El clérigo se volvió hacia su cuarto, con la intención de arrojar la tabla por la ventana. Bhaal sonrió, y luego se acercó a Medianoche.
—¡Adon! —chilló la maga—. ¿Qué haces? —No podía creer que su amigo la dejase librada a su suerte.
El grito de Medianoche hizo que Adon recobrara la sensatez. En su preocupación por proteger la tabla, había olvidado que la mujer estaba indefensa. Se giró y enarboló la maza, al ver que Bhaal le daba la espalda. Descargó el golpe contra la nuca del dios. Los huesos se hundieron bajo el impacto del arma. El avatar se balanceó y, por un instante, el clérigo pensó que caería al suelo.
Bhaal levantó una mano y palpó la herida. Cuando la retiró tenía los dedos bañados en sangre. Sin siquiera darse la vuelta, lanzó un puntapié como la coz de un mulo, y golpeó al clérigo en las costillas. Adon voló hasta el interior de su cuarto, se estrelló contra la cama, para luego quedar hecho un ovillo en el suelo. Mientras intentaba introducir un poco de aire en los pulmones, pensó si sería capaz de volver a levantarse. De pronto sintió que el suelo se movía, y oyó el chirrido de metal contra metal. No se le ocurrió ninguna explicación para los ruidos y la extraña vibración.
—¿Qué ocurre ahí abajo? —gritó Kelemvor desde el rellano de la tercera planta, con una voz aguardentosa por la resaca y el sueño.
Bhaal miró hacia la planta alta, con la cabeza convertida en una pulpa sanguinolenta.
—¡Por el puño claveteado de Torm! —añadió el guerrero, mientras bajaba los escalones con paso poco seguro—. ¿Qué eres tú?
Bhaal volvió su atención a la hechicera, sin aparentemente preocuparse por el guerrero. Con el corazón en la boca, Medianoche se apoyó en el marco de la puerta mientras intentaba descubrir la manera de defenderse sin contar con un arma.
Un terrible rugido resonó en el pasillo. Se trataba de Kelemvor que volaba por los aires dando mandobles. Bhaal se encorvó un poco, dejó que el guerrero cayera sobre su espalda, y luego se irguió con violencia para catapultarlo escaleras abajo. Kelemvor desapareció de la vista de Adon tan deprisa como había entrado.
Una serie de golpes y maldiciones anunció que los refuerzos cormytas habían detenido la caída del guerrero, y que tardarían todavía más en su ascensión. Adon se obligó a sí mismo a ponerse de pie, con solo un hilo de respiración. La puerta de su habitación estaba en línea directa con la de Medianoche, y pudo ver cómo Bhaal avanzaba hacia la joven.
Medianoche permanecía inmóvil mientras el señor de los Asesinos venía hacia ella. Había pensado en una manera para demorar a Bhaal, pero todo dependía del elemento sorpresa. Cuando el dios puso un pie en el umbral, ella cerró la puerta con todas sus fuerzas.
El movimiento pilló desprevenido al dios, y la pesada puerta le dio de lleno en el rostro. El avatar retrocedió un par de pasos, ocasión que Medianoche aprovechó para cerrar la puerta, echar el cerrojo y apoyar su cuerpo contra la plancha de madera. El obstáculo no demoraría mucho al avatar, pero al menos disponía de unos segundos para pensar en algo mejor.
Bhaal permaneció en la mitad del pasillo con la mirada puesta en la puerta cerrada, mientras descargaba su ira en un torrente de maldiciones e insultos.
Adon podía comprender muy bien la sorpresa del cruel dios ante la jugarreta de Medianoche, porque también a él le había resultado inesperada. No obstante, no conseguía entender por qué Bhaal solo parecía interesado por ella. Quizás el dios suponía que la tabla se encontraba en su poder, o, sin saber que su libro de hechizos había desaparecido, tenía más miedo a la magia que a su maza. Pero razones aparte, el clérigo decidió aprovechar la situación. Se asomó a la puerta. En las escaleras, vio a Kelemvor y a ocho cormytas apilados, aturdidos y quejosos.
En el momento en que levantaba la maza, el suelo volvió a vibrar bajo sus pies, y unos débiles tintineos metálicos resonaron en el rellano. Si bien no sabía a qué atribuirlo, dejó el misterio para mejor momento, y se preparó para el ataque. En aquel preciso instante, Bhaal tomó carrerilla y descargó un puntapié contra la puerta de Medianoche. El cerrojo se quebró, la puerta se abrió de par en par y la maga cayó de bruces.
Adon erró el golpe a la cabeza de Bhaal y su maza golpeó contra el suelo, que sonó a hueco. Dos piedras se desprendieron del relleno. El clérigo retrocedió hasta el umbral de su habitación y, asombrado, miró el agujero.
El avatar se volvió hacia Adon, con una mueca que hablaba a las claras de su irritación. De repente se hundió todo el rellano, que en su caída arrastró al señor de los Asesinos y el cuerpo de uno de los soldados. Los escombros del rellano se estrellaron contra el del primer piso; se escuchó un ruido atronador, y una densa columna de polvo ascendió por el agujero recién creado.
Medianoche gateó hasta el umbral y, por un momento, ella y Adon miraron por el agujero. Cuando se despejó un poco el aire, pudieron ver el cuerpo retorcido de Bhaal entre los escombros, con el cuello en una posición extraña, prueba evidente de que estaba partido. El pequeño cuerpo, lleno de magulladuras, estaba aplastado en una docena de lugares.
Pero los ojos del avatar permanecían abiertos, y su mirada llena de odio estaba puesta en Adon. El dios cerró primero su mano izquierda en un puño, y luego la derecha. Medianoche soltó una exclamación, sin poder creer que aún había vida en aquellos despojos.
—¿Qué es lo que hace falta para matarte? —gritó Adon.
Como una respuesta a su queja, Hurón asomó la cabeza por un agujero debajo del umbral del cuarto del clérigo. Era allí donde debía estar la viga que soportaba el rellano.
—¿No ha sido suficiente? —preguntó el halfling—. ¿En qué lío me habéis metido?
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Medianoche, sin dejar de mirar asombrada por el hueco.
—Era una trampa —replicó Hurón, como si fuera lo más natural—. Una última línea de defensa. Todos los rellanos de la torre están diseñados para hundirse, si los asaltantes consiguen entrar en el alcázar y dar tiempo a los defensores para alcanzar el techo.
El halfling no había acabado su explicación cuando ya Bhaal había levantado una pierna y se había empujado contra los escombros para poder sentarse.
—Da igual —dijo Adon, señalando al avatar.
Hurón señaló hacia la parte superior de la puerta de Adon.
—¡Hay una manivela detrás de la puerta! —gritó, al tiempo que daba vueltas con la mano—. ¡Hazla girar!
El clérigo miró detrás de la puerta. Allí estaba la manivela. La hizo girar, y un chirrido insoportable llenó la habitación. La viga superior —la que aguantaba el rellano del tercer piso— comenzó a moverse.
—¡Más rápido! —chilló Hurón.
Medianoche se separó de la puerta; consideró prudente mantenerse bien lejos cuando se desplomara el rellano.
Adon hizo girar la manivela con todas sus fuerzas. Las vigas se movieron poco a poco, y una piedra se desprendió del rellano. Después, otras dos. Luego una docena, hasta que, por fin, se desprendió todo el suelo para caer a través del agujero donde había estado el segundo rellano.
Hurón volvió a asomar la cabeza por el agujero, y Medianoche se arrastró para espiar desde su umbral. Los refuerzos cormytas aparecieron finalmente en el segundo piso, seguidos por Kelemvor. Todos se asomaron por el agujero con la mirada puesta en los escombros del primer piso.
—¿Está muerto? —preguntó Hurón.
—No —replicó Adon—. Cuando muere el avatar de un dios, la destrucción es inmensa.
—¡Un dios! —exclamó el halfling. La sorpresa y el susto casi lo hicieron caer por el boquete.
—Cyric no mentía. Bhaal nos persigue —afirmó el clérigo. Hizo una pausa, y señaló los escombros—. Allí está. —Como una respuesta a las palabras de Adon, se despejaron las nubes de polvo y todos pudieron ver una pierna y una mano del dios que aparecían de entre las piedras.
—Yo creo que está muerto —declaró Hurón.
La mano se retorció y apartó un cascote. Medianoche soltó una exclamación.
—Si no podemos matarlo —dijo—, ¿no habría una manera de mantenerlo prisionero?
Adon frunció el entrecejo y cerró los ojos, mientras buscaba en su memoria alguna trampa capaz de retener a un dios. Por fin, renunció al esfuerzo, y respondió:
—No que yo conozca.
La mano apartó otra piedra.
—¡Soldados, al primer piso! —ordenó el sargento cormyta.
—¡Rápido, antes de que consiga liberarse! —añadió Kelemvor, mientras daba media vuelta y abría la marcha escaleras abajo.
«Para morir en una lucha inútil», pensó Adon.
—Tal vez deberíamos marcharnos —sugirió Hurón, sin mucho ánimo.
Medianoche no lo oyó. Tan pronto como había sugerido aprisionar a Bhaal, en su mente había aparecido un hechizo diferente a todos los que había conocido antes.
La maga volvió a su cuarto y rebuscó en los bolsillos de su capa, luego se asomó al hueco con dos bolas de arcilla y un poco de agua. Empapó una de las bolas, la desmenuzó entre los dedos y desparramó los gránulos sobre la pila de escombros.
—¿Qué haces? —preguntó Hurón con la mirada fija en los trocitos de arcilla.
—Lo encierro en piedra —explicó Medianoche, muy tranquila, sin dejar de desparramar el barro.
—¿Por medio de la magia? —preguntó Adon.
—Desde luego. ¿Acaso crees que soy un picapedrero?
—¿Y qué pasará si el hechizo no resulta? —protestó el clérigo—. ¡Podrías hacer que la torre se desplomara sobre nosotros!
En el rostro de Medianoche apareció una sombra de duda. Estaba tan entusiasmada con el hechizo que no había considerado la posibilidad de un fallo.
Bhaal apartó otras cuantas piedras.
—¿Qué podemos perder? —dijo Medianoche. Cerró los ojos y dirigió su magia. Recitó la salmodia deprisa, al tiempo que dejaba caer los últimos trozos de la primera bola de arcilla.
Cuando abrió los ojos, los escombros se habían transformado en un fluido espeso y traslúcido del color de la cerveza. Había esperado ver fango y no resina, pero por lo menos el cuerpo de Bhaal estaba envuelto. Su mirada de odio estaba fija en Medianoche, mientras luchaba por zafarse.
Kelemvor y los cormytas aparecieron en el primer piso dispuestos para el ataque, pero se detuvieron junto a la gelatina dorada. Uno de los soldados intentó pasar la espada y acuchillar a Bhaal, pero la sustancia retuvo la hoja y fue imposible retirarla.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó el sargento—. ¿Cómo vamos a atacar en medio de todo este engrudo?
—Yo recomendaría evitar cualquier ataque —contestó Adon—, a menos que no quede otra opción.
Medianoche empapó la otra bola de arcilla y la desmenuzó sobre la burbuja amarilla.
—¿Qué se cree que hace? —gritó el sargento, apuntando con la espada la mano de la hechicera.
Hurón se encargó de la respuesta.
—No se preocupe. Y, por cierto, yo en su lugar me apartaría.
Medianoche cerró los ojos y recitó otro hechizo, esta vez para convertir en sólido la gelatina. Cuando acabó la letanía la materia dorada comenzó a endurecerse. Los movimientos del avatar se hicieron cada vez más lentos hasta cesar por completo en unos pocos segundos.
El sargento cormyta dio unos golpecitos con la espada en la sustancia, y se escuchó el sonido característico del metal al chocar contra el granito.
—¿Dónde has aprendido este hechizo? —preguntó Adon.
—Apareció de pronto en mi cabeza —contestó Medianoche, con voz débil y cansada—. Yo tampoco lo entiendo. —De repente experimentó un fuerte mareo, y comprendió que el hechizo había exigido mucho más de sus fuerzas de lo que imaginaba.
Por un momento, Adon no apartó la mirada de Medianoche. Al parecer, cada día la joven aprendía algo nuevo de su magia. Recordó los poderes que como clérigo había tenido, y no pudo menos que sentir el picor de la envidia.
—¿Crees que aguantará? —preguntó Kelemvor, con la punta de la espada apoyada en la materia dorada.
Adon contempló la prisión de Bhaal. El fluido se había convertido en una capa de cincuenta centímetros de roca clara y cristalina. En su interior, el avatar continuaba con la mirada clavada en Medianoche.
—Así lo espero —respondió el clérigo, y miró el rostro cansado de la hechicera.