8. Un cruce peligroso

Medianoche se arrodilló detrás del tronco retorcido de nogal. A sus espaldas había un pequeño campo de pastoreo. Más allá de la llanura se levantaban las crestas rosadas de los Picos del Ocaso, donde había abandonado a Kelemvor y Adon hacía tan solo cuatro días. La mañana era triste y gris, pero al otro lado de los picos, el sol teñía las nubes de blanco puro.

El esquelético nogal crecía sobre un risco que daba al río Tortuoso. Entre la orilla este y el barranco había una estrecha franja de tierra aluvial. Tanto la franja como la ladera estaban cubiertas de maleza y arbustos altos. Un sendero muy trillado conducía desde el risco hasta un mesón y un establo edificados en un pequeño claro junto al borde del río.

La casa, hecha de cantos rodados y mortero, tenía una sola planta. El establo lo habían hecho con tablones de nogal. En este momento, había en el corral más de treinta caballos y ponis. Uno de los extremos del recinto se adentraba un poco en el río para permitir que los animales tuviesen un continuo suministro de agua.

Delante del mesón, había dos centinelas zhentileses muertos con las lanzas todavía ensartadas en sus cuerpos. Otro centinela había caído en el umbral de la puerta. Por todo el claro, se encontraban dispersos los cadáveres de más de treinta halflings con sus pechos atravesados por flechas negras. Un puñado de los pequeños guerreros había llegado al edificio y destrozado a hachazos las persianas de ocho ventanas, y se veían manchas de sangre en las piedras de la pared. Delante de dos de las ventanas había más cuerpos de halflings.

Con el corazón en un puño, Medianoche comprendió que había dado con los pobladores de Robles Negros, la aldea de Hurón.

Los halflings habían atravesado el paso de la Serpiente Amarilla a marcha forzada, deteniéndose tan solo para dormir cuatro horas al día. Dos noches antes habían dejado atrás a Adon y Kelemvor, y, finalmente, habían alcanzado su presa la tarde anterior. Los guerreros habían atacado poco antes del alba, y sorprendido a los centinelas con una lluvia de jabalinas lanzadas con sus wumeras.

Si se hubieran conformado con esto, los halflings quizás habrían regresado a Robles Negros con su orgullo y sus cuerpos intactos. Pero como unos tontos habían intentado asaltar la casa de piedra. Los zhentileses protegidos en el interior, bien entrenados y disciplinados, se habían despertado al primer grito de alarma de los centinelas. Desde las ventanas habían disparado varias andanadas de flechas. La mayoría de los atacantes habían muerto sin llegar a su objetivo.

Medianoche experimentó un súbito enfado contra los halflings. Habían muerto más de treinta, y no habían conseguido nada. El estúpido ataque contra la posada había acabado con la compañía, y el puñado de supervivientes no había sido rival para soldados veteranos en el combate cuerpo a cuerpo.

Si bien estaba claro que los halflings habían perdido la batalla, Medianoche comprendió que podría quedar alguno con vida. En ese caso, la maga tenía que prestar su ayuda. Parte de esta convicción se debía a los sentimientos de culpa por la muerte de Hurón, pero también era una mujer compasiva que despreciaba el sufrimiento inútil. No podía concebir dejar a un halfling en manos de los despiadados zhentileses.

Pero Medianoche tenía más motivos para tratar de escurrirse hasta la casa. Sospechaba desde hacía tiempo que los zhentileses de Cyric eran los saqueadores de la aldea de Hurón, y el enloquecido ataque de los halflings parecía confirmarlo. Si era así, entonces Cyric estaría en la posada, y su presencia significaría que había violado su promesa de no seguirla. La hechicera debía confirmar fehacientemente si sus sospechas eran ciertas.

Medianoche se apartó a gatas del nogal y retrocedió hasta la hondonada donde había dejado el poni. En el momento en que se acercó, el animal escarbó el suelo con los cascos y resopló.

—¿Qué quieres? —preguntó la hechicera—. Hace una hora que salimos de Lindecolina. No puede ser que tengas hambre.

Desde luego, el poni no respondió. Medianoche movió la cabeza y suspiró con fuerza; se sentía muy tonta por hablar a un animal estúpido como si pudiese contestarle, pero se encontraba tan sola que pensaba en el poni en términos humanos. Medianoche echaba de menos a Adon y, mucho más, a Kelemvor. Cuando había abandonado el campamento, no había sentido la necesidad de hacer las paces con sus amigos. Ahora, desesperaba por eliminar el enfado entre ellos.

Pero era demasiado tarde. Ella tenía una misión que cumplir, y sabía que, por el momento, lo mejor era olvidarse de ellos. Quizás esto había dado pie a que pensara en su poni como en un compañero.

Al menos, esta recién encontrada empatía le había venido bien. En dos ocasiones el poni había olido algo que lo había asustado. Si la hechicera no hubiese estado en sintonía con el comportamiento de su cabalgadura, no habría hecho caso del nerviosismo del animal y seguido adelante hacia el desastre. La primera vez, Medianoche habría ido a parar en medio de una patrulla de duendes. Si bien contaba con el recurso de la magia para escapar, se alegró de no tener que hacer el intento.

En la segunda ocasión, el animal se había espantado mucho. Cuando la maga investigó la causa, descubrió una de las pocas patrullas que Fuerte Tenebroso mantenía en el paso de la Serpiente Amarilla. Una vez más, la magia de Medianoche podría haber resuelto el problema de los zhentileses, pero la patrulla daba escolta a una estatua de piedra que representaba a un humanoide de tres metros de alto. Tan pronto como observó sus ojos vacíos y la vio que caminaba por sus propios medios, comprendió que se encontraba ante un golem y huyó a toda prisa. Por su propia naturaleza, los golems de piedra eran casi inmunes a la magia.

Aparte de eso, el resto de su viaje por el paso no había tenido más tropiezos. La noche anterior la había pasado en un pequeño hostal de Lindecolina. La mayoría de los residentes de la ciudad se habían mostrado fríos y distantes, pero el posadero resultó ser una persona amable y muy dispuesto a ofrecer buenos consejos a sus clientes. Cuando Medianoche le preguntó dónde podía comprar un caballo veloz sin muchas averiguaciones acerca de sus motivos, el hombre le había recomendado el establo delante de su negocio. Por fortuna, la joven se había acercado al lugar con mucha prudencia porque en la localidad había muchísimos zhentileses, y no se había equivocado al suponer que también los encontraría en las cuadras.

El poni tocó con el morro el brazo de Medianoche, a la búsqueda de algo para comer. La maga no le prestó atención y cogió las alforjas sujetas a la montura. Sin la ayuda de Kelemvor y Adon para vigilar la tabla, no quería perderla de vista ni por un momento.

Comenzó a bajar por la ladera con mucha precaución para mantenerse bien oculta entre los matorrales y no hacer rodar alguna piedra suelta o pisar ramas. Cuando la maga llegó a la base del risco, llovía una vez más. La lluvia olía a podrido, como si entre las nubes hubiera alguna cosa muerta. La posada permanecía oscura y silenciosa.

Medianoche se detuvo por un instante para ver si había algún centinela. Entonces, oyó un coro de risotadas desde el otro lado del edificio. Luego una voz muy aguda chilló:

—¡Otra vez no, por favor, aaaahhhh!

Sin abandonar la protección de los matorrales, la hechicera dio un rodeo hacia el lado sur de la casa. La voz aguda volvió a gritar, pero se interrumpió de pronto. Unos segundos más tarde, cuando Medianoche alcanzó el borde del claro, la llovizna se convirtió en un aguacero. Se detuvo a unos treinta metros de la posada, desde donde podía ver sin obstáculos la zona entre la construcción y el río.

De pie con el agua hasta el pecho, cuatro zhentileses aguantaban contra la corriente un tronco de tres metros de largo. Habían hecho un surco profundo en la mitad del tronco, y en este surco se apoyaba la unión de dos palos largos amarrados entre sí en ángulo recto. En el extremo de cada uno de los palos los bandidos habían atacado a un halfling, dejándoles los brazos libres para que pudieran nadar y mantenerse a flote.

El diabólico resultado de este invento era que el prisionero no podía mantener la cabeza fuera del agua sin forzar a su camarada en el otro extremo a quedar sumergido. En la orilla ya había un par de halflings empapados; uno estaba muerto, y el otro tosía sin fuerzas.

Otros cuatro soldados zhentileses permanecían en la orilla; reían ante el sufrimiento de sus víctimas y hacían apuestas acerca de cuál de los dos prisioneros sobreviviría. Apartado de ellos había otro hombre, que no parecía manifestar ningún interés por la cruel diversión. Era un hombre fornido con los cabellos negros recogidos en una trenza, barba espesa, y una brillante cota de malla azul y negra.

Una figura cubierta con una capa se separó de los zhentileses en el agua y caminó hacia el hombre solitario, mientras se ajustaba la prenda sobre los hombros. Medianoche reconoció en el acto a Cyric.

—¡Venga, Dalzhel, únete a la diversión! —gritó el ladrón de nariz aguileña.

—Perdéis el tiempo, señor.

—Tonterías. —Cyric se volvió para contemplar la tortura acuática—. Los hombres se divierten. —El ladrón no añadió que también él disfrutaba con el sufrimiento de los desgraciados halflings.

—¿Y qué hay de la mujer? Deberíamos cabalgar en su persecución.

—No hay ninguna necesidad —replicó Cyric, muy confiado—. Los espías en Lindecolina la descubrieron en cuanto llegó y me han informado que viaja sola. —Hizo una pausa y sonrió—. Ella vendrá a nosotros.

Los zhentileses estallaron en una ovación, y Medianoche vio que uno de los torturados había salido a la superficie y hundido a su compañero debajo del agua.

—¿Tenéis otro plan, señor? —preguntó Dalzhel, sin hacer caso de los gritos de los espectadores.

Cyric asintió, volvió la mirada a los halflings en el río, y soltó la carcajada.

—Ella sola se meterá en la trampa —contestó el ladrón, ausente.

Medianoche se pasó la lengua por los labios y probó el sabor amargo de la rabia. Precisamente casi era lo que había hecho; en realidad, todavía corría el riesgo de ser capturada. El teniente enarcó una ceja en señal de duda.

—Incluso si ella sabe dónde encontrarnos —dijo—, no creo que confíe en vos después de haber matado al halfling.

—¿Confiar en mí? —Cyric sufrió un súbito ataque de risa, y puso una mano en el hombro de su subordinado para sujetarse—. No espero que ella vuelva a confiar en mí; ¡se han acabado los juegos entre nosotros dos!

—Entonces, ¿por qué va a unirse a nosotros? —preguntó Dalzhel, extrañado.

Cyric rio con más fuerza, y señaló hacia el río.

—El vado —respondió—. Es el único que hay en un tramo de casi cien kilómetros. Por fuerza, tendrá que venir hacia aquí.

—Desde luego, mi señor —exclamó Dalzhel, y sonrió avergonzado por no haber entendido en el acto las intenciones de su comandante—. Le tenderemos una emboscada.

—¡Sin la ayuda de Kelemvor, la habremos atado y amordazado antes de poder decir el primer encantamiento!

A Medianoche le pareció que su corazón se había convertido en hielo. Kelemvor no se había equivocado: Cyric era un traidor. No necesitaba más pruebas. Soltó la respiración poco a poco, y controló su ira. Pero seguía sintiendo el hielo en su pecho, y juró que Cyric pagaría su traición.

El aguacero aumentó de intensidad. Un aullido espectral llegó por el río y pareció que la lluvia fétida era impulsada por un viento fuerte. Sin embargo, el aire permaneció inmóvil. Medianoche no hizo caso de la extraña lluvia. Desde el día del Advenimiento, había visto cosas mucho más raras.

Pero Cyric y Dalzhel no compartieron su falta de interés. La última vez que habían escuchado aquel aullido, en los Salones Embrujados, las consecuencias habían sido la pérdida de varios buenos soldados. Los dos hombres fruncieron el entrecejo y contemplaron el cielo.

—Iré a ver a los centinelas —dijo Dalzhel.

A Medianoche se le erizaron los cabellos. No había visto a ningún centinela, y el hecho de que no la hubiesen descubierto demostraba que no la habían visto. Algo no iba bien.

—Acabaré con los halflings —gruñó Cyric. Volvió junto a sus hombres y los prisioneros.

La hechicera vio que los soldados se habían olvidado de los halflings. También ellos recordaban lo sucedido la última vez que habían escuchado el mismo aullido. Varios de los zhentileses pusieron la mano en el pomo de sus espadas, y miraron nerviosos en todas las direcciones, a la espera de que Bhaal apareciese en cualquier momento. Mientras Dalzhel se alejaba, Cyric le gritó su última orden.

—Si Medianoche no aparece dentro de una hora, iremos a Lindecolina.

—Sí —contestó el teniente—. Siempre y cuando no estemos luchando por nuestras vidas.

—Lo estaréis —susurró Medianoche—. Lo juro. —La muchacha no alcanzaba a comprender el origen de la preocupación de Cyric, pero decidió aprovecharla al máximo.

Sin embargo, su primera obligación consistía en rescatar a los halflings. Pese al temor de que la magia pudiese dar un resultado distinto al deseado, no tenía más opción que confiar en ella. Invocó las palabras y los gestos para un hechizo telequinético; ese tipo de encantamiento podía mover cosas en sentido horizontal o vertical. Pero ella tenía la intención de manipular los extremos de la cuerda con la destreza suficiente para deshacer los nudos.

Medianoche puso en práctica el hechizo sin perder un momento. Para su enorme sorpresa, todas las cuerdas en el sector, y no solo las que sujetaban a los halflings, se aflojaron y desataron por propia voluntad. Los dos prisioneros sujetos al instrumento de tortura quedaron libres y flotaron río abajo. Por su parte, las cuerdas nadaron hacia la orilla, como si fuesen culebras de agua. La soga que ataba los dos palos también se desató y, tras serpentear por el tronco, se enroscó sobre sí misma, y atacó a uno de los zhentileses. Los hombres de Cyric estallaron en gritos de asombro y maldiciones. El ladrón corrió hacia el río.

—¡Matad a los prisioneros! ¡Matadlos ahora mismo! —El ladrón desenvainó su espada corta. En la luz gris, la hoja rosa parecía muy amenazadora.

Los soldados se apresuraron a obedecer, y desenvainaron sus espadas. Los halflings nadaban tan rápido como podían, y los hombres chapotearon torpemente en su persecución, sin dejar de descargar mandobles a diestro y siniestro —algunas veces en dirección a los fugitivos y otras a las sogas que se deslizaban entre ellos—. Los hombrecillos estaban exhaustos y todo lo que podían hacer era mantener la cabeza fuera del agua. No obstante, la gran velocidad de la corriente les ofrecía la posibilidad de ponerse fuera de peligro. Cyric soltó un rugido furioso y se metió en el agua para interceptar a uno de los halflings.

En cuanto Medianoche advirtió que las sogas animadas se arrastraban hacia ella, retrocedió entre los matorrales en dirección al río. Las sogas cambiaron de rumbo y continuaron su avance. Pero también uno de los soldados había descubierto lo que hacían las cuerdas, y las señaló.

—¡Mirad! —gritó—. ¡Van en busca de algo!

—¡Averigua de qué se trata! —le ordenó Cyric. Al mismo tiempo, acomodó su posición para interceptar a su presa.

La hechicera retrocedió una vez más sin apartarse de la espesura. Si el zhentilés todavía no la había descubierto, el ruido de las ramas la denunciaría. Para colmo de males, las sogas convertidas en culebras se acercaban cada vez más a su escondite, y era imposible que el soldado no escuchase el ruido. Un segundo después, el hombre vio el cuerpo de Medianoche acurrucado en la maleza.

—¡Aquí hay alguien! —avisó a todo pulmón—. ¡Una mujer!

Medianoche se puso de pie, lista para echar a correr.

En el mismo momento, Cyric se volvió en plena corriente para mirar hacia el matorral y, de inmediato, divisó la capa negra de la maga.

—¡Medianoche! —llamó—. ¡Por fin has llegado! —Sin apartar la mirada, tendió una mano, y pescó al halfling cuando pasó por su lado.

—Aquí estoy —gruñó la muchacha. En aquel instante, la hechicera decidió no echar a correr. Hasta el momento, Cyric y sus hombres no habían hecho ningún movimiento, pero la perseguirían en cuanto intentase huir. Mientras Cyric se entretuviese en hablar, ella dispondría de más tiempo para planear la fuga—. Y sé lo que eres en realidad.

—¿Y qué soy? —preguntó. Sin prestar atención a lo que hacía, levantó al halfling medio ahogado y lo degolló.

—¡Monstruo! —gritó la muchacha, atónita ante la crueldad del ladrón—. ¡Pagarás por lo que has hecho!

La sombra de una duda apareció por un instante en el rostro de Cyric. Soltó el cadáver del halfling que se hundió como una piedra, y luego vadeó hasta la orilla. Sus hombres avanzaron hacia Medianoche, pero él los apartó con un gesto de su mano.

—No —dijo el ladrón—. No me lo harás pagar. En un tiempo fuimos amigos, ¿no es así?

—¡Eso se acabó! —La hechicera pensó en matar a Cyric y el encantamiento apareció en su mente, pero no lo puso en práctica. Antes de acabar con su vida, la maga deseaba que el ladrón supiera por qué lo castigaba—. Me has traicionado, Cyric. Nos has traicionado a todos, y por la piel azul de Auril, voy a…

—Ten mucho cuidado por quién juras —la interrumpió Cyric, con un pie en la orilla—. La diosa del Frío está más… —De repente, los ojos del ladrón se desorbitaron por el terror, y sus labios formaron una sola palabra—: ¡No!

El inexplicable terror de Cyric hizo vacilar a Medianoche. Notó un movimiento a su espalda, y una fracción de segundo después el emboscado cayó sobre ella. Una mano de hierro le tapó la boca —el solo toque de los dedos le quemó los labios—, y un brazo de acero rodeó su cintura con tanta fuerza que casi la partió en dos.

Medianoche intentó lanzar su hechizo de muerte, pero descubrió que no podía. La cosa la mantenía inmóvil; no podía pronunciar las palabras ni hacer los gestos para ejecutar el encantamiento. El atacante levantó a la maga entre sus brazos y desapareció en la espesura.

Cuando llegó la noche de aquel día, no hubo oscuridad. El cielo resplandecía con mil colores distintos, como si la bóveda celeste estuviese empedrada de gemas preciosas. Kelemvor no podía negar que la luz multicolor otorgaba una cierta belleza macabra a toda la región. Pero hubiera estado más feliz con las estrellas de siempre y la luna por encima de su cabeza. Envidió a su compañero por haber encontrado un refugio de la extraña noche.

El clérigo permanecía sentado ante la pequeña hoguera, con la atención puesta en las llamas amarillas. Sabía que Kelemvor estaba a su lado, que era de noche y que habían acampado en los barrancos del río Tortuoso, no era «consciente» de todas estas cosas. Su mente se había concentrado sobre sí misma, y sus pensamientos seguían los vericuetos de la meditación religiosa.

—¿Has encontrado algo, Adon? —preguntó el guerrero de ojos verdes. No era muy versado en estos asuntos, pero le pareció que ya tendría que haber pasado algo.

La interrupción destrozó el trance y Adon volvió al mundo real con una velocidad que le provocó mareos. El clérigo cerró los ojos y movió la cabeza, mientras hundía los dedos en el barro helado.

Había estado sentado delante del fuego desde la hora del crepúsculo, sin comer ni beber, en la más completa inmovilidad. Le dolía la espalda, tenía las piernas entumecidas, y los ojos enrojecidos. Irritado por la intromisión de su amigo, preguntó:

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Media noche, quizá más —murmuró Kelemvor, un tanto arrepentido por haber interrumpido la meditación del clérigo—. He ido a recoger leña una docena de veces.

No mencionó que alguien los espiaba. Si se lo decía ahora, Adon reaccionaría con sorpresa y la misteriosa figura sabría que la habían descubierto.

Adon hizo dar vueltas a su cabeza, y dejó que su enfado se esfumara junto con la tensión. No podía culpar a Kelemvor por su impaciencia, y la interrupción no había cambiado los resultados del trance. Dijo:

—No he encontrado nada. Sune no puede oírme… o no quiere responder. —Adon no estaba sorprendido o desilusionado por este hecho. Intentar el contacto con Sune había sido idea del guerrero. Pese a ser un plan desesperado con pocas posibilidades de éxito, lo había aceptado porque no se perdía nada con intentarlo.

En cambio, Kelemvor se sintió desconsolado. Partió una rama y la echó al fuego.

—Entonces, hemos perdido a Medianoche —dijo, apenado.

—¡La encontraremos! —afirmó Adon, apoyando su mano en el hombro de su amigo para consolarlo.

—Hace cuatro noches que desapareció —protestó Kelemvor—. Jamás la alcanzaremos.

El clérigo optó por guardar silencio. Después de haberlos abandonado, Medianoche había cabalgado hacia el norte, por las gargantas del río Tortuoso. Montada en su resistente poni, la hechicera no podía haber tardado más de tres o cuatro horas en recorrer el primer tramo de su huida. Pero a pie, Adon y Kelemvor habían tardado un día entero en llegar al claro donde ella había dejado sus monturas. Cuando volvieron al camino principal, Medianoche les llevaba una ventaja de día y medio.

Su fuga les había dado ya motivos de preocupación, pero cuando encontraron otra vez el rastro de la muchacha, Kelemvor también descubrió las huellas de una docena de caballos que la seguían. Los dos compañeros habían llegado a la conclusión de que los animales solo podían pertenecer a Cyric y su banda de zhentileses.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Kelemvor.

Al clérigo no se le ocurrió nada, y deseó que el guerrero dejara de reclamarle respuestas. No obstante, sabía que alguien debía tomar las decisiones y, con Medianoche ausente, no podía ser Kelemvor. Por lo tanto, Adon se puso de pie y desplegó el mapa que les había dado Deverell. Después de estudiarlo durante un par de minutos, puso el dedo en un punto ubicado a pocos kilómetros río abajo.

—Iremos a Lindecolina —respondió—. Medianoche necesitará un buen caballo para cruzar la llanura, al igual que nosotros.

Adon comenzó a echar tierra sobre el fuego, pero Kelemvor lo detuvo. Con una mano en el pomo de la espada, el guerrero se volvió hacia el río. A unos quince metros de distancia, la mujer que los había espiado caminaba hacia ellos. El clérigo siguió la mirada de su compañero:

—¿Eres tú, Medianoche? —llamó.

—No, no lo soy —contestó la mujer, sin dejar de caminar. Su voz era suave y melodiosa—. ¿Puedo acercarme a vuestro campamento?

Después de las muchas horas pasadas con la mirada fija en el fuego, los ojos de Adon no estaban todavía habituados a la oscuridad. Incluso con la extraña luz que emanaba del cielo, no conseguía ver con claridad a la misteriosa mujer. Pero fue él quien contestó:

—Aquí eres bienvenida.

Unos segundos más tarde, la desconocida apareció ante la hoguera y Adon soltó una exclamación de asombro. La mujer era casi tan alta como Kelemvor, con una sedosa cabellera castaña y profundos ojos marrones. Su piel era blanca, pero la luz del cielo la cubría con un tinte multicolor que daba una cualidad etérea a su belleza. El rostro oval y delgado contrastaba con la amplitud de su cuerpo. Sin embargo a pesar de tanta belleza, vestía las prendas burdas de quienes viven en la espesura.

Una ola de esperanza sacudió el cuerpo del clérigo. Tal vez esta era la respuesta a sus plegarias. Con timidez, preguntó:

—¿Sune?

—Me halagas —respondió la mujer, con el rubor en sus mejillas.

Adon no pudo evitar fruncir el ceño mientras desaparecía su primer entusiasmo. Al advertir el desencanto del hombre, la mujer también fingió estar desilusionada, y añadió:

—Si solo la diosa de la Belleza es bienvenida en vuestro campamento…

—No te ofendas —la interrumpió Kelemvor, con la mano en alto—. No suponíamos que alguien podía venir a nuestro campamento, y mucho menos alguien como tú…, quiero decir una mujer hermosa.

—Una mujer hermosa —repitió ella, distante—. ¿Lo crees de verdad?

—Desde luego —exclamó Adon, con una reverencia—. Soy Adon de…, bueno, solo Adon, y este, Kelemvor Lyonsbane, a vuestro servicio.

—Encantada de conoceros. —La mujer devolvió la reverencia—. Soy Javia de Chauntea, y yo también estoy a vuestro servicio.

—Encantado —replicó Adon. Si era devota de Chauntea, la Gran Madre, significaba que la mujer era druida, y esto explicaba la razón de su presencia en la espesura.

—He observado tu fuego de plegaria —comentó Javia—. ¿Tus oraciones eran para Sune?

—Sí —respondió Adon, apenado.

Javia contempló sin recato la cicatriz en la mejilla del clérigo. La compasión en su mirada era señal inequívoca de que comprendía los remordimientos de un devoto de la diosa de la Belleza, por semejante mácula.

Adon desvió el rostro para ocultar la herida.

La mujer se ruborizó, y le sonrió contrita.

—Perdóname —dijo—. No encuentro muchos viajeros por aquí, y olvido los buenos modales.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Kelemvor. La mujer advirtió de inmediato las sospechas del guerrero.

—Quizás he interrumpido vuestras oraciones —respondió.

—En absoluto, Javia —exclamó Adon. La tomó de la mano y la guio hasta un tronco cerca del fuego—. Siéntate, por favor.

—Sí —dijo Kelemvor, malhumorado—. De todas maneras, las plegarias no han resuelto nuestros problemas.

—¡No digas esas cosas! —protestó Javia, alarmada.

—No pretendía… —manifestó Kelemvor, sorprendido ante la vehemente respuesta de Javia. Luego decidió que era mejor ser sincero y explicar el significado de sus palabras—. En nuestro caso, es verdad. —Señaló la mejilla de Adon—. Todas las plegarias de este mundo no lo librarán de esa cicatriz, y se la hicieron mientras estaba al servicio de Sune.

—¿Al servicio de Sune? ¡Imposible! —le reprochó Javia—. Ella no es la diosa de la Guerra.

—¿Crees que ese es el motivo por el que me hace sufrir? —preguntó el clérigo. Una vez más afloró su dolor—. ¿Porque luché en la causa equivocada?

—Tu causa puede haber sido la correcta —respondió la mujer, más serena—. Pero esperar que una diosa sirva a un creyente… —Javia dejó apagar su frase como si pensase que Adon no podía creer en serio una cosa semejante.

—Entonces, ¿a quién sirve si no es a sus devotos? —preguntó Adon, enfurecido.

Javia frunció el entrecejo, como si nunca se le hubiera ocurrido plantearse esa pregunta. Después de una pausa, respondió:

—A sí misma, ¿a quién, si no?

—¿A sí misma? —exclamó Adon, indignado.

—Sí —afirmó Javia—. Sune no puede preocuparse por el bienestar de sus devotos. La diosa de la Belleza solo puede pensar exclusivamente en todo lo bello. Si contemplase la fealdad, no importa durante cuanto tiempo o sus motivos para hacerlo, permitiría que la fealdad entrase en su espíritu. Si esto llegase a ocurrir, ya no tendríamos un ideal puro; la belleza contendría algo de fealdad.

—Entonces, dime —preguntó el clérigo, indignado—, ¿qué crees que son los fieles para los dioses?

Kelemvor soltó un suspiro. A su juicio, había muchas cosas interesantes como tema de discusión, pero la religión no era una de ellas. Por su parte, Javia miró al clérigo durante un buen rato. Por fin, con voz cálida pero condescendiente, contestó:

—Somos como oro.

—Como oro —repitió Adon, consciente de que debía buscar el verdadero significado de las palabras de Javia—. Así que, según tú, ¿seríamos como las monedas en una bolsa divina?

—Algo así —asintió Javia—. Somos el tesoro con el cual los dioses miden su…

—Con el cual miden su nivel —interrumpió Adon—. Dime, ¿qué nuevo juego se llevan ahora entre manos? ¿Justifica la destrucción del mundo?

Javia contempló el cielo resplandeciente, como si no hubiese advertido —o le resultase indiferente— la ira del clérigo. Después, contestó:

—Creo que no es ningún juego. Los dioses se han enfrascado en una lucha por el control de los Reinos y los Planos.

—Pues desearía que se fueran con sus batallas a otra parte —exclamó Kelemvor, enfadado, y apuntando con su mano al cielo—. No queremos tener nada que ver con sus juegos.

—No es algo que nosotros podamos escoger —replicó Javia, agitando su dedo ante Kelemvor como una madre que riñera a su hijo.

—¿Cómo les puedes mostrar tanta dedicación? —protestó el clérigo, asombrado—. ¡Si no les importamos para nada!

Si bien estaba en desacuerdo con Javia, el clérigo estaba satisfecho de verla en el campamento. A pesar de lo acalorado del debate, sentía una paz interior como no había disfrutado en muchos años. La oposición de Javia le había ayudado a comprender que había hecho bien en abandonar a Sune. Servir a una diosa que no se preocupaba de sus fieles, no solo era una tontería sino también una equivocación. La humanidad tenía demasiados problemas como para desperdiciar sus energías en el culto improductivo a deidades vanidosas.

La discusión continuó durante otros veinte minutos sin ningún resultado positivo. Javia tenía una fe inamovible y Adon se mostraba demasiado herético, por lo cual resulta imposible reconciliar sus posiciones.

Cuando la conversación se convirtió en una inútil repetición de opiniones, Kelemvor se disculpó y se fue a dormir. «Si estos dos quieren pasarse toda la noche discutiendo —pensó mientras se acostaba—, bien pueden ocuparse de la guardia».