16. Myrkul

—¡No! —exclamó Kelemvor. Recogió la tabla que estaba en el suelo y la dejó sobre la mesa—. Aquí tienes tu tabla. ¡Cógela y encárgate tú mismo de buscar la otra!

—Esta discusión no te concierne, Kelemvor —replicó Báculo Oscuro. No toleraba que nadie le hablara en ese tono, y mucho menos un mercenario.

—Tienes razón, ya no es asunto mío. Ni tampoco de Medianoche.

Arunsun frunció el entrecejo y comenzó a sugerir que el guerrero era un cobarde, pero Elminster se interpuso entre los dos hombres. Miró a Báculo Oscuro con expresión de reproche y dijo:

—Tranquilízate. ¿Es que no podemos discutir este asunto como caballeros?

El disgusto de Báculo Oscuro se transformó al instante en un gesto de vergüenza. El comentario de Elminster iba dirigido a él, y sabía que su amigo tenía razón. Había demostrado que no podía controlarse al dejar que la tozudez del guerrero lo irritara hasta tal punto.

—Discúlpame —murmuró—. Ha sido solo por la tensión.

Kelemvor también cambió de actitud, pero no se disculpó.

Se encontraban una vez más en la oficina de Durnan en El Portal del Bostezo. Medianoche yacía acostada en el sillón, y sumida en un sueño muy profundo. Sus cabellos negros aparecían ásperos y tiesos como la cola de un caballo. El color de su piel se había vuelto grisáceo, y tenía grandes bolsas moradas debajo de los ojos muy hundidos en las órbitas.

El reino de la Muerte se había cobrado su tributo. Kelemvor no podía concebir verla participar en otra batalla, como acababan de proponer Báculo Oscuro y Elminster.

—Se enfrentó sola a los peligros de la ciudad de Myrkul —afirmó el héroe—. ¿Es que no es suficiente?

—Otros también se han sacrificado —objetó Báculo Oscuro—. Ylarell era un buen hombre.

Kelemvor no supo qué responder. Cuando él y sus cinco compañeros habían vuelto a la posada, los esperaba un miembro de la guardia de la ciudad con malas noticias. Después de haber bajado al grupo de rescate al interior del pozo, Ylarell había reunido un grupo de soldados para ir a la búsqueda de los zombis denunciados por el guerrero. La patrulla había encontrado el rastro de los zombis y los había seguido por los hediondos túneles de las cloacas de la ciudad.

Dos horas más tarde, los zombis les habían tendido una emboscada. Ylarell y su grupo habían estado a punto de ganar la batalla, pero entonces un hombre de aspecto maligno intervino en favor de los zombis y utilizó un veneno mágico contra los soldados. Gracias a que nadie advirtió su presencia, uno de los guardias salvó la vida. El comandante de la guardia, enterado del interés de Báculo Oscuro por las andanzas de los zombis, había decidido no enviar más hombres a los túneles hasta no haber hablado con el mago.

En base a lo que Bhaal le había dicho a Medianoche y otras informaciones que sabía por otros medios, Elminster llegó a la conclusión de que el hombre que había acudido en ayuda de los zombis había sido Myrkul. Ahora, el viejo sabio y Báculo Oscuro querían utilizar a la hechicera y la tabla para tenderle una trampa al señor de la Muerte.

Kelemvor consideraba que su amante ya había hecho suficiente. Además, dudaba de que tuviese las fuerzas necesarias para enfrentarse a Myrkul.

—Está demasiado débil —dijo, y se arrodilló junto a la joven.

—Por muy débil que esté —replicó Elminster, pacientemente, mientras señalaba con uno de sus dedos retorcidos a la mujer—, tiene más poder que Báculo Oscuro y yo juntos.

—¡No! —insistió Kelemvor, poniéndose de pie.

—La decisión le corresponde a ella —intervino Durnan, desde su silla al otro lado de la mesa, con una jarra de cerveza en la mano—. En Aguas Profundas, ningún hombre habla en representación de una mujer a menos que ella se lo pida.

En aquel momento, Medianoche abrió los ojos y buscó con su mano para sujetar la del guerrero.

—Kel, tiene razón —dijo—. Debo ir.

—¡Pero mira cómo estás! —protestó Kelemvor y volvió a arrodillarse—. Si no puedes más.

—Me encontraré bien en cuanto descanse.

—Apenas puedes aguantarte de pie —manifestó el héroe, mientras acariciaba los cabellos sucios de su amante—. ¿Cómo harás para enfrentarte a Myrkul?

—Porque es su obligación —declaró Elminster, con una mano apoyada en el hombro del joven—. Si no lo hace, desaparecerá el mundo.

Al escuchar las palabras del mago, Kelemvor agachó la cabeza y miró al suelo. Por unos momentos permaneció en silencio. Luego, miró a Elminster y preguntó:

—¿Quieres explicarme una cosa? ¿Por qué ha de ser Medianoche quien saque a Myrkul de su escondrijo? ¿Para qué necesitamos la otra tabla?

—Elminster no tiene por qué explicar sus decisiones a nadie —protestó Báculo Oscuro.

No pudo añadir nada más porque el mago mayor lo hizo callar con un gesto de su mano.

—Tiene derecho a saber —dijo Elminster—. Mientras tú y tus amigos luchabais por recuperar la tabla, esto es lo que aprendí. —El sabio movió una mano hacia el aire por encima de la mesa—. Al principio de los tiempos, surgió de las tinieblas una voluntad que se llamaba a sí misma Ao. Ao deseaba crear un orden. —Elminster chasqueó los dedos y una balanza dorada apareció en el aire—. Equilibró las fuerzas del caos y el orden. Para conseguirlo, dedicó los primeros eones de su vida a catalogar las cosas y a ponerlas en oposición. —Docenas de trozos de carbón surgieron de la nada y se colocaron en los platos de la balanza.

»Cuando acabó su tarea —añadió el mago—, el universo se había vuelto tan vasto y complicado que incluso Ao tenía dificultades para controlarlo todo. —La balanza se agitó y el carbón cayó al suelo.

»Entonces, Ao creó los dioses. —Los trozos de carbón se transformaron en diamantes, cada uno con el símbolo de un dios grabado en sus facetas—. Para preservar el orden, asignó a cada dios ciertas tareas y poderes. —Los diamantes se acomodaron en los platos, y la balanza recuperó su equilibrio.

»Por desgracia, para no tener que vigilarlos constantemente, Ao creó a los dioses dotados de voluntad propia. Pero la libre voluntad trajo aparejada la ambición y la codicia, y los dioses no tardaron en iniciar la pelea entre ellos para aumentar su propio poder a costa de los demás. —Los diamantes comenzaron a pasar de un platillo al otro, y resultaba imposible mantener la balanza en equilibrio—. Ao no podía detener la lucha sin privar a los dioses de su libre albedrío. Por lo tanto, comenzó a supervisar la transferencia de poderes y obligaciones. —En una corriente continua, los diamantes se repartieron entre los platos.

»Así fue que Ao creó las Tablas del Destino, donde escribió los poderes y las atribuciones de cada dios. Ahora, los dioses podían hacer su voluntad, pero las tablas permitirían al creador estar seguro de que el equilibrio no se perdería. No obstante, Myrkul y Bane tenían más interés en sus propias aspiraciones que en el equilibrio. —Dos diamantes de color oscuro abandonaron los platos y comenzaron a trazar trayectorias estrambóticas alrededor de la balanza—. En consecuencia, robaron las tablas y las escondieron, con la intención de hacerse con todo el poder posible en el transcurso de la confusión que siguió a su fechoría.

Todos los diamantes saltaron de los platillos y volaron por el interior de la habitación en todas las direcciones. La balanza se sacudió enloquecida, y cayó sobre la mesa.

—Furioso —continuó el mago—, Ao expulsó a todos los dioses de los Planos, con la excepción de Helm. Al dios de los Guardianes, Ao le asignó la tarea de mantener a los demás dioses fuera.

»Sin los dioses para ejercer sus poderes y cumplir sus obligaciones, los Reinos se sumieron en el caos. —Los diamantes llovieron sobre la mesa—. A menos que podamos recuperar las tablas y las devolvamos, los Reinos morirán. —Un destello cegador acompañó las últimas palabras del hechicero, y la balanza y los diamantes desaparecieron en una nube de humo.

Kelemvor no supo qué alegar en contra de la conclusión de Elminster. Alguien tenía que devolver las tablas. Sin embargo, no entendía por qué debía ser Medianoche la encargada de hacerlo.

Sin embargo, antes de que el guerrero pudiera expresar sus pensamientos, Durnan dejó su jarra sobre la mesa y dijo:

—Al parecer, todo el mundo, dioses y mortales, debería desear lo mismo: devolver las tablas a Ao. Me estremece el solo hecho de pensarlo, y lo digo para estar seguro de que habéis considerado la posibilidad, pero ¿tiene mucha importancia que sea Myrkul quien devuelva las tablas?

—¡Muchísima! —exclamó Medianoche. Se puso de pie, espantada por la sugerencia de Durnan. No había soportado el toque de Bhaal, sufrido la muerte de Adon y afrontado los terribles peligros del reino de la Muerte para dejar ahora que el señor de la Muerte gozara del triunfo—. Ao considerará con buenos ojos a aquel que le devuelva las tablas. Si dejamos que Myrkul disfrute del privilegio, el resultado para los Reinos podría ser todavía peor que no devolverlas. ¿Sois capaces de imaginar un mundo donde el señor de la Muerte sea el Favorito?

—Además —añadió Kelemvor—, si Myrkul fue quien robó las tablas, dudo que ahora las quiera devolver.

—Es verdad —asintió Báculo Oscuro. Se sorprendió al comprobar que, por una vez, estaba de acuerdo con el guerrero—. Tendrá miedo de que Ao lo castigue por el robo.

—No tenemos elección —dijo Elminster, con las manos apoyadas en la mesa—. Debemos recuperar la tabla en poder de Myrkul.

—Pero ¿por qué tiene que ir Medianoche? —preguntó Kelemvor. Miró a Elminster y a Báculo Oscuro—. ¿Por qué no vais vosotros dos? Después de todo, se supone que sois grandes magos.

—Lo somos —respondió Arunsun, a la defensiva—. Pero no lo suficiente para matar a Myrkul.

—¡Matar a Myrkul! ¡Estás loco! —gritó el guerrero.

—No —dijo Báculo Oscuro. Enfrentó con tranquilidad la mirada airada de Kelemvor—. Medianoche puede hacerlo. Poco después de la noche del Advenimiento, perdí gran parte del control que tenía sobre la magia, como le ocurrió a todos los magos. Pero, a diferencia de los clérigos, nuestros poderes no se esfumaron en el momento de la caída, ni se perdieron para siempre. No sabemos por qué ha sido así. Por lo tanto, mientras Elminster investigaba qué había ocurrido con los dioses, yo intenté averiguar qué le había pasado a la magia.

—¿Qué has descubierto? —preguntó Durnan. Se irguió en la silla, muy interesado.

—Descubrió que yo había estado en contacto con Mystra justo antes de que Ao expulsara a los dioses —contestó Medianoche—. Ella me cedió parte de sus poderes.

—Así es —dijo Báculo Oscuro—. De alguna manera, Mystra se enteró de la furia de Ao antes del exilio de los dioses. Quizá Helm le dio el aviso, pues corre el rumor de que eran amantes. Si es verdad o no, es algo que ignoro. En cualquier caso, Mystra dio parte de sus poderes a Medianoche con la intención de recuperarlos en el momento de aparecer en nuestro mundo.

—Por desgracia —intervino la hechicera—, Bane capturó a la señora de los Misterios cuando llegó a los Reinos. Kelemvor, Adon y yo tuvimos que rescatarla. —Medianoche omitió mencionar a Cyric, porque no quería recordar que, en un tiempo, había considerado al ladrón como a un amigo—. Durante su secuestro, Mystra se enteró de que Bane y Myrkul habían sido los autores del robo. Intentó volver a los Planos para decírselo a Ao, pero Helm la destruyó cuando ella pretendió entrar por la fuerza. Su último acto fue transferirme todos sus poderes para que yo pudiese recuperar las tablas.

—Ahora ya sabes por qué Medianoche es la escogida para enfrentarse a Myrkul —manifestó Báculo Oscuro, con una mano apoyada en el hombro del guerrero—. Ella es la única que puede derrotarlo.

Kelemvor no se molestó en protestar. Por mucho que quisiera negarlo, su amante era la única rival del señor de la Muerte.

Pero seguía sin gustarle la idea de utilizarla como cebo. Tendría mayores posibilidades de salir con vida si ellos atacaban a Myrkul, en lugar de permitir que el señor de la Muerte tuviera la iniciativa.

—Si hemos de enfrentarnos al viejo señor Calavera —dijo el héroe—, que sea en nuestros términos, y no en los suyos. Quizá consigamos pillarlo desprevenido.

—¿Propones llevar la batalla a su campo? —preguntó Báculo Oscuro.

Kelemvor asintió.

—Estoy de acuerdo —afirmó Elminster, con una sonrisa—. Myrkul no espera que nadie lo ataque. El superviviente de la patrulla de Ylarell puede llevarnos hasta su guarida.

—Si Kelemvor considera que es lo mejor, entonces es lo que haré —comentó Medianoche. Sonrió a todos los presentes—. Pero primero, debo descansar.

—Sugiero que vayamos a mi torre e intentemos quitar los hechizos colocados en la tabla —dijo Báculo Oscuro, y recogió el objeto—. Si pretendemos sorprender a Myrkul, no podemos dejar que sus trucos delaten nuestros movimientos. —Arunsun fue el primero en abandonar la posada.

Cuando salieron a la calle, Medianoche se detuvo para contemplar el cielo. El color era de un verde nauseabundo en lugar de azul, y el sol rojo en vez de amarillo, pero no hizo caso. Después de soportar el cielo blanco del Plano del Olvido y el gris apagado de la ciudad de Myrkul, se alegraba con solo tener un cielo y un sol por encima de su cabeza.

Luego divisó una cinta de colores titilantes que descendía desde el cielo a la cumbre del monte Aguas Profundas. La gran distancia no le permitía ver los detalles, pero sospechó que era una Escalera Celeste.

—No mires boquiabierta —susurró Elminster—. La mayoría de la gente no puede verla. Pensarán que te has vuelto loca.

—No me importa —respondió Medianoche. Sin embargo, apartó su mirada de la escalera y siguió calle abajo.

No habían recorrido una docena de pasos cuando un aleteo sorprendió a Kelemvor. Se giró para encontrarse cara a cara con un cuervo posado en el hombro de Báculo Oscuro. La pata izquierda del pájaro aparecía entablillada con mucho cuidado.

El cuervo soltó un chillido de alarma y le lanzó un picotazo que si Kelemvor no llega a apartarse le hubiera arrancado un ojo.

—¡Déjame en paz, comedor de basura! —El guerrero tendió una mano y le arrancó un puñado de plumas.

El pajarraco graznó, y luego voló para posarse en el otro hombro del mago. Espió protegido por la cabeza del hombre y graznó algo que sonó como una frase.

—¿Conoces a este mensajero alado? —le preguntó Báculo Oscuro al héroe.

—Tan bien como cualquier hombre conoce al gusano que devorará su cadáver —respondió Kelemvor, mientras miraba furioso al pájaro.

—Cuervo se disculpa —tradujo el hechicero. Cuando el guerrero no dio muestras de aceptar sus excusas, el pájaro graznó dos veces más—. Dice que tú hubieras hecho lo mismo en el caso de estar hambriento.

—No como cuervos —replicó Kelemvor—. Y tampoco hablo con ellos. —Les volvió la espalda y reanudó su camino hacia la torre de Báculo Oscuro.

Tres metros por debajo de Kelemvor, en las tinieblas de la cloaca de la calle de la Lluvia, Myrkul se detuvo de improviso. Detrás de él, una docena de zombis hicieron lo mismo, con las aguas pestilentes hasta las rodillas.

—La tabla está en la calle, amigos míos —susurró el señor de la Muerte, como si a los zombis les pudiese interesar lo que decía. No le acompañaba ninguno de sus seguidores. En el transcurso de las últimas semanas, Myrkul había sacrificado a toda su secta en Aguas Profundas para conseguir energía para su magia.

El señor de la Muerte miró el techo del túnel y, sin darse cuenta, tocó las alforjas colgadas sobre su hombro. En ellas estaba la Tabla del Destino que los zombis habían robado en el castillo de Lanza de Dragón.

Una hora y media antes, gracias al hechizo localizador de objetos que le había puesto, Myrkul había descubierto que Medianoche ya se encontraba en Aguas Profundas con la otra tabla. De inmediato, había salido a la búsqueda de la maga, con la intención de recuperar el objeto antes de asumir el mando de las legiones de engendros que, en cualquier momento, se lanzarían al ataque de la ciudad.

Pero las cosas no habían resultado como esperaba. Había necesitado más tiempo del previsto para guiar a sus zombis por el laberinto de las cloacas de Aguas Profundas. Y ahora que había llegado, se llevaban la tabla a otra parte. Su plan original preveía atacar mientras la tabla permanecía en el interior de un edificio, para evitar que la batalla pudiera ser advertida por la guardia de la ciudad.

No le pareció prudente alterar el plan y atacar en la calle. Había acabado con una de las patrullas, y los comandantes de la guardia no tardarían en averiguar lo sucedido. Enfrentarse a más soldados no era muy sensato, al menos hasta la llegada de sus engendros.

Por desgracia, algo no funcionaba. Sus servidores tendrían que haber aparecido inmediatamente después de la mujer. Pero era evidente que ella había arruinado su plan e impedido que sus engendros —y todos los espíritus de los muertos— la siguieran hasta Aguas Profundas.

En aquel momento, Myrkul captó que la tabla volvía a moverse. Sin dirigirse a nadie en particular, comentó en voz alta:

—Veamos adónde llevan la tabla. Luego decidiremos qué hacer. —El señor de la Muerte dio media vuelta y volvió por donde había ido.

A unos treinta metros más allá, Cyric escuchó cómo los zombis daban media vuelta y soltó una maldición. Llevaba medio día metido en la oscuridad y las aguas nauseabundas de los túneles, dispuesto a no perder de vista a los zombis y a su jefe. Pero sus nervios comenzaron a notar los efectos de tantos esfuerzos y sobresaltos.

En una ocasión, instantes después de su entrada a las cloacas, había estado a punto de robar la tabla. Los zombis habían atacado a la patrulla. A la luz de las antorchas, el ladrón había visto caer la tabla al agua cuando uno de los guardias le cortó el brazo al zombi encargado de llevar las alforjas.

Cyric no había vacilado en zambullirse en la porquería y nadar por debajo de la superficie y entre los combatientes para ir a buscarla. En el momento en que iba a sujetar las bolsas, unas manos se le adelantaron.

El ladrón había desenvainado su espada y salido a la superficie dispuesto a atacar al poseedor de la tabla, pero había visto cómo Myrkul lanzaba un hechizo, y olido un olor cáustico. Se había vuelto a sumergir y nadó lo más lejos posible, mientras la nube de veneno mataba a la patrulla. Desde aquel momento, Cyric no había dejado de perseguir al señor de la Muerte a través de las alcantarillas, a la espera de una nueva oportunidad para robar la tabla.

En cuanto advirtió que los zombis se acercaban, Cyric caminó por el túnel delante de ellos hasta que sus manos tocaron una de las escalerillas que conducían al exterior. El ladrón escaló los peldaños y permaneció inmóvil como una estatua hasta que los zombis desfilaron por debajo de él. Cuando por el ruido calculó que se habían alejado unos treinta metros, volvió a bajar.

Sin darse cuenta de que lo perseguían, Myrkul puso toda su atención en mantener el contacto con la tabla. La siguió por un laberinto de cloacas. Algunas veces, tuvo que hacer una pausa mientras Medianoche y sus acompañantes recorrían las callejuelas sin ninguna dirección determinada. Otras, se vio obligado a retroceder cuando los túneles tomaban un rumbo distinto al suyo.

Por fin, la tabla dejó de moverse, y Myrkul se convenció de que había llegado a su destino. Caminó por el túnel hasta una de las escalerillas, la subió y levantó la tapa de hierro solo lo suficiente para espiar el edificio donde habían entrado sus enemigos.

Era una torre grande sin puertas ni ventanas, que ya conocía de antaño. Pertenecía a Khelben Báculo Oscuro Arunsun, uno de los magos más poderosos de Aguas Profundas.

Myrkul bajó una vez más a la cloaca.

—Dejaremos que Báculo Oscuro cuide de la tabla hasta que llegue el momento de recogerla —le comentó a sus inmutables zombis—. Si la recuperamos ahora, no haríamos más que llamar la atención. —Hizo una pausa y sonrió con una mueca horrible—. Iremos hasta el Pozo de la Perdición para averiguar por qué no llegan mis engendros. Después, quizá, nos ocuparemos de la otra tabla. —Dio media vuelta y desapareció con sus zombis en la oscuridad.

Unos instantes más tarde, seguro de que Myrkul no podía descubrirlo, Cyric subió la escalerilla y contempló la torre de Báculo Oscuro. Al menos, una persona había prestado atención a las palabras de Myrkul.

El retumbar de unas quinientas botas claveteadas marchando por los adoquines de la calle pusieron punto final al sueño más profundo y tranquilo que Medianoche había disfrutado en muchísimos años. Se puso boca abajo y hundió el rostro en la almohada de plumas, mientras maldecía a la ciudad por el ruido. Un oficial gritó una orden, y los soldados se detuvieron delante de su ventana.

De pronto, su cuarto en penumbras le pareció más tranquilo que un cementerio. El silencio la despertó en el acto. Llevada por la curiosidad y también en parte por el miedo, abandonó la cama de un salto y se echó la capa sobre los hombros. En la base de la torre, una voz preguntó:

—¿A quién debo anunciar?

—Mordoc Torsilley, capitán de la compañía del Dragón Blanco, de la Guardia de la Ciudad de Aguas Profundas, quiere ver a Khelben Báculo Oscuro Arunsun. ¡Ahora mismo!

Medianoche abrió las persianas, que por arte de magia no podían ser vistas desde el exterior. En el patio delante de la torre había más de doscientos soldados en posición de firmes. Su comandante miraba la pared desnuda del edificio. Cada uno de los hombres vestía armaduras de placas negras adornadas con una luna en cuarto creciente de oro rodeaba por nueve estrellas de plata. Toda la compañía llevaba las armas reglamentarias, que consistían en alabardas, dagas y espadas.

Si bien todos miraban al frente, sus rostros resultaban la mar de expresivos. Los más viejos tenían el aspecto de veteranos curtidos por la batalla, mientras que los jóvenes apenas podían controlar el miedo.

Se abrió la puerta de la habitación de la hechicera y apareció Kelemvor.

—¿Qué ocurre? —preguntó Medianoche.

—No lo sé —respondió el guerrero, y se asomó a la ventana para mirar a la tropa. Si bien ya no era un soldado, su corazón latió deprisa ante el espectáculo de una compañía lista para entrar en combate.

—¿Cuánto tiempo he dormido? —preguntó la muchacha, en la esperanza de que la respuesta le diera alguna pista de los acontecimientos.

—Seis horas —dijo Kelemvor, sin apartar su atención de los soldados. Conocía aquellas expresiones desde hacía mucho tiempo, y sabía su significado. Añadió—: Marchan a la batalla, y no esperan regresar con vida. —Se alejó de la ventana y cojeó hacia las escaleras. Los efectos del estimulante de la ampolla de Báculo Oscuro habían desaparecido, y todavía sufría la secuela de la congelación en los pies—. Será mejor que averigüemos lo que ocurre.

Medianoche descendió con él los tres pisos hasta llegar a la antesala de la planta baja. Elminster, con la tabla bajo el brazo, y Báculo Oscuro ya estaban allí. Los dos hombres no parecían haber pegado ojo. Mientras la maga dormía, los hechiceros se habían ocupado de deshacer los sellos mágicos que Myrkul había puesto en la tabla. A la joven le habría gustado saber si habían tenido éxito.

Mordoc Torsilley, comandante del Dragón Blanco, desenrolló un pergamino muy largo. Luego, se dirigió al mago más joven y le preguntó:

—¿Es usted Khelben Báculo Oscuro Arunsun?

—Sabes quién soy —respondió el aludido—. Nos hemos visto y conversado muchas veces.

—Este es un asunto oficial, Su Ilustrísima —se disculpó Mordoc, y dio comienzo a su lectura—: Por el bien de todos los ciudadanos de Aguas Profundas, y con el propósito de defender a la ciudad de sus enemigos, se le ordena a Khelben Báculo Oscuro Arunsun…

—¡Ordena! —bufó Báculo Oscuro, indignado por el hecho de que alguien se hubiera atrevido a utilizar semejante término con él. Arrancó el pergamino de las manos de Mordoc y leyó el resto en silencio. Por fin, preguntó—: ¿Debo asumir el mando de la compañía del Dragón Blanco?

—Sí, eso es en resumen lo que dice la comunicación —respondió Mordoc, que añadió deprisa—, ¡señor!

—¡Increíble! —murmuró Arunsun—. Yo no soy un general.

—Y nuestro enemigo no es un ejército —contestó Mordoc.

—Entonces, ¿qué es? —exclamó Elminster, irritado por la intromisión—. Responde sin rodeos. Tenemos asuntos muy importantes que atender.

—Por lo que sabemos hasta ahora, señor, ellos…

—¿Quiénes son ellos? —preguntó Báculo Oscuro—. ¿Qué quieres?

—Demonios, señor. Centenares de ellos, y su número va en aumento, salieron de las cavernas debajo del monte Aguas Profundas, e iniciaron un ataque contra la ciudad. Se han hecho con todo, desde la Torre de Vigía del puerto hasta la calle del Caracol, o sea casi toda la zona portuaria. Hemos conseguido retrasar su avance, pero nada más. Los grifones han recibido una paliza por parte de los monstruos voladores. No pasará mucho tiempo antes de que se hagan con el control de toda la ciudad, a menos que usted pueda detenerlos.

—¡Los engendros! —exclamó Medianoche—. Han atravesado el Pozo de la Perdición.

—Así parece —replicó Elminster, acariciándose la barba. Comprendió al instante que Myrkul era el único capaz de desmontar el hechizo de Medianoche. Pero no entendía el motivo por el que el señor de la Muerte se había tomado la molestia. Incluso para el dios de la Decadencia, desarmar la esfera prismática no podía haber sido fácil. Tampoco comprendía por qué Myrkul había desperdiciado tanta energía, cuando sin duda ya tenía conocimiento de que la tabla se encontraba en la torre de Báculo Oscuro. A pesar de todos los intentos, él y Arunsun no habían sido capaces de eliminar los encantamientos que Myrkul había puesto en el objeto.

—Será mejor que actuemos de inmediato —le dijo Báculo Oscuro a Elminster, y devolvió el pergamino al capitán.

—Los hombres esperan en el patio, señor —informó Mordoc, al pensar que el hechicero se dirigía a él.

—¿Hombres? —exclamó Arunsun—. Llévatelos de aquí. Tengo otras cosas más importantes de que preocuparme.

Mordoc frunció el entrecejo y buscó en el interior de su capa. Tenía el aspecto de un perro apaleado, y con motivo. No era muy agradable tener que pedirle a Báculo Oscuro que hiciese algo contra su voluntad. Sacó un anillo y se lo entregó al mago.

—Señor, el alcaide de la guardia me ordenó que le diera esto.

Báculo Oscuro aceptó el anillo de mala gana. Pertenecía a Piergeiron el Paladín, el único señor de Aguas Profundas conocido, alcaide de la guardia, comandante de la vigilancia, gran maestre de los gremios y una docena de títulos más. El mago suspiró y se colocó el anillo en el dedo. Había sido llamado a servir a su ciudad. Si no respondía a la convocatoria de Piergeiron, perdería su condición de ciudadano. Se volvió hacia Elminster.

—No tengo otra elección —dijo.

—Ve —respondió Elminster—. Es mejor que alguien se encargue de mantener a los engendros a raya. Sin duda, han venido en busca de la tabla.

—¿Sabes dónde ocultarla? —preguntó Báculo Oscuro.

—Sí. En la caja. Ahora, vete —respondió su amigo.

—Si necesitáis alguna cosa… —les dijo Arunsun a Medianoche y a Kelemvor, antes de salir.

—Una daga —respondió la hechicera en el acto, al recordar que la suya se había derretido en las cuevas del castillo de Lanza de Dragón.

—Elminster te la dará —dijo Báculo Oscuro. Les dio la espalda y atravesó la pared, mientras añadía—: Tal vez, tarde un poco en regresar.

—Es probable —repitió Elminster, distraído. Después de la marcha de su colega, permaneció en silencio durante mucho tiempo. Trataba de descubrir por qué Myrkul había soltado a los engendros.

—¿Y ahora qué? —preguntó Medianoche, cuando no pudo soportar más la espera. Sus palabras hicieron que Elminster volviera a la realidad.

—Sí, ¿ahora qué? Tenemos que esconder la tabla —contestó el sabio.

—¿Por qué? —exclamó Kelemvor—. ¡Creía que iríamos a atacar a Myrkul!

—La situación ha cambiado —replicó Elminster—. Al parecer, él viene hacia nosotros.

—Por esa misma razón, nosotros deberíamos atacar —insistió el guerrero—. Es lo último que espera de nosotros.

—Es verdad —asintió el viejo mago, pensativo. Le gustaba la estrategia agresiva de Kelemvor, pero sospechaba que el joven no había pensado en todos los detalles de su plan—. ¿Cómo piensas sorprender a nuestro enemigo cuando él puede seguir nuestros pasos a través de la tabla?

—La dejaremos aquí —replicó Kelemvor, con mucha confianza—. Le haremos creer que permanecemos en la torre.

—¿Dejar la tabla sin vigilancia? —objetó Elminster.

—¿Por qué no? —dijo el héroe—. Si derrotamos a Myrkul, seremos los únicos enterados de su paradero. Si nos mata, al menos tendrá que robarla de la torre de Báculo Oscuro.

—¿Y cómo haremos para encontrar a Myrkul? —quiso saber Elminster, y repicó sus dedos huesudos sobre una mesa.

—De la misma manera que él nos encuentra a nosotros —intervino Medianoche—. Yo puedo localizar su tabla con tanta facilidad como él ubica la nuestra.

—Ya sabes que no se puede confiar mucho en la precisión de la magia —comentó Elminster, poco convencido de la eficacia del plan.

—En nuestras manos está el destino de los Reinos —afirmó Kelemvor—. Es necesario correr algunos riesgos.

—Yo también soy partidaria de ir al encuentro de Myrkul —dijo Medianoche—. Estoy harta de tanto escapar. ¿Vienes o no con nosotros, Elminster?

Elminster enarcó las cejas ante el suave reproche de la hechicera. Ella acababa de asumir el mando del pequeño grupo, pero esto ya lo esperaba.

—Vais a necesitar toda la ayuda posible —respondió.

El viejo sabio fue a la biblioteca y guardó la tabla en la caja fuerte de Báculo Oscuro, que estaba en otra dimensión. Luego, sacó la daga para Medianoche. Consternado, descubrió que no podía sellar el cuarto. Después de un par de intentos, comprendió que la puerta no se cerraría mientras la tabla estuviera en el interior. La magia de Myrkul no permitía que la caja abandonara la dimensión normal. Lo único que ocultaría a la tabla sería la ilusión de una pared.

Pero a pesar de la inquietud que le producía el hecho, Elminster comprendió que Kelemvor tenía razón en una cosa. Si detenían a Myrkul, la tabla permanecería a salvo en cualquier lugar de la torre. Por otro lado, si el señor de la Muerte podía con ellos, era mejor no tener el objeto en su poder. El mago deslizó una estantería de libros delante de la caja, y luego volvió a la planta baja.

Mientras Elminster escondía la tabla, Medianoche practicó el hechizo para localizar objetos. Casi se volvió loca de rabia cuando falló. En su mente apareció el paradero de todas las cosas que había poseído a lo largo de su vida. Sin embargo, después de unos minutos de desesperación, consiguió descartar las informaciones innecesarias y enfocar la ubicación de la tabla en poder de Myrkul.

En el momento que el sabio entró en la antesala, Medianoche y Kelemvor estaban preparados para la marcha. La joven aceptó la daga de Báculo Oscuro que le ofreció Elminster, y fue la primera en salir al patio. El temor le hizo un nudo en el estómago. Su magia la arrastraba hacia el sud-sudeste, igual como la aguja imantada que señala al norte. Echó a andar por la calle de las Espadas, entre centenares de personas que corrían en la dirección opuesta.

—Vamos hacia la batalla —comentó Kelemvor, mientras abría camino a codazos entre la muchedumbre. En la distancia, se podían ver las columnas de humo que se elevaban de la ciudad.

No habían caminado más de sesenta metros cuando Medianoche notó que la tabla se movía más hacia el este. Tomó la calle de Keltarn y la siguió hasta su intersección con la calle de la Seda.

—Esto es extraño —dijo. Se detuvo en la esquina y pensó durante un instante—. Ahora, va hacia el norte.

La hechicera guio a sus amigos por la calle de la Seda, donde había otra multitud de ciudadanos. No tenía mucha confianza en su magia, pero la atracción era fuerte e inconfundible, así que siguió la marcha.

Sesenta metros más adelante, Medianoche torció hacia el oeste.

—La tabla está allí —anunció, mientras apuntaba a un grupo de edificios.

—Pues allá vamos —gritó Kelemvor, echó a correr por la calle de la Seda hasta su encuentro con la calle de Tharleon, y esperó a sus compañeros.

—Está en línea recta a nosotros —afirmó la joven.

Caminaron en dirección oeste hasta que se encontraron una vez más en la calle de las Espadas. La torre de Báculo Oscuro estaba al otro lado de la avenida, a la derecha.

—¡Hemos dado la vuelta! —exclamó el guerrero.

—Quizás he localizado la tabla equivocada —dijo Medianoche, un poco avergonzada. Volvió a repasar los datos que aparecían en su mente.

—No lo creo —gruñó Elminster. Señaló a un punto hacia el norte al otro lado de la avenida. Era un hombre vestido con una túnica negra; en un hombro llevaba alforjas. Caminaba sin vacilar en dirección a la torre, y apartaba a empellones a los que se cruzaban con él.

—¡Myrkul! —gritó Medianoche.

—Sí —afirmó Elminster—. Va en busca de la otra tabla.

—Y no sabe que estamos a sus espaldas. —Kelemvor desenvainó su espada y comenzó a cruzar la calle.

Para estar en condiciones de invocar un hechizo, Medianoche dejó de pensar en la tabla. Los tres amigos cruzaron la calle y siguieron a Myrkul. Por fin, llegó el momento en que se quedó solo frente a la torre.

La hechicera se preparó para lanzar un rayo.

—Tapaos los ojos —advirtió a los otros.

En cuanto Kelemvor y Elminster la obedecieron, Medianoche señaló la espalda de Myrkul y pronunció las palabras del exorcismo. Se escuchó un crepitar muy fuerte. Una docena de saetas azules brotaron del dedo de la maga y se dispersaron por la calle de las Espadas, para hacer blanco en edificios y personas. Allí donde tocaban, los dardos de luz abrían boquetes en las paredes y atravesaban los cuerpos, incendiándolos.

Myrkul se detuvo delante de la entrada de la torre y se volvió. Vio a Medianoche, acompañada de Elminster y Kelemvor, que contemplaban horrorizados la destrucción provocada por el fracaso del encantamiento. El señor de la Muerte no había esperado encontrar al trío en el exterior del edificio, pero no se preocupó. Tenía medios para mantenerlos ocupados mientras él recuperaba la tabla.

Myrkul hizo un gesto en dirección a la tapa de la alcantarilla a espaldas de Medianoche, y luego entró en la torre. Un grito de alarma corrió por la calle. Kelemvor se dio vuelta a tiempo para ver cómo varios cuerpos hediondos salían por la abertura. Todos vestían las mismas túnicas a rayas de los zombis que habían robado la tabla en el castillo de Lanza de Dragón. La piel de sus rostros aparecía casi putrefacta y sus ojos carecían de toda expresión.

—¡Zombis! —exclamó el guerrero.

—¡No les hagas caso! —gritó Elminster—. A la torre.

Kelemvor y Elminster corrieron hacia el edificio, arrastrando con ellos a Medianoche, que permanecía alelada por la fatiga y la destrucción provocada por los dardos. Cuando llegaron a la torre, Myrkul no se veía por ninguna parte, si bien el olor de las cloacas flotaba en el aire.

—¡En el piso de arriba! —dijo Elminster—. En la biblioteca.

El guerrero fue el primero en subir por la escalera de caracol; lo hizo poco a poco, y con muchas precauciones. A sus espaldas tenía a la muchacha, y el viejo sabio ocupaba la retaguardia. El primer zombi penetró en el edificio en el instante que pisaba el peldaño inferior. En el segundo piso, Elminster le indicó a sus compañeros una puerta cerrada.

—La tabla está ahí dentro, lo que significa que también está Myrkul —dijo.

—No podemos utilizar la magia —susurró Medianoche—. Ya he herido a demasiadas personas.

—Tonterías —opinó Elminster—. Si no detenemos a Myrkul, de todas maneras los ciudadanos de Aguas Profundas acabarán muertos.

—Elminster tiene razón —sostuvo Kelemvor—. Nos guste o no, morirán personas inocentes. La única cosa que podemos, que debemos hacer, es ganar la batalla.

Un zombi apareció en una de las vueltas de la escalera. Sin prisa, el sabio se acercó y tocó uno de los peldaños de piedra. Luego, recitó una letanía muy complicada. Kelemvor se adelantó para enfrentarse al zombi, pero un muro se levantó del escalón encantado.

—Ha funcionado —exclamó Elminster, sin disimular el alivio. Se volvió hacia la puerta—. ¿Estás preparada, Medianoche?

La muchacha asintió con un gesto.

Elminster miró a Kelemvor, quien abrió la puerta de un puntapié. Medianoche se precipitó al interior de la biblioteca, buscando la presencia de la figura embozada que habían visto en las calles.

—¡Aquí no hay nadie! —avisó a los otros.

Kelemvor y Elminster espiaron por encima del hombro de la joven. La habitación aparecía desierta. Habían derribado una de las estanterías, que dejaba al descubierto una pared desnuda. Elminster soltó una maldición.

—¡Se ha llevado nuestra tabla! —anunció.

—¡Solo hay un lugar donde puede haber ido! —gritó Kelemvor.

—¡Arriba! —confirmó Elminster—. Rápido, antes de que escape.

Todos echaron a correr por las escaleras hacia la azotea, sin olvidar echar una ojeada a las habitaciones de cada piso.

Mientras tanto, Myrkul guardó la segunda tabla en el lado vacío de las alforjas. Se las echó al hombro y salió de la caja fuerte de Báculo Oscuro para reaparecer en la biblioteca. Caminó hasta la escalera, y examinó la pared de Elminster. En voz alta, comentó:

—Notable. Ellos intentan cazarme. —Pensó por un momento, y añadió—: No podemos permitir que los mortales intenten destruirme, ¿verdad?

El señor de la Muerte lanzó un hechizo contra la barrera. Un trozo rectangular de piedra se separó de la pared y comenzó a bajar las escaleras como si tuviese vida propia. El dios contempló la destrucción de uno de sus zombis aplastado por el bloque de granito, que desapareció en el próximo recodo. El fallo de su exorcismo no lo preocupó. Dentro de muy poco tendría muchísimos zombis a su disposición en Aguas Profundas.

—Subid las escaleras —les ordenó a los restantes—. Matad a la mujer y a sus amigos. Ya me han causado demasiados problemas.

Mientras los zombis marchaban hacia la azotea, Myrkul estudió sus próximos pasos. Volvería al Pozo de la Perdición para llamar a los espíritus de los muertos. Después de recoger la energía de sus almas, marcharía a la Escalera Celeste. Con un poco de suerte, Helm lo dejaría pasar, a la vista de que poseía las dos tablas. Entonces, el señor de la Muerte destruiría a Ao. Una vez más, todo funcionaba de acuerdo con su plan.

En la azotea de la torre, Kelemvor no podía creer que Myrkul hubiese podido escapar con tanta facilidad.

—¿Dónde está? —gritó, furioso.

—Ya no puedes seguir el rastro de la tabla, ¿no es así? —le preguntó Elminster a la joven.

Medianoche intentó reactivar sin éxito el hechizo de localización.

—Ha desaparecido —dijo—, pero puedo volver a invocarlo. Tardaré un minuto.

—Déjalo, no tenemos tiempo. Salgamos de aquí —exclamó Kelemvor, y volvió a las escaleras, seguido por sus compañeros.

Diez escalones más abajo, el guerrero topó con los zombis de Myrkul. El que iba en cabeza le produjo una herida profunda en el hombro. Kelemvor reaccionó en el acto; dio un paso atrás, y con un golpe de revés le cortó el brazo. Al mismo tiempo, le dio una patada que lo hizo caer contra el zombi que le seguía, y ambos rodaron por la escalera.

—¡Corred! —gritó el héroe.

Elminster cogió el brazo de Medianoche, y los dos magos volvieron a subir a la azotea. Mientras sus amigos se retiraban, un tercer zombi pasó por encima de los cuerpos caídos. Kelemvor esperó a tenerlo más cerca, y con dos mandobles cruzados, le cercenó el cuello. La cabeza saltó por los aires y cayó varios escalones más abajo. El cuerpo permaneció de pie, sin dejar de lanzar golpes en todas las direcciones. Los dos zombis que habían caído primero se pusieron de pie, apartaron a su compañero sin cabeza e intentaron otra vez destrozar al guerrero. Él retrocedió poco a poco, y solo descargaba golpes para demorar sus ataques.

Junto al borde de la trampilla que comunicaba con la terraza, Medianoche se volvió hacia Elminster.

—Tenemos que ayudarle —gritó.

—Kelemvor puede cuidar de sí mismo —afirmó el sabio—. Nosotros debemos aprovechar el tiempo que está ganando. ¿Cómo podemos recuperar la tabla?

Medianoche intentó invocar su magia, pero no podía apartar los pensamientos de su amante. De tanto en tanto, el golpe del acero contra la piedra o una exclamación resonaban en la escalera para anunciar que todavía conservaba la vida. Pero los sonidos se producían cada vez más cerca, y la muchacha comprendió que el hechicero tenía razón. Kelemvor arriesgaba su pellejo para ganar tiempo. La maga volvió al hueco de la escalera.

—¿Adónde vas? —preguntó Elminster—. Las tablas. Piensa en los Reinos.

—En un minuto —replicó Medianoche, y bajó la escalera.

Encontró a Kelemvor que retrocedía tambaleante, cubierto de pies a cabeza de rasguños y pequeñas heridas, apenas fuera del alcance de los dos zombis. Medianoche se detuvo, y buscó en su mente la manera de detenerlos.

El guerrero resbaló sobre una piedra pequeña y estuvo a punto de caer. La roca rodó hacia los zombis, y entonces supo lo que debía hacer. Recitó las palabras del hechizo al mismo tiempo que se formaban en su mente, y la piedra se transformó en un peñasco.

Aplastó al primer zombi como un trozo de papel. Luego aminoró la velocidad y derribó al segundo. El peñasco rodó un par de escalones más, se detuvo, y entonces invirtió la dirección de su marcha. Comenzó a subir cada vez más rápido hasta alcanzar la misma velocidad de la caída. Medianoche señaló la roca y gritó:

—¡Cuidado!

Kelemvor dio un par de pasos, miró por encima del hombro y vio la piedra. Se arrojó sobre los peldaños y la roca pasó sin tocarlo. Por su parte, Medianoche apenas tuvo tiempo de apartar la cabeza cuando el trozo de granito salió disparado por el hueco de la terraza para ir a caer en algún lugar del centro de Aguas Profundas.

El guerrero, en cuanto salió de la escalera, cerró la trampilla y se quedó encima para impedir que los zombis la abrieran.

—Tal vez ahora podamos ocuparnos de las tablas —sugirió Elminster, sin ocultar su impaciencia.

—Tengo una idea —dijo Medianoche, después de comprobar que Kelemvor no corría peligro—. Pero no sé hasta qué punto dará resultado. Solo puedo apoderarme de una de las tablas con el hechizo, y no podré evitar que Myrkul venga a buscarnos.

—Nos ocuparemos de Myrkul cuando aparezca por aquí —afirmó Elminster—. Ahora mismo, nuestra primera preocupación es recuperar las tablas.

Medianoche asintió. Cerró los ojos, reprodujo mentalmente la imagen de la tabla y ejecutó el exorcismo de llamada instantánea.

En la planta baja de la torre, Myrkul se disponía a salir al patio cuando las alforjas desequilibradas cayeron de su hombro. Las recogió y echó una mirada al lado que sentía más liviano. Estaba vacío. Soltó un taco tan espantoso que hasta sus clérigos se habrían avergonzado, y se volvió hacia las escaleras.

En la azotea, la hechicera contempló asombrada la tabla que tenía en la mano. Hasta ese momento, la magia no la había fatigado, pero el exorcismo de la llamada instantánea había sido tan complicado y exigente que se notaba un poco débil.

—Fantástico —exclamó Elminster—. Llama a la otra, y nos pondremos en marcha.

—¿Cómo haremos para salir de aquí? —preguntó Kelemvor, sin apartarse de la trampilla. Los zombis hacían presión desde el otro lado, pero no tenían un punto de apoyo para levantarla.

—Ya pensaremos en algo —respondió el viejo sabio.

—Estoy cansada —anunció Medianoche—. Incluso si el hechizo no falla, no me quedarán fuerzas para luchar contra Myrkul. —No dudaba de que el dios de la Muerte subía las escaleras en aquel mismo momento—. Encárgate tú de llamar a la otra tabla, Elminster.

—No puedo —replicó el mago—. Hace años que no estudio la fórmula. Pero sí puedo hacer que salgamos todos del techo si tú te ocupas de la tabla.

El comentario recordó a Medianoche que, a pesar de sus muchos poderes, el mago todavía necesitaba estudiar los encantamientos y grabar las runas en su mente.

—Lo intentaré —replicó la maga, dejando la primera tabla en el suelo.

Una vez más repitió la fórmula de la llamada instantánea, imaginó la otra tabla y lo ejecutó. Un segundo más tarde, una lluvia de piedras grandes como puños se descargó sobre la azotea y sus ocupantes.

—¡Ha fallado! —exclamó Medianoche, un poco mareada. Le dolía el cuerpo, donde una docena de piedras habían hecho blanco, y los músculos le quemaban por la fatiga.

La trampilla se sacudió bajo los pies de Kelemvor; luego se abrió con tanta violencia, que el guerrero salió despedido por el aire. Aterrizó un par de metros más allá, sin soltar la espada.

Un zombi salió por el agujero, y el héroe lo atacó con un mandoble tan terrible que el impulso de la espada después de seccionar el cuerpo del muerto viviente estuvo a punto de hacerlo caer.

—¡Myrkul! —gritó Kelemvor, al ver la figura vestida de negro que avanzaba detrás de los zombis.

De pronto, la espada de Kelemvor se transformó en una serpiente enorme que se enroscó sobre su cuerpo. Las escamas del ofidio aparecían cubiertas de una secreción verdosa y repugnante, y las puntas negras de su lengua bífida surgían como un látigo de su boca. Myrkul encogió los hombros. Había tenido la intención de calentar la espada y quemar las manos del guerrero, pero le daba igual si la serpiente estrangulaba al hombre.

El reptil derribó a Kelemvor, y Myrkul ordenó a los zombis que subieran a la azotea. Medianoche sujetó la tabla y retrocedió. En cambio, Elminster esperó tranquilo a que los zombis salieran de la escalera. Entonces, practicó un hechizo en la confianza de pillarlos por sorpresa.

Para gran alivio del sabio, un enjambre de globos de fuego surgió de su mano, y todos hicieron diana en el pecho de los zombis. La mayoría de los globos arrastraron a los atacantes fuera de la azotea, mientras que los restantes estallaron dentro de los cuerpos y los convirtieron en un montón de cenizas y huesos calcinados. En un instante, las esferas habían destruido a los agentes de Myrkul.

Después de oír la voz de Elminster y ver los relámpagos de los globos a través de la abertura, el señor de la Muerte comprendió que debía enfrentarse a la mujer y a sus amigos sin ayuda. Ellos habían osado atraparlo, y al ver fracasado su intento, le habían robado la tabla. El trío no dejaría de molestarlo a menos que acabara con ellos. Furioso, Myrkul preparó un hechizo defensivo y subió las escaleras.

Elminster fue el primero en ver que Myrkul había llegado a la terraza. Kelemvor continuaba aprisionado por la serpiente, y Medianoche, con la tabla bajo el brazo, corría en ayuda de su amante. El señor de la Muerte tenía la cabeza cubierta con una capucha negra. Debajo de la capucha, la piel aparecía mugrienta y cubierta de rasguños, los labios negros y partidos, y los ojos tan hundidos que el rostro semejaba una calavera. Unas ascuas azules ardían en el lugar donde debían estar las pupilas. En los hombros llevaba colgadas las alforjas con la otra tabla.

El hechicero comenzó a recitar el encantamiento para lanzar una tormenta de hielo contra el avatar, pero Myrkul levantó una mano y practicó el exorcismo de silencio que tenía preparado. De repente, el viejo mago se encontró rodeado por una muralla de silencio y él mismo acabó mudo. Incapacitado de hablar, no pudo terminar la letanía de su exorcismo.

Al ver la situación en que se encontraba Elminster, Medianoche se olvidó por un momento del héroe y volvió su atención hacia Myrkul.

—Ven, querida —dijo el dios de la Muerte, con una voz gutural y chirriante—. Devuélveme la tabla, y yo perdonaré a tus amigos.

Medianoche no perdió tiempo en escuchar las falsas promesas del dios. Invocó el hechizo para producir un proyectil mágico, dejó caer la tabla y lo ejecutó. Una docena de dardos dorados brotaron de sus dedos, y todos hicieron blanco. Sin embargo, el único resultado visible fue una aureola dorada alrededor del cuerpo del señor de la Muerte. Por su parte, Myrkul levantó una mano, contempló la radiación que lo envolvía, y luego se echó a reír ante el fracaso del exorcismo.

—¡Cómo te atreves a provocarme, mortal! —gritó.

La joven comenzó a temblar, febril. El hechizo que había practicado era muy rudimentario, y su potencia la había incrementado con su propio poder. No obstante, había consumido demasiada energía. Myrkul volvió a tender la mano y dijo:

—Es tu última oportunidad. Devuélveme la tabla. —Se volvió hacia Kelemvor e hizo un gesto a la serpiente. El ofidio aumentó la presión en la garganta del guerrero, y, al instante, su rostro se puso morado—. Solo te quedan unos segundos antes de que tu amigo muera.

Ni por un momento, la maga creyó que Myrkul mantendría su palabra de perdonar a su amante. No tenía la intención de devolver la tabla, pero tampoco podía soportar ver morir a Kelemvor. Fingió estar indecisa para conseguir un poco de tiempo y pensar en una salida. Desvió la mirada y contempló la ciudad.

Hacia el sur, se alzaban grandes columnas de humo negro. Medianoche incluso podía oír en la distancia los gritos y el chocar del acero. Docenas de jinetes montados en grifones mantenían una batalla aérea contra unas formas diminutas. Algunas de las criaturas aladas iban de un sector a otro de la ciudad; actuaban como mensajeros o exploradores que seguían a los grupos enemigos que habían conseguido atravesar la línea defensiva. Un grifón, con dos jinetes en el lomo, volaba en dirección a la torre de Báculo Oscuro.

La distancia era demasiado grande como para que Medianoche pudiese identificarlos, y no tenía idea de por qué venían hacia la torre. De todas maneras, no llegarían a tiempo para salvarla a ella y a sus amigos, o para evitar que Myrkul se apoderara de las Tablas del Destino.

—¿Cuál es tu decisión? —preguntó Myrkul, impaciente.

—De acuerdo, tú ganas —respondió Medianoche. Se arrodilló para recoger la tabla a sus pies. Al mismo tiempo, invocó el más poderoso hechizo que apareció en su mente: parálisis temporal. El encantamiento era tan difícil que sin duda la dejaría sin fuerzas, quizás incluso la mataría, pero no tenía otra elección. Si funcionaba, Myrkul quedaría atrapado en la animación suspendida. Entonces, ella y sus amigos podrían encontrar una solución definitiva. Si no daba resultado, sería el final.

La joven despejó su mente y realizó el encantamiento. Una ola de fuego recorrió su cuerpo, que cayó al suelo. Le dolían los músculos y sentía los pinchazos de los nervios como si hubiese caído sobre un colchón de clavos. Intentó respirar, pero no tenía fuerzas ni para abrir la boca. Un velo oscuro descendió sobre sus ojos.

Medianoche se obligó a permanecer alerta; desapareció el velo y sus pulmones se hincharon de aire. Fue recuperando la visión y, a pesar de la debilidad, pudo mirar a su alrededor. Myrkul permanecía inmóvil, con las alforjas con la otra tabla colgadas del hombro.

Sin la voluntad de su creador para guiarla, la serpiente que sujetaba a Kelemvor pareció desconcertada. Aflojó un poco sus anillos, con la atención puesta en la figura inmóvil del señor de la Muerte. El guerrero sacó fuerzas de flaqueza, y deslizó un brazo por debajo de la serpiente para proteger su garganta de un nuevo intento de estrangulamiento.

Medianoche se puso de pie y, sin soltar su tabla, se adelantó hacia el dios cautivo. Las ascuas que servían de ojos para Myrkul, brillaron de furia.

—Todavía no estoy acabado —gruñó el señor de la Muerte. El cuerpo del avatar se sacudía sin cesar. El dios se estaba librando de los efectos del hechizo.

Mientras miraba los ojos de Myrkul, Medianoche se sintió desesperar. Al parecer, no había nada capaz de detenerlo. Entonces, vio un relámpago gris que bajaba del cielo. El grifón que había observado antes había iniciado un descenso en picado para atacar al dios por la espalda. La maga miró en otra dirección, para no alertar a Myrkul. Sabía que el ataque no mataría al señor de la Muerte, pero al menos lo aturdiría y ella dispondría de un poco más de tiempo.

Al mismo tiempo que Medianoche y Elminster, todavía sometido a los efectos del hechizo de silencio, se preparaban para sacar partido del ataque del grifón, Kelemvor realizó varias inspiraciones profundas para recuperar fuerzas. Luego pasó el otro brazo por debajo de los anillos que le rodeaban la garganta, y sujetó la cabeza de la serpiente. Con una mano sujetó la mandíbula superior y con la otra la inferior, y después tiró en direcciones opuestas. Un segundo más tarde, se partieron los huesos y la boca quedó destrozada. El cuerpo del ofidio aflojó la presión y comenzó a sacudirse de dolor. El guerrero se libró de la serpiente, y, sin perder un momento, la sujetó y la arrojó al vacío por uno de los lados de la terraza. Entonces, se volvió hacia Myrkul.

El señor de la Muerte vio que Elminster avanzaba hacia él y se movió envarado para enfrentarse al ataque. Pero el viejo sabio se detuvo a poco más de un metro de distancia, y Myrkul no supo qué hacer. De pronto, descubrió que ya no podía oír.

Medianoche, sin dejar de temblar por el esfuerzo anterior, invocó el exorcismo de desintegración y otro para una puerta entre dimensiones. Si conseguía destruir el cuerpo del avatar, la esencia del dios se dispersaría y podría causar grandes daños en la ciudad. Para evitarlo, tenía la intención de hacer pasar a Myrkul por la puerta entre dimensiones y hacer estallar el cuerpo sobre el mar de las Espadas.

Un instante más tarde, el grifón culminó su ataque. Debido a la muralla de silencio que rodeaba a Elminster, Myrkul no escuchó el susurro de las alas y resultó pillado de sorpresa. El dios cayó de costado, y las alforjas con la tabla se deslizaron de su hombro. La criatura alada persiguió a Myrkul y clavó sus cuatro garras de león en el cuerpo del avatar. Uno de los jinetes del grifón se apeó de un salto. Los pies del hombre no habían tocado el suelo cuando la criatura batió las alas para remontar vuelo.

Myrkul se retorció y cogió las alforjas con la punta de los dedos.

Al ver lo que ocurría, Kelemvor cruzó la azotea y, mientras el grifón se alzaba, dio un salto para sujetar la tabla. Sus manos se cerraron sobre la parte inferior de las alforjas, y con un fuerte tirón se las arrebató. Llevado por el impulso, cuando cayó, rodó por el suelo.

Con el cuerpo atenazado por el dolor de las garras clavadas en la carne, Myrkul notó cómo lo elevaban. Hizo un último intento por alcanzar las alforjas, pero fue inútil. Se retorció para poder mirar al jinete.

—¡Pagarás por esto! —gritó, mientras lo amenazaba con el puño.

Sin dejar de observar cómo Myrkul se elevaba por los aires, Medianoche preparó sus exorcismos, pero no los ejecutó. Si destruía al avatar, también mataría al jinete. La hechicera se acercó al borde de la azotea y miró al grifón que volaba sobre el patio de Báculo Oscuro. Myrkul proseguía con sus esfuerzos por librarse de las garras, mientras el grifón volaba sin preocuparse del cuerpo que aguantaba entre sus patas.

Un segundo después, el señor de la Muerte dejó de luchar y apuntó un dedo contra el jinete, que se encogió en su montura, para luego desplomarse y caer al vacío.

Fue entonces cuando Medianoche realizó el hechizo de desintegración. Un rayo verde brotó de su mano y tocó a Myrkul. El cuerpo del avatar resplandeció por un instante, y a continuación un brillante reflejo dorado apareció sobre la ciudad. La maga se apresuró a ejecutar el exorcismo de la puerta entre dimensiones, y transfirió el cuerpo del avatar agonizante a un punto muy alto sobre el mar de las Espadas, y lejano de Aguas Profundas.

Se oyó un estampido muy fuerte cuando Myrkul atravesó la puerta, y otro estallido de luz bañó la ciudad por el oeste. La explosión provocada por la muerte del dios fue como la aparición de un segundo sol sobre el mar. Cuando se esfumó no había ninguna señal del grifón, su jinete, o de Myrkul. Una especie de fango gris flotaba en el aire al este de la torre, donde el avatar había estado unos segundos antes.

El fango se posó sobre una zona de dos manzanas. Allí donde tocó, las plantas se agostaron y la gente cayó al suelo, asfixiada. Los edificios se derrumbaron convertidos en polvo, e incluso las calles desaparecieron en cuestión de segundos, la zona quedó convertida en un páramo desierto.

Medianoche cayó de rodillas, incapaz de controlar los temblores provocados por el cansancio y el remordimiento. Centenares de personas habían muerto al ser alcanzadas por la esencia de Myrkul. No podía dejar de sentirse responsable de sus muertes.

Alguien se acercó por detrás de ella.

Tenía que destruir a Myrkul —susurró la hechicera, con la mirada puesta en la tierra arrasada—. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—Nada más —respondió una voz familiar—. No puedes sentirte culpable por haber salvado a los Reinos.

La maga se puso de pie y, sin hacer caso del mareo que la invadió, dio media vuelta. Gritó:

—¡Adon!