41. BLANCOS DE OPORTUNIDAD
BRUSELAS, BÉLGICA
Se hicieron tres copias de la cinta. Una de ellas se entregó al estado mayor de Inteligencia de SACEUR para que efectuaran una nueva traducción que habría de compararse con la de Toland. Otra se llevó a la Inteligencia francesa para un análisis electrónico. La tercera fue estudiada por un psiquiatra belga que hablaba muy bien el ruso. Mientras se hacía todo eso, la mitad de los oficiales de Inteligencia del cuartel general de la OTAN ponían al día toda la información referida al consumo soviético de combustible. La CIA y otros servicios nacionales de Inteligencia comenzaron una frenética investigación respecto a la producción soviética de petróleo y su utilización. Toland predijo los resultados horas antes de que llegaran: datos insuficientes, La escala de conclusiones posibles expresaba que los rusos tenían combustible para varios meses…, ¡o ya lo habían agotado completamente!
SACEUR se tomó tiempo antes de aceptar los informes en su valor aparente. Los interrogatorios a los prisioneros habían proporcionado a su personal de Inteligencia una gran riqueza de información…, en su mayor parte falsa o contradictoria. Como los oficiales de abastecimiento permanecían generalmente a retaguardia de las tropas combatientes, eran muy pocos los capturados. La fuerza aérea fue la primera en creer la historia. Ellos sabían que los depósitos de abastecimiento de combustible del enemigo eran más pequeños que lo acostumbrado. En vez de la Gran Instalación única tan empleada en todos los aspectos de la sociedad rusa (y después de la destrucción total del gran depósito en Wittenburg), los rusos habían pasado a tenerlos pequeños, aceptando el coste de un aumento de requerimientos en materia de defensa aérea y seguridad. Las misiones de ataque aéreo de la OTAN, de profunda penetración, se habían concentrado en bases aéreas, depósitos de munición, confluencia de transportes, y las columnas de tanques que se acercaban al frente…, todos blancos más lucrativos que los depósitos de combustible más pequeños que lo esperado y que, además, eran más difíciles de descubrir. Las señales características de tráficos intensos, comunes en los grandes depósitos de combustible, generalmente mostraban cientos de camiones entrando y saliendo. Los más pequeños, a los que concurrían menos vehículos, eran más difíciles de detectar por los aviones equipados con radares de exploración. Todos estos factores habían determinado una diferente prioridad de blancos.
Después de quince minutos de conversación con su asesor aéreo del estado mayor, SACEUR cambió todo eso.
STENDAL, REPÚBLICA DEMOCRÁTICA ALEMANA
—No puedo hacer ambas cosas —susurró Alekseyev para sí mismo.
Había pasado las últimas doce horas tratando de encontrar una forma, pero no lo había conseguido. Era maravilloso lo que significaba estar finalmente él mismo al mando; ya no era el agresivo subordinado. Ahora era responsable del éxito o del fracaso. Un error era su error. Una derrota era su derrota. Había sido mucho más cómodo de la otra manera. Como su predecesor, Alekseyev había de imponer sus órdenes, aunque sus órdenes fueran imposibles. Tenía que mantener la saliente y continuar el avance. Iría hacia el Noroeste desde el Weser, aislando las fuerzas del flanco derecho de las tropas en avance, y preparando el camino para un ataque decisivo en el valle del Ruhr. Quien había emitido esas órdenes, o bien no sabía o no le importaba que eso fuera imposible.
Pero la OTAN lo sabía. Su poder aéreo había destruido convoyes en todos los caminos entre Rühle y Alfeld. Las dos divisiones B de tanques que guardaban el flanco norte de Beregovoy, fueron sorprendidas y puestas en retirada. Fuerzas de bloqueo con efectivos de batallón ocupaban los principales cruces de caminos mientras los comandantes de la OTAN reforzaban el regimiento de Alfeld. Probablemente dos divisiones de tanques completas estaban al acecho en los bosques al norte de Rühle, pero hasta ese momento no habían atacado a Beregovoy. En cambio, su falta de acción lo desafiaba a cruzar y lo invitaba a contraatacar al Norte.
Alekseyev recordó una importante lección de la Academia de Frunze: la Ofensiva de Jarkov de 1942. Los alemanes habían dejado que las fuerzas en avance del Ejército Rojo penetraran profundamente…, luego las aislaron y aniquilaron. El Alto Comandante (refiriéndose a Stalin) ignoró las realidades objetivas de la situación (violando, por lo tanto, la Segunda Ley del Combate Armado), y concentrándose, en cambio, en impresiones subjetivas de progreso aparente que, por desgracia, demostraron ser falsas, concluía la lección. El general se preguntó si esta batalla sería motivo de una lección para alguna clase futura de capitanes y mayores, que entonces escribirían en las respuestas a sus cuestionarios y en sus ensayos, ¡señalando qué burro era el general coronel Pavel Leonidovich Alekseyev!
O podía hacerlas retirar…, y admitir la derrota, y tal vez ser fusilado. Para que lo recordaran luego —en caso de que así fuera— como un traidor a la Madre Patria. Era tan justo… Después de haber enviado al fuego a tantos miles de chicos, ahora también él se enfrentaba a la muerte, aunque desde una dirección inesperada.
—Mayor Sergetov, quiero que regrese a Moscú para decirles personalmente lo que pienso hacer. Voy a sacar una división a Beregovoy para llevarla al Este y abrir de nuevo el camino en Alfeld. El ataque será lanzado desde dos direcciones, y después que se logre la victoria estaremos en condiciones de continuar el cruce del Weser sin temor a que nos aíslen nuestra punta de lanza.
—Una muy hábil solución de compromiso —dijo con optimismo el mayor.
¡Esa es justo la clase de cosas que necesito oír!
BITBURG, REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA
Quedaban doce «Frisbee». Dos veces los habían sacado brevemente de servicio para determinar qué nuevas tácticas podrían disminuir los riesgos. Y se logró cierto éxito, pensó el coronel Ellington. Algunos sistemas soviéticos habían demostrado tener capacidades insospechadas, pero la mitad de sus pérdidas no tenían explicación. ¿Deberían considerarse dentro de ese tipo de accidentes que se producen cuando se vuelan aviones pesadamente cargados a mínima altura, o habría que aplicar simplemente la ley de la probabilidad que rige para todos? Un piloto puede pensar que es aceptable una probabilidad del uno por ciento de que lo derriben en una misión impuesta; pero debe darse cuenta de que cincuenta misiones como esa determinan una probabilidad del cuarenta por ciento.
Sus tripulaciones de vuelo estaban insólitamente silenciosas. El escuadrón de élite de los aviones «Frisbee» era una familia de hombres muy unidos, y de ellos había desaparecido ya la tercera parte. El profesionalismo que les permitía no hablar de eso para afuera y llorar en privado tenía sus límites, los cuales ya se habían alcanzado y pasado. El rendimiento de las misiones era bajo. Pero los requerimientos de combate seguían siendo los mismos, y Ellington sabía que el lugar de los sentimientos en el orden general militar está muy por debajo de la necesidad de atacar los blancos enemigos.
Despegó de la pista pavimentada y dirigió su avión hacia el Este; su «Frisbee» era el único que volaba en esa misión. Aquella noche no llevaba otras armas que los «Sidewinder» y misiles antirradar para defensa propia. Su avión estaba cargado con depósitos suplementarios de combustible, en vez de bombas. Adoptó una altura de vuelo inicial de novecientos metros y verificó sus instrumentos; efectuó pequeños ajustes en las superficies compensadoras y luego inició un suave descenso hasta ciento cincuenta metros. Esa era su altura cuando cruzó el Weser.
—Estoy detectando alguna actividad en tierra, Duque —informó Eisly—. Parece una columna de tanques y camiones de tropas que se dirigen al Nordeste por la Autopista 64.
—Transmite el informe.
En ese sector, todo lo que se movía era un blanco. Un minuto después cruzaron el Leine al norte de Alfeld. Vieron los fogonazos distantes de la artillería, y Ellington inclinó su avión y viró a la izquierda para alejarse. Una granada de quince centímetros no iba a fijarse en su trayectoria si el «Frisbee» era invisible o no.
Esto tendría que ser más seguro que una misión de ataque, pensó Ellington. Volaban hacia el Este, a tres kilómetros de un camino secundario que Eisly mantenía bajo vigilancia con la cámara de televisión montada en el morro del avión. El receptor de alerta de amenaza se mantenía encendido a causa de los radares de los «SAM» que barrían el cielo buscando incursores.
—Tanques —dijo con calma—. Y son muchos.
—¿Se mueven?
—No lo creo. Parece que están detenidos a lo largo del camino cerca de la línea de árboles. Espera… ¡Alarma de lanzamiento de misil! ¡«SAM» a las tres!
Ellington empujó la palanca y la llevó a la izquierda. En cuestión de segundos tuvo que picar el avión hacia un lado, dar vuelta la cabeza hacia el otro para ver el misil que se acercaba y volverla otra vez a fin de asegurarse de que no araba un surco en el suelo con su avión de cincuenta millones de dólares. Todo lo que vio del «SAM» fue una especie de gota de fuego de color amarillo blancuzco, que se dirigía hacia él. Tan pronto como niveló, forzó su «Frisbee» en un brusco viraje a la derecha. Atrás, Eisly mantenía los ojos en el misil.
—Nos desprendimos, Duque… ¡Sí! —El misil niveló detrás del «F-19» a la altura de las copas de los árboles, pero se hundió y explotó en el bosque—. Los instrumentos dicen que era un «SA-6». El radar de búsqueda está a la una y muy cerca.
—Muy bien —dijo Ellington.
Activó un misil antirradar «Sidearm» y lo disparó contra el transmisor desde una distancia de unos seis kilómetros. Los rusos tardaron en detectarlo. Ellington vio la explosión. ¡Toma eso, Darth Vader!
—Creo que tienes razón sobre la forma en que nos están derribando, Duque.
—Ajá.
El «Frisbee» estaba diseñado para burlar radares situados en lo alto. Algo que mirara hacia arriba tenía probabilidades mucho mayores de detectarlos. Podían superar eso volando muy bajo, pero entonces no podían ver tan bien como querían. Viró para echar otra mirada a los tanques.
—¿Cuántos crees que son, Don?
—Muchos; más de cien.
—Infórmalo.
Ellington volvió a virar hacia el Norte mientras el mayor Eisly enviaba su informe. Pocos minutos después, algunos jets «Phantom» alemanes llegaron a visitar el punto de reunión de los tanques. Tantos tanques estacionados allí inmóviles probablemente significaba un sitio de abastecimiento de combustible, pensó. O los camiones cisterna se encontraban ya allí o estaban en camino. Los camiones de combustible eran ahora sus blancos principales, un sorprendente cambio después de varias semanas de búsqueda de depósitos de abastecimientos y columnas móviles… ¿Qué es eso?
—¡Camiones al frente!
Duque observó la imagen aumentada en la pantalla del visor que tenía a la altura de los ojos, el «HUD». Una larga columna de… camiones de combustible, que viajaban muy juntos uno detrás de otro, oscurecidos y desplazándose con gran rapidez. Las formas curvadas de las superficies metálicas superiores facilitaban la identificación. Viró una vez más con su avión describiendo un círculo a tres kilómetros del camino. La imagen infrarroja de Eisly mostraba el brillo que delataba a los motores y tubos de escape, mucho más calientes que el aire frío de la noche. Era como una procesión de fantasmas a lo largo del camino flanqueado por árboles.
—Se dirigen a la agrupación de tanques.
Casi veinte mil litros por camión, pensó Ellington, un millón de litros de combustible diesel…, suficiente para llenar todos los depósitos de dos divisiones soviéticas.
Eisly transmitió también la información.
—Shade Tres —contestó por radio el controlador del «AWAC»—. Tenemos ocho pájaros en camino, tiempo estimado de llegada cuatro minutos. Orbiten y evalúen.
Ellington no acusó su habitual comprendido. Puso su avión a la altura de los árboles durante varios minutos, preguntándose cuántos árboles esconderían a su lado soldados rusos de pie con sus misiles «SA-7» de lanzamiento manual.
Había pasado mucho tiempo desde que volara en Vietnam, y desde que comprendiera por primera vez que cualquier circunstancia fortuita podía alcanzarlo allá en el cielo y terminar con su vida, a pesar de toda su habilidad. Sus años de vuelo en tiempo de paz le habían permitido olvidarlo; Ellington no pensó nunca que un accidente podría matarlo. Pero un hombre con un «SA-7» sí podía, y no había forma de saber cuándo estaba volando sobre uno de ellos… Deja de pensar en eso, Duke.
Los «Tornado» de la real fuerza aérea llegaron como rayos desde el Este. El primer avión lanzó sus bombas racimo frente a la columna. El resto barrió el camino en suave ángulo de picada, lanzando pequeñas bombitas como lluvia sobre el convoy. Los camiones explotaban expulsando combustible ardiente hacia arriba. Ellington distinguió las siluetas de dos cazabombarderos contra las llamas color naranja cuando ya regresaban a su base con rumbo Oeste. El combustible se había derramado a ambos lados del camino, y alcanzó a ver algunos camiones que no habían sufrido daños, que frenaban y doblaban tratando desesperadamente de escapar al desastre. Muchos conductores abandonaron sus camiones. Otros intentaron alejarse del fuego y continuar hacia el Sur. Unos pocos lo lograron. La mayoría quedó atascada, con cargas demasiado pesadas para moverse sobre el suelo blando.
—Diles que batieron la mitad más o menos. No está del todo mal.
Un minuto después, el «Frisbee» recibió la orden de poner otra vez rumbo al Nordeste.
En Bruselas, las señales recibidas por transmisión del avión equipado con radar de exploración terrestre establecieron el recorrido del convoy de combustible. Programaron una computadora para desempeñar la función de un grabador de vídeo; entonces trazó hacia atrás los movimientos del convoy hasta su punto de origen. Otros ocho aviones de ataque se dirigieron hacia ese sector de los bosques. Pero el «Frisbee» llegó primero.
—Estoy detectando radares de «SAM», Duke —dijo Eisly—. Estimo una batería de «SA-6» y otra de «SA-11». Deben pensar que este lugar es importante.
—Y otros cien pequeños bastardos con los «SAM» portátiles —agregó Ellington—. ¿Tiempo estimado para el parque?
—Cuatro minutos.
Dos baterías de «SAM» serían muy mala noticia para los aviones de ataque.
—Vamos a reducirles un poco la ventaja.
Eisly individualizó el radar de adquisición de los «SA-11». Ellington se dirigió hacia allí a cuatrocientos nudos, aprovechando un camino para volar debajo del nivel de los árboles hasta llegar a tres kilómetros del lugar. Otro «Sidearm» se desprendió del «Frisbee» y partió velozmente hacia el transmisor del radar. En el mismo momento dos misiles se acercaron a ellos. Duke aceleró al máximo y viró violentamente al Este, lanzando chaff y bengalas mientras lo hacía. Uno de los misiles fue derecho a la nube de chaff y explotó sin producir daños. El otro se mantuvo autoguiado por la borrosa señal de radar reflejada por el «Frisbee» y no parecía desprenderse. Ellington levantó bruscamente el avión y lo puso en un viraje de máxima «g», con la esperanza de apartarse del misil con maniobras más cerradas. Pero el «SA-11» era demasiado rápido. Explotó a treinta metros del «Frisbee». Los dos hombres se expulsaron del avión que se desintegraba y sus paracaídas se abrieron apenas a cien metros del suelo.
Ellington cayó cerca del borde de un pequeño claro. Se quitó de inmediato el correaje y conectó su radio de rescate antes de sacar el revólver. Alcanzó a ver el paracaídas de Eisly que desaparecía entre la arboleda, y corrió en esa dirección.
—¡Malditos árboles! —dijo Eisly.
Sus pies habían quedado colgando lejos del suelo. Ellington pudo trepar y cortar las cuerdas para bajarlo. La cara del mayor estaba sangrando.
En el Norte se oyeron tronar las explosiones.
—¡Lo batieron! —dijo Ellington.
—Sí, pero ¿quién nos batió a nosotros? —preguntó Eisly—. Me duele la espalda.
—¿Puedes moverte, Don?
—¡Diablos, sí!
STENDAL, REPÚBLICA DEMOCRÁTICA ALEMANA
La dispersión de las reservas de combustible en pequeños depósitos había reducido casi a cero los ataques de la OTAN. La sensación de seguridad resultante duró aproximadamente un mes. Los ataques a las columnas de tanques y a los depósitos de munición eran graves, pero tenían abundancia de repuestos para ambas cosas. El combustible era una historia diferente.
—Camarada general, la OTAN ha cambiado la prioridad de sus ataques aéreos.
Alekseyev, que estaba observando la situación en el mapa, se volvió para escuchar a su oficial de Inteligencia aérea. Cinco minutos después entró su jefe de abastecimientos.
—¿Cómo es de grave?
—En total, quizás alcance a un diez por ciento de nuestras disponibilidades adelantadas. En el sector de Alfeld, más del treinta por ciento.
En ese momento sonó el teléfono. Era el general cuyas divisiones debían atacar Alfeld cinco horas más tarde.
—¡Me he quedado sin combustible! Atacaron y destruyeron el convoy a veinte kilómetros de aquí.
—¿Puede actuar con lo que tiene? —preguntó Alekseyev.
—Puedo, ¡pero no podré maniobrar prácticamente nada con mis unidades!
—Debe atacar con lo que tiene.
—Pero…
—Hay cuatro divisiones de soldados soviéticos que morirán si usted no los releva. ¡El ataque se hará como está planificado!
Alekseyev colgó el teléfono. A Beregovoy también le escaseaba el combustible. Un tanque podía tener combustible suficiente para recorrer trescientos kilómetros en línea recta, pero casi nunca viajaban en línea recta y, a pesar de las órdenes, las tripulaciones, invariablemente, dejaban los motores en marcha cuando se detenían por completo. El tiempo necesario para hacer arrancar los diesel podía significar la muerte si caía de improviso un ataque aéreo sobre ellos. Beregovoy se había visto obligado a dar todo su combustible de reserva a sus tanques que se dirigían al Este, de manera que pudieran llegar a Alfeld simultáneamente con las divisiones C que venían desde el Oeste. Las dos divisiones que se hallaban sobre la margen izquierda del Weser habían quedado, de hecho, inmovilizadas. Alekseyev estaba jugando la ofensiva a su capacidad para restablecer sus rutas de abastecimiento. Ordenó a su jefe de abastecimiento que consiguiera más combustible. Y si su ataque tenía éxito necesitaría aún más.
MOSCÚ, URSS
La transición era ridícula…, menos de dos horas de vuelo en jet desde Stendal hasta Moscú, desde la guerra hasta la paz, desde el peligro hasta la seguridad. El chófer de su padre, Vitaly, lo esperaba en el aeropuerto militar y lo condujo de inmediato a la dacha oficial del ministro, en el bosque de abedules en las afueras de la ciudad. Entró a la sala anterior y vio que su padre estaba acompañado por un extraño.
—De modo que este es el famoso Iván Mikhailovich Sergetov, mayor del Ejército soviético.
—Discúlpeme, camarada, pero no creo que nos conozcamos.
—Vanya, te presento a Boris Kosov.
El rostro del joven oficial traicionó apenas una fracción de su emoción al ser presentado al director de la KGB. Se echó hacia atrás en el sillón y observó al hombre que había ordenado colocar las bombas en el Kremlin, después de organizar la presencia de niños en el lugar. Eran las dos de la mañana. Tropas de la KGB leales —consideradas leales, se corrigió a sí mismo el ministro Sergetov— a Kosov, patrullaban afuera para mantener el secreto de esa reunión.
—Iván Mikhailovich —dijo afablemente Kosov—, ¿cuál es su apreciación de la situación en el frente?
El joven oficial dominó el deseo de mirar a su padre para tener una guía.
—El éxito o el fracaso de la operación depende del equilibrio…, recuerde que yo soy un oficial de poca jerarquía y carezco de la experiencia necesaria para una apreciación responsable. Pero, a mi modo de ver, la campaña podría evolucionar todavía para uno u otro lado. La OTAN tiene escasez de potencial humano, pero han recibido una repentina inyección de abastecimientos.
—Para unas dos semanas.
—Probablemente menos —dijo Sergetov— una cosa que hemos aprendido en el frente es que los suministros se agotan antes de lo esperado. El combustible, la munición, todo parece evaporarse. Así es que nuestros amigos de la Marina deben seguir golpeando los convoyes.
—Nuestra capacidad para hacer eso ha quedado seriamente reducida —dijo Kosov—. Yo no esperaría… La verdad es que la Marina ha sido derrotada. Islandia pronto volverá a estar en manos de la OTAN.
—¡Pero Bukharin no dijo eso! —objetó el mayor de los Sergetov.
—Él no nos dijo tampoco que los aviones de largo alcance de la Flota del Norte estaban casi liquidados, pero lo estaban. ¡Los norteamericanos ya tienen una división completa en Islandia, con apoyo masivo de su flota! A menos que nuestros submarinos puedan vencer esa colección de buques, y recuerde que mientras permanezcan allí no pueden atacar a los convoyes, Islandia estará perdida en el término de una semana. Con eso quedará eliminada la estrategia de nuestra armada para aislar Europa. Si la OTAN puede abastecerse a voluntad, ¿qué ocurrirá entonces?
Iván Sergetov se acomodó nerviosamente en su sillón. Podía ver a dónde llevaba la conversación.
—Entonces, posiblemente habremos perdido.
—¿Posiblemente? —protestó Kosov—. En ese caso estamos condenados. Habremos perdido nuestra guerra contra la OTAN, seguiremos contando solamente con una fracción de nuestras necesidades energéticas, y nuestras fuerzas armadas son ya una sombra de lo que eran. ¿Y qué hará entonces el Politburó?
—Pero si la ofensiva sobre Alfeld tiene éxito…
Ambos miembros del Politburó ignoraron la posibilidad.
—¿Y las negociaciones secretas de Alemania en la India? —preguntó el ministro Sergetov.
—¡Ah! ¿No notó usted que el ministro de Relaciones Exteriores trató de tapar el asunto? —Kosov sonrió maliciosamente, pues era un hombre nacido para la conspiración—. Ellos no han cambiado ni una coma de su original posición negociadora. En el mejor de los casos, era una cuña contra el colapso de las fuerzas de la OTAN. También puede haber sido una jugarreta desde el principio. No estamos seguros. —El jefe de la KGB se sirvió un vaso de agua mineral—. El Politburó se reúne dentro de ocho horas. Yo no me encontraré allí. Siento que está a punto de darme un ataque a causa de mi corazón enfermo.
—¿Entonces su informe lo hará Larionov?
—Sí —sonrió Kosov—. Pobre Josef. Está atrapado por sus propias apreciaciones de Inteligencia. Informará que las cosas no están marchando de acuerdo a lo planificado, pero siguen adelante. Dirá que el actual ataque de la OTAN es un intento desesperado para impedir la ofensiva sobre Alfeld, y que las negociaciones alemanas todavía constituyen una promesa. Debo advertirle, mayor, que uno de sus hombres revisa en su estado mayor. Yo conozco su nombre, pero no he visto sus informes. Probablemente fue él quien proporcionó la información que concluyó con el arresto del anterior comandante y el nombramiento de su general en su lugar.
—¿Qué le ocurrirá? —preguntó el oficial.
—Eso no es de su interés —contestó fríamente Kosov.
En las últimas treinta y seis horas habían sido arrestados un total de siete oficiales superiores. Todos estaban ahora en la prisión de Lefortovo, y Kosov no hubiera podido cambiar sus destinos aunque hubiese deseado hacerlo.
—Padre, necesito conocer la situación de combustible.
—Hemos descendido al mínimo de las reservas nacionales… Ustedes tienen combustible para una semana, entregado o a punto de ser enviado, y aproximadamente el suministro de una semana para las fuerzas desplegadas en Alemania, más otra semana para los ejércitos designados para entrar en el golfo Pérsico.
—Por lo tanto, diga a su comandante que tiene dos semanas para ganar la guerra. Si fracasa, le costará la cabeza. Larionov echará las culpas al Ejército por sus propios errores de Inteligencia. Su vida estará en peligro, joven.
—¿Quién es el espía de la KGB en nuestro estado mayor?
—El Oficial de Operaciones del Teatro. Lo nombraron hace años, pero su oficial de control está en la facción de Larionov. Yo no sé exactamente lo que informa.
—El general Alekseyev está…, técnicamente está violando las órdenes al sacar una división del Weser para enviarla hacia el Este a cooperar en Alfeld.
—Entonces él ya está en peligro, y yo no puedo ayudarle. No sin algún soborno.
—Vanya, tú deberías regresar ahora. El camarada Kosov y yo tenemos que conversar de otras cosas.
Sergetov abrazó a su hijo y lo acompañó hasta la puerta. Quedó esperando hasta que vio desaparecer entre los abedules las rojas luces traseras del automóvil.
—¡No me gusta usar a mi propio hijo en esto!
—¿En quién otro podría confiar, Mikhail Eduardovich? La Rodina se enfrenta a su posible destrucción, la conducción del Partido se ha vuelto loca, y yo ni siquiera tengo el control total de la KGB. No lo comprende: ¡hemos perdido! Ahora debemos salvar lo que podamos.
—Pero todavía conservamos territorio enemigo…
—El ayer no importa. El hoy no importa. Lo que importa es qué habrá dentro de una semana a partir de hoy. ¿Qué hará nuestro ministro de Defensa cuando resulte obvio, aun para él, que hemos fracasado? ¿Ha considerado usted eso? Cuando los hombres desesperados se dan cuenta de que han fracasado… y esos hombres desesperados tienen el control de las armas atómicas, ¿entonces qué?
¿Entonces qué, ciertamente?, se preguntó Sergetov. Y, luego, consideró otros dos interrogantes. ¿Qué hago yo, que hacemos nosotros, al respecto? Después miró a Kosov y se planteó a sí mismo la segunda pregunta.
ALFELD, REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA
Mackall se sorprendió al ver que los rusos no estaban respondiendo muy rápido. Se habían producido ataques aéreos y varios bombardeos intensos de la artillería durante la noche, pero el esperado ataque terrestre no llegó a materializarse. Eso fue un error crucial para los rusos. Habían recibido más munición, completando sus niveles máximos de abastecimiento por primera vez en varias semanas. Mejor aún, toda una brigada de Granaderos Panzer alemanes había reforzado las disminuidas filas del undécimo de Caballería, y Mackall había aprendido a confiar en esos hombres como confiaba en el blindaje de su tanque. Sus posiciones defensivas estaban dispuestas en profundidad hacia el Este y el Oeste. Las fuerzas blindadas, presionando desde el Norte, podían ahora apoyar a Alfeld con sus cañones de gran alcance. Los ingenieros consiguieron reparar los puentes rusos sobre el Leine, y Mackall se disponía a desplazar sus tanques al Este para apoyar a las tropas mecanizadas en su defensa de las ruinas en que se había convertido Alfeld.
Fue extraño atravesar el puente soviético de campaña. ¡Ya el solo hecho de estar avanzando hacia el Este era de por sí extraño!, pensó Mackall, y su conductor estaba nervioso, cruzando esa estructura angosta y de apariencia débil a menos de diez kilómetros por hora. Después de hacerlo se dirigieron al Norte costeando el río y rodeando la ciudad. Caía una fina llovizna, había un poco de niebla y colgantes nubes bajas, típico tiempo del verano europeo, y la visibilidad estaba reducida a menos de mil metros. Lo esperaban unos soldados que guiaban a los tanques recién llegados hasta posiciones defensivas elegidas. Por una vez, los soviéticos habían ayudado. En sus constantes esfuerzos para despejar de escombros los caminos, proporcionaron a los americanos pilas de ladrillos y piedras de unos dos metros de altura, casi exactamente el tamaño necesario para que los tanques se escondieran detrás de ellas. El teniente bajó de su vehículo para revisar la situación en que habían sido estacionados sus cuatro tanques; después conferenció con el comandante de la compañía de infantería a la que tenía que apoyar. Había dos batallones de infantería en trincheras profundamente cavadas en los alrededores de Alfeld, apoyados por un escuadrón de tanques. Mackall oyó silbar allá arriba las granadas de artillería; eran de esa nueva clase que dejaban caer minas sobre el campo de batalla cubierto por la niebla que se extendía frente a él. El silbido cambió mientras subía a su tanque. Se acercaba.
STENDAL, REPÚBLICA DEMOCRÁTICA ALEMANA.
—Han tardado mucho en ponerlas en marcha —gruñó Alekseyev a su oficial de operaciones.
—Son tres divisiones, y ahora se están moviendo.
—Pero ¿cuántos refuerzos han llegado?
El hombre de operaciones había advertido a Alekseyev su opinión contraria a coordinar un ataque de pinza, pero el general se había ajustado al plan. La división A de tanques, de Beregovoy, ya estaba en posición para atacar desde el Oeste, mientras las tres divisiones C de reserva lo hacían desde el Este. La fuerza regular de tanques no tenía artillería, pues había tenido que moverse demasiado rápido para llevarla; pero trescientos tanques y seiscientos camiones de tropa constituían una fuerza formidable por sí solos, pensaba el general…, aunque…, ¿contra qué iban a pelear, y cuántos vehículos habían resultado destruidos o dañados por los ataques aéreos en la marcha de aproximación?
Llegó Sergetov. Su uniforme de la clase A estaba arrugado por los viajes.
—¿Cómo estaba Moscú? —preguntó Alekseyev.
—Oscuro, camarada general. ¿Qué tal fue el ataque?
—Va a empezar ahora.
—¿Qué?
El mayor quedó sorprendido por la demora. Miró detenidamente al Oficial de operaciones del Teatro, que estaba inclinado sobre un mapa extendido en la mesa, frunció la frente por el despliegue, mientras los oficiales de operaciones se preparaban para ir marcando los progresos del ataque.
—Tengo un mensaje del alto mando para usted, camarada general.
Sergetov le entregó un formulario de apariencia oficial. Alekseyev le echó un vistazo…, y suspendió la lectura. Sus dedos se pusieron tensos sobre el papel durante unos segundos hasta que recuperó su autodominio.
—Venga a mi oficina. —El general no dijo nada más hasta que la puerta estuvo cerrada—. ¿Está seguro de esto?
Alekseyev se sentó en una esquina del escritorio. Encendió un fósforo y quemó el formulario del mensaje, contemplando cómo avanzaba la llama a través del papel hasta casi llegar a las puntas de sus dedos.
—Esa podrida comadreja. ¡Stukach! ¡Un informante en mi propio estado mayor! ¿Qué más?
Sergetov relató las otras informaciones que había conocido. El general guardó silencio durante un minuto, calculando sus requerimientos de combustible en relación con las reservas.
—Si el ataque de hoy fracasa…, hemos…
Se volvió; no quería, no podía permitirse decirlo en voz alta. ¡Yo no me he preparado toda mi vida para fracasar! Recordó la primera noticia que había tenido sobre la campaña contra la OTAN. Les dije que atacaran de inmediato. Les dije que necesitábamos la sorpresa estratégica, y que tendríamos dificultad para obtenerla si esperábamos tanto tiempo. Les dije que tendríamos que cerrar el Atlántico Norte para impedir el reabastecimiento de las fuerzas de la OTAN. Y qué. Ahora, que no hemos logrado nada de eso, mi amigo está en una prisión de la KGB y mi propia vida se halla en peligro porque no puedo fallar al hacer lo que yo mismo les dije que no podíamos hacer…, ¡porque yo tuve razón en todo momento!
Vamos, vamos, Pasha. ¿Por qué habría de escuchar a sus soldados el Politburó si con la misma facilidad puede fusilarlos?
El Oficial de Operaciones del Teatro asomó la cabeza por la jamba de la puerta.
—Las tropas están en movimiento.
—Gracias, Yevgeny Eych —contestó amablemente Alekseyev, y se levantó del escritorio—. Vamos, mayor, ¡veamos cuánto tardamos en romper las líneas de la OTAN!
ALFELD, REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA
—Pelea callejera —dijo Woody desde su puesto de artillero.
—Eso parece —coincidió Mackall.
Les habían dicho que debían esperar dos o tres divisiones soviéticas de la reserva. Juntas tendrían tal vez la potencia de fuego de dos unidades regulares, y ahora estaban disparando a ambos lados del río. La pésima visibilidad perjudicaba los dos bandos. Los rusos no podían dirigir bien el fuego de su artillería, y las tropas de la OTAN tendrían un apoyo aéreo mínimo. Como de costumbre, la peor parte del bombardeo preliminar fue la de los cohetes, que duró dos minutos: los misiles no dirigidos caían como granizo. Aunque murieron hombres y explotaron vehículos, la fuerza defensiva estaba bien preparada, y las bajas no fueron considerables.
Woody encendió su visor de imágenes térmicas. Le permitía ver aproximadamente a mil metros, el doble del alcance visual. En el lado izquierdo de la torreta, el auxiliar de carga estaba sentado muy nervioso; su pie descansaba sin presionar sobre el pedal que controlaba las portezuelas del compartimiento de munición. El conductor, en su caja del tamaño de un ataúd, debajo del cañón principal, tamborileaba con los dedos sobre la barra de control.
—Animo, muchachos. Está llegando tropa nuestra —dijo Mackall a su tripulación—. Informe de movimiento hacia el Este.
—Los veo —confirmó Woody.
Unos pocos hombres de infantería regresaban de sus puestos de escucha adelantados. No tantos como debieran haber sido, pensó Mackall. Tantas bajas en los últimos…
—Blanco tanque, a las doce —dijo Woody. Apretó los disparadores y el tanque pareció saltar con el primer tiro. La vaina vacía salió expulsada de la recámara. El auxiliar de carga empujó el pedal con el pie. La portezuela del compartimiento de munición se abrió deslizándose y él extrajo otro obús, lo hizo girar en un cerrado círculo y lo metió de un golpe en la recámara.
—¡Listo!
Woody tenía ya un nuevo blanco. Actuaba, en general, por su propia iniciativa mientras Mackall vigilaba el frente de todo el pelotón. El comandante de la compañía estaba pidiendo fuego de artillería. Inmediatamente detrás de la primera fila de tanques, vieron infantes en tierra que corrían para seguirlos. Entre ellos iban mezclados también carros de infantería de ocho ruedas. Los «Bradley» los atacaron con sus cañones de veinticinco milímetros, mientras los proyectiles de artillería con espoletas de proximidad empezaban a explotar a seis metros del suelo, regando a los infantes con sus fragmentos.
No podían errar. Los tanques rusos avanzaban con intervalos que eran la mitad de los normales de cien metros, concentrados en un angosto frente. Woody vio que eran los viejos «T-55», con sus obsoletos cañones de cien milímetros. Destruyó tres antes de que pudieran ver siquiera las posiciones de la OTAN. Una granada cayó en la pila de piedras delante de su tanque, despidiendo una mezcla de fragmentos de acero y trozos de roca que cayeron sobre el vehículo. Woody despachó el tanque agresor. Empezaron a llover granadas de humo…, que no ayudaban a los rusos. Las miras electrónicas de los vehículos de la OTAN podían ver a través de él. Cayó más fuego de artillería sobre los tanques norteamericanos ahora que los rusos podían ver lo suficiente como para dirigir el fuego sobre sus posiciones, y con eso se inició un duelo de artillería cuando los cañones de la OTAN buscaron las baterías rusas.
—¡Tanque con antena! ¡Sabot!
El artillero centró sus miras en el «T-55» y disparó. Esta vez erró el tiro, y volvieron a cargar. El segundo disparo hizo volar la torreta hacia el cielo. La mira térmica mostró los puntos brillantes de misiles antitanques que corrían hacia el pie de la montaña, y el chorro de explosiones de los vehículos en que hacían impacto. Repentinamente los rusos se detuvieron. La mayor parte de los vehículos quedaron destruidos en la posición que tenían, pero algunos alcanzaron a dar vuelta y escapar.
—¡Alto el fuego, alto el fuego! —ordenó Mackall a su pelotón—. Informen situación.
—Tres dos tiene destruida una oruga —respondió uno de los tanques. Los otros estaban intactos, protegidos por los refugios de piedra.
—Hicimos nueve disparos, jefe —dijo Woody.
Mackall y el auxiliar de carga abrieron sus escotillas para ventilar el olor acre del propulsor. El artillero se quitó el casco de cuero y sacudió la cabeza. Su pelo rubio estaba sucio.
—¿Saben? Hay una cosa que echo de menos en el «M-60».
—¿Qué es, Woody?
—Que no tenemos escotilla en el fondo. Es bueno poder hacer un pis sin tener que salir.
—¡Para qué lo dijiste! —gimió el conductor.
Mackall se rio. Y pasó un momento antes de que se diera cuenta del porqué. Por primera vez habían logrado detener a Iván decididamente, sin tener que retirarse en lo más mínimo… ¡Afortunadamente, dado que su posición esta vez no les habría permitido esa posibilidad! ¿Y cómo reaccionaban los tripulantes? Haciendo chistes.
USS REUBEN JAMES
O’Malley despegó de nuevo. Estaba haciendo un promedio de diez horas diarias de vuelo. En los cuatro últimos días, tres buques habían sido torpedeados, otros dos sufrieron daños por misiles lanzados por submarinos, pero los rusos habían pagado mortalmente caro por todo eso. Habían enviado unos veinte submarinos a las aguas de Islandia. Ocho resultaron destruidos cuando trataban de atravesar la línea del piquete de submarinos que formaban la defensa exterior de la flota. Otros desaparecieron por acción de la línea de buques de sonares de arrastre, cuyos helicópteros volaban ahora apoyados por los del HMS Ilustrious. El audaz comandante de un «Tango» había logrado penetrar uno de los grupos de portaaviones, colocando un torpedo contra el resistente pellejo del America, aunque de inmediato fue atacado y hundido por el destructor Caron. El portaaviones ahora sólo podía navegar a veinticinco nudos, apenas lo suficiente para realizar operaciones de vuelo, pero aún estaba allí.
La Fuerza Mike (Reuben James, Battleaxe e Illustrious) estaba escoltando hacia el Sur a un grupo anfibio, para otro desembarco. Todavía quedaban lobos en el bosque, e Iván saldría a atacar a los buques de guerra anfibia tan pronto como tuviera la oportunidad. Desde trescientos metros de altura, O’Malley podía ver hacia el Norte al Nassau y otros tres buques. Se levantaba humo desde Keflavik. Las tropas rusas no tenían descanso.
—No les será fácil detectarnos —pensó Ralston en voz alta.
—¿Tú crees que esas tropas rusas tienen radios? —preguntó O’Malley.
—Seguro.
—¿Y que tal vez puedan vernos desde esas montañas…, y transmitir a un submarino lo que ven?
—No lo pensé —admitió el alférez.
—Bien. Estoy seguro de que Iván lo ha hecho.
O’Malley miró de nuevo hacia el Norte. Había tres mil infantes de Marina en aquellos bosques. Los infantes de Marina le habían salvado el trasero en Vietnam en más de una ocasión.
La fragata Reuben James y O’Malley se hallaban sobre el lado de la costa con respecto al pequeño convoy, mientras que los buques británicos y sus helicópteros custodiaban el lado del mar. Las aguas tenían relativamente poca profundidad. Tuvieron que recoger sus sonares de arrastre.
—Willy, lanza…, ¡ya, ya, ya!
Proyectaron la primera sonoboya activa. En los cinco minutos siguientes lanzaron otras cinco. Allí no se debían utilizar las boyas pasivas que se empleaban en las búsquedas en océano abierto. El sigilo no estaba en las cartas si los submarinos rusos recibían información y sabían donde tenían que ir. Era mejor asustarlos para que se fueran, que tratarlos con delicadeza.
Tres horas, pensó O’Malley.
—Hammer, aquí Romeo —llamó Morris—. Bravo e India están trabajando un posible contacto hacia mar afuera, dos nueve millas, marcación dos cuatro siete.
—Recibido, comprendido, Romeo —contestó O’Malley—. Ese bastardo está dentro del alcance de los misiles —dijo a Ralston—. Eso tendría que llenar de felicidad a los infantes de Marina.
—¡Contacto! Posible contacto sobre boya cuatro —anunció Willy, observando la pantalla del sonar—. La señal es débil.
O’Malley hizo un viraje con su helicóptero y volvió sobre la línea.
KEFLAVIK, ISLANDIA
—¿Dónde le parece que están? —preguntó Andreyev a su oficial de enlace naval.
Varias estaciones de observación sobre las montañas habían informado la posición de la formación y ellos la habían localizado en el mapa.
El oficial movió la cabeza.
—Tratando de llegar a los blancos.
El general recordó su propia experiencia a bordo de un buque; qué vulnerable se había sentido, qué peligroso había sido. Una parte remota de su conciencia sentía simpatía por los infantes de Marina norteamericanos. Pero la generosidad era un lujo que el general no podía permitirse. Sus paracaidistas estaban luchando con un enemigo fuerte, y no podía ver con buenos ojos que llegaran más tropas y equipos…, ¡por supuesto!
Había desplegado su división para mantener a los norteamericanos lejos de la zona de Reykiavik-Keflavik todo el tiempo que fuera posible. Sus órdenes originales continuaban en vigencia: negar la base aérea de Keflavik a la OTAN. Eso podía hacerlo, aunque significara el posible aniquilamiento de sus soldados de élite. Su problema consistía en que el aeropuerto de Reykjavik sería igualmente útil para el enemigo, y una división ligera no era suficiente para cubrir ambos lugares.
Y ahora los norteamericanos navegaban a lo largo de sus costas a simple vista de sus observadores: un regimiento completo, además de armas pesadas y helicópteros, que podían desembarcar en cualquier lugar que desearan. Si él modificaba su despliegue para contener esa amenaza se arriesgaba al desastre al retirar de la lucha a sus unidades adelantadas. Si movía sus reservas, quedarían en terreno expuesto, donde los cañones navales y los aviones podrían aniquilarlos. Esta unidad se estaba desplazando no para unirse a las otras ya desplegadas contra sus infantes paracaidistas, sino para explotar una debilidad en el término de minutos en vez de horas. Una vez en posición, los buques de desembarco podían esperar la relativa oscuridad, o una tormenta, y moverse a través del agua sin ser vistos hasta que los hombres saltaran a tierra. ¿Cómo podía él desplegar sus fuerzas para contrarrestar eso? Sus radares estaban acabados, sólo le quedaba un lanzador «SAM», y los acorazados habían destruido sistemáticamente casi toda su artillería.
—¿Cuántos submarinos hay allá?
—No lo sé, camarada general.
USS REUBEN JAMES
Morris observaba la información del sonar. Al cabo de unos minutos, el contacto de la sonoboya había desaparecido. Un cardumen de arenques, tal vez. Las aguas del océano estaban llenas de peces y un número suficiente de ellos producían en el sonar activo el efecto de un submarino. Su propio sonar estaba virtualmente inutilizado mientras su buque se esforzaba para mantenerse a la par con los anfibios. Un posible submarino hacia el lado del mar abierto (cualquier contacto de submarino podía ser un submarino de misiles-crucero) fue todo lo que necesitó el comandante para ordenar velocidad máxima.
Ahora O’Malley estaba hundiendo su sonar de inmersión, tratando de recuperar el contacto perdido. Era el único capaz de seguir el ritmo de las cosas.
—Romeo, aquí Bravo. Le informo que estamos persiguiendo un posible submarino lanzamisiles.
Doug Perrin tenía que asumir el peor de los casos.
—Recibido, Bravo; comprendido.
De acuerdo con el cuadro de situación, había tres helicópteros en apoyo de la Battleaxe, y la fragata británica se había interpuesto en la línea que unía el contacto con los buques anfibios. Ten cuidado, Doug.
—¡Contacto! —dijo Willy—. Tengo un contacto de sonar activo con marcación tres cero tres, distancia dos trescientos.
O’Malley no necesitaba mirar su pantalla táctica. El submarino estaba entre él y los anfibios.
—¡Arriba el sonar! —El piloto se mantuvo en vuelo estacionario mientras el transductor del sonar era izado, pues ahora el contacto estaba alertado, y eso lo hacía más difícil—. Romeo, Hammer, tenemos un contacto aquí.
—Recibido, comprendido.
Morris estaba observando la pantalla. Ordenó que la fragata se acercara a velocidad máxima. No era una táctica hábil, pero no tenía otra alternativa: debía atacar al contacto antes de que tuviera a su alcance a los anfibios.
—Transmita señales al Nassau: estamos trabajando un posible contacto.
—¡Abajo el sonar! —ordenó O’Malley—. ¡Que caiga a ciento veinte y martille!
Willy activó el sonar tan pronto como alcanzó la profundidad deseada. La pantalla se llenó de ecos. El transductor estaba tan cerca del lecho de rocas que aparecieron casi veinte agujas rocosas. Una marea que avanzaba velozmente no ayudaba nada. El ruido de flujo alrededor de macizos daba numerosas lecturas falsas también en el sondeo pasivo.
—Señor, aquí tengo un montón de nadas.
—Puedo sentirlo, Willy. La última vez que pusimos el sonar activo, apuesto que teníamos al tipo a profundidad de periscopio, y se sumergió hondo mientras nosotros volvíamos.
—¿Tan rápido? —preguntó Ralston.
—Tan rápido.
—Jefe, una de estas cosas podría estar moviéndose un poquito.
O’Malley pulsó la tecla de la radio y obtuvo permiso de Morris para lanzar. Ralston graduó el torpedo para búsqueda circular y el piloto lo lanzó al mar. Luego, conectó el sonar a sus auriculares. Oyó el gemido de las hélices del torpedo y después los pings de alta frecuencia de su sonar de autoguiado. Continuó girando durante cinco minutos; y entonces cambió la emisión activa a continua…, y explotó.
—Esa explosión sonó extraña, señor —observó Willy.
—Hammer, Romeo; informe.
—Romeo, Hammer, creo que acabamos de destruir una roca. —O’Malley hizo una pausa—. Romeo, aquí hay un submarino, pero todavía no lo puedo probar.
—¿Qué le hace pensar eso, Hammer?
—Este maldito lugar es hermoso para esconderse, Romeo.
—De acuerdo. —Morris había aprendido a confiar en las corazonadas de O’Malley, así que llamó al comandante de las fuerzas anfibias a bordo del Nassau—. November, aquí Romeo, tenemos un posible contacto. Recomiendo que maniobre al Norte mientras continuamos.
—Negativo, Romeo —replicó de inmediato el comandante—. India está trabajando un probable, repito, probable contacto que actúa como un submarino lanzamisiles. Seguimos con rumbo a nuestro objetivo a máxima velocidad. Atrápenlo, Romeo.
—Comprendido, cambio y corto. —Morris colgó el teléfono y miró a su oficial de acción táctica—. Continúe acercándose al punto establecido.
—¿No es peligroso esto? ¿Correr detrás de un contacto de submarino? —preguntó Calloway—. ¿No tiene su helicóptero para mantenerlo a raya?
—Está aprendiendo, señor Calloway. Es peligroso, es cierto. Creo que mencionaron que nuestro trabajo podía serlo, cuando estaba en Anápolis…
Sus dos turbinas jet funcionaban a plena potencia, y la filosa proa de la fragata cortaba el agua a más de treinta nudos. El par de torsión de su única hélice daba a la nave una escora de cuatro grados a babor, mientras navegaba velozmente acercándose al submarino.
—Esto se está poniendo feo. —O’Malley podía ver claramente el mástil de la fragata con su diseño característico bastante arriba del horizonte, mientras él se mantenía a quince metros sobre el agua en vuelo estacionario—. ¡Háblame, Willy!
—Hay un montón de ecos de fondo, que debe de parecer una ciudad, con todas esas malditas cosas en punta hacia arriba. Hay remolinos…, hay demasiadas cosas aquí, señor. ¡El rendimiento del sonar está arruinado!
—Usemos el pasivo.
El piloto levantó el brazo y cambió la llave para escuchar. Willy tenía razón. Demasiado ruido de flujo. ¡Piensa!, se dijo a sí mismo. El piloto miró su pantalla táctica. Los anfibios se hallaban a escasas diez millas. No podía oírlos en su sonar, pero había una probabilidad de un treinta por ciento de que un submarino sí pudiera. Si antes lo tuvimos a profundidad de antena, probablemente tiene una idea de dónde se encuentran, pero no lo bastante buena como para disparar.
—Romeo, Hammer, ¿puede advertir a los anfibios para que se alejen? Cambio.
—Negativo, Hammer. Están escapando de un probable contacto hacia mar abierto.
—¡Grande! —gruñó O’Malley por el intercomunicador—. Prepárate para levantar el sonar, Willy.
Un minuto después habían puesto rumbo oeste.
—Este piloto de submarino tiene bien puestas las pelotas —dijo el piloto—. Y también tiene sesos… —O’Malley pulsó la tecla de la radio.
—Romeo, Hammer, ponga el recorrido de November en su pantalla táctica y transmítalo a mi receptor.
Tardó un minuto. O’Malley bendijo al desconocido ingeniero que había diseñado y construido aquel equipo integrado al ordenador táctico del «Seahawk». El piloto trazó una línea imaginaria desde el único contacto obtenido del submarino y el recorrido proyectado del Nassau. Calculó que el submarino está navegando a veinte o veinticinco nudos… El piloto bajó el brazo y clavó su dedo sobre el vidrio de la pantalla.
—¡Aquí es donde se encuentra ese bastardo!
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Ralston.
O’Malley ya había puesto rumbo hacia ese lugar.
—¡Porque si yo fuera él, allí es donde estaría! Willy, la próxima vez que hundamos el sonar deberás mantenerlo exactamente a treinta metros. Y te diré otra cosa, señor Ralston…, este tipo cree que nos ha ganado. ¡Nadie le gana a Hammer!
O’Malley describió un círculo sobre el lugar que había elegido y puso el «Seahawk» en vuelo estacionario.
—Abajo el sonar, Willy. Búsqueda pasiva solamente.
—Treinta metros, escuchando, jefe. —Los segundos se convirtieron en minutos mientras el piloto operaba los controles para mantener quieto el helicóptero—. Posible contacto, marcación uno seis dos.
—¿Pasamos a activo? —preguntó Ralston.
—Todavía no.
—La marcación está cambiando lentamente, ahora uno cinco nueve.
—Romeo, Hammer, tenemos un posible contacto de submarino.
El ordenador de a bordo del helicóptero transmitió los datos a la Reuben James. Morris alteró el rumbo para acercarse al contacto. O’Malley levantó el sonar de inmersión lanzando una sonoboya para marcar la situación y mantener el contacto mientras él se desplazaba a otra posición. La fragata se hallaba ahora a cuatro millas del helicóptero.
—¡Abajo el sonar!
Otro minuto de espera.
—Contacto, marcación uno nueve siete. La boya seis indica una marcación al contacto de uno cuatro dos.
—¡Te agarré, estúpido! ¡Arriba el sonar, vamos a hundirlo!
Ralston preparó el sistema de ataque mientras O’Malley se desplazaba hacia el Sur para colocarse justo detrás del blanco. Reguló su último torpedo para una profundidad de búsqueda de sesenta metros y una trayectoria adelante.
—¡Abajo el sonar!
—Contacto, marcación dos nueve ocho.
—¡Martille!
Willy apretó el botón del sonar activo.
—Contacto positivo, marcación dos nueve ocho, distancia seiscientos.
—¡Listo! —dijo Ralston inmediatamente; el piloto oprimió con el pulgar el botón rojo del lanzamiento, y el bruñido torpedo verde cayó al agua. Pero no ocurrió nada.
—Jefe, el torpedo no se activó…, ha fallado, señor.
No había tiempo para maldecir.
—Romeo, Hammer, acabamos de lanzar sobre un contacto positivo…, torpedo defectuoso, no funcionó.
Morris apretó el puño sobre el receptor del radioteléfono. Dio órdenes para rumbo y timón.
—Hammer, Romeo, ¿puede continuar el seguimiento del blanco?
—Afirmativo, está navegando muy rápido con rumbo dos dos cero…, espere, ahora vira al Norte…, parece estar disminuyendo la velocidad.
La Reuben James se hallaba en ese momento a seis mil metros del submarino. Las naves llevaban rumbos convergentes, y cada uno de ellos se encontraba dentro del alcance de tiro de la otra.
—¡Detención de emergencia! —ordenó Morris. Segundos después todo el buque vibraba al invertir la fuerza. En menos de un minuto la fragata redujo la velocidad a cinco nudos, y Morris ordenó disminuirla a tres nudos, apenas lo necesario para gobernarla.
—¿«Prairie-Masker»?
—Está operando, señor —confirmó el oficial de control del buque.
Calloway se había mantenido fuera del paso y con la boca cerrada…, pero esto era demasiado.
—Capitán Morris, ¿no somos un blanco demasiado fácil?
—Ajá —asintió Morris—. Pero nosotros podemos detenernos con más rapidez que él. Su sonar debería estar otra vez en escucha…, y ahora no hacemos suficiente ruido como para que nos oiga. Las condiciones de sonar son malas para todos. Es una jugada —admitió el comandante de la fragata.
Pidió otro helicóptero. El Ilustrious iba a enviarle uno dentro de quince minutos.
Morris observaba el helicóptero de O’Malley en el radar. El submarino ruso había vuelto a disminuir la velocidad y se sumergía ahora más profundamente.
—¡Vampiro, vampiro! —gritó el técnico del radar—. Dos misiles en el aire…
—¡Bravo ha destruido un misil, señor! El otro se dirige hacia India.
Los ojos de Morris enfocaron la pantalla táctica principal, Un símbolo en forma de pequeña cuña se acercaba al Mustrious a mucha velocidad.
—Estimo ese vampiro como un «SS-N-19». Bravo aprecia su contacto como un clase «Oscar». Informa impacto, señor.
Cuatro helicópteros evolucionaban alrededor del símbolo del contacto del submarino.
—Romeo, Hammer, ese hijo de puta está ahora directamente debajo de nosotros…, su marcación se invirtió al pasar por aquí.
—¡Sonar, búsqueda yanqui sobre marcación uno uno tres! —Morris cogió el radioteléfono—: ¡November, vire al Norte ya! —ordenó al Nassau.
—El India está tocado, señor. El vampiro hizo impacto en el India…, espere, ¡helicóptero del India informa que lanzó otro torpedo sobre el contacto!
El Mustrious tendría que cuidarse a sí mismo, pensó Morris.
—Contacto, sonar, señor, marcación uno uno ocho, distancia mil quinientos.
Las cifras entraron al director del control de fuego. La luz de la solución del problema de tiro se encendió.
—¡Listo!
—¡Fuego! —Morris hizo una pausa—. Puente, Combate: ¡todo adelante flanco. Caiga a la derecha a cero uno cero!
—¡Santo Dios! —comentó Calloway.
En la banda de estribor de la fragata, el montaje triple de torpedos giró y lanzó un solo pescado. Abajo, los maquinistas escuchaban cómo sus máquinas pasaban de fuerza mínima a máxima. La fragata se apoyó sobre la popa cuando su hélice batió el agua convirtiéndola en espuma. Las poderosas turbinas jet aceleraron el buque casi como un automóvil.
—¡Romeo, Hammer: cuidado, cuidado, el blanco acaba de dispararle a usted un pescado!
—¿Nixie? —preguntó Morris.
La fragata se movía demasiado rápida para que trabajara su propio sonar.
—Uno en el agua y otro listo para lanzar, señor —respondió un suboficial.
—Bueno, ya está, entonces —dijo Morris; buscó un cigarrillo en el bolsillo, lo miró, y luego arrojó todo el paquete a un cesto de basura.
—Romeo, Hammer, este contacto es de una planta de potencia Tipo-Dos. Lo aprecio como un clase «Victor». A máxima velocidad ahora, virando al Norte. Su torpedo está emitiendo pings contra el blanco. Hemos perdido el pescado que les lanzó a ustedes.
—Recibido, manténgase con el submarino, Hammer.
—¡Vaya un tipo frío! —dijo O’Malley por el intercomunicador.
Alcanzó a ver que se elevaba humo del Illustrious. Idiota, se dijo el piloto a sí mismo. ¡No deberías haber lanzado el primer torpedo! Todo lo que podía hacer ahora era seguir emitiendo con su sonar activo.
—Jefe, el torpedo entró en emisión activa continua. Parece que se está acercando al blanco; el intervalo entre los pings se va acortando. Se oyen ruidos de casco; el submarino está cambiando otra vez de profundidad. Está subiendo, creo.
O’Malley vio una perturbación en el agua. De pronto, la proa esférica del «Victor» apareció en la superficie… El submarino había perdido el control de la profundidad tratando de evadir el torpedo. Lo que siguió un momento después fue la primera explosión de una cabeza de guerra que O’Malley veía en su vida. El submarino estaba deslizándose y volvía a sumergirse cuando surgió un elevado chorro de agua a treinta metros del lugar donde había aparecido la proa.
—Romeo, Hammer, hicieron impacto… ¡Yo vi al hijo de puta! ¡Repito, fue impacto!
Morris verificó con su oficial de sonar. Ellos no habían detectado el sonar de autoguiado del torpedo ruso. Había errado.
El capitán Perrin apenas podía creerlo. El «Oscar» había recibido tres impactos de torpedo hasta ese momento, y aún no se oían ecos de fracturas. Pero los ruidos de máquinas habían cesado, y él tenía al submarino en su sonar activo. La fragata Battleaxe se acercaba a quince nudos cuando la forma negra apareció en medio de una masa de burbujas sobre la superficie. El comandante corrió al puente y enfocó sus binoculares sobre la nave rusa. El submarino estaba apenas a mil quinientos metros. En lo alto de la torreta se vio aparecer un hombre que agitaba desesperadamente los brazos.
—¡No hagan fuego! ¡No hagan fuego! —gritó—. ¡Control del buque, llévenos al lado tan pronto como pueda!
No lo creía. El «Oscar» mostraba un par de orificios dentados en la parte superior del casco, y flotaba con una escora de treinta grados ocasionada por los tanques de lastre desgarrados. Los hombres salían precipitadamente por la torreta y la escotilla anterior.
—Bravo, Romeo. Acabamos de hundir un clase «Victor» cerca de la costa. Por favor, informe su situación. Cambio. Perrin cogió el teléfono.
—Romeo, tenemos un «Oscar» herido sobre la superficie, la tripulación está abandonando la nave. Disparó dos misiles. Nuestros «Sea Wolfes» destruyeron uno. El otro hizo impacto en la proa del India. Nos estamos preparando para las operaciones de rescate. Informe a November que puede continuar su paseo. Cambio.
—¡Felicitaciones, Bravo! Cambio y corto —utilizó otro canal—. November, aquí Romeo. ¿Recibió la última transmisión de Bravo? Cambio.
—Afirmativo, Romeo. Sigamos este desfile hasta la playa.
El general Andreyev tomó personalmente el informe del puesto de observación, antes de pasar el radioteléfono a su oficial de operaciones. Los buques de desembarco norteamericanos se encontraban ya a cinco kilómetros del faro de Akranes. Probablemente continuarían hasta la antigua estación ballenera de Hvaljórdur para esperar la oportunidad.
—Resistiremos hasta el fin —dijo el coronel de la KGB—. ¡Les enseñaremos cómo pueden pelear los soldados soviéticos!
—Admiro su espíritu, camarada coronel. —Fue hacia un rincón y tomó un fusil—. Aquí tiene, puede llevarlo al frente.
—Pero…
—Teniente Gasporenki, llame un conductor para el coronel. Va a ir al frente para enseñar a los norteamericanos cómo es capaz de pelear un soldado soviético.
Andreyev observó tristemente divertido. El chekista no podía echarse atrás. Después que se hubo marchado, el general citó a su oficial de comunicaciones divisional. Todos los transmisores de gran alcance, excepto dos, debían ser destruidos. Andreyev sabía que no podía rendirse todavía. Sus hombres tendrían que pagar primero una cuota de sangre, y el general sufriría por cada gota. Pero sabía que pronto llegarían a un punto en el que continuar la resistencia sería inútil, y él no iba a sacrificar a sus hombres por nada.
ALFELD, REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA
Estaba terminado, por ahora. El segundo ataque casi lo había conseguido, pensaba Mackall. Los rusos avanzaron con sus tanques como para llevarse todo por delante. Llegaron hasta menos de cincuenta metros de las posiciones norteamericanas; lo bastante cerca como para que sus viejos y obsoletos cañones destruyeran la mitad de los tanques de la compañía. Pero ese ataque había desfallecido cuando estaba al borde del triunfo, y el tercer asalto, en el crepúsculo, fue algo débil, realizado sin la fuerza del entusiasmo, por hombres demasiado cansados para entrar en la zona de la muerte. Oyó a sus espaldas el ruido de una nueva acción que acababa de lanzar. Al oeste de la ciudad, los alemanes se encontraban bajo intensa agresión.
STENDAL, REPÚBLICA DEMOCRÁTICA ALEMANA
—El general Beregovoy informa que han comenzado una fuerte defensa desde el Norte, hacia Alfeld.
Alekseyev recibió impasible la noticia. Su jugada había fallado. Por eso se llama jugada, Pasha.
¿Y ahora qué?
Todo estaba muy silencioso en la sala de mapas. Los oficiales jóvenes, que estudiaban los movimientos de las fuerzas propias y enemigas nunca habían hablado demasiado, y ahora ni siquiera miraban los otros sectores del plano. Ya no era una carrera para ver qué fuerzas lograban primero sus objetivos.
La palabra que estás buscando, Pasha, es tristeza. El general se acercó a su oficial de operaciones.
—Yevgeny Ilych, estoy dispuesto a escuchar sugerencias.
El hombre se encogió de hombros.
—Debemos continuar. Nuestras tropas están cansadas. Y también las de ellos.
—Estamos lanzando soldados sin experiencia contra veteranos. Tenemos que cambiar eso. Tomaremos oficiales y suboficiales de las unidades A que se encuentran fuera del frente y las emplearemos para fortalecer a las unidades C que están llegando ahora. Estos reservistas deben tener soldados experimentados en combate, para que ayuden y estimulen a sus filas; de lo contrario, los estamos enviando como ganado al matadero. Además, suspenderemos por un tiempo las operaciones ofensivas…
—Camarada general, si hacemos eso…
—Tenemos fuerzas suficientes para una última embestida sólida. Esa embestida se hará en el lugar y el momento que yo elija, y será un ataque perfectamente preparado. Voy a ordenar a Beregovoy que escape en la mejor forma que pueda… Yo no debo confiar esta orden a la radio. Yevgeny Dych, quiero que usted vuele al puesto de mando de Beregovoy esta noche. Necesitará un buen cerebro operativo para que le ayude. Esa será su misión.
Voy a darte una oportunidad para que puedas redimirte, traicionero hijo de puta. Úsala bien. Y lo que era más importante, se quitaba de encima al informante de la KGB. El oficial de operaciones salió para preparar su transporte. Alekseyev hizo entrar de nuevo a Sergetov en su oficina.
—Mayor, deberá regresar a Moscú.