35. A TIEMPO PARA EL BLANCO
USS REUBEN JAMES
Los dos primeros días todo anduvo bien. La fuerza de escolta navegaba al frente, azotando con sus sonares las aguas costeras poco profundas en busca de posibles submarinos, pero no encontraron ninguno. Seguían los buques mercantes, formando lentamente ocho columnas de diez naves cada una. El convoy, de veinte nudos, tenía prisa por entregar su mercancía. Cubierto por una sólida sombrilla de aviones con base en tierra, forzó la navegación durante las primeras cuarenta y ocho horas, efectuando solamente un ligero zigzagueo mientras cruzaba frente a las costas de Nueva Inglaterra y Canadá Oriental, la Isla Sable y los Grand Banks. La parte fácil ya había quedado atrás. Cuando abandonaron las aguas costeras para internarse en el Atlántico, entraron en territorio desconocido.
—Para transmitir mis despachos… —empezó a decir Calloway a Morris.
—Dos veces al día puede usar mi transmisor por satélite, mientras no interfiera el tráfico oficial. ¿Sabe que sus comunicados pasarán por Norfolk para control de la información secreta?
—Por supuesto, comandante. ¡Y puede creerme si le digo que mientras esté aquí con usted no revelaré nada que pueda poner en peligro a su buque! Ya tuve suficientes emociones este año en Moscú.
—¿Qué? —Morris se volvió y bajó los binoculares. Calloway le explicó sus actividades en Rusia.
—Patrick Flynn, mi colega de «Associated Press», está a bordo de la fragata Battleaxe. Bebiendo cerveza, sin duda —concluyó.
—De manera que usted estaba allá cuando todo esto explotó. ¿Sabe por qué comenzó?
Calloway movió la cabeza.
—Si lo supiera, comandante, ya habría escrito la historia hace tiempo.
En el alerón del puente apareció un mensajero que llevaba una tablilla con formularios. Morris la tomó, leyó los mensajes y firmó su conformidad.
—¿Algo importante? —preguntó Calloway, esperanzado.
—El informe actualizado sobre el pronóstico para la flota y algo acerca de ese satélite ruso de reconocimiento. Pasará por aquí arriba dentro de tres horas. La Fuerza Aérea va a intentar destruirlo antes de que llegue hasta nosotros. Nada muy importante. ¿Se encuentra usted cómodo? ¿Algún problema?
—Ninguno, comandante. No hay nada mejor que un hermoso viaje por mar.
—Eso es muy cierto. —Morris metió la cabeza en el puente de navegación—. Zafarrancho general, ataque aéreo.
Morris condujo al periodista hacia la Central de Información de Combate, explicándole que el ejercicio que iba a presenciar tenía por objeto asegurarse de que sus hombres podían hacer todo correctamente, incluso en la oscuridad.
—¿Alguno de esos despachos era una advertencia para usted?
—No, pero dentro de seis horas estaremos fuera de la cobertura aérea de los aviones con base en tierra. Eso significa que Iván vendrá pronto a buscarnos.
Y nos sentiremos terriblemente solos aquí fuera y librados a nuestra propia suerte, pensó Morris. Hizo practicar a sus hombres durante una hora. El personal de la CIC efectuó un par de operaciones simuladas por ordenador. Durante la segunda, un misil enemigo logró penetrar sus defensas.
BASE LANGLEY DE LA FUERZA AÉREA, VIRGINIA
El «F-15» rodó hasta detenerse exactamente frente al edificio del refugio. El suboficial mecánico afirmó la escalerilla al fuselaje, y la mayor Nakamura descendió mirando el sector de su avión parcialmente chamuscado. Se acercó a examinar los daños.
—No parece tan malo, mayor —le aseguró el sargento; al explotar el motor cohete, un fragmento había hecho un agujero del tamaño de una lata de cerveza en el ala izquierda, a menos de diez centímetros de uno de los depósitos de combustible—. Puedo arreglarlo en un par de horas.
—¿Se encuentra bien? —preguntó el ingeniero de «Lockheed».
—Estalló a quince metros…, ¡y estalló como todos los diablos! Con respecto a eso, usted estaba equivocado. Cuando explotan, es algo espectacular. Vuelan pedazos por todas partes. Yo tuve suerte porque sólo me golpeó uno de ellos.
Había pasado un susto tremendo, pero luego tuvo una hora para recuperarse. Ahora estaba solamente enojada.
—Lo siento, mayor. Y quisiera poder decir algo más que eso.
—Habrá que intentarlo de nuevo —dijo Buns, mirando al cielo a través del agujero—. ¿Cuándo es el próximo pasaje?
—Once horas, dieciséis minutos.
—Ese será el momento, entonces.
Caminó hacia el interior del edificio y luego subió la escalera hasta el salón de pilotos. Las paredes estaban tapizadas para absorción del ruido. También se evitaba así que los pilotos se lastimaran seriamente los puños.
KIROVSK, URSS
Sin impedimentos, el satélite de reconocimiento oceánico por radar continuaba su órbita, y en su pasaje siguiente sobre el Atlántico Norte encontró y detectó allá abajo una colección de casi cien buques en columnas iguales. Debía ser el convoy del que daban cuenta los informes de Inteligencia, dedujeron los analistas rusos, y notaron con satisfacción que se encontraba en mar abierto, justo donde ellos podían alcanzarlo.
Noventa minutos después, dos regimientos de bombarderos «Backfire», armados con misiles, precedidos por aviones de reconocimiento «Bear-D», despegaron de las cuatro pistas que rodeaban Kirovsk, con sus depósitos de combustible completos, y pusieron rumbo al sector libre de radares, sobre Islandia.
USS REUBEN JAMES
—¿De manera que esta es la sorpresa que tienen preparada para ellos? —preguntó Calloway. Tocó ligeramente algunos símbolos sobre la pantalla principal de situación táctica.
Morris asintió pensativo.
—Hasta ahora, hemos enviado todos los convoyes en modo EMCON —control de emisión— durante el cruce, con sus radares inactivos para que fuera más difícil encontrarlos. Esta vez vamos a hacer algo un poquito diferente. Esta es la presentación del radar «SPS-49»…
—¿Ese monstruo negro que está sobre el puente de navegación?
—Exacto. Estos símbolos son «Tomcat» del portaaviones America. Este es un avión cisterna «KC-135», y este bebé que está aquí es un pájaro radar «E-2C Hawkeye». El radar del «Hawkeye» permanece apagado. Cuando aparece Iván, está obligado a acercarse si quiere ver qué hay aquí.
—Pero él ya sabe —objetó Calloway.
—No, él sabe que hay un convoy por aquí, en alguna parte. Eso no es suficiente para lanzar misiles. De lo único que está seguro, es de que hay un radar «SPS-49» operando. Tendrá que esconder su propio radar para ver qué hay en el agua. Si el señor Bear lo hace, podremos detectarlo, y nuestros cazas se le montarán tan rápido en el trasero que él nunca sabrá qué o quién lo derribó.
—¿Y si los «Backfire» no vienen hoy?
—Entonces los veremos en algún otro momento. Los «Bear» también informan a los submarinos, Calloway, Siempre vale la pena eliminarlos.
ISLANDIA
Era la primera vez que se aburrían. Edwards y su grupo habían estado aterrorizados en muchas ocasiones, pero nunca aburridos. Ahora llevaban cuatro días completos en el mismo sitio y todavía no les llegaba la orden de moverse. Observaron e informaron actividades menores de los rusos pero, sin tener nada importante que hacer, el tiempo les parecía eterno.
—Teniente —llamó García, señalando algo—. Veo aviones con rumbo Sur.
Edwards sacó sus binoculares. El cielo estaba sembrado de nubes blancas aborregadas. No se veían estelas de condensación, pero…, ¡allá!, alcanzó a ver un relámpago, un reflejo producido por algo. Forzó la vista para identificarlo.
—Nichols, ¿qué le parece? Le pasó los anteojos.
—Es un «Backfire» ruso —dijo simplemente Nichols.
—¿Está seguro?
—Totalmente seguro, teniente. Los he visto muchas veces.
—Traten de contarlos.
—Llevan rumbo Sur, señor.
—¿Está seguro de que son «Backfire»? —insistió Edwards.
—¡Estoy segurísimo, teniente Edwards! —contestó Nichols con firmeza, y observó que el oficial encendía la radio.
—Doghouse, aquí Beagle llamando, cambio.
La estación de comunicaciones tardó un poco en contestar. Tuvo que llamar tres veces antes de obtener una respuesta.
—Doghouse, aquí Beagle, y tengo información para usted. Estamos viendo bombarderos «Backfire» que pasan con rumbo Sur sobre nuestra posición.
—¿Cómo sabe que son «Backfire»? —quiso saber Doghouse.
—Porque el teniente Nichols, de la Real Infantería de Marina, dice que está segurísimo de que son «Backfire». Vemos cuatro… —En ese momento Nichols levantó cinco dedos—. Corrección, cinco aviones con rumbo Sur.
—Comprendido, gracias, Beagle. ¿Alguna otra cosa?
—Negativo. ¿Cuánto tiempo esperan ustedes que nos quedemos en esta colina? Cambio.
—Se lo haremos saber. Paciencia, Beagle. No nos olvidamos de ustedes, cambio y corto.
ATLÁNTICO NORTE
Los «Bear» avanzaban en línea oblicua; sus hombres exploraban visualmente el aire y probaban las frecuencias de radio y radar. De pronto, el «Bear» líder detectó las emisiones de un solo radar norteamericano, y tardaron apenas un minuto en identificarlo como un modelo «SPS-49» de búsqueda aérea, del tipo usado por las fragatas lanzamisiles de la clase «Perry». Los técnicos de a bordo midieron la intensidad de la señal y calcularon su posición, estimando que se hallaban aún lejos, fuera del alcance de detección de ese radar.
El comandante de la operación, que volaba en el tercer «Bear», recibió la información y la comparó con la que Inteligencia le había dado sobre el convoy. La posición estaba exactamente en el centro del círculo que él había dibujado sobre el mapa. Las cosas tan exactas siempre le despertaban sospechas. ¿El convoy había tomado un rumbo directo a Europa? ¿Por qué? Hasta ese momento, la mayor parte de los convoyes había seguido rutas más evasivas, desviándose bastante lejos hacia el Sur, en dirección a las Azores, para forzar a sus aviones a ampliar el vuelo más allá de lo deseado…, obligándolos, por lo tanto, a que los «Backfire» que seguían a los exploradores llevaran solamente un misil en vez de dos. Allí había algo extraño. Dio una orden y la patrulla adoptó una formación norte-sur; luego, comenzó a reducir la altura para mantenerse por debajo de la zona de alcance del radar norteamericano.
USS REUBEN JAMES
—¿Hasta qué distancia pueden ver ustedes? —preguntó Calloway.
—Depende de la altura y del tamaño del blanco, y de las condiciones atmosféricas —respondió Morris, observando desde su sillón las presentaciones electrónicas. Dos «Tomcat» navales estaban listos para el combate—. En el caso del «Bear», a diez mil metros de altura, más o menos, probablemente podríamos detectarlo a unas doscientas cincuenta millas de distancia. Pero cuanto más bajo vuele, más podrá acercarse sin ser detectado. El radar no puede ver debajo del horizonte.
—Pero, si vuela muy bajo, consumirá mucho combustible.
Morris miró al periodista.
—Esas malditas cosas llevan tanto combustible como para quedarse toda la semana en el aire —exageró.
—Mensaje de la Flota del Atlántico, señor.
El oficial de comunicaciones le entregó un formulario: INFORMO POSIBLE ATAQUE DE «BACKFIRE». PASÓ SOBRE ISLANDIA A LAS 10: 17 Z CON RUMBO SUR. Morris entregó el mensaje a su oficial de acción táctica, quien de inmediato miró la carta.
—¿Buenas noticias? —preguntó Calloway. Tenía suficiente sentido común para no pedir que le enseñaran el mensaje.
—Es posible que tengamos bombarderos «Backfire» a la vista dentro de unas dos horas.
—¿Atacarán el convoy?
—No, probablemente querrán atacarnos a nosotros primero. Tienen cuatro largos días para hacer volar el convoy. Y quitar de en medio a los buques escolta les facilita mucho la tarea.
—¿Está preocupado?
Morris esbozó una sonrisa.
—Señor Calloway, yo siempre estoy preocupado.
El comandante controló detenidamente los diversos tableros de situación. Todas sus armas y sistemas de sensores se hallaban en perfecto estado operativo… ¡Qué bueno era tener un buque flamante! El tablero de alerta no mostraba ninguna actividad submarina conocida en la zona inmediata, información que debía ser tomada con considerable escepticismo. Podía llamar a zafarrancho general, pero la mayoría de la dotación estaba comiendo. Era mejor tener a todos bien alimentados y en actitud de alerta.
La maldita espera, pensó Morris. Observó en silencio las pantallas de situación táctica. Los puntos luminosos que indicaban aviones propios orbitaban lentamente mientras sus pilotos también esperaban.
—Están llegando más «PAC» —informó un oficial.
Apareció en la pantalla otro par de «Tomcat», parte de la patrulla aérea de combate. El America había recibido la misma alerta de ataque. El portaaviones se hallaba a doscientas millas, navegando con rumbo Oeste, hacia Norfolk. Otro tanto ocurría con el Independence, que regresaba de las Azores. Los portaaviones permanecían en el mar desde el comienzo de la guerra, navegando hacia uno y otro lado para evitar a los satélites rusos de reconocimiento oceánico. Habían logrado proporcionar defensa antisubmarina a una cantidad de convoyes, si bien con gran riesgo para los propios portaaviones. Hasta ese momento, ninguna de las dos naves norteamericanas había podido operar como suponía que debían hacerlo. Todavía no eran armas ofensivas. La suerte del grupo del Nimitz había sido una amarga lección. Morris encendió otro cigarrillo. Ahora recordaba por qué lo había dejado antes. Demasiados cigarrillos le producían dolor de garganta, destruían su sentido del gusto y le hacían llorar los ojos. Por otra parte, le daban algo que hacer mientras esperaba.
ATLÁNTICO NORTE
Los «Bear» continuaban en una exacta línea norte-sur, centrada ahora en la posición de señales del radar de la fragata. El comandante de la operación de ataque les ordenó virar al Oeste y reducir la altura. Dos de los aviones no respondieron a la orden y tuvo que repetirla.
USS REUBEN JAMES
Doscientas millas al Oeste, a bordo del avión de reconocimiento «E-2C Hawkeye» que volaba en círculos, un técnico levantó bruscamente la cabeza, Acababa de oír a alguien que hablaba en ruso; en clave, pero decididamente en ruso.
En pocos minutos todos los buques de la fuerza escolta tuvieron la información, y todos ellos hicieron la misma apreciación: los «Backfire» no podían estar allí todavía. Estos eran «Bear». Todo el mundo quería derribarlos. El portaaviones América empezó a lanzar sus aviones de combate y aviones adicionales de radar. Después de todo, tal vez los rusos estuvieran buscándolo a él.
—Tienen que haber puesto rumbo directo hacia nosotros —dijo el oficial de acción táctica.
—Esa es justamente la idea —coincidió Morris.
—¿Desde qué distancia? —preguntó Calloway.
—No hay forma de saberlo. En el «Hawkeye» escucharon una voz en una transmisión de radio. Es probable que esté bastante cerca, pero a veces las condiciones atmosféricas extrañas pueden hacer que se oigan cosas desde otro mundo de distancia, señor Lenner, vamos a ordenar puestos de combate para acción directa.
A los cinco minutos la fragata estaba lista.
ATLÁNTICO NORTE
—Buenos días, señor «Bear».
El piloto del «Tomcat» miraba fijamente la pantalla de su equipo de TV. El avión ruso se encontraba a unas cuarenta millas de distancia y el sol hacía brillar los discos de sus hélices menores. El piloto del caza decidió acercarse sin utilizar por el momento su radar; adelantó los aceleradores hasta el ochenta por ciento de la potencia y activó los controles de sus misiles. La velocidad de acercamiento resultante de la suma de velocidades de ambos aviones superaba las mil millas por hora, diecisiete millas por minuto. Entonces el piloto ordenó:
—¡Encienda!
Instantáneamente el oficial de radar de intercepción, que volaba en el asiento posterior, conectó el radar «AWG-9» del avión de caza.
—Lo tenemos —informó el oficial de intercepción un momento después.
—¡Fuego!
Dos misiles se desprendieron del «Tomcat» y aceleraron hasta más de tres mil millas por hora.
El técnico soviético en guerra electrónica estaba tratando de identificar las características particulares del radar de búsqueda de la fragata cuando sonó un beep en un receptor de alarma separado. Se volvió para ver qué era el ruido y palideció.
—¡Alerta de ataque aéreo! —gritó por el intercomunicador.
En una reacción inmediata, el piloto inclinó el «Bear» a la izquierda y picó hacia la superficie del océano, mientras atrás, el técnico de guerra electrónica activaba los sistemas de protección por interferencia. Pero el viraje había dejado ocultos los contenedores de partículas para perturbación electrónica con respecto a la línea de ataque de los misiles.
—¿Qué está pasando? —preguntó el comandante de la operación por el intercomunicador.
—Nos ha detectado un radar de intercepción —contestó el técnico, asustado pero con frialdad—. El sistema de interferencia está activado.
El comandante de la operación se dirigió a su hombre de comunicaciones.
—Transmita de inmediato una alarma: actividad aérea de combate enemiga en esta posición.
Pero no hubo tiempo. Los misiles «Phoenix» cubrieron la distancia en menos de veinte segundos. El primero perdió el control y erró el blanco; pero el segundo se autoorientó hacia el bombardero que picaba y le hizo volar la cola. El «Bear» cayó al mar con tan poca gracia como una hoja de papel.
USS REUBEN JAMES
El radar mostraba al «Tomcat», y todos vieron cuando lanzaba los misiles que desaparecieron inmediatamente; y luego, en silencio, cómo el «Tomcat» continuaba hacia el Este durante treinta segundos. Después, hizo un viraje y puso rumbo de regreso al Oeste.
—Eso, caballeros, es un derribo —dijo Morris—. «Bear» al agua.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Calloway.
—¿Usted cree que si hubiera errado habría virado para regresar? Y si era otra cosa y no un «Bear», habría roto el silencio de radio. Suboficial, ¿hemos escuchado algún tráfico de radio desde cero ocho cero?
El suboficial encargado de medidas de apoyo electrónicas, instalado en la parte anterior de estribor del compartimiento, no levantó la vista.
—No, señor, absolutamente nada.
—Maldita sea —dijo Morris—. Funciona.
—Y si el tipo no consiguió transmitir un mensaje…
Calloway comprendió.
—Nosotros somos los únicos que lo sabemos. Tal vez podamos hacer caer en la trampa a toda la fuerza de ataque. —Morris dio unos pasos hasta la pantalla de situación táctica; todos los cazas del América estaban ahora en el aire, setenta millas al sur del convoy; miró el reloj instalado en el mamparo: los «Backfire» se hallaban a cuarenta minutos de vuelo; entonces, cogió el teléfono—. Puente, aquí Combate. Haga señales a Battleaxe para que se acerque.
En pocos segundos, la fragata efectuó un cerrado giro a babor y puso proa al Oeste, hacia la Reuben James. Una cosa nueva había dado buen resultado, pensaba Morris. ¿Por qué no otra?
—Prepárense para lanzar el helicóptero —ordenó.
O’Malley estaba sentado en la cabina leyendo una revista, o por lo menos dejando que sus ojos miraran las ilustraciones, mientras su mente luchaba para aislarse de lo que sucedía a su alrededor. El anuncio por el altavoz lo arrancó de Miss Julio. De inmediato, el alférez Ralston inició el procedimiento de puesta en marcha del motor mientras O’Malley inspeccionaba el tablero de fallos para verificar si había algún problema mecánico. Luego, se asomó por la puerta para verificar que los mecánicos de cubierta se hubieran alejado.
—¿Qué se supone que estamos haciendo, señor? —preguntó el operador de sistemas.
—Se supone que somos carnada para misiles, Willy —respondió amablemente O’Malley, y despegó.
ATLÁNTICO NORTE
El «Bear» que volaba más al Sur se hallaba dentro de las sesenta millas del convoy, pero aún no lo sabía, ni tampoco los norteamericanos, porque el avión se mantenía debajo del horizonte para el radar de la Reuben James. El piloto del «Bear» sí sabía que ya era hora de tomar altura y encender sus propios radares de búsqueda. Pero todavía no recibía la orden del comandante de la operación. Aunque no había indicación alguna de que existieran problemas, el piloto estaba preocupado. Su instinto le decía que algo extraño estaba ocurriendo. Uno de los «Bear» desaparecidos la semana anterior había informado que iba siguiendo la emisión de radar de una fragata aislada norteamericana…, nada más. Igual que ahora… Entonces el comandante de la operación de ataque había ordenado abortar la misión por temor a que hubiera actividad de cazas enemigos, y fue severamente criticado por supuesta cobardía. Como solía suceder en el combate, la única información disponible era negativa. Sabían que cuatro «Bear» no habían regresado. Él sabía que no existía señal alguna de posibles problemas. Y también sabía que él no se sentía nada feliz.
—¿Distancia estimada a la fragata norteamericana? —preguntó por el intercomunicador.
—Ciento treinta kilómetros —contestó el navegante.
Mantener silencio de radio —se dijo el piloto—. Esas son las órdenes…
—¡A la mierda las órdenes! —exclamó en voz alta, extendió el brazo y encendió la radio—. Gull Dos a Gull Uno, cambio.
Nada. Repitió la llamada dos veces más.
Lo oyeron varios receptores de radio, y en menos de un minuto la posición del «Bear» quedó localizada: cuarenta millas al Sureste del convoy. Un «Tomcat» picó en busca del enemigo.
El comandante de la operación de ataque no contestaba…, él habría contestado, se dijo el piloto. Él habría contestado. Los «Backfire» debían estar ahora a menos de doscientos kilómetros. ¿A qué los estamos llevando?
—¡Active el radar! —ordenó.
Todos los buques de la escolta detectaron la característica emisión del radar «Big Bulge». El más cercano de los buques equipados con misiles «SAM», la fragata Groves, activó de inmediato sus radares de misiles y disparó uno de ellos hacia el «Bear» que se aproximaba…, pero el caza «Tomcat», que también volaba velozmente en dirección al «Bear», se hallaba demasiado cerca. La fragata apagó el radar de seguimiento y el misil «SAM», descontrolado, se autodestruyó en el acto.
A bordo del «Bear», las alarmas se oyeron una tras otra, primero la del misil superficie-aire, después la de un radar de intercepción. Y en ese momento el operador de radar detectó el convoy.
—Muchos buques hacia el Noroeste —dijo, y pasó la información al navegador, quien hizo los cálculos para un informe de posición a los «Backfire». El «Bear» apagó su radar y picó mientras el oficial de comunicaciones transmitía su informe de avistaje. Y entonces los radares de todos se encendieron.
USS REUBEN JAMES
—Allí están los «Backfire» —dijo el oficial de acción táctica cuando aparecieron los símbolos en la pantalla—. Marcación cero cuatro uno, distancia ciento ochenta millas.
Sobre el puente, el oficial ejecutivo estaba tan nervioso como jamás volvería a estarlo. Además del esperado ataque de los bombarderos, se hallaba en ese momento al mando del buque, llevándolo a exactamente quince metros del lado de la HMS Battleaxe. Ambas naves se encontraban tan cerca una de otra que, en una pantalla de radar, aparecerían como un solo blanco. A cinco millas de distancia, O’Malley y el helicóptero del buque inglés volaban también en formación cerrada sobre el océano, a veinte nudos. Los dos habían encendido el transponder que magnificaba su señal. Los helicópteros, por lo común demasiado pequeños para ser registrados en esta clase de radares, aparecerían ahora como un buque, algo que merecía un ataque con misiles.
ATLÁNTICO NORTE
La acción aérea tenía ahora toda la elegancia de una pelea de taberna. Los «Tomcat» que formaban la patrulla aérea de combate cerca del convoy, volaron hacia los tres «Bear»; el primero de ellos tenía ya un misil que se le acercaba a la velocidad del rayo. Los otros dos todavía no habían detectado el convoy, y ya nunca lo harían, porque estaban volando hacia el Este para escapar. Fue un vano intento. Los aviones patrulleros a hélice no pueden escapar de los cazas supersónicos.
Gull Dos murió primero. El piloto consiguió emitir su informe de contacto antes de que un par de misiles «Sparrow» explotaran muy cerca, provocando el incendio de un ala. Ordenó a sus hombres que se lanzaran en paracaídas, mantuvo nivelado el avión para que pudieran hacerlo y un minuto después salió rápidamente del asiento y saltó al vacío a través de la escotilla de escape que había en el suelo. El «Bear» explotó cinco segundos después de abrirse su paracaídas. Mientras el piloto contemplaba su avión convertido en una bola de fuego que se precipitaba al mar, se preguntó si él se ahogaría.
Allá arriba, un escuadrón de «Tomcat» volaba hacia los «Backfire», y se desarrollaba una verdadera carrera para ver quién llegaba antes a colocarse en posición para disparar los misiles. Los bombarderos soviéticos treparon violentamente con posquemadores y activaron sus propios radares de búsqueda para encontrar blancos para sus misiles. Sus órdenes eran localizar y hundir a los buques escolta, y encontraron lo que estaban buscando a treinta millas del cuerpo del convoy: dos signos luminosos. Hacia el más grande, que navegaba atrás, dispararon seis misiles. Hacia el más pequeño, a cinco millas de distancia, dispararon cuatro.
STORNOWAY, ESCOCIA
—Se está cumpliendo en este momento una operación de ataque con más de un regimiento de «Backfire». A cuarenta y cinco grados norte, cuarenta y nueve oeste.
Toland tenía el télex en las manos.
—¿Qué dice de eso el Comando del Atlántico del Este?
—Probablemente lo esté considerando ahora. ¿Está listo? —preguntó al piloto de combate.
—¡Seguro que estoy listo!
La impresora del teletipo, en el rincón de la sala, comenzó a golpetear: INICIO «OPERACIÓN DOOLITTLE».
USS REUBEN JAMES
—¡Vampiros, vampiros! Ataque con misiles.
Ya empezamos de nuevo, pensó Morris. La pantalla táctica era más moderna que la que tenía en la Pharris. Cada uno de los misiles que se acercaban estaba marcado con un vector de velocidad que indicaba no sólo la velocidad, sino también la dirección. Venían a muy baja altura. Morris levantó el teléfono.
—Puente, Combate. Ejecute la maniobra de separación.
—Puente, comprendido. Separándose ya —dijo Ernst—. ¡Detención de choque! ¡Todo atrás, emergencia!
El timonel llevó hacia atrás el control del acelerador y luego invirtió bruscamente el paso de las palas de la hélice, cambiando el buque de la actitud de avance a la de máximo retroceso. La Reuben James redujo la velocidad tan rápidamente, que los hombres tuvieron que apoyarse para no caer, y la Battleaxe avanzó acelerando a veinticinco nudos. Tan pronto como era seguro hacerlo, la fragata británica cayó violentamente a babor, y la Reuben James pasó a «todo adelante» y se apresuró a virar a estribor.
Cualquier operador soviético de radar que estuviera observando desde atrás, habría quedado impresionado y decepcionado. Los misiles «AS-4» habían sido lanzados contra un solo símbolo en el radar. Ahora había dos, y estaban separándose. Los misiles dividieron igualmente su atención: tres se dirigieron a un blanco y tres al otro.
Morris observaba con atención su pantalla. La distancia entre su buque y el británico se ampliaba rápidamente.
—¡Nos siguen misiles! —gritó el operador de «ESM»—. Tenemos múltiples misiles de cabezas buscadoras.
—Todo timón a la derecha, invierta el rumbo. ¡Disparen cohetes chaff!
En la central de información de combate todos dieron un salto cuando los cuatro contenedores explotaron directamente sobre sus cabezas, llenando el aire de partículas de aluminio y creando un blanco de radar para que atrajera a los misiles mientras la fragata se inclinaba violentamente a babor y viraba. Su lanzador de misiles de proa giró junto con ella. Ya había un «SAM» asignado al primer misil ruso que se acercaba. La fragata se enderezó con rumbo Norte, tres millas detrás de la Battleaxe.
—Ahí vamos —dijo el oficial de armamento.
La luz que indicaba la solución automática del problema de tiro brilló en la consola de control de fuego.
El primero de los misiles «SM1»[56]. de color blanco partió hacia el cielo. Apenas había sobrepasado el riel de lanzamiento cuando el mecanismo lanzador giró en dos dimensiones para recibir otro misil del almacén cargador circular; después giró y se elevó otra vez; efectuó el disparo tan sólo siete segundos después de haber lanzado el primer misil. Luego se repitió el ciclo dos veces más.
—¡Aquí vienen! —exclamó O’Malley cuando vio la primera estela de humo; en seguida apretó el botón del amplificador de señal—. ¡Hatchet, apaga tu emisor y rompe a la izquierda!
Ambos helicópteros aplicaron la potencia máxima y escaparon. Cuatro misiles se encontraron de pronto sin blancos. Mantuvieron su rumbo hacia el Oeste buscando otros, pero no pudieron hallar ninguno.
—Más chaff —ordenó Morris, observando los trazos electrónicos de la convergencia de misiles propios y enemigos.
La CIC se estremeció de nuevo cuando explotó en el aire otra nube de aluminio, y el viento la llevó hacia los misiles que se acercaban.
—¡Todavía vienen misiles hacia nosotros!
—¡Impacto! —gritó el oficial de armamento.
El primer misil desapareció de la pantalla, interceptado a dieciséis millas de distancia, pero el segundo misil soviético seguía su trayectoria. El primer «SAM» disparado contra él erró y explotó detrás sin provocarle daños; y luego el segundo misil norteamericano erró también. Lanzaron otro «SAM». La distancia estaba disminuyendo a seis millas. Cinco. Cuatro. Tres.
—¡Impacto! Queda un misil…, que se está desviando. ¡Se ha enfrentado al chaff! ¡Ya pasó!
El misil cayó al agua a dos mil metros de la Reuben James. A pesar de la distancia, el ruido fue impresionante. En la CIC, lo siguió un silencio total. Los hombres continuaban observando fijamente sus instrumentos buscando más misiles, y tardaron algunos segundos antes de quedar satisfechos al comprobar que no había más. Uno por uno, los marinos miraron a sus camaradas y empezaron a respirar otra vez normalmente.
—Lo que al combate moderno le falta de humanidad —observó Calloway—, lo suple en exceso con intensidad.
Morris se echó hacia atrás en su sillón.
—O algo parecido. ¿Qué sabemos de la Battleaxe?
—Todavía está en el radar, señor —contestó el oficial de acción táctica, y Morris levantó el radioteléfono.
—Bravo, aquí Romeo. ¿Me recibe? Cambio.
—Ahora sí creo que todavía estamos vivos. —Perrin examinaba su pantalla de situación táctica mientras movía la cabeza, asombrado.
—¿Algún daño?
—Ninguno. Hatchet está regresando. También se halla revisándonos por daños en el casco. Notable —dijo el comandante Perrin—. ¿Algún tráfico más hacia nosotros? Aquí no vemos ninguno.
—Negativo. Los «Tomcat» cazaron a los «Backfire» y los sacaron de la pantalla. Volvamos a formar.
—Comprendido, Romeo.
Morris colgó el teléfono y paseó la mirada por la CIC.
—Muy bien, muchachos.
Los marinos que estaban en la sala se miraron unos a otros y empezaron a esbozar algunas sonrisas. Pero no duraron mucho.
El oficial de acción táctica alzó la vista.
—Para su información, señor, Iván disparó contra nosotros la cuarta parte de sus misiles. Por lo que yo puedo decirle, los «Tomcat» derribaron unos seis, y el crucero Bunker Hill dio cuenta de casi todo el resto…, pero nosotros tuvimos un impacto en una fragata y en tres mercantes. Los cazas están volviendo —agregó con un tono neutral—. Informan que no derribaron ningún avión de la fuerza de «Backfire».
—¡Maldición! —dijo Morris. La trampa había fallado…, y él no sabía por qué.
No tenía idea de que Stornoway la consideraba todo un éxito.
STORNOWAY, ESCOCIA
La clave de la operación, como en todas las operaciones militares, eran las comunicaciones, y a esta en particular no se le había dedicado el tiempo necesario para organizarlas convenientemente, Toland no estaba del todo conforme. Los aviones radar del América siguieron a los «Backfire» durante el vuelo fuera de la pantalla. La información de los aviones se recibía en el portaaviones, luego por satélite, a Norfolk, y, otra vez por satélite, a Northwood. La información para Toland llegaba por línea terrestre desde el Cuartel General de la Marina Real. La misión de la OTAN más importante de la guerra dependía de transistores y cable telefónico más que de las armas que iban a ser empleadas.
—Muy bien, su último rumbo era cero dos nueve. Velocidad seiscientos diez nudos.
—Eso los llevará sobre la costa norte de Islandia en dos horas y diecisiete minutos. ¿Cuánto tiempo usaron los posquemadores? —preguntó el capitán Winters.
—Según el América, aproximadamente cinco minutos.
Toland frunció la frente. Era una información de Inteligencia bastante débil.
—De cualquier manera, sus reservas de combustible, han quedado reducidas. Bueno, muy bien. Tres aviones, separados ochenta millas uno de otro. —Inspeccionó la última fotografía de satélite meteorológico—. Hay buena visibilidad. Los encontraremos. Quienquiera que los vea, que siga. Los otros aviones regresan de inmediato a la base.
—Buena suerte, capitán.
ATLÁNTICO NORTE
Los tres «Tomcat» ascendieron lentamente hasta la altura establecida, siguiendo un rumbo Noroeste desde Stornoway, y a diez mil quinientos metros se unieron a los aviones cisterna. A varios cientos de millas de distancia, las tripulaciones de los «Backfire» hacían otro tanto. La presencia en gran número de los cazas norteamericanos sobre el convoy había sido para ellos una verdadera conmoción, pero el tiempo y la distancia jugaron a su favor y lograron escapar sin sufrir pérdidas. Los tripulantes de cada avión hablaban entre sí, liberadas sus emociones por la culminación de otra peligrosa misión. Discutían el informe sobre resultados obtenidos que presentarían al regresar a Kirovsk, y se basaban en una fórmula matemática directa. Juzgaban que uno de cada tres misiles habría dado en el blanco, aun teniendo en cuenta el fuego «SAM» enemigo. Ese día la oposición «SAM» había sido débil…, aunque ninguno de ellos se había detenido a evaluarla con exactitud. Por consenso resolvieron declarar dieciséis buques hundidos, además de ambos piquetes exteriores de sonar, que tantos malos ratos habían causado a sus camaradas de los submarinos. Los tripulantes se relajaron y bebieron el té que llevaban en sus termos, mientras consideraban su próxima visita al convoy de ochenta buques.
Los «Tomcat» se separaron cuando divisaron las montañas de Islandia. No intercambiaron comunicaciones por radio; los pilotos se hicieron señas con las manos, antes de dirigirse cada uno a su posición de patrullaje. Sabían que los radares no los podían detectar allí. El capitán de fragata Winters consultó su reloj. Los «Backfire» debían llegar dentro de unos treinta minutos.
—Qué hermosa isla —comentó el piloto de uno de los «Backfire» a su copiloto.
—Es linda para mirarla; pero, en cuanto a vivir allí…, no estoy tan seguro. Me pregunto si las mujeres serán tan bonitas como oí decir. Algún día deberemos tener «problemas mecánicos», así aterrizamos allí y lo comprobamos.
—Tenemos que conseguir que te cases, Volodya.
El copiloto rio.
—¡Cuántas lágrimas se derramarían! ¿Cómo puedo negar mi persona a las mujeres del mundo?
El piloto encendió la radio.
—Keflavik, aquí Sea Beagle Dos-Seis, control de situación.
—Sea Beagle, no tenemos contactos excepto los de su grupo. La cuenta es correcta. Los transponders de IFF acusan todo normal.
—Recibido. Cambio y corto. —El piloto apagó la radio—. Así que nuestros amigos todavía están aquí, Volodya. —Un lugar solitario.
—Si hay mujeres allí, y tú eres kulturny, no tienes por qué sentirte nunca solitario.
Otra voz entró en el intercomunicador:
—¿Por qué no hacen callar a ese bastardo obsesionado sexual? —sugirió el navegante.
—¿Estás estudiando para ser oficial político? —preguntó el copiloto—. ¿Cuánto falta para llegar a casa?
—Dos horas veinticinco minutos.
Cuando pasó por el desolado centro de la isla, el «Backfire» continuaba con rumbo Noroeste a seiscientos nudos.
—¡Tallyho! —dijo el piloto con calma—. A la una del reloj y más abajo. —El sistema de televisión de a bordo del «Tomcat» mostraba la silueta característica del bombardero ruso. Digan lo que quieran de los rusos— pensó Winters, —pero los construyen hermosos.
Desvió un poco el avión, lo que apartó del blanco a la cámara montada en el morro, pero el oficial que ocupaba el asiento posterior apuntó sus binoculares al «Backfire» y pronto vio otros dos, que volaban en formación abierta.
De acuerdo con lo esperado, su rumbo era Noreste y volaban a unos nueve mil metros de altura. Winters buscó una nube grande para esconderse y la encontró. La visibilidad se redujo a pocos metros. Podría haber otro «Bacfire» allí fuera —pensó Winters, y tal vez a él también le guste volar dentro de las nubes. Eso podría arruinar la misión.
Momentos después salió de la nube, inclinó violentamente su avión y se zambulló otra vez dentro, computando tiempos y distancias. Ya tendrían que haber pasado todos los «Backfire». Tiró de la palanca de mando y su avión salió de golpe por la parte superior de la nube.
—Allí están —dijo el oficial del asiento posterior—. ¡Cuidado! Veo que hay más a las tres del reloj.
El piloto volvió a desaparecer en el interior de la nube durante otros diez minutos.
—No hay nada hacia el sur de nosotros. Ya tendrían que haber pasado todos, ¿no le parece?
—Sí, vamos a ver.
Un minuto después, Winters se preguntaba inquieto si no los había dejado alejarse demasiado, pues su sistema de televisión barrió el cielo sin encontrar nada. Paciencia, se dijo, y aumentó la velocidad a seiscientos noventa nudos. Al cabo de cinco minutos apareció un punto en la pantalla. Creció hasta convertirse en tres puntos. Estimó que se hallaba unas treinta millas detrás de los «Backfire» y con el sol a su espalda; no había forma de que pudieran verlo. El oficial del asiento posterior hizo una comprobación con el receptor de alarma de radar con respecto al aire detrás de ellos, pensando que pudiera haber más aviones; ese procedimiento se repetía tres veces por minuto. Si un caza norteamericano se encontraba volando en esa zona, ¿por qué no podía estar uno ruso?
El piloto miraba pasar los números en el indicador de su sistema de navegación inercial, mantenía un ojo en el combustible y vigilaba delante por si se producía cualquier cambio en la formación de los bombarderos rusos. Era a la vez apasionante y aburrido. Sabía el significado de lo que estaba haciendo, pero la acción en sí no era más emocionante que comandar un «747» desde Nueva York hasta Los Ángeles. Volaron durante una hora, cubriendo las setecientas millas entre Islandia y la costa de Noruega.
—Aquí es donde se pone lindo —dijo el hombre de atrás—. Adelante hay un radar de advertencia aérea, parece que es Andoya. Todavía estamos a más de ciento sesenta kilómetros; probablemente nos detectarán dentro de dos o tres minutos.
—Muy bueno. —Donde había un radar de búsqueda aérea, seguramente habría también cazas—. ¿Calculó ya su posición?
—Sí.
—Empiece a transmitir.
Winters hizo un viraje y puso rumbo de regreso para salir al mar.
A doscientas millas, un «Nimrod» británico que volaba en círculos recibió el mensaje y lo retransmitió a un satélite de comunicaciones.
NORTHWOOD, INGLATERRA
El almirante Beattie hacía esfuerzos por mantener la calma, pero no le resultaba fácil, pues sus nervios permanecían tensos, sufriendo una crisis tras otra, desde el comienzo de la guerra. Doolittle era su bebé. Durante las dos horas pasadas había estado esperando el mensaje del «Tomcat». Dos habían regresado sin avisar a los rusos. Uno no lo había hecho. ¿Los estaba siguiendo de acuerdo con lo planificado, o simplemente había caído al mar?
La impresora instalada en un rincón de la sala empezó a hacer el ruido característico que el almirante había llegado a odiar: EYEBALLS INFORMA LIEBRES A 69/20 N, 15/45 E, A LAS 1543 Z, RUMBO 021, VELOCIDAD 580 NUDOS, ALTURA 9.
Beattie arrancó la hoja y la entregó a su oficial de operaciones.
—Eso significa que estarán en tierra dentro de treinta y siete minutos. Suponiendo que sea el último grupo, y con quince minutos de separación, los primeros bombarderos estarán aterrizando dentro de veintidós minutos.
—¿Quince minutos a partir de ahora, entonces?
—Sí, almirante.
—¡Saque la orden de inmediato!
En treinta segundos, media docena de canales de satélite separados empezaron a transmitir el mismo mensaje.
USS CHICAGO
Los tres submarinos norteamericanos permanecieron apoyados en el fondo del mar de Barents, cerca de la costa rusa, tan cerca, que sólo había cincuenta y dos metros de profundidad, durante un lapso que les pareció interminable, hasta que al fin recibieron la orden de desplazarse hacia el Sur. McCafferty sonrió aliviado. Los tres submarinos británicos, incluyendo al HMS Torbay, ya habían cumplido su tarea. Se habían filtrado hasta una fragata rusa y cuatro lanchas que patrullaban la línea de costa ruso-noruega, y las atacaron con torpedos. Los rusos sólo atinaron a suponer que se estaba desarrollando un esfuerzo mayor para penetrar su barrera de patrullaje, y por lo tanto enviaron su fuerza de patrullaje antisubmarino hacia el Oeste, para hacerle frente.
Con lo cual dejaban el camino libre para el Chicago y sus compañeros. Al menos eso era lo que esperaba McCafferty.
A medida que se acercaban, sus técnicos en electrónica examinaban y volvían a examinar sus marcaciones. Cuando dispararan sus misiles tenían que encontrarse en el lugar establecido.
—¿Cuánto falta para que disparemos? —preguntó el oficial ejecutivo.
—Nos lo harán saber —dijo McCafferty.
Y en ese momento, con el tableteo del mensaje enviado desde Northwood, lo supieron.
Deberían lanzar a las dieciséis cero dos Zulú.
—Arriba el periscopio.
McCafferty hizo girar el instrumento en un círculo completo. Por encima, la tormenta producía olas de más de un metro.
—A mí me parece que está despejado —dijo el oficial ejecutivo observando la pantalla táctica.
El comandante cerró de un golpe las empuñaduras del periscopio, que descendió en seguida dentro de su pozo.
—¿Ayudas electrónicas?
—Hay muchas emisiones de radar, señor —contestó el técnico—. Tengo diez transmisiones diferentes en operación.
McCafferty inspeccionó el tablero informativo sobre el estado de los misiles «Tomahawk», situado sobre el lado de estribor de la central de ataque. Los tubos de los torpedos estaban cargados con dos «Mark-48» y dos misiles «Harpoon». El reloj iba desplazando sus agujas hacia las cuatro y dos minutos.
—Comenzar la secuencia de lanzamiento.
Empezaron a operar las llaves interruptoras, y las luces indicadoras de situación de las armas se encendieron en color rojo: el comandante y el oficial de armamento insertaron sus llaves en el tablero y las hicieron girar; el suboficial a cargo del panel de armas movió hacia la izquierda la palanca de disparo… y el procedimiento de armado quedó concluido. Delante, en la proa del submarino, los sistemas de guiado de doce misiles crucero «Tomahawk» se hallaban completamente activados. Se programó en sus ordenadores de a bordo dónde comenzaría su vuelo. Ellos ya sabían dónde se esperaba que terminara.
—Inicien el lanzamiento —ordenó McCafferty.
La Ametist no formaba parte de la Marina soviética regular. Asignada principalmente a operaciones de seguridad, esa fragata de patrullaje de la clase «Grisha» estaba tripulada por hombres de la KGB, y su comandante había pasado las últimas doce horas realizando rápidas carreras cortas a gran velocidad, derivando luego con la potencia completamente reducida, hundiendo su sonar de profundidad, del tipo de helicóptero y escuchando a la manera norteamericana, más que a la rusa. Con sus motores diesel apagados, no producía ningún ruido, y su perfil corto era difícil de captar desde más de una milla. No había oído acercarse a los submarinos norteamericanos.
El primer «Tomahawk» rompió la superficie del mar de Barents a las 16:01:58, a dos mil metros de la fragata rusa. El vigía tardó uno o dos segundos en reaccionar. Cuando vio la forma cilíndrica que ascendía sobre su cohete impulsor y comenzaba a describir un arco hacia el Sudoeste, se le formó una helada pelota en el estómago.
—¡Comandante! ¡Un misil lanzado a estribor!
El comandante corrió hacia el alerón del puente y miró pasmado, en el momento en que un segundo misil cortaba la superficie; después, entró de un salto en el puente cubierto.
—¡A sus puestos de combate! Sala de radio, llame al comando de la flota, informe lanzamiento de misiles enemigos desde el cuadro de la parrilla 451/679…, ¡de inmediato! ¡Adelante a toda máquina! ¡Timón a la derecha!
Los motores diesel de la fragata rugieron con la máxima potencia.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó el suboficial sonarista.
El submarino se estremecía cada cuatro segundos por los lanzamientos de los misiles, pero…
—Control, aquí sonar, tenemos un contacto con marcación cero nueve ocho. Diesel, buque de superficie, suena como una «Grisha», ¡y está cerca, señor!
—¡Arriba el periscopio! —McCafferty hizo girar el periscopio y colocó las empuñaduras en la posición de máximo aumento; vio la fragata rusa que viraba violentamente—. ¡Tiro de urgencia! ¡Preparen! Blanco de superficie, marcación cero nueve siete, distancia. —Trabajó un instante con el control del telémetro—. Uno seiscientos, rumbo, ¡mierda!, está alejándose en viraje. Que sea cero nueve cero, velocidad veinte. —Demasiado cerca para un tiro con misil, tenía que atacar con torpedos—. ¡Abajo el periscopio!
El hombre del control de fuego pulsó las cifras en el ordenador, el cual tardó once segundos en digerir la información.
—¡Listo! Tubos uno y tres.
—Inundando los tubos, puertas exteriores abiertas… ¡Listo! —dijo el oficial ejecutivo.
—Ajusten marcaciones y abran… ¡Fuego!
—Uno disparado, tres disparado. —El oficial ejecutivo luchaba para imponerse a sus emociones; ¿de dónde había salido esa «Grisha»?—. Recarguen con torpedos 48.
—¡Último pájaro fuera! —comunicó el técnico en misiles—. Lanzamiento terminado.
—¡Todo timón a la izquierda!
La fragata Ametist nunca llegó a ver el lanzamiento de misiles detrás de ella. Los hombres estaban demasiado ocupados corriendo a sus puestos de combate, mientras el comandante ordenaba plena potencia y el oficial de armamento del buque subía corriendo en calzoncillos para operar los lanzadores de cohetes. No necesitaban el sonar para eso; podían ver demasiado bien dónde se encontraba el submarino… ¡Lanzando misiles contra la Madrepatria!
—¡Disparen cuando esté listo! —gritó el comandante.
El pulgar del teniente oprimió la llave del disparo. Doce cohetes antisubmarino describieron un arco en el aire.
—¡Ametist! —chilló la radio—. Repita su mensaje… ¿Qué misiles? ¿Qué clase de misiles?
El USS Providence descargó su último misil exactamente cuando la fragata disparó contra él. El comandante ordenó velocidad máxima y un brusco viraje en el momento en que los cohetes llegaban al punto más alto, giraban y caían en dirección a su submarino. Cayeron en un amplio sector circular, diseñado para cubrir la mayor zona posible. Dos explotaron a unos cien metros, lo bastante cerca como para provocar un sobresalto, pero no para producir años. El último entró en el agua directamente sobre la torreta del submarino. Un segundo después, explotó la cabeza de guerra de veintitrés kilogramos.
El comandante de la Ametist ignoró la radio mientras trataba de decidir si su primera salva había dado en el blanco o no. El último cohete había explotado más rápido que los otros. Estaba a punto de dar la orden de disparar de nuevo cuando el oficial del sonar le informó que se acercaban dos objetos desde atrás, y en el acto gritó órdenes al timonel. La nave ya llevaba la máxima velocidad mientras el altavoz de la radio seguía lanzando fuertes gritos.
—¡Los dos pescados captaron el blanco!
—¡Arriba periscopio!
McCafferty lo dejó subir todo el recorrido antes de bajar las empuñaduras. Con el aumento máximo, la fragata «Grisha» casi llenaba las lentes, y en ese momento ambos torpedos hicieron impacto en la banda de babor y la fragata patrullera de mil toneladas se desintegró ante sus ojos. Hizo dar una vuelta completa al periscopio, barriendo el horizonte para comprobar que no hubiera otros buques enemigos.
—Muy bien, está todo despejado.
—Eso no va a durar mucho. Estaba atacando al Providence, señor.
—Sonar, ¿qué tiene en cero nueve cero? —preguntó McCafferty.
—Mucho ruido producido por el pescado, señor, pero creo que también están soplando aire en cero nueve ocho. —Vamos hacia allá.
McCafferty mantuvo alto el periscopio mientras el oficial ejecutivo conducía el submarino hacia el Providence. La patrullera «Grisha» había quedado totalmente destruida. Sumados, ambos torpedos llevaban una carga de casi setecientos cincuenta kilos de alto explosivo. Vio dos balsas salvavidas que se habían inflado automáticamente al tocar el agua, pero ningún hombre.
—El Boston lo está llamando por el gertrude, jefe. Quiere saber qué diablos pasó.
—Dígaselo. —El comandante ajustó ligeramente el periscopio—. Bueno, allá está, ya sale a superficie…, ¡cielo santo!
La torreta del submarino estaba dañada, su tercio posterior había desaparecido por entero, y el resto se veía desgarrado. Uno de los planos de inmersión colgaba como el ala de un pájaro herido, y los periscopios y mástiles que surgían de la estructura se hallaban doblados con la forma de una escultura moderna.
—Trate de conseguir comunicación con el Providence por el gertrude.
En esos momentos había sesenta misiles «Tomahawk» en el aire. Al abandonar el agua, los cohetes de combustible sólido los habían impulsado a una altura de trescientos metros; allí habían desplegado sus pequeñas alas y las aletas de entrada de aire para el motor de reacción. Tan pronto como empezaron a funcionar sus motores jet, los «Tomahawk» iniciaron un suave descenso que terminó a diez metros sobre la tierra. Los sistemas de radares de a bordo barrían hacia delante para mantener a los misiles cerca de la superficie, y para seguir además los accidentes del terreno según las coordenadas del mapa, almacenadas en la memoria de sus ordenadores. Seis radares soviéticos distintos detectaron la fase de impulsión de los misiles, pero luego los perdieron cuando aquellos descendieron a baja altura.
Los técnicos rusos cuya tarea consistía en vigilar ante un posible ataque nuclear contra su madre patria, tenían los nervios tan tensos como sus contrapartes occidentales, y las semanas que llevaban de conflicto convencional, sumadas a las continuas situaciones de alerta máxima, estaban a punto de producirles una crisis nerviosa. En cuanto detectaron a los «Tomahawk» surgiendo del mar, la alarma de ataque con misiles balísticos fue transmitida en el acto a Moscú. La alerta visual contra misiles del Ametist llegó al comando general naval en Severomorsk casi con la misma velocidad, y se envió de inmediato una alerta Thunderbolt; el prefijo de la palabra clave garantizaba la instantánea retransmisión al Ministerio de Defensa. La autoridad de lanzamiento para los misiles antibalísticos desplegados alrededor de Moscú quedó automáticamente delegada a los comandantes de las baterías, y aunque pasaron varios minutos antes de que los oficiales de radar pudieran confirmar a Moscú, y para su satisfacción, que los misiles habían caído de sus pantallas y no se hallaba0n cumpliendo trayectorias balísticas, las defensas permanecieron alerta, y en todo el norte de Rusia los interceptores de defensa aérea despegaron con suma urgencia.
Los misiles no podrían haber tenido conciencia del furor que habían desatado. En ese punto, la costa rusa estaba formada por acantilados rocosos que luego daban paso a la tundra, zona pantanosa de los climas septentrionales. Era un terreno ideal para los misiles crucero, que se estabilizaron en trayectorias de vuelo a escasos metros sobre las ciénagas a una velocidad de quinientos nudos. Todos pasaron volando sobre el lago Babozero, su primer punto de referencia en la navegación, y desde allí sus rumbos se diferenciaron.
Los cazas soviéticos que estaban despegando no tenían idea de cuál era su objetivo. La información de radar les había dado rumbo y velocidad de los blancos, pero si eran misiles crucero podían llegar hasta las costas del mar Negro. También podían estar apuntados hacia Moscú, y encontrarse ahora volando en un rumbo de engaño muy apartado de la trayectoria directa a la capital soviética. Siguiendo órdenes de sus controladores de tierra, los interceptores se situaron al sur del mar Blanco, y encendieron sus radares de búsqueda para ver si podían detectar a los misiles que iban cruzando la superficie llana.
Pero no estaban dirigidos a Moscú. Esquivando las ocasionales elevaciones, los misiles continuaron volando en un rumbo de dos uno tres hasta que llegaron al monte de pinos. Uno a uno viraron pronunciadamente a la derecha y cambiaron el rumbo a dos nueve cero. Uno de los misiles quedó fuera de control y se precipitó a tierra; otro falló en el cambio de rumbo y continuó hacia el Sur. El resto siguió hacia sus blancos.
SEA EAGLE DOS-SEIS
El último bombardero «Backfire» volaba en círculos sobre Umbozero-Sur, esperando para aterrizar. El piloto observó el combustible. Le quedaban unos treinta minutos, no había tanta prisa. Por razones de seguridad habían dividido a los tres regimientos entre cuatro bases aéreas agrupadas al sur de la ciudad minera de Kirovsk. Las altas montañas que rodeaban la ciudad tenían poderosos radares y baterías móviles de «SAM» para rechazar un eventual ataque aéreo de la OTAN. El piloto vio que la mayor parte de las fundiciones aún estaban trabajando, y el humo se levantaba de las altas chimeneas.
—Sea Eagle Dos-Seis, está autorizado a aterrizar —dijo finalmente la torre.
—¿Quién será esta noche, Volodya?
—Flaps, veinte grados. Velocidad doscientos. Tren de aterrizaje abajo y trabado. Irina Petrovna, creo. Aquella flaca, alta, de la oficina telefónica.
—¿Qué es eso? —preguntó el piloto.
Un objeto pequeño y blanco apareció de pronto en la pista, frente a él.
El primero de los doce misiles «Tomahawk» asignados a Umbozero-Sur atravesó la pista en un suave ángulo y, en ese instante, la cubierta de la nariz roma se desprendió de la estructura y varios cientos de pequeñas bombas empezaron a llenar la zona. Diecisiete «Backfire» se hallaban ya en tierra. A diez de ellos los estaban reabasteciendo de combustible los camiones cisterna en lugares abiertos; los otros ya se hallaban rearmados y listos para una nueva misión, dispersados en plataformas de cemento. Cada pequeña bomba equivalía a una granada de mortero. El «Tomahawk» dejó caer su carga completa; luego, tomó altura en la vertical, entró en pérdida de velocidad y se precipitó a tierra, añadiendo su propia carga de combustible a la destrucción. Uno de los «Backfire» que ya estaba listo fue el primero. Dos pequeñas bombas cayeron sobre sus alas y el bombardero estalló y se elevó al cielo convertido en una bola de fuego.
El piloto del Dos-Seis adelantó los aceleradores y trepó, alejándose del circuito de pista, observando horrorizado cómo explotaban diez bombarderos ante sus ojos. Reveladoras nubecitas de humo le indicaban que muchos otros habían sufrido daños menos serios. En dos minutos había pasado todo. Los camiones para accidentes corrían como juguetes a lo largo de las pistas de cemento, mientras muchos hombres actuaban con mangueras de extinción de incendios sobre los camiones y aviones en llamas. El piloto puso rumbo Norte y vio que también desde allí se elevaba humo.
—Quince minutos de combustible. Será mejor que encuentres pronto un lugar —advirtió Volodya.
Viraron a la izquierda, hacia Kirovsk-Sur, donde se repetía la misma historia. El tiempo del ataque había sido calculado de manera que los misiles alcanzaran los cuatro blancos simultáneamente.
—Afrikanda, aquí Sea Eagle Dos-Seis. Tenemos poco combustible y necesitamos aterrizar de inmediato. ¿Nos autoriza a hacerlo allí?
—Afirmativo, Dos-Seis. Tiene pista libre. El viento sopla desde los dos seis cinco, a veinte.
—Muy bien, estamos en recta final. Corto. —El piloto preparó el avión—. ¿Qué diablos fue eso? —preguntó a Volodya.
USS CHICAGO
—Hemos perdido las comunicaciones, control de fuego no funciona, planos de transmisión averiados. Hemos detenido las entradas de agua. Los motores están bien, podemos navegar —dijo el comandante del USS Providence a través del gertrude.
—Muy bien, quede atento. —El Boston también se hallaba cerca—. Todd, aquí Danny. ¿Qué piensas?
—No podrá salir solo. Sugiero que enviemos fuera al resto. Tú y yo lo escoltaremos.
—De acuerdo. Tú sígueme en la salida. Trataremos de despejar tan pronto como podamos.
—Buena suerte, Danny. —El Boston levantó su antena de radio e hizo una rápida transmisión. Un minuto después, el sonar del Chicago recibió el ruido de los otros submarinos que iniciaban su navegación hacia el Norte.
—Providence, recomiendo que venga a rumbo cero uno cinco a la mayor velocidad que pueda. Nosotros le cubriremos la popa. El Boston se reunirá más tarde con usted y ambos lo escoltaremos hasta el pack de hielo.
—Ustedes no deben arriesgarse, nosotros podemos…
—¡Mueva ya su maldito buque! —gritó McCafferty por el micrófono.
Era exactamente tres meses más antiguo en jerarquía que su colega del Providence. El submarino herido se sumergió y puso rumbo a quince nudos. La estructura de su torreta dañada sonaba como un vagón de chatarra dentro del agua, pero nada podían hacer para evitarlo. Si los submarinos querían tener alguna posibilidad de sobrevivir, habían de poner toda la distancia posible entre ellos y el punto de disparo.
MOSCÚ, URSS.
Mikhail Sergetov miró al grupo de hombres todavía pálidos por lo que podría haber ocurrido.
—Camarada ministro de Defensa —dijo el secretario general—. ¿Puede informarnos de lo que ha sucedido?
—Parecía que submarinos enemigos lanzaron varios misiles crucero contra algunas de nuestras bases aéreas del Norte. Evidentemente, su objetivo era destruir unos cuantos de nuestros bombarderos «Backfire». Cuál fue el éxito logrado…, aún no lo sé.
—¿Desde dónde lanzaron esos misiles? —preguntó Pyotr Bromkovskii.
—Estaban al este de Múrmansk, a menos de treinta kilómetros de nuestra costa. Una fragata vio e informó sobre el lanzamiento, luego desapareció. En este momento hemos puesto aviones para buscarla.
—¡Cómo demonios llegaron hasta aquí! Si ese submarino hubiera lanzado misiles balísticos contra nosotros —preguntó indignado Bromkovskii—, ¿cuánto tiempo de advertencia habríamos tenido?
—Seis o siete minutos.
—¡Maravilloso! Nosotros no podemos reaccionar tan rápido. ¿Cómo puede permitirles que lleguen tan cerca?
—Pero no saldrán, Petya, ¡eso se lo prometo! —replicó el ministro de Defensa con vehemencia.
El secretario general se inclinó hacia delante.
—¡Usted se encargará de que esto no vuelva a ocurrir nunca más!
—Ya que estamos todos aquí, camaradas —intervino Sergetov—, ¿podría el camarada ministro de Defensa referirse a los hechos que se han desarrollado entre ayer y hoy en el frente alemán?
—Las fuerzas de la OTAN están muy agotadas, al límite del punto de quebranto. Como nos lo ha informado la KGB sus abastecimientos han descendido a un nivel críticamente bajo, y con los sondeos diplomáticos de los últimos días pienso que podemos suponer con cierto grado de seguridad que la OTAN está al borde de la desintegración política. Todo lo que debemos hacer es seguir ejerciendo nuestra presión, ¡y ellos tendrán que derrumbarse!
—¡Pero nosotros también nos estamos quedando sin combustible! —dijo Bromkovskii—. El ofrecimiento que nos han hecho los alemanes es razonable.
—No. —El ministro de Relaciones Exteriores meneó enfáticamente la cabeza—. Eso no nos da nada.
—Nos da la paz, camarada —dijo Bromkovskii con calma—. Si nosotros continuamos… tengan en cuenta, mis amigos, tengan en cuenta lo que todos estábamos pensando hace unas pocas horas cuando llegó la alarma de los misiles.
Por primera vez, comprendió Sergetov, el viejo había destacado un punto en el que todos estaban de acuerdo. Después de semanas y meses de promesas, planes y seguridades sobre cómo podrían mantenerse las cosas bajo control, esa falsa alarma en particular les había obligado a mirar lo que se presentaba junto al borde del abismo. Durante diez minutos temieron que se hubiera perdido el control, y todas las bravatas del ministro de Defensa no lograron que lo olvidaran.
Después de un momento de consideración, habló el secretario general.
—Nuestros representantes se reunirán con los alemanes dentro de pocas horas. El ministro de Relaciones Exteriores nos informará mañana sobre lo sustancial de su nuevo ofrecimiento.
De esta manera finalizó la sesión. Sergetov juntó sus notas en el portafolio de cuero, abandonó la sala y bajó la escalera hasta su automóvil oficial. Un joven ayudante le abría la puerta, cuando se oyó una voz que llamaba:
—Mikhail Eduardovich, ¿puedo ir con usted? Mi automóvil está averiado.
Era Boris Kosov, presidente del Comité de Seguridad del Estado, la KGB.