33. CONTACTO
USS REUBEN JAMES
—¿Comandante?
Morris se sobresaltó al sentir la mano sobre su hombro. Le habría gustado descansar unos minutos en su cámara, después de dirigir una práctica de aterrizaje nocturno del helicóptero, y… Miró el reloj. Apenas pasada la medianoche. Tenía la cara cubierta de sudor. El sueño volvía a repetirse. Levantó la vista hacia su oficial ejecutivo.
—¿Qué ocurre, capitán?
—Tenemos un requerimiento para que controlemos algo. Probablemente sea un pinzón de las nieves, pero…, bueno, véalo usted mismo.
Morris tomó el mensaje y lo llevó con él a su cuarto de baño privado; se lo metió en el bolsillo y se lavó rápidamente la cara.
—«Contacto desconocido repetido en varias ocasiones, se intentó localizarlo sin éxito». ¿Qué diablos se supone que es esto? —preguntó mientras terminaba de secarse.
—No tengo la menor idea, jefe. Cuarenta grados, treinta minutos Norte; sesenta y nueve, cincuenta Oeste. Pudieron localizarlo, pero no identificarlo. Estoy haciendo preparar la carta.
Morris se pasó la mano por el pelo. Dos horas de sueño eran mejor que nada, ¿verdad?
—Muy bien, vamos a ver cómo se ve desde la CIC.
El oficial de acción táctica había extendido la carta de navegación sobre una mesa junto al sillón del comandante. Morris controló la pantalla principal de presentación táctica. Se hallaban todavía lejos de las costas, de acuerdo con sus órdenes de controlar la curva de profundidad de las cien brazas.
—Eso está más lejos de aquí que el diablo —observó de inmediato Morris. La situación tenía algo de familiar. El comandante se inclinó sobre la carta.
—Sí, señor, son aproximadamente sesenta millas de distancia —confirmó Ernst—. Y, además, aguas poco profundas. Allí no se puede usar el sonar de arrastre.
—¡Ah, ya sé cuál es ese lugar! Allí es donde se hundió el Andrea Doria. Probablemente alguien hizo un contacto MAD y no se molestó en consultar la carta.
—No lo creo. —O’Malley emergió de entre las sombras— una fragata oyó algo. El cabrestante de su sonar de arrastre se rompió. Ellos no querían perderlo, entonces pusieron rumbo a Newport, en vez de a Nueva York, porque las aguas son más profundas en ese puerto. Dicen que recibieron un contacto del sonar pasivo bastante extraño y que se desvaneció en seguida. Hicieron un análisis del movimiento con respecto al blanco y obtuvieron esta posición. Su helicóptero hizo unas cuantas pasadas, y su detector de anomalías magnético registró la posición exactamente sobre el Andrea Doria. Así fue todo.
—¿Cómo lo supo usted?
O’Malley le entregó el mensaje.
—Llegó poco después de que el oficial ejecutivo fuera a buscarlo a usted. Ellos enviaron un «Orion» para controlar. La misma historia. Oyeron algo extraño y luego se perdió.
Morris frunció la frente. Estaban a la caza de un fantasma, pero las órdenes venían de Norfolk, lo cual la convertía en una caza oficial de fantasma.
—¿En qué situación está el helicóptero?
—Puede despegar en diez minutos. Con un torpedo y un depósito auxiliar. Todo el equipo se halla en servicio.
—Ordene al puente que nos lleve allá a veinticinco nudos. ¿La fragata Battleaxe está enterada de esto? —La respuesta fue afirmativa—. Muy bien, transmítanle por destellador que nos vamos allá. Recojan el sonar de arrastre. No nos servirá para nada en aquel lugar. O’Malley, vamos a acercarnos hasta unas quince millas del contacto y usted saldrá a buscarlo. Es decir, que tendrá que despegar alrededor de las dos y media. Si me necesita, estaré en la cámara de oficiales.
Morris había decidido probar las «mid-rats»[54]. de su nuevo buque. O’Malley se dirigió hacia el mismo lugar.
—Estos buques son un poco extraños —dijo el aviador.
Morris farfulló que pensaba lo mismo. El pasadizo principal de proa a popa se hallaba sobre el lado de babor, en vez de ocupar la línea central. Las fragatas «fig» quebraban una cantidad de tradiciones de larga data en lo referente a diseño naval.
O’Malley bajó por la escalerilla y abrió al comandante la puerta de la cámara de oficiales. Encontraron a dos oficiales jóvenes que miraban una película con autos veloces y mujeres desnudas. La videocassette se manejaba desde la cámara de suboficiales, según le habían informado a Morris. Uno de los resultados de esto era que, cuando aparecía algún pecho particularmente atractivo, instantáneamente repetían la escena para todo el mundo.
Las Raciones de la mitad de guardia (de doce de la noche a cuatro de la madrugada), o «mid-rats», consistían en un gran pan abierto al medio y un plato de tajadas de carne fría. Morris se sirvió una taza de café y se hizo un bocadillo. O’Malley optó por un vaso de jugo de frutas, que obtuvo de un depósito frigorífico instalado sobre el mamparo del fondo. La denominación naval oficial que le habían dado era jugo de chinches.
—¿No quiere café? —preguntó Morris. O’Malley negó con un movimiento de cabeza.
—Si tomo demasiado, me pongo muy nervioso. Y uno no quiere que le tiemblen las manos cuando está aterrizando un helicóptero en la oscuridad. —Sonrió—. En realidad, me estoy haciendo muy viejo para esta mierda.
—¿Tiene hijos?
—Tres varones, y si depende de mí, ninguno de ellos va a ser marinero. ¿Y usted?
—Un chico y una chica. Quedaron en Kansas, con su madre.
Morris mordió su bocadillo. El pan estaba un poco rancio y la carne no tenía nada de fría, pero necesitaba comer. Era la primera vez en tres días que comía acompañado. O’Malley empujó las patatas fritas.
—Aquí tiene todos sus carbohidratos, señor.
—Ese jugo de chinches va a matarlo —dijo Morris, indicando el vaso de zumo con un movimiento de cabeza.
—Ya lo han intentado antes. Volé dos años sobre Vietnam. Casi todas misiones de búsqueda y rescate. Me derribaron dos veces. Pero nunca resulté herido. Solamente muerto de miedo.
«¿Es tan viejo?», se preguntó Morris. Debían de haberlo postergado varias veces en los ascensos. El comandante tomó nota mental para acordarse de averiguar desde qué fecha tenía O’Malley su actual jerarquía.
—¿Cómo es que estaba en la CIC? —preguntó el comandante.
—No tenía mucho sueño, y quería ver qué tal estaba trabajando el sonar de remolque.
Morris quedó sorprendido. Generalmente, los aviadores no mostraban tanto interés por los equipos del buque.
—Se dice que usted actuó muy bien con la Pharris.
—No lo suficiente.
—Esas cosas también ocurren.
O’Malley observó muy atentamente a su jefe. Era el único hombre a bordo con prolongada experiencia de guerra, y O’Malley reconoció en él algo que no había visto desde los tiempos de Vietnam. El aviador se encogió de hombros. No era problema suyo. Buscó en su uniforme de vuelo y sacó un paquete de cigarrillos.
—¿Le molesta que fume?
—Yo mismo volví a fumar hace unos días.
—¡Gracias a Dios! —O’Malley alzó la voz—. ¡Con todos estos chicos virtuosos en la cámara, creí que yo era el único viejo sucio aquí!
Los dos jóvenes tenientes sonrieron al oírlo, sin apartar los ojos del televisor.
—¿Cuánta experiencia tiene en estas fragatas «fig»?
—Yo he estado casi todo el tiempo en portaaviones, jefe. Los últimos catorce meses fui instructor en Jacksonville. He realizado muchísimos trabajos raros, la mayoría de ellos con el «Seahawk». Creo que le gustará mi helicóptero. El sonar de inmersión es el mejor de todos los que he utilizado.
—¿Qué piensa de este informe de contacto?
O’Malley se echó hacia atrás y aspiró el cigarrillo con una mirada al vacío.
—Es interesante. Recuerdo haber visto algo en televisión sobre el Doria, Se hundió sobre su banda de estribor. Mucha gente se ha sumergido para observar el buque hundido. Son unos sesenta metros de agua; una profundidad accesible para los aficionados. Y hay un millón de cables que lo cubren.
—¿Cables? —preguntó Morris.
—Artes de pesca y rastreo. Allí se hace mucha pesca comercial. Y las redes se quedan enredadas en los restos de la nave. Parece Gulliver en la playa, en el país de Lilliput.
—¡Tiene razón! —dijo Morris—. Y eso explica el ruido. Es la marea, o las corrientes, que silban a través de todos esos cables.
O’Malley asintió.
—Sí, eso podría explicarlo. Pero quiero ir a echarle una mirada.
—¿Por qué?
—Todo el tráfico que sale de Nueva York tiene que pasar exactamente sobre ese lugar; esto por una parte. Iván sabe que tenemos un importante convoy formándose en Nueva York…, tiene que saberlo, a menos que la KGB haya abandonado sus actividades. Ese es un sitio endemoniadamente bueno para situar un submarino si quisieran que luego siguiera al convoy. Piénselo. Si usted obtiene allí un contacto MAD, lo descarta. El ruido de una planta de un reactor a baja potencia probablemente no sea más alto que el ruido de ese flujo a través del buque hundido, si es que se ha acercado lo suficiente. Si yo fuera un comandante de submarinos realmente audaz, tendría muy en cuenta la posibilidad de usar un lugar como ese para esconderme.
—Usted piensa realmente como ellos —observó Morris—. Muy bien, vamos a ver cómo debemos manejar esto…
Las dos y media. Desde la torre de control Morris observó los procedimientos para el despegue; luego se dirigió a proa, hacia la CIC. En la fragata se hallaban todos en sus puestos de combate; el buque avanzaba a ocho nudos, con sus sistemas Prairie/Masker en funcionamiento. Si allí, a unas quince millas, había un submarino ruso, no existía forma de que sospechara la proximidad de una fragata. En la CIC, la investigación de radar mostraba al helicóptero que se acercaba a su posición.
—Romeo, aquí Hammer. Control de radio. Cambio —dijo O’Malley.
El sistema de a bordo del helicóptero para transmisión de datos también envió un mensaje de prueba a la fragata. El suboficial a cargo del tablero de comunicaciones del helicóptero lo controló, y gruñó satisfecho. ¿Cuál era la expresión que había oído? Sí, correcto…, tenían un «dulce contacto sobre el juguete de mamá». Sonrió.
El helicóptero empezó la búsqueda a dos millas de la tumba del Andrea Doria. O’Malley detuvo en el aire su aeronave y se mantuvo en vuelo estacionario a unos quince metros sobre la superficie del mar.
—Abajo el domo, Willy.
Atrás, el suboficial destrabó los controles del torno y empezó a bajar el sonar de profundidad por un agujero de la panza del helicóptero. El «Scahawk» tenía más de trescientos metros de cable, el suficiente para sumergir el transductor del sonar por debajo de la más profunda de las capas de gradiente térmico. No había más de sesenta metros de profundidad en ese lugar, y tuvieron que tener cuidado de que el transductor no llegara demasiado cerca del fondo por el riesgo de daños. El suboficial observó atentamente el cable y detuvo el torno cuando el transductor había bajado treinta metros. Como en los buques de superficie, la lectura del sonar era tanto visual como auditiva. Una pantalla del tipo de las de televisión empezó a mostrar líneas de frecuencia.
«Ese es el punto difícil», pensó O’Malley. Hacer vuelo estacionario con un helicóptero en esas condiciones de viento requería una atención constante, pues no había piloto automático, y la caza de un submarino era siempre un ejercicio de paciencia. Pasarían varios minutos antes de que el sonar pasivo les indicara algo, y no podían usar sus sistemas de sonar activo. Las emisiones ping sólo servirían para alertar a un posible blanco.
Después de cinco minutos no habían detectado nada, excepto ruidos fortuitos. Levantaron el sonar y se desplazaron hacia el Este. Tampoco allí obtuvieron nada. Paciencia, se dijo el piloto. Odiaba tener que ser paciente. Otro desplazamiento al Este, y otra espera.
—Tengo algo en cero cuatro ocho. No sé muy bien lo que es, un silbido o algo parecido, en la escala de altas frecuencias.
Esperaron otros dos minutos para asegurarse de que no era una falsa señal.
—Arriba el domo.
O’Malley tomó altura con el helicóptero y se corrió unos tres mil metros hacia el Noreste. Tres minutos después bajaron de nuevo el sonar. Nada. O’Malley volvió a cambiar de posición. Si alguna vez escribo una canción sobre caza de submarinos —pensó—, le pondré por título «Otra vez y Otra Vez y OTRA VEZ». Ahora recibieron una señal…, en realidad, dos señales.
—Es interesante —comentó el oficial de «ASW» a bordo del Reuben James—. ¿A qué distancia del buque hundido está eso?
—Muy cerca —respondió Morris—. Y casi la misma marcación también.
—Podría ser un ruido de corriente —dijo Willy a O’Malley—. Muy débil, igual que la última vez.
El piloto levantó el brazo y conectó un interruptor para escuchar la señal del sonar en sus auriculares. Estamos buscando una señal muy débil, recordó O’Malley.
—También podría ser ruido de vapor. Prepárese para levantar el domo, voy hacia el Este para triangular.
Dos minutos después, el transductor del sonar entró en el agua por sexta vez. Ahora observaron el contacto en la pantalla de presentación táctica de a bordo, que el helicóptero tenía montada en el tablero de control, entre piloto y copiloto.
—Aquí tenemos dos señales —dijo Ralston—. Separadas por unos seiscientos metros.
—Yo también lo percibo así. Vamos a ver la más próxima, Willy…
—Cable dentro de los límites, listo para levantar, jefe.
—Arriba el domo. Romeo, Hammer. ¿Ustedes tienen lo mismo que nosotros?
—Afirmativo, Hammer —contestó Morris—. Controlen la del Sur.
—Ahora mismo voy a hacerlo. Quede atento. —O’Malley observaba fijamente sus instrumentos mientras volaba hacia el más cercano de los dos contactos, y volvió a detener el helicóptero en el aire—. Abajo el domo.
—¡Contacto! —dijo el suboficial un minuto después. Examinó las líneas de tono en su pantalla y las comparó mentalmente con la información que tenía sobre los submarinos rusos—. Evalúo este contacto como vapor de agua a presión y ruidos de una planta de un submarino nuclear; marcación dos seis dos.
O’Malley escuchó durante treinta segundos. Su rostro se iluminó con una ligera sonrisa.
—¡Es un submarino nuclear, sin duda! Romeo, Hammer, tenemos un probable contacto con submarino, con marcación dos seis dos desde nuestra posición. Voy a moverme para afirmar esta señal.
Diez minutos después tenían ya aferrado el contacto. O’Malley voló directamente hacia allí y bajó su sonar exactamente sobre él.
—Es un clase «Victor» —dijo el sonarista a bordo de la fragata—. ¿Ve esta línea de frecuencia? Es de un «Victor» con su reactor reducido a la mínima potencia.
—Hammer —llamó Morris—. Romeo. ¿Alguna sugerencia?
O’Malley estaba alejándose del contacto, después de dejar una baliza de humo para marcarlo. El submarino probablemente no los había oído debido a las condiciones de la superficie…, y si los había oído, sabía que el modo de acción mejor y más seguro era mantenerse apoyado en el fondo. Los norteamericanos llevaban solamente torpedos autoguiados, que no podían detectar un sumergible en esa posición. Una vez lanzados, seguían una trayectoria en círculos continuados hasta agotar el combustible, o chocaban directamente contra el fondo. Podía actuar con emisiones activas y tratar de hacer salir de su refugio al submarino, pensó; pero el sonar activo no era tan efectivo en aguas poco profundas, ¿y qué hacer si Iván no se movía? Al «Seahawk» sólo le quedaba una hora de combustible. El piloto tomó una resolución.
—Battleaxe, aquí Hammer. ¿Me recibe? Cambio.
—Ha tardado bastante en llamarnos, Hammer —contestó en el acto el capitán Perrin.
La fragata británica había estado siguiendo atentamente toda la búsqueda.
—¿Tiene algunos «Mark-II» a bordo?
—Podemos cargarlos en diez minutos.
—Estaremos esperando. Romeo, ¿usted aprueba un VECTAC?
—Afirmativo —respondió Morris; el VECTAC (ataque de aproximación por vectores guiados) era perfecto, y él estaba demasiado entusiasmado con lo que tenía entre manos para sentirse molesto por el hecho de que O’Malley hubiera pasado por encima de su autoridad—. Armamento sin restricciones.
O’Malley voló en círculos con su helicóptero a trescientos metros, mientras esperaba. En realidad eso era una locura; ¿no haría Iván otra cosa que quedarse allí quieto? ¿Estaba esperando que pasara un convoy? Había tantas probabilidades a favor como en contra de que hubiera oído al helicóptero. Si lo habían oído, ¿quería que la fragata se acercara para poder atacarla? El operador de sistemas de O’Malley vigilaba atentamente las indicaciones del sonar por cualquier cambio en la señal originada en el contacto. Hasta ese momento no había oído ninguna. Ni aumento de potencia en el reactor, ni ruidos metálicos accidentales y pasajeros. Nada, excepto el silbido de una planta de reactor con potencia reducida, sonido que no era detectable a más de dos millas de distancia. No era de extrañar que varias personas hubieran mirado sin hallar nada. De pronto se encontró admirando el valor y la audacia del comandante del submarino soviético.
—Hammer, aquí «Hatchet».
O’Malley sonrió. A diferencia de las costumbres norteamericanas, los británicos daban a sus helicópteros nombres relacionados con los de sus buques madres. El helicóptero del HMS Brazen era «Hussy». El del Battleaxe, «Hatchet»[55].
—Adelante, «Hatchet», lo recibo. ¿Dónde está?
—Dieciséis kilómetros al sur de usted. Tenemos a bordo dos cargas de profundidad.
O’Malley volvió a encender sus luces de navegación.
—Muy bien, quede atento. Romeo, esta es la forma en que quiero proceder; usted guía a «Hatchet» por radar en un rumbo que lo lleve a la sonoboya, y nosotros usaremos nuestro sonar para que él haga el lanzamiento cuando intercepte la marcación cruzada. ¿Está de acuerdo? Cambio.
—Recibido, de acuerdo —contestó Morris.
—Arme el pescado —dijo O’Malley a su copiloto.
—¿Para qué?
—Si las cargas no dan en el blanco, puede apostar a que saldrá del fondo como el salmón en época de desove.
O’Malley acercó su helicóptero y avistó el destello de las luces de anticolisión del helicóptero «Lynx» británico.
—«Hatchet», tallyho. Ahora lo tengo a las nueve. Por favor, mantenga esa posición mientras nosotros nos preparamos. Killy, ¿algún cambio en el contacto?
—No, señor. Este tipo tiene una sangre fría a toda prueba, señor.
Pobre valiente hijo de puta, pensó O’Malley para sus adentros, La baliza de humo sobre el contacto ya iba a terminar de quemarse. Lanzó otra. Después de controlar una vez más su pantalla de presentación táctica, se desplazó hasta una posición a mil metros al este del contacto, detuvo el helicóptero y, haciendo vuelo estacionario, bajó el sonar de profundidad desde quince metros sobre la superficie.
—Allí está —informó el suboficial—. Marcación dos seis ocho.
—«Hatchet», Hammer. Estamos listos para que inicie su VECTAC. Va a guiarlo Romeo.
El control del rumbo del helicóptero británico se hizo ahora desde el radar de la fragata Reuben James, que lo guio en un exacto rumbo Norte. O’Malley observó cómo se aproximaba el «Lynx», verificando que el viento no lo apartara a él de su correcta posición.
—Deberá lanzar las cargas, una cada vez, cuando yo le indique. Atento, «Hatchet».
—Quedo atento.
—Carga uno… ¡Ya, ya! Carga dos… ¡Ya, ya! ¡Aléjese!
El piloto del «Lynx» no necesitaba que lo alentaran. Apenas se desprendió la segunda carga, el helicóptero tomó altura bruscamente y se alejó hacia el Noreste. Simultáneamente, O’Malley ascendió también para sacar del agua a su delicado transductor de sonar.
Desde el fondo llegó un extraño relámpago luminoso, luego otro. La superficie del mar se convirtió en espuma que se levantó hacia el cielo estrellado. O’Malley se acercó y encendió los faros de aterrizaje. La agitada superficie estaba sucia de barro y…, ¿aceite? Igual que en el cine, pensó, y lanzó al agua otra sonoboya.
Surgían del fondo reverberaciones con el rumor de las cargas de profundidad, pero el sistema las filtraba y sólo dejaba pasar los sonidos de frecuencia más alta. Oyeron escapes de aire y corrientes intensas de agua. Alguien a bordo del submarino quizás hubiera abierto los controles de lastre en un vano intento de soplar la nave para llevarla hasta la superficie. Después hubo algo más, un ruido como el que produce el agua cuando cae sobre un plato caliente. Pasó un momento antes de que O’Malley lo interpretara.
—¿Qué es eso, jefe? —preguntó O’Malley por el intercomunicador—. Jamás lo he oído.
—El contenedor del reactor se ha fracturado, Lo que usted está oyendo es un escape nuclear del reactor.
¡Dios mío, qué desastre va a ser eso, tan cerca de la costa!, —pensó—. Durante varios años no se podrán hacer inmersiones hasta el Andrea Doria… O’Malley conectó el circuito de la radio.
—«Hatchet», aquí Hammer. Yo recibo ruidos de roturas. Nosotros lo calificamos como hundimiento. ¿Lo hicieron ustedes? Cambio.
—Sí, es nuestro zorro, Hammer. Gracias por la guía.
O’Malley se echó a reír.
—Comprendido, «Hatchet». Ya que ustedes reclaman la autoría del hundimiento, también tendrán que ser ustedes los que presenten la declaración sobre agresión al ambiente. Cambio y corto.
A bordo del «Lynx», piloto y copiloto se miraron.
—¿Qué diablos es eso?
Los dos helicópteros regresaron en formación abierta e hicieron pasadas tanto sobre la fragata británica como sobre la norteamericana para celebrar el hundimiento. Era el segundo para la Battleaxe, y la Reuben James ya podría pintar medio submarino en la pared lateral del puente de navegación. Ambos buques recuperaron sus helicópteros y viraron al Oeste, hacia Nueva York.
MOSCÚ, URSS
Mikhail Sergetov abrazó a su hijo a la manera rusa, con pasión y besos en ambas mejillas para darle la bienvenida a su regreso del frente. El miembro del Politburó tomó a su sucesor por un brazo y lo condujo hasta su Zil, donde los esperaba el chófer para llevarlos a Moscú.
—Te han herido, Vanya.
—Me corté la mano con unos vidrios. —Iván se encogió de hombros, restándole importancia; su padre le ofreció un vasito de vodka y él lo tomó—. Hace dos semanas que no pruebo un trago.
—¿Cómo?
—El general no permite beber en su puesto de mando —explicó Iván.
—¿Es un oficial tan bueno como yo pensaba?
—Tal vez mejor aún. Le he visto mandar en el frente. Es un conductor verdaderamente dotado.
—Entonces, ¿por qué no hemos conquistado Alemania?
Iván Mikhailovich Sergetov había crecido mientras su padre escalaba posiciones en el Partido hasta llegar casi al tope, y muchas veces lo había visto cambiar en segundos, de una actitud amable a otra de áspero militante político. Pero esa era la primera vez que le ocurría a él.
—La OTAN se hallaba mucho mejor preparada de lo que nos hicieron creer, padre. Estaban esperando que llegáramos, y su primera misión en la guerra, antes de que nosotros hubiésemos cruzado siquiera la frontera en fuerza, nos cayó como una brutal conmoción.
Explicó los efectos de la «Operación Dreamland».
—No nos dijeron que fuera tan malo. ¿Estás seguro?
—Yo he visto algunos de los puentes. Esos mismos aviones efectuaron un ataque contra un puesto de mando simulado en las afueras de Stendal. Las bombas ya estaban cayendo antes de que nosotros supiésemos que los aviones se hallaban allí. Si su Inteligencia hubiera sido mejor, es probable que ahora yo no estuviera vivo.
—¿De manera que se trata de su poder aéreo?
—Esa es la mayor parte del problema. He visto a sus cazabombarderos cortar a través de una columna de tanques como una cosechadora en un campo de trigo. Fue horrible.
—Pero…, ¿y nuestros misiles?
—Nuestras tropas de misiles practican una o dos veces al año, disparando contra blancos inermes que pasan en línea recta y a una altura a la que todos pueden verlos, Los cazas de la OTAN vuelan entre los árboles. Si los misiles antiaéreos de ambos bandos actuaran tan bien como dicen sus fabricantes, ya habrían derribado por lo menos dos veces a todos los aviones del mundo. Pero lo peor de todo son sus misiles antitanques…, tú sabes, son como los nuestros, funcionan demasiado bien. —El joven Sergetov hizo un gesto con las manos—. Tres hombres en un vehículo con ruedas. Un conductor, un auxiliar de carga, un artillero. Se esconden detrás de un árbol en una curva del camino, y esperan. Cuando nuestra columna aparece a la vista de ellos, disparan desde una distancia de… digamos, dos kilómetros. Están instruidos para buscar el tanque comando, el que lleva levantada la antena de la radio. Con mayor frecuencia que la deseable, el primer aviso que tenemos es ya el impacto de la primera descarga. Disparan otro misil más y destruyen otro tanque, y luego huyen velozmente antes de que nosotros podamos pedir fuego de artillería. Cinco minutos después, desde otra posición, vuelve a ocurrir lo mismo. Nos están desgastando una barbaridad —dijo el mayor, haciéndose eco de las palabras de su comandante.
—¿Quieres decir que estamos perdiendo?
—No. Yo digo que no estamos ganando —respondió Iván—. Pero eso, para nosotros, es la misma cosa.
Continuó con el mensaje de su comandante y vio que su padre se aplastaba contra el respaldo del asiento de cuero de su automóvil.
—Yo lo sabía. Se lo previne. ¡Imbéciles!
Iván hizo un gesto con la cabeza, señalando al conductor. Su padre sonrió e hizo otro gesto, como quitándole importancia. Vitaly era servidor de Sergetov desde hacía años. Su hija era doctora gracias al apoyo del ministro; su hijo se hallaba seguro en la Universidad mientras la mayoría de los jóvenes del país estaban bajo las armas.
—Los consumos de petróleo crecieron un veinticinco por ciento por encima de mis predicciones ministeriales. Y un cuarenta más que las predicciones del Ministerio de Defensa. Nunca se le ocurrió a nadie que los aviones de la OTAN iban a ser capaces de descubrir nuestras instalaciones ocultas de almacenamiento de petróleo. En estos momentos mi personal está volviendo a evaluar las reservas nacionales. Si lo terminan a tiempo, tengo que recibir el informe provisional esta tarde. Mira alrededor, Vanya. Fíjate tú mismo.
Apenas se veía vehículo alguno, ni siquiera camiones. Moscú nunca había sido una ciudad muy animada, pero ahora se veía triste aun para los propios ojos rusos. La gente caminaba apresurada por calles prácticamente desiertas, sin mirar en torno, sin levantar la vista. Eran tantos los hombres que faltaban, comprendió Iván. Y muchos de ellos jamás regresarían. Como siempre, su padre leyó sus pensamientos.
—¿Son muy grandes las pérdidas?
—Espantosas. Muchas más de lo estimado. No tengo las cifras exactas… mi especialidad es Inteligencia, no administración, pero las bajas son tremendas.
—Todo esto es un error, Vanya —dijo el ministro en voz baja—. Pero el Partido siempre tiene razón. ¿Durante cuántos años creíste eso?
—Ahora ya no se puede hacer nada al respecto, padre. También necesitamos información sobre los abastecimientos de la OTAN. Las cifras que nos llegan al frente han tenido…, un exceso de procesamiento, digamos. Necesitamos mejor información para hacer nuestras propias apreciaciones.
Al frente, pensó Mikhail. Su irritación ante esas palabras no alcanzaba a borrar por completo el orgullo que sentía por lo que había llegado a ser su hijo. Muchas veces llegó a preocuparse ante la posibilidad de que se convirtiera en otro joven «noble» de la familia del Partido. Alekseyev no era de los que ascendían gente porque sí; y de sus propias fuentes sabía que Iván acompañó al general a la primera línea de batalla en repetidas ocasiones. El muchacho se había transformado en hombre. Lástima que hubiera hecho falta una guerra para que eso sucediera.
—Veré lo que puedo hacer.
USS CHICAGO
La depresión Svyatana Anna era el último y corto tramo de aguas profundas que debían atravesar. El tren de carga de submarinos de ataque rápido disminuyó la velocidad hasta casi detenerse, al aproximarse al borde del pack de hielo. Esperaban encontrar allí dos submarinos amigos, aunque «amigo» no era una palabra apropiada en operaciones de guerra. Todos los submarinos norteamericanos tenían su personal en los puestos de combate. McCafferty controló la hora y la posición. Hasta ese momento, todo iba saliendo de acuerdo con el plan. Asombroso, pensó.
No le gustaba nada ser el submarino líder. Si había un ruso patrullando al borde del pack…, sería a él a quien le dispararía primero, y McCafferty lo sabía. Aunque se preguntaba si el que iba a recibir el primer impacto sería el aliado o el ruso.
—Control, aquí sonar; recibo ruidos débiles de mecanismos, con marcación uno nueve uno.
—¿La marcación cambia?
—Acabo de recibirlo, señor. Por el momento, no está cambiando.
McCafferty extendió el brazo por el puesto del electricista de turno y conectó el «gertrude», un teléfono de sonar tan arcaico como efectivo. El único ruido era el que producía el pack de hielo crujiendo y retumbando. Detrás de él, el oficial ejecutivo puso a trabajar al grupo de control de seguimiento de fuego en busca de una solución para torpedo sobre el posible nuevo blanco.
Por el megáfono se oyó un conjunto de sílabas confusas y mutiladas.
McCafferty levantó el auricular del «gertrude» y presionó la tecla de transmisión.
—Zulu X ray.
Una pausa de varios segundos, y luego una áspera respuesta.
—Hotel Bravo —respondió el HMS Sceptre.
McCafferty soltó un largo suspiro de alivio que pasó inadvertido para el resto del personal de la central de ataque; aunque todos ellos estaban haciendo exactamente lo mismo.
—Todo adelante un tercio —dijo el comandante.
Diez minutos después se hallaban en mejor posición para el alcance del «gertrude». El Chicago se detuvo para comunicarse.
—Bien venido al jardín trasero soviético, viejo. Hay un pequeño cambio en los planes. Keyboard (el nombre clave del HMS Superb) se encuentra a dos cero millas al Sur para controlar más adelante su ruta. No hemos hallado actividad hostil durante las últimas treinta horas. La costa está despejada. Buena caza.
—Gracias, Keylock. Aquí está la banda completa. Cambio y corto. —McCafferty colgó—. Caballeros, ¡la misión está en marcha! ¡Todo adelante dos tercios!
El submarino nuclear de ataque aumentó la velocidad a doce nudos con un rumbo de uno nueve siete grados. El HMS Sceptre contó los submarinos norteamericanos a medida que iban pasando, luego reinició su tarea, describiendo lentos círculos cerca del borde del pack de hielo.
—Buena suerte, muchachos —dijo por lo bajo su comandante.
—No tendrán problemas para entrar.
—No es la entrada lo que me preocupa, Jimmy —replicó el comandante, usando el nombre tradicional para el primer oficial de un submarino británico—. Lo peliagudo es la salida.
STORNOWAY, ESCOCIA
—Télex para usted, capitán.
Un sargento de la RAF tendió el formulario de mensaje a Toland.
—Gracias.
Leyó el contenido.
—¿Nos deja? —preguntó el comandante Mallory.
—Quieren que vuele a Northwood. Eso queda cerca de Londres, ¿no es así?
Mallory asintió.
—No hay ningún problema para llevarlo.
—Me alegro. Dice «de inmediato».
NORTHWOOD, ESCOCIA
Había estado muchas veces en Inglaterra, siempre para tratar asuntos con sus números opuestos en el Cuartel General de Comunicaciones Gubernamentales, cerca de Cheltenham. Parecía destinado a que todos sus vuelos llegaran de noche. Estaba volando de noche en ese momento, y algo extraño ocurría. Algo obvio…
Oscurecimiento. Había pocas luces abajo. ¿En verdad importaba esa medida, ahora que los aviones tenían avanzadas ayudas de navegación, o era sobre todo una actitud psicológica para recordar a la gente lo que estaba sucediendo? ¡Como si el cubrimiento continuo de la televisión, parte de él «en vivo» desde el frente de batalla, no fuera ya suficiente! Toland se había perdido la mayor parte; pues, como la mayoría de los hombres de uniforme, no tenía tiempo para contemplar el cuadro general de la situación mientras se concentraba en la pequeña parte que le tocaba a él. Imaginó que a Ed Morris y Danny McCafferty les ocurriría lo mismo…, y entonces se dio cuenta de que era la primera vez que pensaba en ellos desde hacía más de una semana. ¿Cómo les iría en lo suyo? Hasta el momento, ellos estaban más expuestos al peligro que él, aunque su experiencia en el Nimitz, en el segundo día de la guerra, le había producido suficiente terror como para sentirlo por el resto de su vida. Toland todavía no sabía que un mensaje de télex de rutina enviado por él una semana antes, afectaría directamente sus vidas por segunda vez en ese año.
El «Boeing 737» de transporte de pasajeros aterrizó diez minutos después. Sólo veinte personas estaban a bordo, casi todas ellas de uniforme. Esperaba a Toland un automóvil con chófer, que lo llevó velozmente a Northwood.
—¿Usted es el capitán de fragata Toland? —le preguntó un teniente de la Marina Real—. Por favor, acompáñeme, señor. El comandante del Atlántico del Este quiere verlo.
Encontró al almirante Sir Charles Beattie mordiendo una pipa apagada frente a un enorme mapa del Atlántico Norte y del Este.
—Capitán de fragata Toland, señor.
—Gracias —dijo el almirante, sin volverse—. Té y café en ese rincón.
Toland se sirvió una taza de té. Solamente lo bebía en el Reino Unido, y después de varias semanas se descubrió preguntándose por qué no lo tomaba en su casa.
—Sus «Tomcat» se han portado muy bien allá en Escocia —dijo Beattie.
—Fue el radar aéreo el que marcó la verdadera diferencia, señor. Más de la mitad de los derribos fueron logrados por la RAF.
—La semana pasada usted envió un mensaje a nuestros muchachos de operaciones aéreas referido a que sus «Tomcat» podían seguir visualmente a los «Backfire» a muy larga distancia.
Toland tardó unos segundos en recordarlo.
—Ah, sí. Es el sistema de cámara de vídeo que tienen, almirante. Está diseñado para identificar aviones del tamaño de un caza a cincuenta kilómetros más o menos. Y si se trata de seguir a algo del tamaño de un «Backfire», pueden hacerlo a ochenta kilómetros aproximadamente, si el tiempo es bueno.
—¿Y los «Backfire» no detectan que los están siguiendo?
—No es probable, señor.
—¿Hasta qué distancia pueden seguir a un «Backfire»?
—Esa es una pregunta para un piloto, señor. Con apoyo de aviones cisterna, podemos mantener un «Tomcat» en vuelo durante casi cuatro horas. Dos horas en cada sentido. Los llevaría casi todo el camino hasta sus bases de operaciones.
Beattie se volvió para mirar a Toland de frente por primera vez. Sir Charles había sido aviador, y el último comandante del viejo Ark Royal, también el último portaaviones verdadero de Gran Bretaña.
—¿Qué seguridad tiene usted de cuáles son las bases aéreas de operaciones de Iván?
—¿Para los «Backfire», señor? Operan desde las cuatro pistas que rodean Kirovsk. Supongo que tendrá fotografías de satélites de sus posiciones, señor.
—Aquí.
Beattie le entregó una carpeta.
Todo aquello tenía cierto grado de irrealidad, pensó Toland. Los almirantes de cuatro estrellas no conversaban con capitanes de fragata recién ascendidos, a menos que no tuvieran otra cosa que hacer, y Beattie tenía muchas. Bob abrió la carpeta.
—¡Oh!
Miró un juego de fotografías de Umbozero, la base aérea situada al este de Kirovsk. Durante el pasaje del satélite habían encendido fuego en recipientes colocados en diversos lugares, y el humo negro resultante ocultaba completamente las pistas de aterrizaje a la visión directa; había también bengalas que dificultaban las fotografías por el sistema infrarrojo.
—Bueno, se distinguen los refugios de cemento, y tal vez unos tres aviones. ¿Tomaron esto cuando ellos estaban efectuando un ataque?
—Exacto. Muy bien, capitán. La fuerza de «Backfire» dejó la base tres horas antes de que pasara el satélite.
—También hay camiones… ¿cargan combustible a presión? —El almirante asintió—. ¿Lo hacen en cuanto terminan de aterrizar?
—Creemos que sí, antes de entrar en los refugios. Evidentemente no les gusta la idea de cargar combustible dentro de una construcción. Parece bastante razonable. Iván ha tenido problemas con explosiones accidentales en los últimos años.
Toland asintió, recordando la explosión ocurrida en las instalaciones principales de almacenamiento de munición de la flota rusa del Norte, en 1984.
—Sería maravillosamente divertido pescarlos en tierra…, pero no tenemos aviones tácticos que lleguen cerca de esa distancia. Los «B-52» podrían hacerlo, pero los aniquilarían. Ya aprendimos eso sobre Islandia.
—¿Un «Tomcat» estaría en condiciones de seguir a los «Backfire» casi hasta el umbral ruso, y eso podría permitir una predicción exacta sobre el momento de su aterrizaje? —insistió Sir Charles.
Toland observó el mapa. Los «Backfire» volvían a entrar bajo la cobertura aérea de sus cazas a unos treinta minutos de vuelo de sus bases.
—En unos quince minutos, sí, almirante. Creo que podemos hacerlo. Me pregunto cuánto tiempo tardarían en cargar combustible en un «Backfire».
Toland vio que detrás de aquellos ojos azules había un cerebro que pensaba intensamente.
—Capitán, mi oficial de operaciones va a explicarle algo llamado «Operación Doolittle». Le pusimos ese nombre en homenaje a uno de sus muchachos, que también hizo posible un pequeño e inteligente recurso para destruir instalaciones mediante la Armada. Por el momento, esta información es estrictamente secreta, y para su exclusivo conocimiento. Vuelva dentro de una hora. Quiero su apreciación sobre cómo podemos mejorar el concepto operacional básico.
—Sí, señor.
USS REUBEN JAMES
Estaban en el puerto de Nueva York. O’Malley se hallaba en la cámara de oficiales terminando de escribir el informe sobre la destrucción del submarino soviético cuando empezó a sonar el teléfono instalado en el mamparo de babor. Levantó la vista y descubrió que era el único oficial en el salón, lo cual significaba que tendría que contestar él.
—Cámara de oficiales. Capitán de corbeta O’Malley.
—Aquí Battleaxe. ¿Puedo hablar con su comandante, por favor?
—Está durmiendo la siesta. ¿Me es posible ayudarle, o es algo importante?
—Si no está demasiado ocupado, el comandante quiere invitarlo a cenar. Dentro de media hora. Y a su oficial ejecutivo, y al piloto del helicóptero también, si están disponibles.
El piloto se rio.
—El oficial ejecutivo está en tierra, pero el chófer del helicóptero está disponible, si es que en el buque de la Reina todavía queda algo líquido.
—Por cierto que todavía queda, capitán.
—Muy bien, voy a ir a despertarlo. Le llamaré dentro de unos minutos.
O’Malley colgó y salió de la cámara. En la puerta tropezó con Willy.
—Discúlpeme, señor. ¿La práctica de carga de torpedos?
—Está bien, de todos modos, voy a ver al comandante. —Willy se había quejado de que la última práctica había sido un poco lenta; O’Malley entregó su informe al suboficial—. Lleve esto abajo, a la oficina del buque, y dígales que lo mecanografíen.
Siguió su camino y encontró cerrada la puerta de la cámara del comandante, pero la luz de advertencia de «No molestar» estaba apagada. Golpeó con los nudillos y entró. El ruido lo sorprendió.
—¡Es que usted no lo ve!
Las palabras surgían con voz entrecortada. Morris estaba acostado de espaldas, con las manos agarrotadas sobre la manta. Tenía la cara cubierta de sudor y jadeaba como si acabara de finalizar una maratón.
—Cristo.
O’Malley vaciló. En realidad, no conocía bien a ese hombre.
—¡Cuidado!
Esto ya fue casi un grito, y el piloto se preguntó si podría oírlo cualquiera que pasara por el corredor y pensara que el comandante estaba… Tenía que hacer algo.
—¡Despierte, señor!
Jerry cogió a Morris por los hombros y lo levantó hasta ponerlo en posición de sentado…
—¡Es que usted no lo ve! —gritó Morris, aún no despierto del todo.
—Tranquilícese, compañero. Está amarrado al muelle en el puerto de Nueva York. Se encuentra a salvo. El buque también. Vamos, comandante. No pasa nada.
Morris parpadeó casi diez veces. Vio la cara de O’Malley a quince centímetros de la suya.
—¿Qué diablos está haciendo usted aquí?
—Me alegro de haber venido. ¿Está bien ahora?
El piloto encendió un cigarrillo y lo pasó al comandante.
Morris no lo aceptó y se puso de pie. Caminó hasta el lavabo y se sirvió un vaso de agua.
—Era sólo un estúpido sueño. ¿Qué quiere?
—Nos han invitado a cenar en la casa de al lado dentro de media hora… Supongo que es en reconocimiento por haberles dado el «Victor». Además, señor, quisiera que sus tripulantes de cubierta practicaran la carga de torpedos en mi pájaro. La última vez fue un poco lenta, según dice mi suboficial.
—¿Cuándo quiere que lo hagan?
—Tan pronto como sea de noche, señor. Es mejor que aprendan en la forma más difícil.
—Muy bien. ¿Media hora para la cena?
—Sí, señor. Sería bueno tomar una copa.
Morris sonrió con gran entusiasmo.
—Supongo que sí. Voy a lavarme. Nos encontraremos en la cámara. ¿Este asunto es formal?
—No dijeron nada. Yo no pensaba cambiarme, si a usted le parece bien, jefe.
O’Malley tenía puesta la ropa de vuelo. Se sentía perdido cuando le faltaban todos sus bolsillos.
—Veinte minutos.
O’Malley fue a su camarote y se pasó un trapo sobre las botas. El traje de vuelo era nuevo, y él pensaba que con eso estaba suficientemente bien vestido. Morris le preocupaba. El hombre podía derrumbarse, y eso era algo que no debía ocurrirle a un comandante de buque. En parte era ahora también su problema. Además —se dijo O’Malley—, es un gran tipo.
Tenía mejor aspecto cuando volvieron a encontrarse. Era asombroso lo que pudo hacer una ducha. Se había cepillado hacia atrás el cabello y llevaba un uniforme bien planchado. Los dos oficiales caminaron hacia popa, pasaron junto a la plataforma del helicóptero y luego bajaron por la plancha hasta el muelle.
La fragata HMS Battleaxe parecía ser una nave más grande que la norteamericana. En realidad, era unos tres metros y medio más corta, pero setecientas toneladas más pesada. Varias diferencias de diseño reflejaban las filosofías de sus constructores. No se podía negar que era más bonita que su equivalente norteamericana; las líneas simples y comunes de su casco estaban más que compensadas por una superestructura que parecía esculpida con el único propósito de apoyarse sobre un buque…, y no en un muelle.
Morris se alegró de ver que las cosas eran informales.
Al pie de la planchada los esperaba un guardiamarina jovencito, que los acompañó para subir a bordo, mientras les explicaba que el comandante estaba hablando por radio en ese momento. Después de los saludos de costumbre al pabellón y al oficial de guardia, los llevó hasta el sector del buque equipado con aire acondicionado y luego hacia popa, hasta la cámara de oficiales.
—¡Fantástico, un piano! —exclamó O’Malley.
Un desvencijado piano vertical estaba asegurado contra el mamparo de babor con un cable de cinco centímetros. Varios oficiales se pusieron de pie y empezaron a presentarse.
—¿Quieren tomar algo, caballeros? —preguntó un camarero.
O’Malley tomó una lata de cerveza y se acercó al piano. Un minuto después estaba aporreándolo a su manera para interpretar algo de Scott Joplin. Se abrió la puerta anterior de la cámara.
—¡Jerr-O! —exclamó el hombre que tenía cuatro galones en las insignias de grado sobre los hombros.
—¡Doug! —O’Malley se levantó de un salto y corrió a darle la mano—. ¿Cómo diablos estás?
—Sabía que era tu voz la que oí por la radio. Hammer, seguro. A la Armada norteamericana se le acabaron los pilotos competentes y echaron mano de ti, ¿eh?
Ambos hombres rieron a carcajadas. O’Malley hizo un gesto en dirección a su comandante.
—Capitán Ed Morris, le presento al capitán Doug Perrin, MBE, RN, y una tonelada de otras siglas. Fíjese en su «pavo», jefe; antes de enmendarse era comandante de submarinos.
—Veo que ustedes se conocen bien, muchachos.
—Algún maldito imbécil decidió enviarlo a dar clases en el HMA Dryad, nuestro buque escuela de lucha antisubmarina, cuando yo seguía el curso avanzado. Por eso nos conocemos desde hace cien años.
—¿Pudieron volver a armar el «Fox and Fence»? —preguntó O’Malley—. Jefe, era un pub que estaba cerca, y una noche, Doug y yo…
—Estoy tratando de olvidar aquella noche, Jerry’o. Susan me hizo la vida imposible durante varias semanas por eso. —Los llevó unos metros atrás y se sirvió una copa—. ¡Fue maravilloso el trabajo de anoche con ese «Victor»! Capitán Morris, tengo entendido que usted actuó muy bien con su buque anterior.
—Hundimos un «Charlie» y participamos en otros dos hundimientos.
—Nosotros nos encontramos con un «Echo» en nuestro último convoy. Es un submarino viejo, pero tenía un buen comandante. Nos costó seis horas. Pero un par de submarinos diesel, probablemente «Tango», pudieron filtrarse y hundieron cinco buques y un escolta. La fragata Diomede puede haber hundido uno de ellos. No estamos seguros.
—¿El «Echo» lo estaba persiguiendo usted? —preguntó Morris.
—Era muy probable —respondió Perrin—. Parece que Iván busca los buques escolta de modo deliberado. Durante el último ataque de «Backfire» nos dispararon dos misiles. Uno se desorientó en nuestra nube chaff, y al otro, afortunadamente, lo interceptó nuestro «Sea Wolf». Por desgracia, el que explotó detrás de nosotros nos amputó el sonar de remolque, de manera que ahora tenemos solamente el sonar «2016».
—¿Por eso los han asignado para que operen con nosotros forzosamente?
—Así parece.
Los comandantes siguieron conversando de temas profesionales, lo que en realidad había sido el propósito de la cena. O’Malley se encontró con el piloto del Linx inglés mientras preparaban las mesas, y ambos conversaron de su especialidad, mientras el norteamericano tocaba el piano. En alguna parte de la Marina Real había una directriz: cuando traten con oficiales norteamericanos invítenlos temprano, háganlos beber unas copas primero y luego hablen del tema que interesa.
La cena fue excelente, aunque el juicio de los norteamericanos estaba en parte afectado por los refrescos líquidos. O’Malley escuchó atentamente cuando su comandante describió la pérdida de la fragata Pharris, las tácticas empleadas por los rusos y por qué él no había logrado contrarrestarlas debidamente. Era como escuchar a un hombre que relata la muerte de su hija.
—En esas circunstancias, es difícil saber qué otra cosa podría haber hecho usted —dijo Doug Perrin, en actitud comprensiva—. El «Victor» es un enemigo muy eficaz, y es posible que haya calculado con precisión el tiempo en que usted terminaría la carrera delante del convoy.
Morris movió la cabeza.
—No, nosotros salimos de la carrera muy lejos de su posición y de esa manera su solución de tiro quedó malograda. Si yo hubiera hecho mejor las cosas, aquellos hombres no estarían muertos. Yo era el comandante. Fue culpa mía.
—Yo he estado en submarinos —dijo Perrin—, usted lo sabe. El submarino tiene la ventaja, porque ya venía siguiéndolo.
Echó una rápida mirada a O’Malley.
La cena terminó a las ocho. Los comandantes de los buques escolta debían reunirse a la tarde siguiente, y el convoy iba a zarpar a la puesta del sol. O’Malley y Morris salieron juntos, pero el piloto se detuvo.
—Olvidé la gorra. Volveré en un minuto.
Regresó apresuradamente a la cámara. El capitán Perrin todavía estaba allí.
—Doug, necesito una opinión.
—Morris no debería salir de nuevo en su estado actual. Lo siento, Jerry, pero así es como veo yo las cosas.
—Tienes razón. Pero hay algo que puedo intentar.
O’Malley hizo una pequeña compra y se reunió nuevamente con Morris dos minutos después.
—Señor, ¿tiene algún motivo en particular para volver directamente al buque? —preguntó con calma—. Hay algo que necesito hablar con usted y no quiero hacerlo a bordo. Es un asunto personal. ¿Está bien?
El piloto se mostraba muy turbado.
—¿Qué le parece si caminamos un poco? —propuso Morris.
Los dos oficiales se dirigieron al Este. O’Malley miraba hacia uno y otro lado de la calle hasta que encontró uno de esos típicos bares del puerto, frecuentado por marineros. Entraron y buscaron un lugar apartado en el fondo.
—Dos vasos —dijo O’Malley a la camarera.
Abrió el cierre de cremallera del bolsillo que tenía en la pierna del traje de vuelo y sacó una botella de whisky irlandés «Black Bush».
—Si quiere beber aquí, tiene que comprar aquí.
O’Malley dio a la muchacha dos billetes de veinte dólares.
—Dos vasos y hielo. —El tono de su voz no admitía discusiones—. Y que no nos molesten.
El servicio fue inmediato.
—Esta tarde estuve revisando mi libreta de vuelo —dijo O’Malley, después de beberse de un trago la mitad del vaso—. Cuatro mil trescientas sesenta horas de vuelo. Contando lo de anoche, trescientas once horas de combate.
—Vietnam. Usted dijo que había estado allá. —Morris bebió a su vez.
—Último día, última misión. Búsqueda y rescate de un piloto de «A-7» derribado a unos treinta kilómetros al sur de Haiphong. —O’Malley nunca había hablado de eso, ni siquiera con su esposa—. Vi un relámpago en el suelo, y cometí el error de no hacerle caso. Pensé que era un reflejo de una ventana o de un arroyo…, o cualquier cosa. Seguí adelante. Resultó que probablemente había sido el posible reflejo de la mira de un cañón, tal vez un par de binoculares. Un minuto después nos envuelve una descarga de artillería antiaérea de algunos cientos de milímetros. El helicóptero parece que se desarma. Consigo aterrizar, nos estamos incendiando. Miro a la izquierda…, el copiloto está destrozado, partes de su cerebro se encuentran sobre mis rodillas. El suboficial encargado de tripulantes, un tercera clase de nombre Ricky, está en la parte de atrás. Me doy vuelta y miro. Tiene arrancadas las dos piernas. Creo que en ese momento todavía estaba con vida, pero no había una maldita cosa que yo pudiera hacer…, ni siquiera podía llegar a él, por la forma en que había quedado todo… Y aparecen tres tipos que vienen hacia nosotros. Lo único que hice fue huir. A lo mejor no me vieron. O no les importó…, no sé. Otro helicóptero me encontró al cabo de doce horas. —Se sirvió otro whisky y llenó el vaso de Morris—. No me haga beber solo.
—Ya he tomado suficiente.
—No. Ni yo tampoco. Me costó un año sobreponerme a eso. Usted no tiene un año; todo lo que tiene es esta noche. Debe hablar de aquello, comandante. Yo lo sé. ¿Ahora le parece malo? Después se hace peor.
Bebió otra vez. «Por lo menos la bebida es buena», se dijo O’Malley. Observó a Morris durante cinco minutos, sentado en silencio, bebiendo lentamente y preguntándose si no sería mejor regresar al buque. El orgulloso comandante. Como todos los comandantes, condenado a vivir solo, y este se encontraba más solo que cualquier otro. Teme que yo tenga razón —pensó O’Malley—. Tiene miedo de que sea cada vez peor. Pobre hombre. Si tú supieras.
—Repítalo —dijo en voz baja—. Analice un solo paso cada vez.
—Usted ya hizo eso por mí.
—Yo tengo una boca demasiado grande. Debe de ser para que mis pies entren en ella. Usted lo hace en sueños, Ed. También podría hacerlo mientras está despierto.
Y entonces, lentamente, lo hizo. O’Malley le ayudaba por momentos. Condiciones de tiempo, rumbo y velocidad del buque. Qué sensores estaban operando. En una hora habían consumido las tres cuartas partes de la botella.
Finalmente, llegaron a los torpedos. La voz de Morris empezó a entrecortarse.
—¡Es que, simplemente, yo no podía hacer nada! Esa maldita cosa llegó hasta nosotros. Teníamos fuera solamente un nixie, y el primer pescado lo hizo volar y lo mandó al diablo. Traté de maniobrar con el buque, pero…
—Pero usted estaba combatiendo con un torpedo autoguiado. No se les puede ganar en velocidad, ni tampoco en maniobras.
—Pero yo no puedo dejar…
—¡Oh, mierda! —El piloto volvió a llenar los vasos—. ¿Usted cree que es el primer tipo que pierde una de esas latas? ¿No ha jugado nunca a la pelota, Ed? Diablos, hay dos bandos, y los dos juegan a ganar. ¿Espera que esos comandantes rusos se queden quietos y le digan «Húndame, húndame»? Usted debe de ser más tonto de lo que yo pensé.
—Mis hombres…
—Algunos de ellos están muertos, la mayoría no lo están. Lo siento mucho por los primeros. Lamento que Ricky muriera, el chico ni siquiera tenía diecinueve años. Pero yo no lo maté, y usted no mató a sus hombres. Usted salvó su buque. Lo trajo de vuelta con la mayor parte de su dotación.
Morris vació su vaso de un largo trago. Jerry volvió a llenarlo, sin preocuparse de ponerle hielo.
—Era mi responsabilidad. Mire, cuando volví a Norfolk, visité…, es decir, tuve que visitar a sus familias. Yo soy el comandante. Tengo que…, allí estaba esa niñita, Y… Cristo, O’Malley, ¿qué diablos dice uno? —preguntó Morris. Estaba sollozando, Jerry vio que había lágrimas en sus ojos. Bien. Eso era bueno.
—Esas cosas no vienen en los libros —coincidió O’Malley. Uno piensa que en esos momentos ya deben saberlo.
—Una niñita encantadora. ¿Qué les dice uno a los chicos?
Las lágrimas ya rodaban. Le había costado casi dos horas.
—Uno le dice a la niñita que su papá era bueno y que hizo lo mejor que pudo, y que uno hizo lo mejor que pudo, porque eso es todo lo que podemos hacer, Ed. Actuó perfectamente; pero a veces no importa.
No era la primera vez que O’Malley consolaba el llanto de un hombre. También él había llorado. Qué miserable puede llegar a ser esta vida —pensó—, capaz de poner así a hombres buenos como este.
Morris se recuperó pocos minutos después, y cuando terminaron de vaciar la botella, ambos estaban más borrachos que nunca. O’Malley ayudó a su comandante a levantarse y lo llevó hasta la puerta.
—¿Qué le pasa, marinero, no es capaz de aguantarlo? —preguntó un marino mercante que se hallaba solo, de pie junto al bar. No debía haberlo dicho…
El traje de vuelo abolsado que tenía puesto O’Malley no dejaba ver que el piloto era un hombre fuerte. Con el brazo izquierdo sostenía a Morris. Con la mano derecha agarró al hombre por la garganta y lo separó del bar de un tirón.
—¿Tienes algo más que decir de mi amigo, imbécil?
O’Malley apretó los dedos. La respuesta llegó en un susurro:
—Lo único que dije fue que si había bebido demasiado.
El piloto lo soltó.
—Buenas noches.
Maniobrar con el comandante para llevarlo de vuelta al buque resultó difícil en parte porque O’Malley también estaba borracho, pero sobre todo porque Morris estaba a punto de desmayarse. Eso también formaba parte del plan, pero el piloto se había acercado demasiado a su objetivo. Desde el muelle, la planchada parecía espantosamente vertical.
—¿Hay algún problema?
—Buenas noches, suboficial mayor.
—Buenas noches, capitán. ¿Trae con usted al comandante?
—Y necesitaría que me echara una mano.
—Parece que no es broma.
El suboficial bajó por la planchada. Juntos llevaron al comandante a bordo. Lo más difícil fue subir la escalerilla hasta su cámara; debieron llamar a otro marinero.
—¡Ajá! —exclamó el muchachito, y luego comentó—: ¡Parece que el viejo sabe cómo pescarse una buena!
—Hace falta ser un verdadero marino para ser capaz de llegar hasta el fondo —sentenció el suboficial.
Entre los tres lograron hacerle subir la escalerilla. Desde allí se hizo cargo solamente O’Malley, hasta dar con Morris en la litera. El comandante estaba profundamente dormido, y el piloto rogó que la pesadilla no volviera. La suya aún se repetía.
NORTHWOOD, INGLATERRA
—¿Qué, capitán?
—Sí, señor. Creo que dará resultado. Veo que casi todos los factores decisivos se ajustan perfectamente.
—El plan original tenía menos probabilidades de éxito. Estoy seguro de que los habrá preocupado, por supuesto, pero de esta manera podemos pensar que tendremos capacidad para dañarles gravemente.
Toland levantó la vista hacia el mapa.
—La coordinación en tiempo sigue siendo bastante difícil, aunque no mucho más que en aquel ataque que hicimos contra los aviones cisterna. Me gusta, señor. Con toda seguridad nos resolverá unos cuantos problemas. ¿Cuál es la situación del convoy?
—Hay ochenta buques reunidos en el puerto de Nueva York. Zarparán dentro de veinticuatro horas. Con fuerte escolta, apoyo de portaaviones, y hasta un nuevo crucero clase «Aegis» con los mercantes. Y el próximo paso después de eso, por supuesto…
Beattie siguió hablando.
—Sí, señor. Y la clave es Doolittle.
—Exactamente. Quiero que usted vuelva a Stornoway. Voy a enviar también a uno de mis hombres de operaciones aéreas para que trabaje con sus muchachos. Lo mantendremos informado durante todo el desarrollo. Recuerde que la difusión de esto debe quedar estrictamente limitada al personal que participa.
—Comprendido, señor.
—Puede retirarse, entonces.