05. MARINOS Y FANTASMAS

LA BAHIA CHESAPEAKE, MARYLAND

Sus ojos doloridos echaron un vistazo al horizonte. El sol asomaba sólo la mitad sobre la línea verde pardusca de la costa oriental de Maryland; eso le recordó (como si necesitara un recuerdo) que el día anterior había trabajado hasta tarde, y que se había acostado más tarde aún, para levantarse a las cuatro y media y poder tomarse un día de pesca. Un rebelde dolor de cabeza, casi una sinusitis, también le recordaba las seis latas de cerveza que había consumido frente al televisor.

Pero era su primera jornada de pesca del año, y disfrutaba con la caña en las manos cuando le dio un suave impulso hacia la pequeña onda que vio sobre la superficie calma de la bahía Chesapeake. ¿Un pez azul o de las rocas? Lo que fuera, no mordió su anzuelo «Bucktai». Pero no había prisa.

—¿Café, Bob?

—Gracias, Ned.

Robert Toland calzó la caña en su soporte y se echó hacia atrás en la silla giratoria de su «Boston Whaler Outrage». Su suegro, Edward Keegan, quitó la taza de plástico que servía de tapa a una gran jarra térmica. Bob sabía que el café sería bueno. Ned Keegan había sido oficial de la Marina de guerra y sabía apreciar una buena taza, preferiblemente mejorada con un chorrito de coñac o whisky irlandés…, algo que hiciera abrir los ojos y pusiera un poco de fuego en el estómago.

—Haga frío o no, ¡vaya si es bueno venir aquí!

Keegan paladeó su café, apoyando un pie sobre la caja de azulejos. No era solamente la pesca, coincidieron ambos hombres; salir al agua era una cura segura para la civilización.

—Además, me gustaría que ese pez de las rocas volviera —observó Toland.

—Qué diablos…, no hay teléfonos. ¿Dónde está tu transmisor?

—Creo que lo dejé en mis otros pantalones —dijo Keegan con una risita—. La AID [10] se tendrá que arreglar sin mi hoy.

—¿Crees que podrán?

—Bueno, la Marina pudo.

Keegan era un graduado de la academia que había cumplido sus treinta años de servicios retirándose luego para buscar otro sueldo. De uniforme, fue especialista en Inteligencia, y ahora tenía básicamente el mismo trabajo, lo que agregaba el sueldo del servicio civil a su retiro.

Toland era teniente de corbeta y estaba destinado en un destructor con base en Pearl Harbor cuando vio por primera vez a Martha Keegan, una joven estudiante de la Universidad de Hawai que cursaba Psicología y practicaba surf. Hacía ya quince años que estaban casados y vivían felices.

—Bien. —Keegan se puso de pie y levantó la caña—. ¿Y cómo andan las cosas en el fuerte?

Bob Toland era un analista de nivel medio en la ASN, Agencia de Seguridad Nacional. Había abandonado la Marina después de seis años, cuando la aventura del servicio en uniforme perdió para él su atractivo, pero siguió siendo un reservista activo. Su trabajo en la ASN se complementaba perfectamente con su servicio de reserva naval. Experto en comunicaciones y graduado en Electrónica, su actual tarea consistía en escuchar las señales soviéticas reunidas por los numerosos puestos de escucha de la ASN y los satélites exploradores. De paso, había obtenido también un título de experto en idioma ruso.

—La semana pasada oí una cosa realmente interesante, pero no pude convencer a mi jefe de que significaba algo.

—¿Quién es tu jefe de sección?

—El capitán Albert Redman, de la Marina. —Toland observó una lancha de pesca que pasaba a poca distancia—. Es una bestia.

Keegan rio.

—Debes tener cuidado al decir en voz alta cosas como esa, Bob, especialmente ahora que vas a entrar en servicio activo la semana que viene. Bert trabajó conmigo…, bueno, debe de haber sido hace unos quince años. Tuve que castigarlo unas cuantas veces. Tiene tendencia a ser algo porfiado.

—¿Porfiado? —Toland lanzó un bufido—. ¡Ese bastardo tiene tal estrechez mental que usa agendas de sólo tres centímetros de ancho! Primero fue aquel asunto del nuevo control de armamento, después le llevé algo realmente fuera de lo común el último miércoles, y él ordenó archivarlo. Diablos, no sé para qué se molesta siquiera en mirar los nuevos informes…, hace cinco años que tomó su decisión.

—¿Supongo que no puedes decirme de qué se trataba?

—No debería.

Bob vaciló un momento. «Demonios, si no podía hablar con el propio abuelo de sus hijos…».

—Uno de nuestros pájaros buscadores —dijo— estaba la semana pasada sobre la jefatura de un distrito militar soviético e interceptó una conversación telefónica por microondas. Era un informe a Moscú acerca de cuatro coroneles del distrito militar de los Cárpatos a quienes se había fusilado por falsificar información sobre alistamiento. Estaban preparando la nota sobre el juicio en el consejo de guerra y la ejecución para publicarla esta semana, probablemente en el Red Star.

Había olvidado por completo todo lo del incendio del campo petrolífero.

—¿Ah, si? —Las cejas de Keegan se levantaron—. ¿Y qué dijo Bert?

—Dijo: «Ya era hora de que los tipos se sinceraran». Y eso fue todo.

—¿Y tú qué opinas?

—Ned, yo no estoy en Tendencias e Intenciones, ¡esos estúpidos adivinos! Pero sé que ni siquiera los rusos matan gente para divertirse. Cuando Iván mata públicamente a alguien, lo hace con una finalidad precisa. ¡Esos no eran oficiales de incorporación de reclutas que aceptaban sobornos para hacer excepciones! No los mataron por robar combustible diesel o construir dachas con maderas malversadas. Yo controlé nuestros registros y resultó que teníamos legajos sobre dos de ellos. Ambos eran experimentados oficiales de escuela, veteranos de combate en Afganistán y miembros del partido en buena posición. Uno de ellos era graduado de la Academia Frunze y hasta había publicado varios artículos en Military Thought. ¡Por amor de Dios! Pero a los cuatro los sometieron a juicio en consejo de guerra por falsificar los informes de preparación de sus regimientos…, y los fusilaron tres días después. Esa historia invadirá las calles publicada en el Kraznaya Zezda durante los próximos días y en dos o tres partes, bajo la firma de El Observador…, y eso lo convierte en un asunto político con P mayúscula.

El Observador ocultaba el nombre de muchos oficiales de alta graduación que colaboraban en el Red Star, el diario de las fuerzas armadas soviéticas. Cualquier cosa que apareciera en la primera página y bajo esa firma era tomada muy en serio, tanto por las propias fuerzas armadas soviéticas como por aquellas cuya misión consistía en vigilarlas, porque esa firma se usaba explícitamente para hacer declaraciones políticas aprobadas por el alto comando militar y el Politburó en Moscú.

—¿Una historia en varias partes? —preguntó Keegan.

—Si, eso es; uno de los aspectos interesantes del asunto. Todo esto está fuera de lo habitual, Ned. Algo extraño está ocurriendo. Es cierto que fusilan con frecuencia a oficiales y otro personal militar…, pero no a coroneles que han escrito para el diario del Estado Mayor general, y menos por alterar algunas líneas en una declaración de alistamiento.

Dejó escapar un largo suspiro, feliz de haberse sacado aquello de adentro. La lancha de pescadores había puesto ahora rumbo sur y su estela se propagaba en líneas de ondas paralelas que llegaban hasta ellos. La escena hizo lamentar a Toland no haber llevado su cámara.

—Tiene sentido —murmuró Keegan.

—¿Eh?

—Lo que tú acabas de decir. Todo eso suena fuera de lo habitual.

—Si; anoche me quedé hasta tarde analizando un presentimiento. En los últimos cinco años, el Ejército Rojo ha publicado los nombres de catorce oficiales; ejecutados. Ninguno de ellos de jerarquía superior a la de coronel, y el único de ese grado fue un oficial de potencial humano de la Georgia soviética. El tipo estaba aceptando sobornos para exceptuar reclutas. Los otros casos fueron: uno de espionaje, para nosotros o para otros; tres abandonos de servicio bajo la influencia del alcohol, y nueve casos convencionales de corrupción, por haber vendido cualquier cosa, desde gasolina hasta el esquema de una computadora completa nalyevo, «en la izquierda», el mercado de espionaje. Ahora, de repente, eliminan cuatro comandantes de regimiento, y todos en el mismo distrito militar.

—Podrías llevarle eso a Redman —sugirió Keegan.

—Es perder el tiempo.

—Esos otros casos…, creo que recuerdo a aquellos tres tipos que…

—Si, fue parte de la campaña antialcohólica. Demasiados tipos se emborrachaban estando de servicio, y eligieron tres voluntarios, pour encourager les autres. —Bob movió la cabeza—. ¡Diablos, cómo los hubiera amado Voltaire!

—¿No tienes contacto con gente que esté en Inteligencia Civil?

—No, los que se hallan conmigo pertenecen todos a telecomunicaciones militares.

—Cuando estábamos almorzando el último… lunes, creo, conversábamos con un tipo de Langley. Había sido del Ejército y empezamos a hablar de cosas pasadas. Pero luego hizo comentarios sobre la nueva escasez que hay allá.

—¿Otra más?

Bob pareció divertido. Las escaseces no eran nada nuevo en Rusia. Un mes era dentífrico, o papel higiénico, o limpiaparabrisas…, él había oído de muchas cosas que faltaban, mientras almorzaba en la cafetería de la ASN.

—Si, batería para automóviles y camiones.

—¿Cierto?

—Desde hace un mes es imposible conseguir allá una batería para tu auto o camión. Hay un montón de coches inmovilizados y las baterías se roban por todas partes, de manera que la gente las desconecta de noche y se las lleva a sus casas. ¿Puedes creerlo?

—Pero en Togliattishtadt… —empezó a decir Toland, y se interrumpió.

Se refería a la inmensa ciudad-fábrica de automóviles en la Rusia europea, cuya construcción era un «proyecto heroico», y para la que habían movilizado miles de trabajadores. Se hallaba entre los complejos fabriles más modernos del mundo para la industria del automotor, y había sido construido con tecnología italiana principalmente.

—Allí tienen instalaciones fenomenales para fabricar baterías —concluyó—. No la han hecho volar, ¿verdad?

—Están trabajando en tres turnos. ¿Qué te parece?

NORFOLK, VIRGINIA

Toland se contempló a si mismo de cuerpo entero en el espejo, en el casino de oficiales de Norfolk. Habia viajado alli en automóvil la tarde anterior. El uniforme todavía le quedaba bien, notó quizás un poquito ajustado en la cintura, pero eso no era más que la obra de la Naturaleza, ¿verdad? Su «ensalada de barras» de condecoraciones consistía esta vez en una simple fila y media; pero tenía su distintivo de oficial de guerra de superficie, sus «alas de agua» (no siempre había sido un radiooperador glorificado). En sus bocamangas lucía los dos galones y medio de capitán de corbeta. Un toque final a sus zapatos con un paño y ya estaba saliendo en esa brillante mañana de lunes listo para iniciar las dos semanas de servicio que debía cumplir todos los años con la flota.

Cinco minutos después conducía su auto por Mitcher Avenue hacia el asentamiento del comandante en jefe de la flota del Atlántico (CINCLANT), un edificio chato y vulgar que había sido alguna vez un hospital. Madrugador habitual, Toland encontró medio vacía la explanada de estacionamiento de la calle Ingersoll, pero aún así tuvo cuidado de no ocupar ninguno de los sitios reservados para no provocar la ira de algún oficial superior.

—¿Bob? ¡Bob Toland! —gritó una voz.

—¡Ed Morris!

Era ahora el capitán de fragata Edward Morris, de la Marina de Guerra de los Estados Unidos, advirtió Toland, y la diminuta estrella dorada en la chaquetilla de su uniforme lo distinguía como comandante de algún buque. Toland hizo el saludo militar a su amigo antes de estrecharle la mano.

—¿Sigues jugando al bridge, Bob?

Toland, Morris y otros dos oficiales habían formado el cuarteto de bridge más consecuente del club de oficiales de Pearl Harbor.

—Algo; Marty no es muy buena jugadora, pero tenemos un grupo en la oficina que se reúne una vez por semana.

—¿Tan bueno como éramos nosotros? —preguntó Morris mientras caminaban juntos.

—¿Te estás burlando? ¿Sabes dónde trabajo ahora?

—Oí decir que habías terminado en Fuerte Meade después de retirarte.

—Sí, y los jugadores de bridge de la ASN están conectados a las malditas computadoras… ¡esas asesinas!

—¿Y cómo está tu familia?

—Muy bien. ¿Y la tuya?

—Esos condenados crecen demasiado de prisa…, hacen que te sientas viejo.

—Es cierto —comentó riendo Toland; luego apoyó un dedo sobre la estrellita del uniforme de Morris—. Ahora quiero que me hables de tu nuevo hijo.

—Mira mi coche.

Toland se dio vuelta. El «Ford» de Morris tenía una placa de matrícula personalizada: FF-1094. Para el que no sabía nada, se trataba de un número cualquiera. Pero indicaba a quien estuviera informado: Fragata antisubmarina número mil noventa y cuatro. USS Pharris.

—Siempre fuiste un tipo simpático y modesto —apuntó Toland con una sonrisa—. Muy bien, Ed. ¿Cuánto hace que la tienes?

—Dos años. Es grande, es bonita, ¿y es mia? Debiste haberte quedado en actividad, Bob. El día que me hice cargo del comando…, diablos, fue como el día que nació Jimmy.

—Te comprendo. La diferencia, Ed, es que yo siempre supe que tú llegarías a tener tu buque, y yo no.

En el legajo personal de Toland había una nota de amonestación porque un destructor había encallado mientras él estaba de guardia en el puente. No había sido más que mala suerte. Una ambigüedad en la carta náutica y condiciones adversas de la marea motivaron el error; pero fue suficiente para arruinar una carrera naval.

—¿Así que estás cumpliendo tus dos semanas?

—Exacto.

—Celia se halla fuera, visitando a sus padres, y yo me encuentro llevando vida de soltero. ¿Qué piensas hacer esta noche a la hora de cenar?

—¿Ir a McDonald’s? —dijo Toland riendo.

—Ni soñar, Danny McCafferty está también en la ciudad. Tiene el Chicago, que está amarrado en el dique 22. Mira, si conseguimos otro más, tal vez podamos jugar un poco al bridge, como en los viejos tiempos. —Morris apoyó un dedo contra el pecho de su amigo—. Ahora tengo que irme. Vamos a encontrarnos en el vestíbulo del club de oficiales a las cinco y media, Bob. Danny me invitó a cenar en su buque a las ocho y media, así que tendremos una hora libre para ajuste de actitud antes de ir allá. Cenaremos en el camarote de oficiales y jugaremos unas horas a las cartas, como en los viejos tiempos.

—Comprendido, comandante.

—El asunto es que yo estaba en el Will Rogers —decía McCafferty—. Hacia cincuenta días que navegábamos en patrullaje y yo cumplía en ese momento mi guardia. El sonar me avisa que tienen una señal poco clara con marcación cero cinco dos. Estamos a profundidad de periscopio, entonces lo hago levantar, lo giro apuntando a cero cinco dos y aparece un velero Gulfstream-36 que avanza a cuatro o cinco nudos con el autogobierno colocado. Pero es un día brumoso, entonces regulo las lentes del periscopio para acercar al máximo y, ¿a que no lo adivináis? El capitán y su primer oficial… ¡esa chica si que no se va a ahogar nunca! Están los dos acostados sobre el techo de la cabina, horizontales y uno encima del otro. La distancia del velero no excedía de novecientos metros…, así que era como estar allí. Entonces encendimos la cámara de televisión del periscopio y la pusimos en funcionamiento. Por supuesto, tuvimos que maniobrar para tener una vista mejor. Duró quince minutos. Durante toda la semana siguiente la dotación pasó varias veces la cinta. Es muy bueno para la moral saber para qué está luchando uno.

Los tres oficiales soltaron una carcajada.

—Como siempre te dije, Bob —comentó Morris—, estos chóferes de submarinos son una pandilla de puercos encubiertos. Por no decir pervertidos.

—¿Y cuánto tiempo hace que tienes el Chicago, Danny? —preguntó Toland bebiendo su segunda taza de café después de la cena.

Tenían para ellos tres solos el camarote de oficiales del submarino, pues los otros que se encontraban a bordo estaban de guardia o durmiendo.

—Tres duros meses, sin contar el tiempo en el astillero —dijo McCafferty, terminando su leche.

Era el primer comandante de ese nuevo submarino de ataque, el mejor de todos los mundos posibles: comandante, y de un buque nuevo y suyo desde el primer momento. Toland se dio cuenta de que Dan no se había unido a ellos para el «ajuste de actitud» en el club de oficiales de la base; Morris y él se habían echado al estómago tres rebosantes copas cada uno. No era el mismo McCafferty de antes. Tal vez no quería dejar su submarino, temiendo que el sueño de su carrera terminara de algún modo mientras él se hallaba lejos.

—¿Tú puedes diferenciar entre los submarinistas y esos tipos pálidos y descoloridos que habitan en las cavernas? —bromeó Morris—. ¿Y qué decir de ese brillo débil que tienen los muchachos de los reactores nucleares?

McCafferty sonrió. Esperaron que llegara el cuarto. Era un ingeniero subalterno, que iba a terminar ya la guardia en el reactor del Chicago, el cual no estaba operando. La nave recibía energía eléctrica desde el muelle, pero los reglamentos exigían la guardia completa del reactor tanto si la tetera trabajaba como si no.

—Voy a decirles algo, muchachos. Estuve bastante pálido hace cuatro semanas.

McCafferty se puso serio…, todo lo serio que era capaz.

—¿Por qué? —preguntó Bob Toland.

—Bueno, vosotros sabéis cómo es el trabajo podrido que hacemos con estos buques, ¿no?

—Si te refieres a la búsqueda costera de Inteligencia, Dan, deberías estar enterado de que ese material electrónico que tú recoges viene a mi oficina. Diablos, es probable que yo conozca a la gente que origina muchos de los pedidos de información que motivan tus órdenes de operaciones. ¿No te revuelve las tripas pensarlo?

Bob se echó a reír, tratando de contener su deseo de mirar a cada instante a su alrededor de modo demasiado descarado, pues nunca había estado en un submarino nuclear. Hacía frío ya que los submarinos nucleares hacen funcionar el acondicionamiento de aire con el propio reactor, y el ambiente era pesado con olor a aceite de máquinas. Todo lo que podía ver relucía, y por dos motivos: primero porque era casi nuevo, y segundo porque McCafferty sin duda se había asegurado de que la dotación trabajara para presentar muy bien las cosas a sus amigos. Pues bien, esta era la máquina de mil millones de dólares que reunía toda la información ELINT (Inteligencia Electrónica).

—Ah, bueno, estábamos allí arriba, en el mar de Barents, ustedes saben, al noroeste del fiordo de Kola, siguiendo a un submarino ruso, un «Oscar», a unas…, diez millas de él y, de repente, ¡nos encontramos en medio de un maldito ejercicio con fuego real! Los misiles volaban por toda la zona. Hundieron tres cascos viejos e hicieron volar media docena de barcazas que hacían de blanco.

—¿El «Oscar» solo? —preguntó Morris.

—Resultó que había también un «Papa» y un «Mike» en el ejercicio. Ese es uno de los problemas que nos causa el silencio con que se mueven nuestros bebés. ¡Si ellos no saben que estamos allí, podemos encontrarnos en medio de algún lío de todos los diablos! Bueno, de pronto el sonar empieza a dar señales de que algo está pasando. No existía forma de hallarnos seguros de que no se estaban preparando para poner en el agua algunos torpedos de verdad; levantamos nuestro ESM [11] y tomamos los radares de sus periscopios; entonces pude ver algunas de aquellas cosas que nos pasaban zumbando sobre la cabeza. Demonios, muchachos, durante unos tres minutos estuvo bastante peludo, ¿no les parece? —McCafferty agitó la cabeza—. Menos mal que, dos horas después de eso, los tres buques se alejaron a veinte nudos para volver a sus bases. El ejercicio clásico de salida-práctica de tiro real-regreso. ¿Qué les parece para un primer empleo?

—¿Tienes la impresión de que los rusos están haciendo algo fuera de lo normal, Dan? —preguntó Toland, repentinamente interesado.

—¿No lo has oído?

—¿Oír qué?

—Han reducido mucho sus patrullajes de submarinos diesel en el Norte. Yo sé que normalmente son muy difíciles de detectar, pero desde hace unos dos meses se puede decir que ya no se encuentran allí. Yo escuché uno, solamente uno. Y no fue así la última vez que estuve en el Norte. Hemos recibido algunas fotos que los satélites les han tomado; aparecen un montón de submarinos diesel amarrados uno junto a otro por alguna razón. En síntesis, su actividad de patrullaje allá arriba en el Norte se ha reducido por completo, y hay en cambio una intensificación en las tareas de mantenimiento. La apreciación del momento es que están cambiando sus ciclos de instrucción. Esta no es la época del año habitual para prácticas de tiro real. —McCafferty rio—. Claro que…, podría ser que se hayan cansado al fin de remendar y pintar esas latas viejas, y decidieran terminar con ellas… lo mejor que podían hacer con una «lata», en realidad.

—Cretino —murmuró Morris con los dientes apretados.

—¿Qué razón tendrían ustedes para poner fuera de servicio un montón de submarinos diesel, todos al mismo tiempo? —planteó Toland. Estaba lamentando no haber rechazado la segunda y tercera vuelta durante la Hora Feliz. Algo importante encendía y apagaba lucecitas dentro de su cabeza, pero el alcohol le tiraba abajo su agilidad de pensamiento.

—Mierda —sentenció McCafferty—. No hay ninguna.

—¿Entonces qué están haciendo con los submarinos diesel?

—Yo no he visto las fotos de los satélites, Bob, solamente oí hablar de ellas. Pero no hay actividades especiales en los diques secos, así que no puede ser demasiado importante.

Finalmente se encendió la lámpara en la cabeza de Toland.

—¿Es muy difícil cambiar baterías en un submarino?

—Es un trabajo duro y sucio. No se necesita maquinaria especial, ni nada. Nosotros lo hacemos con los equipos «Tiger», y a veces tardan tres o cuatro semanas. Los submarinos de Iván están diseñados para baterías de capacidad mayor que las nuestras, y para efectuar el recambio (al parecer agotan sus baterías con mayor rapidez que los submarinos occidentales) han tomado medidas para remplazarlas con más facilidad, planchas reforzadas en el casco, y otras cosas. Probablemente es un cambio muy grande para ellos. ¿A qué quieres llegar exactamente, Bob?

Toland relató la historia sobre los cuatro coroneles soviéticos que habían fusilado, y por qué.

—Después oí lo de la falta de abastecimiento de baterías en Rusia. No las tienen para autos ni camiones. Que falten para los turismos es algo que se puede comprender, pero para los camiones… vaya, todos los camiones que hay en Rusia pertenecen al Gobierno. Todos tienen empleo para movilización. Es la misma clase de baterías, ¿no?

—Si, todos usan baterías de plomo. ¿Se incendió la fábrica? —preguntó el capitán de fragata Morris—. Yo sé que a Iván le gusta más una gran fábrica que un montón de fábricas pequeñas.

—Están trabajando a tres turnos.

McCafferty se echó hacia atrás separándose de la mesa.

—Bueno, ¿y que usos tienen las baterías? —preguntó retóricamente Morris.

—Submarinos —declaró McCafferty—. Y tanques, y vehículos blindados, vehículos comando, arrancadores para aviones, un montón de cosas pintadas de verde, ¿te das cuenta? Bob, lo que estás diciendo…, mierda, lo que estás diciendo es que de repente Iván ha decidido aumentar y mejorar su alistamiento en todos los campos. Y yo te pregunto: ¿sabes de qué diablos estás hablando?

—Puedes apostar hasta el culo sobre eso, Danny. El asunto de los cuatro coroneles pasó por mi escritorio; yo mismo revisé ese informe. Lo recibió uno de nuestros satélites espía. Iván no sabe lo sensibles que son esos pájaros, y todavía sigue enviando mucho material en texto claro por las redes de microondas de superficie. Nosotros escuchamos las transmisiones de voz y de télex en todo momento… Vosotros, muchachos, debéis olvidar que habéis oído esto, ¿de acuerdo? —Los otros miraron a Toland, asintiendo—. Lo de las baterías lo pesqué por accidente, pero, lo confirmé con un tipo que conozco en el Pentágono. Y ahora oigo tu historia sobre el aumento de los ejercicios de tiro real, Dan. Acabas de llenar un espacio en blanco. Ya nos es posible confirmar que esos submarinos diesel realmente están fuera de servicio para recambio de baterías, tenemos el inicio de un cuadro. ¿Cómo es de Importante para un submarino diesel tener baterías nuevas?

—Es muy importante —dijo el comandante de submarinos—. Depende mucho del control de calidad y mantenimiento, pero las baterías nuevas pueden duplicar el alcance y la potencia que dan las viejas, y eso es un factor táctico muy importante.

—Cristo, ¿sabes qué me hace pensar esto? Iván se encuentra listo para salir al mar, y ahora da la impresión de que quiere hallarse realmente listo —observó Morris—. Pero todos los periódicos dicen que están actuando como verdaderos ángeles con este asunto del desarme y control de armamento. Hay algo que no concuerda, caballeros.

—Tengo que llevar esto a alguien de la cadena del comando. Podría dejarlo en Fuerte Meade; pero tal vez no llegaría nunca al alto mando.

—Lo harás —dijo McCafferty después de una breve pausa—. Tengo una entrevista mañana por la mañana con el comandante de la fuerza de submarinos del Atlántico. Creo que vas a venir conmigo, Bob.

El último de los cuatro que necesitaban para el bridge llegó diez minutos después. Quedó decepcionado ante la calidad del juego. Había supuesto que su comandante era mucho mejor.

Toland pasó veinte minutos exponiendo su información frente al vicealmirante Richard Pipes, comandante de la fuerza de submarinos de la flota de los Estados Unidos en el Atlántico. Pipes era el primer submarinista negro que alcanzaba el grado de las tres estrellas, un hombre que se había ganado sus derechos con un brillante desempeño mientras ascendía por esa escala que tradicionalmente había sido una profesión exclusiva de blancos, y tenía fama de ser un jefe duro y exigente. El almirante escuchó sin pronunciar palabra mientras bebía café en una taza con tres estrellas. Se había sentido algo molesto por tener que oír el discurso de un reservista en vez del informe de patrullaje de McCafferty…, pero esa actitud sólo duró tres minutos. Ahora, las líneas que bordeaban su boca se profundizaron.

—Hijo, usted ha violado unas cuantas restricciones de seguridad para proporcionarme esto.

—Lo sé, señor —dijo Toland.

—Ha necesitado tener pelotas para hacerlo, y es bueno ver eso en un oficial joven…, con todos los que hay que sólo quieren cubrirse el culo. —Pipes se levantó—. No me gusta nada lo que acaba de decirme, hijo, ni un poquito. Iván anda jugando al Santa Claus con todas esas estupideces diplomáticas y, al mismo tiempo, está afinando su fuerza de submarinos. Podría ser una coincidencia. Pero también podría no serlo. ¿Qué le parece si usted y yo vamos a hablar con el comandante en jefe de las fuerzas del Atlántico y su jefe de Inteligencia?

Toland arrugó el entrecejo. ¿En qué me he metido?

—Señor, yo he venido aquí para una rotación de entrenamiento, no para…

—A mi me parece que usted tiene una idea bastante clara de esta mierda de Inteligencia, capitán. ¿Está convencido de que lo que me ha dicho es verdad?

Toland se puso rígido.

—Si, señor.

—Entonces, voy a darle la oportunidad de probarlo. ¿Tiene miedo de poner la cabeza… o sólo da sus opiniones a los parientes y amigos? —preguntó secamente el almirante.

Toland había oído que Pipes era un caso verdaderamente duro. El reservista se puso de pie.

—Vamos a hacerlo, almirante.

Pipes tomó el teléfono y marcó un número de tres dígitos, su línea directa con el comandante en jefe del Atlántico.

—¿Bill? Dick. Tengo aquí un muchacho en mi oficina y pienso que tienes que hablar con él. ¿Recuerdas lo que discutimos el jueves pasado? Es posible que tengamos confirmación. —Una breve pausa—. Sí, eso es exactamente lo que estoy diciendo… Comprendido, señor, voy para allá. —Pipes cortó la comunicación—. McCafferty, gracias por traer a este hombre con usted. Esta tarde veremos su informe sobre el patrullaje; vuelva a las tres y media. Toland, usted venga ahora conmigo.

Una hora después, el capitán de corbeta Robert A Toland, de la reserva de la Marina de Guerra de los Estados Unidos, fue informado de que, por resolución del secretario de Defensa, había sido colocado en situación de servicio activo prolongado. En realidad era por orden del comandante en jefe del Atlántico, pero el trámite de los documentos necesarios requeriría una o dos semanas.

Ese mismo día, a la hora del almuerzo en el sector de almirantes del Edificio Uno del complejo, el comandante del Atlántico convocó a todos sus comandantes dependientes, los almirantes de tres estrellas que controlaban a los aviones, buques de superficie, submarinos y buques de abastecimiento. Conversaron en voz baja y se interrumpían cada vez que entraban los camareros. Eran todos hombres de más de cincuenta años, serios y experimentados, que cumplían la doble tarea de planificar las políticas y hacerlas poner en práctica, preparándose para algo que esperaban que no llegara nunca. Esa esperanza continuaba; pero, cuando ya estaban todos bebiendo su segunda taza de café, se decidió que los ciclos de entrenamiento de la flota serían incrementados, y, además, se realizarían unas cuantas inspecciones sorpresa. El comandante del Atlántico concertó una reunión con el jefe de operaciones navales para la mañana siguiente, y su segundo jefe de Inteligencia tomó un avión comercial para un rápido viaje a Pearl Harbor, a fin de establecer contacto con su contraparte en el Pacífico.

Toland fue relevado de su puesto y transferido a Intenciones, parte del equipo de personal asesor de Inteligencia del mando en jefe de las fuerzas del Atlántico.