03. CORRELACIÓN DE FUERZAS

MOSCÚ, URSS

—A mí no me preguntaron —explicó el jefe del Estado Mayor General, mariscal Shavyrin—. No pidieron mi opinión. La decisión política ya estaba tomada en el momento en que me llamaron el jueves a la noche. ¿Cuándo fue la última vez que el ministro de Defensa me consultó para una decisión estimativa importante?

—¿Y qué dijiste tú? —preguntó el mariscal Rozhkov, comandante en jefe de las fuerzas terrestres.

La respuesta inicial fue una sonrisa irónica y severa.

—Que las fuerzas armadas de la Unión Soviética eran capaces de cumplir su misión si disponían de cuatro meses para prepararse.

—Cuatro meses… —Rozhkov miró fijamente a través de la ventana; luego, se volvió—. No estaremos listos.

—Las hostilidades comenzarán el 15 de junio —replicó Shavyrin—. Debemos hallarnos dispuestos, Yuri. ¿Y qué otra cosa podría haber hecho? ¿Hubieras querido que le dijera: «Lo siento, camarada secretario general, pero el Ejército soviético no es capaz de cumplir su misión»? Me habría destituido y remplazado por alguien más dócil…, tú sabes quién habría sido mi sustituto. ¿Hubieras preferido depender del mariscal Bukharin…?

—¡Ese imbécil! —gruñó Rozhkov.

Había sido el plan del entonces teniente general Bukharin el que decidió la invasión de Afganistán por el Ejército soviético. Profesionalmente era una nulidad, pero sus conexiones políticas no sólo lo habían salvado sino que le habían permitido continuar su carrera hasta alcanzar casi la culminación del poder uniformado. Bukharin era un hombre astuto. En ningún momento intervino personalmente en las operaciones de montaña, y así pudo señalar la brillantez de su plan en los papeles y quejarse de que lo habían ejecutado mal, después de que lo nombraran en el comando del distrito militar de Kiev, históricamente la puerta dorada hacia la jerarquía de mariscal.

—¿Te habría gustado tenerlo en esta oficina, dictándote los planes que tú mismo deberías hacer? —preguntó Shavyrin.

Rozhkov negó con la cabeza. Los dos hombres eran camaradas y amigos desde que comandaran tripulaciones de tanques en el mismo regimiento, cuando se efectuó la ofensiva hacia Viena en 1945.

—¿Cómo vamos a hacerlo? —preguntó Rozhkov.

—«Tormenta Roja» —contestó simplemente el mariscal. «Tormenta Roja» era el plan para la realización de un ataque mecanizado contra Alemania Occidental [6] y los Países Bajos. Adaptado constantemente a los cambios de estructuras de las fuerzas de ambos bandos, requería una campaña de dos a tres semanas que se iniciaría después de una rápida escalada de las tensiones entre el Este y el Oeste. A pesar de eso y según la clásica doctrina estratégica soviética, necesitaba también la sorpresa como condición previa para el triunfo, y el uso exclusivo de armas convencionales.

—Por lo menos no se habla de armas atómicas —gruñó Rozhkov.

Otros planes, con otros nombres y diferentes desarrollos, incluían además de los convencionales, armas nucleares tácticas y hasta estratégicas, algo que nadie de uniforme quería contemplar. A pesar de todo el patrioterismo de sus amos políticos, estos soldados profesionales sabían demasiado bien que el uso de armas nucleares no podía producir otra cosa que horribles incertidumbres.

—¿Y la maskirova? —preguntó.

—En dos partes. La primera es puramente política, para que funcione contra los Estados Unidos. La segunda, inmediatamente antes de que se inicie la guerra, es de la KGB. Tú lo sabes, el Grupo Nord de la KGB. La revisamos hace dos años.

Rozhkov rezongó. El Grupo Nord era un comité ad hoc de los jefes de departamento de la KGB, reunido por primera vez a mediados de la década de los setenta, cuando el jefe de la KGB era Yuri Andropov. Su propósito consistía en investigar medios para romper la alianza de la OTAN y, en general, realizar operaciones políticas y psicológicas dirigidas a minar la voluntad de Occidente. Su plan específico para sacudir las estructuras militar y política de la OTAN en preparación para una guerra efectiva era el juego de manos que con mayor orgullo exhibía el Grupo Nord. ¿Pero daría resultado? Los dos antiguos oficiales compartieron una irónica mirada. Como la mayoría de los soldados profesionales, desconfiaban de los espías y de todos sus planes.

—Cuatro meses —repitió Rozhkov—. Tenemos mucho que hacer. ¿Y si esos juegos de magia de la KGB fracasan?

—Es un buen plan. Sólo necesita engañar a Occidente por una semana, aunque mejor serían dos. La clave, naturalmente, es con qué rapidez puede alcanzar su total aislamiento la OTAN. Si logramos demorar siete días el proceso de movilización, la victoria está asegurada.

—¿Y si no? —preguntó vivamente Rozhkov, sabiendo que ni el retraso de siete días representaba garantía alguna.

—En ese caso no está asegurada, pero el equilibrio de fuerzas se halla de nuestra parte. Tú lo sabes, Yuri.

La opción de hacer retroceder a las fuerzas movilizadas no había sido tratada en ningún momento con el jefe del Estado Mayor General.

—Ante todo deberemos mejorar la disciplina en toda la fuerza —dijo el comandante en jefe de las fuerzas terrestres—. Y tengo que informar de inmediato a nuestros comandantes más antiguos. Necesitamos iniciar operaciones de entrenamiento intensivo. ¿Cómo es de grave ese problema del combustible?

Shavyrin mostró las notas a su subordinado.

—Podría ser peor. Tenemos lo suficiente para efectuar un entrenamiento incrementado en las unidades. Tu función no es fácil, Yuri, pero cuatro meses es mucho tiempo para esa tarea, ¿no?

No lo era, pero de nada valía manifestarlo.

—Como has dicho, cuatro meses bastan para infundirles disciplina de combate. ¿Tendré mano libre?

—Con limitaciones.

—Una cosa es lograr que un soldado raso se cuadre ante las órdenes de un sargento, y otra muy distinta conseguir que oficiales acostumbrados a mover papeles cambien hasta convertirse en líderes de batalla. —Rozhkov orillaba el tema, pero su superior recibió el mensaje con suficiente claridad.

—Mano libre en ambos casos, Yuri. Pero actúa con cuidado, por ti y por mí.

Rozhkov movió ligeramente la cabeza, asintiendo. Sabía a quién iba a encomendar la realización de la misión.

—Con las tropas que condujimos hace cuarenta años, Andrei, podríamos hacer esto. —Rozhkov se sentó—. En realidad tenemos ahora la misma materia prima que poseíamos entonces…, y mejores armas. El principal interrogante siguen siendo los hombres. Cuando llevamos nuestros tanques hasta Viena, nuestros soldados eran bravos, duros, veteranos…

—Y también los bastardos de la SS que aplastamos —sonrió Shavyrin recordando—. No olvides que las mismas fuerzas son las que actúan en Occidente, y aún mejores. ¿Hasta qué punto combatirán bien, sorprendidas y divididas? Lo nuestro puede tener éxito. Nosotros debemos hacer que lo tenga.

—El lunes voy a reunirme con nuestros comandantes de campo. Se lo diré personalmente.

NORFOLK, VIRGINIA

—Espero que lo cuide bien —dijo el alcalde.

Pasó un momento antes de que el capitán de fragata Daniel X. McCafferty reaccionara. Hacía sólo seis semanas que el USS [7] Chicago estaba en servicio; un incendio en el astillero había demorado su terminación, y la ceremonia de puesta en servicio activo se malogró por la ausencia del alcalde de Chicago a causa de una huelga de trabajadores de la ciudad. Al regresar de cinco semanas de duras tareas de puesta a punto en el Atlántico, su dotación se hallaba ahora cargando provisiones para su primera intervención operativa. McCafferty seguía extasiado con su nuevo comando, y no se cansaba de mirar a su flamante nave. Había hecho pasear al alcalde a lo largo de la curvada cubierta superior, la primera parte del recorrido en cualquier submarino, aunque por allí no había casi nada que ver.

—¿Me decía?

—Que cuide muy bien a nuestro barco —repuso el alcalde de Chicago.

—Les llamamos buques, señor, y yo me ocuparé de cuidárselo muy bien. ¿Quiere reunirse con nosotros en la cámara de oficiales?

—Más escaleras.

El alcalde simuló una mueca, pero McCafferty sabía que el hombre había sido jefe de bomberos. Hubiera sido útil hace unos meses, pensó el capitán de fragata.

—¿Hacia dónde parten ustedes mañana? —preguntó el Visitante.

—Al mar, señor.

El comandante del buque empezó a bajar por la escalera. El alcalde de Chicago lo siguió.

—Me lo imaginaba.

Para ser un hombre próximo a los sesenta años, utilizó la escalera de acero con bastante facilidad. Se encontraron de nuevo abajo.

—¿Qué hacen exactamente en estas cosas?

—Señor, en la Armada lo denominamos «investigación oceanográfica».

McCafferty le indicó el camino hacia proa, dándose vuelta con una sonrisa al responder la torpe pregunta. Las cosas estaban empezando rápido para el Chicago. La Armada quería saber cuánto tenían de efectivos sus nuevos sistemas de silenciamiento. Todo pareció muy bien en las corridas de pruebas acústicas frente a las Bahamas. Ahora querían saber si funcionaban igualmente bien en el mar de Barents.

El alcalde rio al saberlo.

—¡Ah, supongo que irán a contar ballenas para Greenpeace!

—Bueno, puedo asegurarle que hay ballenas en el lugar al que vamos.

—¿Qué son esas tejuelas en el piso? Nunca supe que los barcos tuvieran pisos de goma.

—Se llaman planchuelas anecoicas, señor. La goma absorbe las ondas de sonido. Nos hace más silenciosos en nuestra operación y más difíciles de detectar con el sonar si alguien nos encuentra. ¿Café?

—Hubiera pensado que en un día como este…

El comandante se rio.

—Yo también. Pero va en contra de los reglamentos.

El alcalde levantó su taza y la hizo chocar contra la de McCafferty.

—Suerte.

—Brindo por eso.

MOSCÚ, URSS

Se reunieron en el «Club Principal de Oficiales» del distrito militar de Moscú, en Ulitsa Krasnokazarmermaya, un impresionante e imponente edificio de los tiempos de los zares. Era la época del año en que solían conferenciar en Moscú los comandantes de campo, y esos encuentros siempre daban ocasión para celebrar copiosos banquetes protocolarios. Rozhkov saludó a sus compañeros oficiales en la entrada principal y, una vez que todos estuvieron reunidos, los condujo escaleras abajo hasta la decorada sala de baños de vapor. Estaban presentes todos los comandantes de teatros de operaciones, cada uno de ellos acompañado por su segundo, su comandante de la fuerza aérea y los comandantes de flotas: una pequeña galaxia de soles, estrellas, cintas doradas y galones. Diez minutos después, desnudos excepto por un par de pequeñas toallas y un puñado de ramas de abedul en sus manos, no eran otra cosa que un grupo más de hombres de mediana edad, tal vez un poquito más en línea que el promedio en la Unión Soviética.

Todos se conocían entre sí. Aunque algunos fueran rivales, formaban parte de la misma profesión; en la intimidad característica de los baños de vapor en Rusia, conversaron de asuntos sin importancia durante algunos minutos. Muchos de ellos ya eran abuelos, y hablaban animadamente sobre sus descendientes. A pesar de las competencias personales era normal confiar que, entre los oficiales antiguos, cada uno de ellos habría de cuidar las carreras de los hijos de sus camaradas, y así intercambiaban breves informaciones sobre cuáles de ellos tenían hijos bajo los comandos de otros y anhelaban promociones a ciertos nuevos puestos. Finalmente llegaron a la clásica disputa de los rusos sobre la «fuerza» del vapor. Rozhkov terminó perentoriamente la discusión con una fina pero constante lluvia de agua fría sobre los calientes ladrillos que ocupaban el centro de la sala. El silbido resultante sería suficiente para interferir cualquier dispositivo de escucha que hubiera en el local, si el aíre húmedo no lo había corroído ya hasta inutilizarlo. Rozhkov no había anticipado el menor indicio de lo que estaba ocurriendo. Pensaba que era mejor que se impresionaran al darles a conocer la situación, obteniendo así reacciones francas en el momento.

—Camaradas, debo anunciarles algo.

Las conversaciones se silenciaron, y los hombres lo miraron intrigados. Aquí vamos:

—Camaradas, el 15 de junio de este año, apenas dentro de cuatro meses, lanzaremos una ofensiva contra la OTAN.

Por un momento sólo se oyó el silbido del vapor, después, tres de los presentes lanzaron una carcajada; habían bebido unos tragos en la santidad de sus autos oficiales en viaje desde el Kremlin. Los que estaban más cerca y pudieron ver la cara del comandante en jefe terrestre, no rieron.

—¿Habla en serio, camarada mariscal? —preguntó el Comandante en jefe del Teatro Oeste y al recibir un asentimiento como respuesta, continuó—: Entonces tal vez pueda tener la amabilidad de explicar el motivo de esa acción.

—Por supuesto. Todos ustedes se hallan enterados del desastre del campo petrolífero de Nizhnevartovsk. Lo que no conocen todavía son sus consecuencias estratégicas y políticas. —Tardó seis tensos minutos en resumir todo lo que había decidido el Politburó—. En poco más de cuatro meses, a partir de ahora, lanzaremos la operación militar más crucial en la historia de la Unión Soviética: la destrucción de la OTAN como fuerza política y militar. Y triunfaremos.

Cuando hubo terminado, miró fijamente y en silencio a los oficiales. El vapor estaba produciendo el efecto deseado en la asamblea de comandantes. Su intenso calor les afectaba la respiración y devolvió la sobriedad a los que habían estado bebiendo. Y les hizo sudar. «Van a sudar mucho más todavía en los próximos meses», pensó Rozhkov.

Entonces, Pavel Alekseyev, segundo comandante del Teatro Sudoeste, habló:

—Había oído rumores —dijo—. ¿Pero es tan malo?

—Si. Tenemos abastecimientos de petróleo y derivados suficientes para doce meses de operaciones normales, o para sesenta días de operaciones de guerra después de un breve período de actividades de entrenamiento intensivo hasta mediados de junio.

No dijo que a costa de destrozar la economía nacional.

Alekseyev se inclinó hacia delante y se dio unos golpes con su manojo de ramas. El gesto resultó extrañamente parecido al de un león al agitar la cola. A los cincuenta años era el segundo de los oficiales más jóvenes que se encontraban allí, un soldado respetado desde el punto de vista intelectual y un hombre elegante y apuesto, con hombros de hachero. Sus ojos oscuros e intensos se entrecerraron mirando hacia abajo a través de la columna de vapor que se levantaba.

—¿Mediados de junio?

—Sí —repuso Rozhkov—. Disponemos de ese tiempo para preparar nuestros planes y nuestras tropas.

El comandante en jefe terrestre miró alrededor. El techo estaba ya parcialmente oscurecido por la bruma.

—Supongo que estamos aquí para poder hablar con franqueza entre nosotros, ¿no?

—Así es, Pavel Leonidovich —replicó Rozhkov, que no se había sorprendido lo más mínimo de que Alekseyev fuera el primero en hablar.

El comandante en jefe terrestre había adelantado cuidadosamente su carrera durante la última década. Era el único hijo de un agresivo general de tanques de la gran guerra patriótica, uno de los muchos hombres valiosos que se vieron privados de su pensión durante las incruentas purgas de Nikita Kruschev en los años finales de la década de los cincuenta.

—Camaradas. —Alekseyev se puso de pie, descendiendo lentamente por los bancos hasta el suelo de mármol—. Yo acepto todo lo que nos ha dicho el mariscal Rozhkov. Pero…, ¡cuatro meses! Cuatro meses durante los cuales pueden detectarnos, cuatro meses en los que es posible perder totalmente el elemento sorpresa. Y entonces, ¿qué puede ocurrir? No, nosotros ya tenemos un plan para esto: ¡Zhukov-4! ¡Movilización al instante! Todos podemos volver a nuestros comandos en seis horas. Si vamos a realizar un ataque sorpresa, hagámoslo de manera que nadie pueda detectarlo a tiempo…, ¡setenta y dos horas a partir de este momento!

De nuevo el único sonido en la sala fue el del agua que se convertía en vapor sobre los ladrillos de color pardo. Luego, el local estalló en un pandemonio. Zhukov-4 era la variante de invierno de un plan según el cual se descubría hipotéticamente la intención de la OTAN de lanzar un ataque por sorpresa contra las fuerzas del Pacto de Varsovia. En tal caso, la doctrina militar soviética era la misma que la de cualquier otra nación: la mejor defensa es un buen ataque. Por tanto, había que aferrar a los ejércitos de la OTAN atacándolos de inmediato con las divisiones mecanizadas categoría A de Alemania Oriental.

—¡Pero no estamos listos! —objetó el comandante en jefe del Oeste.

Su comando era «clave», con asiento en Berlín, el comando militar único más poderoso del mundo. Un ataque contra Alemania Occidental era de su responsabilidad.

Alekseyev levantó los brazos.

—Ellos tampoco lo están. En realidad, se hallan menos dispuestos que nosotros —dijo en tono razonable—. Fíjense: consideren nuestra información de Inteligencia. El catorce por ciento de sus oficiales se encuentran de vacaciones. Es cierto que están saliendo de un ciclo de instrucción, pero justamente por esa causa, mucho de su equipamiento permanece fuera de servicio para mantenimiento, y muchos de sus oficiales más antiguos andarán lejos, en sus respectivas capitales para consultas, como nosotros ahora. Sus tropas están en cuarteles de invierno, haciendo prácticas de invierno. Esta es la época del año para mantenimiento y papeleo. El entrenamiento físico se encuentra restringido… ¿Quién quiere correr en la nieve, eh? Sus hombres tienen frío y beben más que de costumbre. ¡Este es nuestro momento para actuar! Todos sabemos que, históricamente, el combatiente soviético se conduce mejor que nunca en invierno, y la OTAN se halla en su peor situación de aislamiento.

—¡… Pero igual estamos nosotros, jovencito fatuo! —respondió gruñendo el comandante en jefe del Teatro Oeste.

—Eso podemos cambiarlo en cuarenta y ocho horas —replicó Alekseyev.

—Imposible —observó el segundo del Teatro Oeste, tratando de respaldar a su jefe.

—Alcanzar nuestro alistamiento máximo llevará algunos meses —aceptó Alekseyev, cuya única posibilidad de llevar adelante su punto de vista con sus superiores era razonar con ellos, pues sabía que estaba casi con seguridad condenado al fracaso, pero debía intentarlo—. Ocultarlo será difícil, si no imposible.

—Como nos dijo el mariscal Rozhkov, Pavel Leonidovich, nos han prometido una maskirova política y diplomática —observó un general.

—Yo no dudo que nuestros camaradas de la KGB y nuestra hábil dirigencia política sean capaces de hacer milagros. —Después de todo, aún podía haber dispositivos de escucha funcionando—. Pero ¿no es excesivo esperar que los imperialistas, tanto como nos temen y nos odian, tan activos como están sus agentes y satélites espías, dejen de advertir una duplicación de nuestras actividades de entrenamiento? Sabemos que la OTAN aumenta su alistamiento cuando iniciamos tareas de entrenamiento con alguna de nuestras unidades mayores, y sus actividades de preparación se incrementarán en forma automática por sus propios ciclos de primavera. Si nosotros continuamos nuestros trabajos de instrucción militar más allá de los patrones normales, ellos se alertarán aún más. Lograr un alistamiento completo para el combate requiere que hagamos demasiadas cosas fuera de lo normal. Como si eso fuera poco, Alemania Oriental está llena de espías occidentales. La OTAN se dará cuenta. Y reaccionará. Nos esperarán en las fronteras con todo lo que tienen en sus arsenales colectivos.

—Si, en cambio, atacamos con lo que tenemos…, ¡ahora!, llevamos la ventaja. ¡Nuestros hombres no han salido a esquiar en los malditos Alpes! Zhukov-4 está pensado para pasar de la paz a la guerra en cuarenta y ocho horas. La OTAN no tiene forma posible de reaccionar en tan poco tiempo. Necesitarán cuarenta y ocho horas para reorganizar su información de Inteligencia y presentarla a sus ministros. ¡En ese tiempo nuestras granadas estarán cayendo en el valle del Fulda, y nuestros tanques avanzarán detrás de ellas!

—¡Demasiadas cosas pueden salir mal!

El comandante en jefe del Teatro Oeste se levantó tan rápido que la toalla estuvo a punto de desprenderse de su cintura. Alcanzó a asirla con la mano izquierda mientras usaba la derecha para amenazar con el puño cerrado al hombre más joven.

—¿Y qué hay del control de tráfico? —le preguntó—. ¿Y qué del entrenamiento que necesitan nuestros soldados con su nuevo equipo de combate? ¿Y cómo alisto a mis pilotos de la aviación frontal para operaciones de enfrentamiento con los imperialistas? Ahí está… ¡Ahí mismo existe un problema insuperable! Nuestros pilotos necesitan por lo menos un mes de entrenamiento intensivo. ¡Y otro tanto ocurre con los que se ocupan de los tanques, las ametralladoras y los fusiles!

Si cumplieras bien tu trabajo, ya estarían listos, ¡puñetero e inútil hijo de puta!, pensó Alekseyev, pero no se atrevió a decirlo en voz alta. El comandante en jefe del Teatro Oeste era un hombre de sesenta y un años, al que le gustaba demostrar proezas varoniles (hacia alarde de ellas) en detrimento de sus deberes profesionales. Alekseyev había escuchado bastante a menudo aquellos rumores, susurrados jovialmente en esa misma sala. Pero el comandante en jefe del Teatro Oeste era políticamente confiable.

Así es el sistema soviético, reflexionó el joven general. Necesitamos soldados combatientes, ¿y qué nos dan para defender a la Rodina [8]? ¡Confiabilidad política! Recordó amargamente lo que le había sucedido a su padre en 1958. Pero Alekseyev no se permitía protestar el control que tenía el partido sobre las fuerzas armadas. El partido era el Estado, después de todo, y él era un servidor del Estado bajo juramento. Había aprendido esas perogrulladas sobre las rodillas paternas, una carta más para jugar:

—Camarada general, usted tiene buenos oficiales en el comando de sus divisiones, regimientos y batallones. Confíe en que ellos conocen sus deberes.

«No puede doler que se enarbolen las enseñas del Ejército Rojo», razonó Alekseyev.

Rozhkov se levantó, y todos los que estaban en la sala se pusieron en tensión para escuchar su pronunciamiento:

—Lo que usted dice tiene mérito, Pavel Leonidovich. ¿Pero no estamos jugando con la seguridad de la madre patria? —Agitó la cabeza, citando exactamente la doctrina como lo había venido haciendo durante muchos años—. No, es verdad que dependemos de la sorpresa en el primer golpe de peso para abrir el camino al intrépido empuje de nuestras fuerzas mecanizadas. Y lograremos nuestra sorpresa. Los occidentales no van a querer creer lo que esté sucediendo, y mientras nuestro Politburó actúe para tranquilizarlo, aun cuando estemos preparando el primer golpe, tendremos nuestra sorpresa estratégica. Occidente dispondrá tal vez de tres días, cuatro como máximo, para saber lo que se les viene encima, y ni siquiera entonces se encontrarán mentalmente preparados para nosotros.

Los oficiales salieron de la sala siguiendo a Rozhkov camino de las duchas para quitarse el sudor de sus cuerpos con agua fría. Diez minutos después, refrescados y vestidos con sus uniformes completos, volvieron a reunirse en el salón de banquetes del segundo piso. Los camareros, muchos de ellos informantes de la KGB, notaron el tono reprimido y las conversaciones en voz baja que frustraban sus intentos para escucharlas. Los generales sabían que la prisión de Lefortovo, de la KGB, se hallaba a menos de un kilómetro de distancia.

—¿Nuestros planes? —preguntó a su segundo el comandante en jefe del Teatro Sudoeste.

—¿Cuántas veces hemos realizado este juego de guerra? —planteó Alekseyev—. Hemos revisado durante años todos los mapas y fórmulas. Conocemos las concentraciones de tropas y de tanques. Estamos al tanto de las rutas, las autopistas, los cruces de caminos que debemos usar; y los que usará la OTAN. Sabemos nuestros programas de movilización y los de ellos. Lo único que ignoramos es si nuestros planes cuidadosamente trazados funcionarán bien en la realidad. Deberíamos atacar de inmediato. Entonces, los factores desconocidos obrarían equilibradamente sobre ambos bandos.

—¿Y si nuestro ataque tiene demasiado éxito y la OTAN recurre a una defensa nuclear? —preguntó el oficial más antiguo.

Alekseyev aceptó la importancia del punto y la gravedad de la incertidumbre.

—Podrían hacerlo de todos modos, camarada, nuestros planes dependen siempre de la sorpresa, ¿no? La mezcla de sorpresa y triunfo obligará a Occidente a considerar las armas nucleares…

—En eso está equivocado, mi joven amigo —corrigió su comandante—. La decisión de usar armas nucleares es política. Y evitar su uso también es un ejercicio político para el cual se requiere tiempo.

—Pero si esperamos más de cuatro meses…, ¿cómo podemos estar seguros de la sorpresa estratégica? —preguntó Alekseyev.

—Nuestra directiva política lo ha prometido.

—El año en que ingresé en la academia Frunze, el partido nos dijo la fecha en que tendríamos con seguridad el «verdadero comunismo de toda nuestra vida». Una solemne promesa. La fecha pasó hace seis años.

—Esas palabras no son peligrosas conmigo, Pasha, yo lo comprendo. Pero si no aprende a controlar la lengua…

—Perdóneme, camarada general. Debemos aceptar la posibilidad de que no se logre la sorpresa: «En el combate, a pesar de las más cuidadosas preparaciones, los riesgos no pueden evitarse. —Alekseyev citó enseñanzas del programa de estudios de la academia Frunze—. Por lo tanto, hay que prestar particular atención y preparar los más detallados planes para cualquier exigencia razonable de la operación en su totalidad. Por esta razón, la abnegada vida de un oficial de Estado Mayor se encuentra entre las más exigentes de las que han sido honradas para servir al Estado».

—Usted tiene la memoria de un kulak, Pasha —rio el comandante en jefe del Teatro Sudoeste, y llenó el vaso de su segundo con vino de Georgia—. Pero está en lo correcto.

—Un fracaso en el logro de la sorpresa significa que estaremos forzando una campaña de agotamiento a gran escala, una versión de alta tecnología de la guerra 1914-1918.

—Que nosotros ganaremos.

El comandante en jefe de las fuerzas terrestres se sentó junto a Alekseyev.

—Que nosotros ganaremos —repitió Alekseyev.

Todos los generales soviéticos aceptaban la premisa de que la incapacidad para obtener una rápida decisión obligaría a empeñarse en una sangrienta guerra de agotamiento que desgastaría por igual a ambos bandos. Los soviéticos disponían de muchas más reservas de hombres y material para emprender semejante guerra. Y la voluntad política para usarlos.

—Siempre que, y sólo siempre que, seamos capaces de imponer el ritmo de batalla, y si nuestros amigos de la Armada pueden impedir el reabastecimiento de la OTAN desde los Estados Unidos —concluyó—. La OTAN tiene existencias de materiales de guerra para combatir durante unas cinco semanas. Nuestra bonita y costosa flota debe cerrar el Atlántico.

—Maslov. —Rozhkov llamó con una seña al comandante en jefe de la Armada soviética—. Queremos oír su opinión sobre la relación de fuerzas en el Atlántico Norte.

—¿Cuál es nuestra misión? —preguntó cautelosamente Maslov.

—Si fracasamos en conseguir la sorpresa en el Oeste, Andrei Petravich, será necesario que nuestros amados camaradas de la Armada aislen Europa de los Estados Unidos —sentenció Rozhkov, y parpadeó intensamente mientras esperaba la respuesta.

—Si me dan una división de tropas aerotransportadas podré cumplir esa misión —respondió sobriamente Maslov mientras sostenía en la mano un vaso de agua mineral, pues se había cuidado de evitar el alcohol en esa fría noche de febrero—. La duda es si nuestra actitud estratégica en el mar debe ser ofensiva o defensiva. Las Armadas de la OTAN son una amenaza directa a la Rodina, especialmente la de los Estados Unidos, pues ella sola posee los portaaviones y aviones necesarios para atacar el territorio nacional en la península de Kola. En realidad, sabemos que tienen planes para hacer exactamente eso.

—¿Entonces qué? —planteó el comandante del Teatro Sudoeste—. Ningún ataque al suelo soviético debe ser tomado con ligereza, por supuesto; pero por más que luchemos brillantemente vamos a tener graves pérdidas en esta campaña. Lo que importa es el resultado final.

—Si los norteamericanos consiguen éxito en el ataque a Kola, lograrán impedir nuestro cierre del Atlántico Norte. Y usted se equivoca al infravalorar esos ataques. La entrada de los norteamericanos en el mar de Barents significará una amenaza directa a sus fuerzas nucleares de disuasión, y puede alcanzar consecuencias más temibles de lo que usted imagina. —El almirante Maslov se inclinó hacia delante—. En caso contrario, si usted convence a STAVKA [9] para que nos dé los recursos que nos permitan ejecutar la «Operación Gloria Polar», podemos ganar la iniciativa en el combate e imponer la clase de operaciones en el Atlántico Norte en los términos que nosotros elijamos. —Levantó el puño—. Si hacemos esto, podemos: primero —subrayó estirando un dedo—, impedir un ataque naval norteamericano contra la Rodina; segundo —otro dedo—, usar la mayor parte de nuestras fuerzas de submarinos en la hoya del Atlántico Norte, donde se encuentran las rutas comerciales, en vez de mantenerlas como defensa pasiva; y tercero —un último dedo—, hacer el máximo empleo de nuestros efectivos de aviación naval. De un solo golpe, esta operación convierte a nuestra flota en un arma ofensiva en lugar de defensiva.

—¿Y para cumplir ese objetivo usted sólo necesita una de nuestras divisiones de infantería aerotransportada? Expónganos su plan, por favor, camarada almirante —pidió Alekseyev.

Maslov lo hizo durante cinco minutos. Concluyó:

—Con suerte, en un solo golpe daremos a las Armadas de la OTAN más de lo que pueden afrontar, y quedaremos en una valiosa posición para explotarla después de la guerra.

—Es mejor atraer a sus fuerzas de portaaviones y destruirlas —intervino el comandante en jefe del Teatro del Oeste, uniéndose a la discusión.

Maslov le respondió:

—Los norteamericanos tendrán en el Atlántico cinco o seis portaaviones disponibles para luchar contra nosotros. Cada uno de ellos lleva cincuenta y ocho aviones que se pueden usar para obtener la superioridad aérea o en misión de ataque nuclear, aparte de los empleados para defensa de la flota. Yo propongo, camarada, que en nuestro propio interés mantengamos esos buques tan lejos de la Rodina como sea posible.

—Andrei Petravich, estoy impresionado —manifestó Rozhkov en actitud pensativa, notando igualmente el respeto reflejado en los ojos de Alekseyev, pues la «Operación Gloria Polar» era a la vez audaz y sencilla—. Quiero una exposición completa de este plan mañana a la tarde. ¿Usted dice que si podemos asignar los recursos, el éxito de esta empresa es muy probable?

—Hemos estado trabajando en este plan desde hace cinco años, poniendo particular énfasis en la simplicidad. Si se puede mantener la seguridad, sólo hace falta que marchen bien dos cosas para lograr el triunfo.

Rozhkov asintió.

—Entonces, tendrá todo mi apoyo.