39. LAS COSTAS DE STYKKISHOLMUR

HUNZEN, REPÚBLICA FEDERAL ALEMANA

Finalmente habían derrotado el contraataque. No, se dijo Alekseyev, no los derrotamos, los forzamos a ceder terreno. Los alemanes se habían retirado espontáneamente después de debilitar y desorganizar la mitad del ataque ruso. La victoria requería mucho más que estar en posesión del campo de batalla.

Solo que todo se hizo más difícil. Beregovoy había tenido razón cuando dijo que coordinar una gran batalla sobre la marcha era mucho más complicado que hacerlo desde un puesto fijo de mando. Solamente el esfuerzo de poder abrir bien el mapa dentro de un estrecho vehículo ya era una batalla contra tiempo y espacio, y ochenta kilómetros de frente exigían demasiados mapas tácticos. El contraataque había obligado a los generales a desplazar hacia el Norte una de sus preciosas formaciones A de la reserva, justo en el momento en que alcanzaron a ver a los alemanes que se retiraban después de aniquilar las retaguardias de tres divisiones B de infantería motorizada, sembrando el pánico entre los miles de reservistas que estaban tratando de resistir con viejos equipos y un entrenamiento del que apenas se acordaban.

—¿Por qué se retiraron? —preguntó Sergetov a su general.

Alekseyev no respondió. Era una buena pregunta, que él se había formulado ya media docena de veces. Probablemente habían dos razones, pensó. Primero, les había faltado la fuerza necesaria para proseguir el esfuerzo y habían tenido que conformarse con un ataque de desarticulación para desequilibrar nuestra ofensiva. Segundo, el eje central de nuestro ataque estaba a punto de alcanzar el Weser, y es posible que los hayan hecho retroceder para enfrentarse a esa grave crisis y superarla. Se acercó el oficial de Inteligencia del grupo de ejército.

—Camarada general, tenemos un inquietante informe de uno de nuestros aviones de reconocimiento.

El oficial se refirió al breve mensaje de radio emitido por un avión que había hecho ciertas observaciones volando a muy baja altura. El control del aire por parte de la OTAN había producido pérdidas particularmente serias a esas importantes unidades. El piloto de este «MiG-21» vio, e informó sobre ella, una gran columna de blindados aliados sobre la Autopista E8, al sur de Osnabrück, pero luego desapareció. El general inmediatamente cogió el radioteléfono para llamar a Stendal.

—¿Por qué no nos informaron sobre eso tan pronto como lo recibieron ustedes? —preguntó Alekseyev a su superior.

—Es un informe no confirmado —replicó el comandante en jefe del Oeste.

—¡Maldición! ¡Nosotros sabemos que los norteamericanos han desembarcado en El Havre!

—Que no podrán llegar al frente antes de un día más, por lo menos. ¿Cuánto tardará usted en tener una cabeza de puente sobre el Weser?

—Ya tenemos unidades cerca del río, en Rühle…

—¡Entonces que avancen hasta allí sus unidades de puentes y hágalos cruzar!

—Camarada, mi flanco derecho todavía está desorganizado, ¡y ahora tenemos este informe sobre una posible división enemiga desplazándose hacia allí!

—¡Usted preocúpese por cruzar el Weser y deje que yo me preocupe por esa división fantasma! ¡Es una orden, Pavel Leonidovich!

Alekseyev colgó el teléfono. Él tiene un cuadro general mejor sobre todo lo que está sucediendo, se dijo Pasha. Después que pasemos el Weser no tendremos realmente ningún obstáculo serio a nuestro frente en más de cien kilómetros. Después del río Weser, podemos entrar rápidamente al Ruhr, el corazón industrial de Alemania. Si les destruimos eso (o por lo menos se lo amenazamos) quizá los alemanes busquen su solución política, y la guerra ya estará ganada. Eso es lo que él me está diciendo.

El general consultó sus mapas. Pronto el regimiento de vanguardia intentará forzar con sus hombres el paso del río, en Rühle. Un regimiento de puentes ya estaba en camino. Y él tenía sus órdenes.

—Empiece a mover las tropas del Grupo de Maniobra de Operaciones.

—¡Pero nuestro flanco derecho! —protestó Beregovoy.

—Tendrá que cuidarse solo.

BRUSELAS, BÉLGICA

SACEUR todavía estaba preocupado por sus abastecimientos. Además, se había visto obligado a realizar una jugada al dar la más alta prioridad en el transporte a la división blindada que se acercaba ahora a Springe. Los buques de contenedores cargados con munición, repuestos y millones de otros artículos especiales empezaban a enviar sus cargas al frente. Su formación de reserva más grande, la fuerza de tanques, estaba próxima a reunirse con dos brigadas alemanas y lo que quedaba del Regimiento de Caballería Número 11, que en una época había sido brigada en todo menos en el nombre, y estaba ahora reducido a sólo dos batallones de hombres agotados.

Su situación de abastecimientos era aún poco sólida. Muchas de sus unidades de primera línea tenían sus disponibilidades reducidas a cuatro días, y el esfuerzo de reabastecimiento tardaría dos jornadas más, incluso si las cosas marchaban a la perfección. Era un margen muy estrecho, que en un ejercicio de preguerra podría haber parecido suficiente, pero no ahora, cuando los hombres y las naciones estaban en peligro. Pero ¿qué alternativa le quedaba?

—¿Qué tenemos nosotros allí?

—Un batallón de Landwehr, que ya está bastante golpeado. Hay dos compañías de tanques en camino; tendrían que estar allí dentro de algo más de una hora. Hay indicaciones preliminares de que los refuerzos soviéticos se dirigen hacia ese lugar. Ese podría ser el eje principal de su ataque; por lo menos, parece que estuvieran orientándose en esa dirección.

SACEUR se echó hacia atrás en su sillón, levantando la vista para observar la situación pintada en el mapa. Tenía un regimiento de reserva a menos de tres horas de Rühle. El general era un hombre a quien le encantaba jugar. Nunca podía sentirse más feliz que cuando se hallaba sentado a una mesa con un mazo de cartas y unos cuantos cientos de dólares en fichas. Generalmente ganaba. Si atacaba hacia el Sur desde Springe y fracasaba…, los rusos pasarían dos o tres divisiones al otro lado del Weser, y él tenía precisamente un regimiento para oponérseles. Si él llevaba allá su nueva división de tanques y por milagro llegaban a tiempo, habría desperdiciado su mejor oportunidad para un contraataque, reaccionando otra vez a cualquier movimiento soviético. No, ya no podía seguir limitándose a reaccionar. Señaló en dirección a Springe.

—¿Cuánto tardarán hasta que estén listos para marchar?

—Toda la división…, seis horas como mínimo. Podemos desviar las unidades que todavía están en el camino al sur de…

—No.

SACEUR negó con la cabeza y esbozó su plan…

ISLANDIA

—Veo uno —avisó García.

Edwards y Nichols estuvieron junto a él en un instante.

—Hola, Iván —dijo Nichols en voz baja.

Aun con binoculares, la distancia seguía siendo algo más de cinco kilómetros. Edwards vio una diminuta figura que caminaba por la cresta en la cumbre de la montaña. Llevaba un fusil y parecía tener puesto un cubrecabeza blando, tal vez un birrete, en lugar de casco. La figura se detuvo y levantó las manos hasta la cara. También él tenía binoculares, notó Edwards. El hombre miró hacia el Norte, ligeramente abajo, apuntando sus anteojos de campaña de izquierda a derecha una y otra vez. Después se dio vuelta y observó en dirección a Keflavik.

Apareció otro hombre, que se acercó al primero. Tal vez estaban hablando, pero era imposible saberlo a esa distancia. El que tenía los binoculares señaló algo hacia el Sur.

—¿Qué le parece que puede ser? —preguntó Edwards.

—Estarán hablando del tiempo, de chicas, de deportes, de comida… ¿quién puede saberlo? —contestó Nichols—. ¡Otro más!

Entró en escena una tercera figura, y el trío de paracaidistas rusos se mantuvo reunido, de pie, haciendo lo que fuera que estuviesen haciendo. Uno de ellos tenía que ser un oficial, decidió Edwards. Dijo algo y los otros dos se movieron rápidamente y desaparecieron detrás de la cresta. ¿Qué orden acabas de dar? En ese momento apareció un grupo de hombres. La luz era mala, y les costó hacer una cuenta exacta, pero debían ser por lo menos diez. Aproximadamente la mitad llevaban armas personales, y empezaron a bajar la montaña. Hacia el Oeste.

—Exacto. Es un buen soldado —dijo Nichols—. Ha ordenado salir una patrulla para tener la certeza de que la zona está segura.

—¿Qué haremos nosotros ahora? —preguntó Edwards.

—¿Qué piensa usted, teniente?

—Nuestras órdenes son quedarnos quietos. Por lo tanto, nos quedaremos inmóviles y esperemos que no nos vean.

—No es probable que nos descubran. Yo no creo que vayan a descender…, deben de ser unos doscientos cincuenta metros…, y luego cruzar esa extensión rocosa y finalmente subir hasta este lugar nada más que para ver si hay algunos yanquis por aquí. Recuerden, la única razón por la que sabemos que están allí es porque vimos su helicóptero.

De lo contrario, podríamos habernos encontrado con ellos, y allí habría acabado todo, pensó Edwards. No estaré seguro hasta que no vuelva a mi casa, en Maine.

—¿Esos son otros más?

—Debe de haber por lo menos un pelotón allá arriba. Son bastante listos nuestros amigos, ¿no?

Edwards encendió la radio para informar la novedad a Doghouse, mientras los infantes de Marina seguían a los rusos con la vista.

—¿Un pelotón?

—Esa es la apreciación del sargento Nichols. Es un poco difícil contar cabezas desde cinco kilómetros, amigo.

—Está bien. Vamos a retransmitir eso. ¿Alguna actividad aérea?

—No hemos visto ningún avión desde ayer.

—¿Y qué hay de Stykkisholmur?

—Es demasiado lejos para distinguir nada. Todavía podemos ver esos todo terreno estacionados en la calle, pero no hay vehículos blindados. Yo diría que tienen una pequeña guarnición allí para vigilar el puerto. Las lanchas de pesca no salen a ningún lado.

—Muy bien. Buen informe, Beagle. Permanezcan ahí. —El mayor apagó el equipo y se volvió hacia su vecino en la consola de comunicaciones—. Es una vergüenza mantenerlos así en la oscuridad, ¿no?

El hombre del Ejecutivo de Operaciones Especiales continuó bebiendo el té, Luego dijo:

—La vergüenza sería mayor si la operación se malograra.

Edwards no guardó otra vez la radio sino que la dejó apoyada contra una roca. Vidgis aún dormía sobre un borde liso, seis metros más abajo de la cumbre. El sueño era casi lo más atractivo que podía ocurrírsele a Edwards por el momento.

—Vienen en esta dirección —dijo García.

Pasó los anteojos a Edwards. Smith y Nichols hablaban entre ellos a unos metros de allí.

Mike apuntó los binoculares hacia los rusos. Pensó que el grado de probabilidades de que vinieran justo a esa posición era muy bajo. Sigue diciéndote eso. Movió los prismáticos para mirar el puesto de observación ruso.

—Ahí está de nuevo —dijo el sargento a su teniente.

—¿Qué es eso?

—Vi un destello en aquel cerro; el sol reflejó en algo.

—Una roca brillante —dijo el teniente, sin molestarse en mirar.

—¡Camarada teniente! —el oficial se dio vuelta ante el tono de urgencia y vio la roca que volaba hacia su cara. La tomó en el aire, y su sorpresa fue demasiado grande para sentirse enojado—. ¿Le parece que esa roca tiene brillo?

—¡Entonces una lata vieja! Hemos encontrado bastante basura por aquí, de los turistas y escaladores de montañas, ¿no es así?

—¿Y por qué aparece y desaparece, y vuelve a aparecer?

Finalmente el teniente se enojó.

—Sargento, yo sé que usted tiene un año de experiencia en combate en Afganistán. Sé que yo soy un oficial nuevo. ¡Pero yo soy un maldito oficial y usted un maldito sargento!

Los milagros de nuestra sociedad sin clases, pensó el sargento sin dejar de mirar al teniente. Pocos oficiales podían sostener su mirada.

—Muy bien, sargento. Infórmeles —dijo el teniente señalando la radio.

—Markhovskii, antes de volver controlen el cerro que está a su derecha.

—¡Pero tiene doscientos metros de altura! —respondió el jefe de la patrulla.

—Exacto. Por eso no tardarán mucho —dijo el sargento del pelotón, a modo de consuelo.

USS INDEPENDENCE

Toland acomodó los gráficos transparentes en el proyector.

—Muy bien, estas fotos de satélite tienen menos de tres horas. Iván ha instalado tres radares móviles, aquí, aquí y aquí. Los desplaza de un lado a otro diariamente, lo cual significa que tal vez ya haya movido alguno, y por lo general hace trabajar a dos de ellos sin interrupción. En Keflavik tenemos cinco vehículos de lanzamiento «SA-11», cuatro pájaros por vehículo. Este «SAM» significa una muy mala noticia. Todos ustedes han recibido instrucciones sobre sus capacidades conocidas. Además, sería conveniente que imaginen unos cuantos cientos de «SAM» portátiles, de lanzamiento sobre el hombro. La foto muestra seis cañones antiaéreos móviles. No se ve ninguno fijo, pero están allí, caballeros, sólo que están camuflados. En cuanto a los cazas interceptores, hay por lo menos cinco, y tal vez hasta diez «MiG-29». Antes tenían un regimiento completo, hasta que los muchachos del Nimitz les cortaron bastante los efectivos. Recuerden que los que han quedado son los que sobrevivieron a dos escuadrones de «Tomcat». Esa es la oposición en Keflavik.

Toland dio un paso al lado mientras el oficial de operaciones del grupo continuó tratando el perfil de la misión. Toland quedó impresionado. Esperaba que a los rusos les ocurriera otro tanto.

Cincuenta minutos después se levantó el telón. Los primeros aviones lanzados para el ataque fueron los «E-2C Hawkeye». Acompañados por cazas de escolta, volaron hasta ciento treinta kilómetros de la costa de Islandia, proporcionando su cobertura de radar a toda la formación. Otros «Hawkeye» llegaron aún más lejos para cubrir la formación ante posibles ataques de misiles lanzados por aviones o submarinos.

KEFLAVIK, ISLANDIA

Los radares soviéticos con base en tierra detectaron a los «Hawkeye» aun antes de que sus poderosos sistemas comenzaran a operar. Pudieron ver a dos de los lentos aviones de motores de hélice orbitando más allá del alcance de los «SAM», cada uno acompañado por otros dos aviones, cuyas trayectorias, que describían circuitos en forma de ocho, los denunciaban como «Tomcat» interceptores volando en escolta para los «Hawkeye». Sonaron las alarmas. Los pilotos de caza subieron a sus aviones mientras el personal de los misiles y cañones corrían a sus puestos.

El comandante de la fuerza de interceptores rusos era un mayor que contaba en su haber con tres derribos…, pero que había adquirido la virtud de la cautela. Ya lo habían derribado una vez. Los norteamericanos habían tendido una trampa a su regimiento, y él no tenía ningún deseo de caer en una segunda. Si este era un ataque, y no un engaño para hacer salir a los cazas que quedaban en Islandia, ¿cómo podía saberlo? Tomó una decisión. Con la conducción del mayor, los cazas interceptores despegaron, ascendieron para tomar seis mil metros y orbitaron sobre la península, ahorrando combustible y permaneciendo sobre tierra; donde podían recibir la ayuda de los «SAM» propios. En los días previos habían practicado cuidadosamente esas tácticas, y tenían mucha confianza en la capacidad del personal de los misiles tierra-aire para distinguir entre aviones amigos y enemigos. Cuando llegaron al nivel de vuelo propuesto, sus receptores de amenaza de radares les informaron que había más «Hawkeye» norteamericanos hacia el Este y el Oeste. Ellos transmitieron a su base la información junto con un pedido de ataque con «Backfire». La base lo retransmitió a su comando. Lo que obtuvieron en respuesta fue a su vez un pedido para que descubrieran la posición y composición de la flota norteamericana. El comandante de la base aérea no se molestó en comunicarlo. El comandante soviético de los cazas profirió un juramento. Los aviones radares norteamericanos eran blancos de primera categoría y, lo que resultaba muy tentador, se encontraban dentro de su alcance. Con un regimiento completo, él habría salido en seguida tras ellos, arriesgándose a sufrir pérdidas causadas por los escoltas, pero estaba seguro de que eso era precisamente lo que los norteamericanos esperaban que él hiciera.

Los «Intruder» entraron primero, volando a quinientos nudos, casi rasantes sobre las copas de los árboles. De sus alas colgaban los misiles «Standard-ARM». Detrás de ellos venían más cazas «Tomcat», a gran altura. Cuando los cazas pasaron a los aviones radar, iluminaron electrónicamente con sus propios radares a los «MiG» que estaban orbitando, y empezaron a disparar misiles «Phoenix».

Los «MiG» no podían ignorarlos. Los cazas soviéticos se separaron en elementos de dos aviones cada uno y se dispersaron, dirigidos por los controladores de su radar con base en tierra.

Los «Intruder» treparon bruscamente cuando se hallaban a una distancia de cincuenta kilómetros, apenas fuera del alcance de los «SAM», y soltaron cuatro misiles «Standard-ARM» cada uno, que se autoguiaron hacia los radares soviéticos de búsqueda. Los operadores de los radares rusos se vieron ante una difícil disyuntiva: podían dejar encendidos sus radares de búsqueda y casi con seguridad provocar que los destruyeran, o apagarlos para reducir las probabilidades…, y perder por completo el control de la situación en la batalla aérea. Eligieron el término medio. El comandante soviético de los «SAM» ordenó a sus hombres que encendieran y apagaran sus equipos con intervalos irregulares, esperando confundir a los misiles que se acercaban mientras mantenían una relativa cobertura del ataque enemigo. El tiempo de vuelo de los misiles era de un minuto, y la mayoría de los operadores de los radares mantuvieron durante ese tiempo sus equipos apagados…, tergiversando así la orden en el sentido más ventajoso para ellos.

Los «Phoenix» llegaron primero. Los pilotos de los «MiG» perdieron de repente su control de tierra, pero siguieron maniobrando. Uno de los aviones era perseguido por cuatro misiles: pudo evadirse de dos de ellos, pero fue a chocar contra otro. El mayor que los conducía no cesaba de maldecir por su imposibilidad de devolver los golpes, mientras trataba de pensar en algo que diera resultado. Luego llegaron los «Standard-ARM». Los rusos tenían tres radares de búsqueda aérea y otros tres para detección de misiles. Cuando sonó la primera alarma los habían encendido todos; luego, los habían apagado al detectar a los misiles en el aire. Los «Standard» sólo quedaron confundidos en parte. Sus sistemas de guiado estaban diseñados para grabar la posición de un radar, para el caso de que sus emisiones desaparecieran del aire, y ahora los misiles continuaron hacia la posición que habían registrado previamente. Destruyeron por completo dos transmisores y dañaron otros dos.

El comandante norteamericano de la misión estaba fastidiado. Los cazas rusos no estaban cooperando. No habían salido ni siquiera cuando los «Intruder» cobraron altura (él había tenido más cazas esperando a baja altura para ese caso). Pero los radares soviéticos estaban destruidos. Dio la siguiente orden. Tres escuadrones de «F/A-18 Hornet» aparecieron velozmente en vuelo bajo desde el Norte.

El comandante ruso de defensa aérea ordenó encender de nuevo los radares, vio que no había más misiles en el aire, y no tardó en detectar a los «Hornet» que se acercaban volando bajo. Luego, fue el comandante de los «MiG» quien vio a los «Hornet», y con ellos su oportunidad. El «MiG-29» era un virtual hermano mellizo del nuevo avión norteamericano.

Los «Hornet» buscaron los lanzadores «SAM» rusos y empezaron a atacarlos con sus armas dirigidas. Los misiles cruzaban el cielo de un lado a otro. Dos «Hornet» cayeron abatidos por misiles, otros dos fueron derribados por cañones, mientras los cazabombarderos norteamericanos cubrían el terreno con bombas y fuego de cañones. Entonces llegaron los «MiG».

Los pilotos norteamericanos estaban advertidos, pero se hallaban demasiado cerca de sus blancos de bombardeo para poder reaccionar de inmediato. Cuando quedaron libres de sus pesadas cargas ofensivas volvieron a ser cazas aptos para el combate aéreo, y tomaron altura rápidamente. Temían más a los «MiG» que a los misiles. La batalla aérea resultante fue una obra maestra de confusión. Habría sido difícil distinguir a esos dos tipos de aviones estacionados en tierra uno junto a otro. A seiscientos nudos y en medio del combate la tarea era casi imposible; y los norteamericanos, con su mayor número, tenían que demorar la apertura de fuego hasta estar seguros de sus blancos. Los rusos conocían los que estaban atacando, pero también ellos evitaban disparar sin absoluta seguridad a un blanco que se parecía mucho al avión de uno de sus camaradas. El resultado fue una mezcla hirviente de cazas que se acercaban a distancias demasiado cortas para los misiles mientras sus pilotos procuraban una positiva identificación del blanco, y un anacrónico duelo aéreo con cañones, en medio de las trayectorias de los misiles superficie-aire disparados por los dos lanzadores rusos sobrevivientes. Los controladores de a bordo de los aviones norteamericanos y los de la estación rusa de control terrestre no tuvieron en ningún momento la menor posibilidad de dirigir las cosas. Todo había quedado absolutamente en manos de los pilotos. Los cazas conectaron sus posquemadores y se lanzaron a realizar torturadoras maniobras con cerrados virajes de elevadas «g», mientras las cabezas giraban con violencia y los ojos se entrecerraban para enfocar mejor tratando de decidir si los colores y diseños de las pinturas eran propios o enemigos. Ese aspecto de la lucha era bastante semejante para ambas partes. Los aviones norteamericanos eran de color gris niebla y por lo tanto más difíciles de distinguir, lo que permitía una identificación del blanco más fácil a larga distancia que de cerca. Dos «Hornet» cayeron primero, seguidos por un «MiG». Después, los cañones derribaron otro «MiG», y un «Hornet» recibió el impacto de un misil disparado por sorpresa. Un «SAM» errante causó la explosión de un «MiG» y un «Hornet» juntos. El mayor soviético lo vio y gritó por radio a los «SAM» que detuvieran el fuego; después disparó su cañón contra un «Hornet» que pasó como un rayo frente a su nariz; erró, y viró violentamente para perseguirlo. Observó al norteamericano que se acercaba para abrir fuego contra un «MiG» en un ángulo muy abierto y lo alcanzaba dándole en el motor. El mayor no sabía cuantos quedaban de sus aviones. Estaba más allá de eso. Se encontraba atrapado en una lucha por la supervivencia personal…, que suponía iba a perder. Olvidó toda prudencia y conectó el posquemador para acercarse, sin prestar atención a su indicador de combustible que le advertía, con la luz de alarma encendida, que sus depósitos estaban casi vacíos. Su blanco viró hacia el Norte y lo llevó sobre el agua. El mayor disparó su último misil y lo siguió con la vista hasta comprobar que hacía impacto en el motor derecho del «Hornet». En ese mismo instante sus propios motores se detuvieron. La cola del «Hornet» se deshizo en pedazos y el mayor lanzó un grito de alegría mientras ambos, él y el piloto norteamericano, salían proyectados a pocos cientos de metros de distancia uno de otro. Cuatro derribos, pensó el mayor. Por lo menos he cumplido con mi deber. Treinta segundos después entraba en el agua.

El capitán de fragata Davies trepó al interior de su balsa a pesar de la muñeca rota, insultando y bendiciendo su suerte al mismo tiempo. Su primer acto consciente fue encender su radio de rescate. Miró alrededor y vio otra balsa amarilla a poca distancia. No era fácil remar con un solo brazo, pero el otro tipo también estaba remando hacia él. Lo que siguió fue una verdadera sorpresa.

—¡Usted queda prisionero!

El hombre le estaba apuntando con una pistola. El revólver de Davies se hallaba en el fondo del mar.

—¿Quién diablos es usted?

—Yo soy el mayor Alexandr Georgiyevich Chapayev, de la Fuerza Aérea soviética.

—Hola. Yo soy el capitán de fragata Gus Davies, de la Marina de los Estados Unidos. ¿Quién lo derribó?

—¡Nadie me derriba! ¡Yo quedo sin combustible! —agitó la pistola con gesto amenazador—. Y usted es mi prisionero.

—¡Vamos! ¡No diga bobadas!

El mayor Chapayev meneó la cabeza. Al igual que Davies, estaba próximo a la conmoción, como consecuencia de la tensión del combate y lo cerca que había estado de la muerte.

—Pero cuide esa arma, mayor. No sé si aquí hay tiburones o no.

—¿Tiburones?

Davies tuvo que pensar un momento. El nombre clave de ese nuevo submarino ruso.

—Akula. Akula en el agua.

Chapayev se puso pálido.

—¿AkuIa?

Davies abrió el cierre de cremallera de su traje de vuelo y metió su brazo herido.

—Sí, mayor. Esta es la tercera vez que tengo que nadar. La última estuve en la balsa durante doce horas, y vi un par de esas malditas cosas. ¿Usted tiene repelente en su balsa?

—¿Qué? —Ahora Chapayev ya estaba totalmente confundido.

—Este producto. —Davies hundió el sobre de plástico en el agua—. Vamos a atar su balsa a la mía. Así será más seguro. Se supone que este repelente deberá mantener alejados a los akula.

Davies trató de atar las balsas con una sola mano y fracasó. Chapayev bajó la pistola para ayudarle. Después de sufrir un derribo y sobrevivir a una batalla aérea, el mayor parecía obsesionado por la idea de mantenerse con vida. Pensar que un pez carnívoro se lo podía comer le horrorizaba. Miró el agua por encima del borde de la balsa.

—Cristo, qué mañana —gruñó Davies, cuya muñeca le dolía bastante.

Chapayev emitió un gruñido. Miró por primera vez en torno suyo y se dio cuenta de que no veía tierra. Entonces estiró el brazo para buscar su radio de rescate y se encontró con que tenía la pierna lastimada y desgarrado el bolsillo de su traje de vuelo en el que guardaba la radio.

—Somos un par de infelices meados por los perros —dijo en ruso.

—¿Qué es eso?

—¿Dónde está la tierra? —el mar nunca le había parecido tan inmenso.

—A unas veinticinco millas en aquella dirección, creo. Esa pierna no parece estar muy bien, mayor. —Davies soltó una risita—. Debemos tener la misma clase de asiento expulsor. ¡Oh, mierda! Cómo me duele el brazo.

—¡Demonios! ¿Qué le parece que es todo aquello? —preguntó Edwards en voz alta. Estaban demasiado lejos para oír algo, pero no podían dejar de ver el humo que se levantaba desde Keflavik.

No obstante, la preocupación más inmediata en ese momento era la patrulla de rusos que había llegado ya a la base de la montaña. Nichols, Smith y los cuatro soldados se habían dispersado en un frente de unos cien metros con Edwards en el centro. Tenían pintadas las caras, estaban agachados detrás de las rocas y observaban a los rusos, que ahora se hallaban a poco más de quinientos metros.

—Doghouse, aquí Beagle, y tenemos problemas en este momento, cambio.

Tuvo que llamar dos veces más para obtener una respuesta.

—¿Cuál es el problema, Beagle?

—Hay cinco o seis rusos que están trepando por nuestra montaña. Han llegado hasta unos ciento ochenta metros debajo de nosotros, y quinientos de distancia. Y otra cosa, ¿qué está pasando en Keflavik?

—Estamos lanzando un ataque aéreo allí; eso es todo lo que sé por el momento. Mantengámonos informados, Beagle. Veré si puedo enviarles alguna ayuda.

—Gracias, cambio y corto.

—¿Michael?

—Buenos días. Qué estupendo que alguno de nosotros haya podido disfrutar de una noche decente de sueño.

Vidgis se sentó junto a él, apoyándole la mano sobre una pierna, y el miedo cedió por un momento.

—Juraría que acabo de ver algún movimiento allá arriba, en la cumbre —dijo el sargento del pelotón.

—Déjeme mirar. —El teniente movió sus poderosos anteojos de campaña para apuntarlos al pico—. Nada. Allá no hay nada. A lo mejor usted vio un pájaro. Esas nubecitas de polvo se ven por todas partes.

—Es posible —accedió el sargento. Estaba empezando a sentirse culpable por haber enviado allá arriba a Markhovskii. Si este teniente tuviera por lo menos la mitad del cerebro, pensó, habría mandado una fuerza más grande, y tal vez conducida por él mismo, como debería hacerlo un oficial.

—Han lanzado un fuerte ataque contra la base aérea.

—¿Se han comunicado por radio?

—Intenté hacerlo. Por el momento han desaparecido del aire.

Había preocupación en su voz. Casi cien kilómetros era demasiada distancia para las pequeñas radios tácticas. Su pesado equipo «VHF» informaba a la base aérea. Tanto como hubiera querido estar con la patrulla, el teniente sabía que su lugar estaba allí.

—Advierta a Markhovskii.

Edwards vio que uno de los rusos se detenía y manipulaba su walkie-talkie. Díganle que está trepando una montaña equivocada… díganle que vuelva a casa con mamá.

—Mantén baja la cabeza, nena.

—¿Qué pasa, Michael?

—Hay algunos tipos escalando este pico.

—¿Quiénes?

—Adivina.

—Jefe, ahora es seguro que vienen aquí arriba —advirtió Smith por la radio.

—Sí, ya lo veo. ¿Todos tienen una buena cubierta?

—Teniente, le recomiendo mucho que los dejemos acercar bastante antes de abrir fuego —dijo Nichols.

—Tiene sentido, jefe —apoyó Smith, sobre el mismo circuito.

—Está bien, Ustedes tienen ideas, caballeros, y yo quiero oírlas ahora mismo. Ah, he llamado para pedir ayuda. Tal vez nos llegue algún apoyo aéreo.

Mike accionó hacia atrás la manivela de carga de su fusil, para asegurarse de que había munición en la recámara; luego, colocó el seguro y por último apoyó a su lado el «M-16». Los infantes de Marina tenían todas las granadas de mano. Edwards nunca había recibido instrucción acerca de cómo usarlas, y le daban miedo.

Vamos muchachos, váyanse bien lejos, y nosotros los dejaremos tranquilos muy contentos. Pero seguían avanzando. Cada uno de los paracaidistas trepaba lentamente; en una mano llevaban el fusil y con la otra se agarraban a las rocas. Dividían el tiempo en partes iguales, mirando hacia arriba en dirección a Edwards y abajo para ver dónde pisaban. Mike estaba realmente asustado. Aquellos rusos eran soldados de élite. También sus infantes de Marina…, pero no él. Este no era un lugar para él. Las otras veces que se había enfrentado a los rusos, en la casa de Vigdis, y durante el aterrador episodio con el helicóptero, ya habían quedado atrás y, por el momento, olvidadas. Quería escapar, salir corriendo, pero…, ¿qué sucedería si lo hacía? ¿Qué pasaría con Vigdis…? ¿Podía ponerse a correr delante de ella? ¿De qué estás más asustado, Mike?

—Quédate tranquilo —murmuró para sí.

—¿Qué? —preguntó Vigdis, que también tenía miedo, sólo de verle la cara a él.

—Nada. —Trató de sonreír y lo logró a medias. No puedes dejarla, ¿no es cierto?

Los rusos ya estaban a menos de quinientos metros, pero todavía muy por debajo de ellos. Su aproximación se hizo más cautelosa. Eran seis, y se movían de dos en dos, abriéndose en abanico después de abandonar la ruta más fácil de ascenso a la cumbre.

—Jefe, tenemos un problema —dijo Smith—. Creo que ellos saben que estamos aquí.

—Nichols, quiero oír su opinión.

—Esperemos hasta que lleguen a unos cien metros, y por amor de Dios, ¡mantengan las cabezas abajo! Si puede conseguir algún apoyo, le sugiero que lo pida.

Edwards conectó la radio.

—Doghouse, aquí Beagle; necesitamos ayuda ahora mismo.

—Trabajamos en ello. Estamos tratando de conseguir… de conseguir unos amigos que escuchen en esta frecuencia. Lleva tiempo, teniente.

—Todavía tengo unos cinco minutos, a lo sumo, antes de que comience el tiroteo.

—Mantenga abierto este canal.

¿Dónde están?, se preguntó Edwards, Ahora ya no podía ver a ninguno. Las rocas y cubiertas que tantas veces habían jugado a favor de ellos, ahora se les volvían en contra. Dejó de mover la cabeza arriba y abajo. Él era el oficial, él estaba al mando, él tenía el punto de observación más ventajoso, y tenía que ver lo que estaba sucediendo. Se movió ligeramente para obtener una visión decente de lo que sucedía abajo.

—¡Hay alguien allá! —dijo el sargento del pelotón, tomando en seguida la radio—. ¡Markhovskii, va a caer en una trampa! Veo un hombre con casco en lo alto de la montaña.

—Tiene razón —dijo el teniente y se volvió—. ¡Preparen el mortero!

El oficial corrió hacia el equipo grande de radio «VHF» y trató de comunicarse con Keflavik. Tropas armadas sobre esa montaña solamente podían significar una cosa…, pero Keflavik todavía estaba incomunicada.

Edwards vio que uno de los rusos se levantaba y luego volvía a dejarse caer al oír un grito de alguno de los otros. Cuando la figura reapareció empuñaba un fusil. Edwards oyó un silbido en el aire y luego una explosión a unos cincuenta metros.

—¡Oh, mierda! —Edwards se lanzó al suelo y se encogió temeroso contra la roca. Pequeños trozos de otras rocas cayeron alrededor. Miró a Vigdis, que parecía estar bien; luego, dirigió la vista hacia el pico lejano, donde los hombres corrían descendiendo la montaña. Otra granada de mortero cayó a su derecha, y a continuación se oyeron disparos de fusiles automáticos. Cogió otra vez la radio.

—Doghouse, aquí Beagle. Ahora nos están atacando.

—Beagle, ya estamos en contacto con un portaaviones de la Armada. Quede atento. —La tierra se estremeció de nuevo, y una granada cayó a menos de diez metros al frente de su posición, pero él estaba bien protegido—. Beagle, el portaaviones está ahora en su frecuencia. Transmítale a él directamente. Su indicativo de llamada es Starbase, y ellos saben quién es usted.

—Starbase, aquí Beagle, cambio.

—Recibido Beagle, entiendo su posición cinco kilómetros al oeste de la altura 1064. Informe qué está sucediendo.

—Starbase, nos hallamos bajo ataque de una patrulla de infantes rusos, que cuentan con refuerzos en camino. Su puesto de observación en 1064 tiene un mortero y nos están haciendo fuego con él. Necesitamos ayuda rápido.

—Recibido, comprendido, Beagle. Quede atento…, Beagle, le informo que le estamos enviando ayuda. Hora estimada de llegada: dos cinco minutos. ¿Puede mantener su posición?

—Negativo, no tenemos nada con que hacerlo.

—Recibido, comprendido. Manténgase atento, Beagle. Volveremos, cambio y corto.

Edwards oyó un grito a su izquierda. Asomó un poco la cabeza y pudo ver las granadas de mortero que estaban cayendo cerca de la posición de Nichols… y algunos rusos a menos de cien metros al frente. Mike agarró el fusil y apuntó hacia una figura que se movía, pero en seguida volvió a desaparecer de su vista. Levantó el walkie-talkie con la mano libre.

—Nichols, Smith, aquí Edwards, informen situación.

—Aquí Nichols. El que tiene ese mortero sabe bien lo que debe hacer. Aquí hay dos hombres heridos.

—Estamos bien, jefe. Vimos a dos rusos que caían. Envié a García a cubrirlo a usted.

—Muy bien, muchachos; nuestra cubierta aérea está en camino. Yo… —La figura volvió a levantarse, Edwards dejó la radio, apuntó el fusil y efectuó tres disparos, pero erró a la figura, que volvió a esconderse; la radio—: Nichols, ¿necesita ayuda?

—Todavía quedamos dos que podemos tirar. Lamento decirle que su Rodgers ha muerto. Allí… —La radio quedó en silencio durante un momento—. Muy bien, muy bien. Matamos uno, y el otro se alejó retrocediendo. Cuidado, teniente, hay dos a cincuenta metros de usted, al frente y a la izquierda.

Mike miró alrededor de su roca y sintió que le disparaban. Él contestó el disparo sin dar en ningún blanco.

—¡Hola, jefe! —García se lanzó a tierra a su lado.

—Hay dos bandidos, en esa dirección.

Edwards señaló. El infante asintió y se desplazó hacia la izquierda detrás de la cubierta de la cresta más alta de la montaña. Había avanzado unos diez metros cuando otra granada de mortero explotó cuatro pasos detrás de él. García cayó pesadamente y no se movió.

No es justo, no es justo. ¡Los traje hasta aquí, y no es justo!

—Smith, García ha caído. Vuelvan a subir aquí. Nichols, si puede venir a mi posición, ¡muévase! —cambió de radio—. Starbase, aquí Beagle. Diga a sus pájaros que se den prisa.

—Están a dos cero minutos, Beagle. Cuatro «A-7». Tenemos otra ayuda que llegará en cualquier momento, pero irán primero adonde están ustedes.

Edwards tomó su fusil y se acercó a García. El infante aún respiraba, pero tenía la espalda y las piernas acribilladas por fragmentos. El teniente se arrastró hasta la cresta y vio un ruso agachado, a unos diez metros. Le apuntó con su fusil y disparó dos veces. El ruso cayó, disparando su propia arma en un arco amplio que erró a Edwards por menos de un metro. ¿Dónde estaba el otro? Mike levantó la cabeza y vio algo del tamaño de una pelota de béisbol que volaba hacia él. Corrió retrocediendo y la granada cayó y explotó a tres metros de donde había estado. Mike se movió un poco a la derecha y volvió a subir la montaña.

El ruso desapareció otra vez, pero Edwards vio que los otros habían llegado ya al pie de su montaña y estaban empezando a trepar hacia su posición. Hizo esfuerzos para ver y mantener la cabeza baja al mismo tiempo. El otro… ¡allá! Estaba descendiendo dificultosamente la montaña, al parecer arrastrando con él a un herido. El fuego de mortero empezó a caer a sus espaldas, cubriendo la retirada del hombre.

—¿Está bien, teniente? —Era Smith y tenía una herida en un brazo—. No sé quién estará tirando con ese mortero, ¡pero debe de ser un Davy Crockett ruso!

Nichols llegó tres minutos después. Estaba ileso, pero el hombre de la Real Infantería de Marina que venía con él sangraba por el abdomen. Edwards miró el reloj.

—Tendremos apoyo aéreo dentro de unos diez minutos. Si nosotros nos quedamos aquí arriba en la cumbre, en un solo lugar, ellos pueden lanzar en todo el resto de la zona.

Los hombres tomaron posiciones dentro de los quince metros de Edwards. Mike cogió a Vigdis por un brazo y la dejó entre dos grandes rocas.

—Michael, yo tengo…

—Yo también tengo miedo, Quédate aquí pase lo que pase, ¡quieta aquí! Puedes…

El sonido sibilante se oyó de nuevo, y esta vez venía cerca. Mike se tambaleó y cayó sobre ella. Le pareció sentir que una aguja caliente le penetraba la pantorrilla.

—¡Mierda! —La herida estaba apenas sobre el borde de la bota, intentó levantarse, pero la pierna no aguantaba ningún peso; miró alrededor buscando la radio y se acercó saltando hasta ella, maldiciendo durante todo el trayecto—. Starbase, aquí Beagle, cambio.

—Están a nueve minutos, Beagle —dijo la voz con paciencia.

—Starbase, estamos en la cumbre de esta montaña, ¿comprende? Nos hallamos todos dentro de los quince metros de la cúspide. —Alzó la cabeza—. Hay unos quince «bandidos» que vienen hacia nosotros, están más o menos a setecientos metros. Pudimos rechazar el primer ataque, pero sólo hemos quedado…, cuatro, creo, y tres estamos heridos. Por amor de Dios, eliminen primero ese mortero; nos está asesinando.

—Recibido y comprendido. Manténganse unidos, hijo. Ya llega la ayuda.

—Usted está herido, teniente —dijo Nichols.

—Lo sé. Los aviones estarán aquí dentro de ocho o nueve minutos. Les dije que acabaran primero con la posición del mortero.

—Muy bien. Iván está enamorado de esa maldita cosa. —Nichols cortó el pantalón sobre la herida y le ató un vendaje—. Por un tiempo no podrá bailar mucho.

—¿Qué podemos hacer para entretenerlos?

—Abriremos fuego a quinientos. Eso les hará proceder con mayor cautela, espero. Vamos.

Nichols lo asió del brazo y le ayudó a llegar hasta la cresta.

Los rusos estaban avanzando con gran habilidad. Alternaban cortas y rápidas corridas con zambullidas debajo de cualquier cubierta que encontraran. Por el momento, el mortero se mantenía callado, pero cambiaría tan pronto como los paracaidistas llegaran lo suficientemente cerca para su asalto final. Nichols había dejado a un lado su pistola ametralladora y apuntaba con un fusil semiautomático. Cuando calculó que la distancia era de quinientos metros, el sargento apuntó con cuidado y tiró del gatillo. Erró, pero todos los rusos que estaban en la montaña se arrojaron cuerpo a tierra.

—¿Usted sabe lo que acaba de hacer? —preguntó Edwards.

—Sí. He invitado al mortero a que siga haciendo fuego sobre nosotros. —Nichols se volvió a mirar a su teniente—. Pero no tenemos otra maldita alternativa, ¿no es cierto?

—Michael, tú necesitas esto. —Vigdis se agachó junto a él.

—Te dije que no te movieras…

—Aquí está tu radio. Yo voy…

—¡Abajo!

Mike la obligó a agacharse de un tirón, haciéndola caer a su lado en el momento en que una granada chocaba contra el suelo a diez metros de ellos. Cayó una serie de cinco, cruzando su posición.

—¡Aquí vienen! —gritó Smith.

Los infantes de Marina abrieron fuego y los rusos respondieron de la misma forma, saltando rápidamente de una cubierta a otra, en un avance de a dos que amenazaba con rodear la cumbre de la montaña. Mike volvió a llamar por la radio.

—Starbase, aquí Beagle, cambio.

—Adelante, Beagle.

—Ya están sobre nosotros.

—Beagle, nuestros «A-7» los tienen a la vista. Quiero saber exactamente dónde está usted y su gente…, repito, exactamente.

—Starbase, hay dos picos secundarios en esta montaña, a unos cinco kilómetros al oeste de la altura 1064. Nosotros estamos en el de más al norte. Mi grupo se encuentra todo reunido a menos de uno cinco metros de la cumbre. Cualquier cosa que se mueva es el enemigo, nosotros estamos todos quietos. El mortero se halla sobre la montaña 1064, y necesitamos que lo eliminen pronto.

Hubo una larga pausa.

—Está bien, Beagle, ya les hemos dicho dónde están. Agachen la cabeza. Llegarán dentro de un minuto, aproximándose desde el Sur. Buena suerte. Cambio y corto.

—Doscientos metros —dijo Nichols, Edwards se unió a él y alzó su «M-16».

Tres hombres se levantaron al mismo tiempo; ellos dispararon, pero Edwards no habría podido decidir si había dado a alguien o no. Los proyectiles rusos desprendieron fragmentos de roca y polvo a pocos metros, y el silbido de nuevas granadas de mortero se dejó oír una vez más. Un grupo de cinco cayó exactamente en la cresta, en el momento en que Edwards alcanzó a ver la figura color gris niebla de un cazabombardero que picaba desde su derecha.

El gordo «Corsair A-7E» niveló a trescientos metros sobre la cima de la montaña a cinco kilómetros de distancia. Cayeron cuatro bombas racimo que se abrieron en el aire. Una pequeña nube de bombitas llovió sobre el puesto de observación ruso. A distancia, se oyó algo parecido a las detonaciones de los cohetes buscapiés, y el pico de la montaña desapareció entre el polvo y las chispas. Veinte segundos después, otro avión repitió la maniobra. Ya no podía quedar nada con vida en esa cumbre.

Los rusos atacantes se detuvieron bruscamente y se volvieron para ver qué había sucedido con su campamento base. Luego, descubrieron que había más aviones volando en círculo a sólo dos mil metros de distancia. Quedó claro para todos que sus mayores posibilidades de continuar con vida en los próximos cinco años era acercarse a los norteamericanos todo lo que pudieran. Como un solo hombre, los patrulleros rusos se levantaron disparando sus armas y corrieron subiendo la montaña. Otros dos «Corsair» viraron en el cielo y picaron pronunciadamente: el movimiento había atraído a sus pilotos. Restablecieron el vuelo nivelado a treinta metros sobre la ladera y soltaron también bombas racimo. Edwards oyó los gritos por encima del ruido de las explosiones, pero no pudo ver nada en medio del polvo que se levantó ante sus ojos.

—Cristo, no pueden lanzar mucho más cerca que eso.

—No pueden lanzar nada más cerca que eso —dijo Nichols, limpiándose la sangre que tenía en la cara.

Todavía pudieron oír fuego de fusiles desde el interior de la nube de polvo. El viento la dispersó, y se vieron entonces por lo menos cinco rusos que continuaban en pie y avanzando hacia ellos. Los «Corsair» navales hicieron otra pasada pero debieron alejarse imposibilitados de lanzar bombas tan cerca de sus propias tropas. Volvieron en pocos segundos haciendo fuego con sus cañones. Los proyectiles explosivos se abrieron en sus trayectorias y algunos detonaron a diez metros de la cara de Edwards.

—¿A dónde se han ido?

—A la izquierda, creo —respondió Nichols—. ¿No puedo hablar directamente con los cazas?

Edwards negó moviendo la cabeza.

—Con esa clase de radio, no, sargento.

Los «A-7» volaban en círculo a cierta altura, mientras sus pilotos observaban el terreno buscando movimiento. Edwards pensó agitar los brazos, pero no sabía si reconocerían el gesto o no. Uno de ellos efectuó una rápida picada a su izquierda y disparó una ráfaga con el cañón contra las rocas. Edwards oyó un grito, pero no vio nada.

—Estamos en un punto muerto. —Edwards se volvió para mirar su radio por satélite. La última serie de granadas de mortero había lanzado un fragmento que atravesó la mochila.

—¡Abajo! —Nichols agarró al teniente en el momento en que una granada de mano describía un arco en el aire. Explotó a pocos metros—. Aquí vienen de nuevo.

Edwards se dio vuelta para colocar un nuevo cargador en su fusil. Vio dos rusos a unos quince metros y disparó una ráfaga. Uno de ellos cayó de bruces. El otro devolvió el fuego y se escondió hacia la izquierda. Sintió de repente un peso sobre sus piernas y vio a Nichols que caía de espaldas con tres agujeros rojos en el hombro. Edwards puso el último cargador en su fusil y se desplazó torpemente a través de la montaña hacia el lado izquierdo, aunque no podía descargar su peso sobre la pierna derecha.

—Michael…

—Vete al otro lado —replicó Edwards—. ¡Cuidado!

Vio una cara, un fusil… y un relámpago. Edwards se arrojó a la derecha, demasiado tarde para evitar la bala que lo hirió en el pecho. Solamente la conmoción impedía que el dolor se hiciera insoportable. Efectuó unos cuantos disparos al aire para que el hombre mantuviera agachada la cabeza mientras él se impulsaba hacia atrás con los pies, intentando escapar. ¿Dónde estaban todos? Había fuego de fusiles hacia su derecha. ¿Por qué no venía nadie a ayudarle? Oyó el rugir de los motores jet de los «A-7», que continuaban volando en círculo, imposibilitados para hacer nada excepto observar en medio de su frustración. Los insultó… y seguía sangrando. Su pierna herida se resistía a que la usara, y su brazo izquierdo estaba inutilizado. Edwards empuñaba el fusil como si hubiera sido un revólver de gran tamaño, y esperaba que volviera a aparecer el ruso. Debajo de sus brazos sintió unas manos que lo arrastraban hacia atrás.

—Déjame, Vigdis, por amor de Dios, déjame y escapa.

Ella no contestó. Respiraba agitada mientras luchaba, tambaleante, para poner a Mike sobre las rocas. Él estaba perdiendo el conocimiento, a causa de las hemorragias, y alcanzó a mirar hacia arriba cuando los «A-7» se alejaban. Se oía otro ruido, que parecía extraño. Un fuerte viento repentino levantó mucho polvo a su alrededor y hubo otra ráfaga de fuego de ametralladora en el momento en que una figura verde y negra aparecía sobre su cabeza. Saltaron unos hombres a tierra, y todo había terminado. Cerró los ojos. El comandante ruso se había comunicado con Keflavik, y aquí estaba el «Mi-24» para reforzar el destacamento… Edwards se sentía demasiado débil para reaccionar. Había corrido una buena carrera…, pero perdió. Se oyó algún disparo de fusil; luego, silencio después que el helicóptero se retiró. ¿Cómo tratarían los rusos a los prisioneros que habían matado a hombres indefensos?

—¿Su nombre es Beagle?

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para abrir los ojos. Vio un hombre negro de pie junto a él.

—¿Quién es usted?

—Sam Potter. Soy teniente y estoy en la Segunda Fuerza de Reconocimiento. Usted es Beagle, ¿no? —Se volvió—. ¡Necesitamos un enfermero aquí!

—Mis hombres están todos heridos.

—Nos hallamos trabajando en eso. Los sacaremos de aquí dentro de cinco minutos. Espéreme allí, Beagle. Tengo que hacer un trabajo. Bueno, muchachos —gritó con fuerza—. Vamos a revisar si hay más rusos. Si agarramos a alguno vivo, ¡lo vamos a sacar a patadas de esta isla ahora mismo!

—¿Michael?

Edwards todavía estaba confundido. La cara de ella se encontraba justo sobre la de él cuando se quedó sin sentido.

—¿Quién diablos es este tipo? —preguntó el teniente Potter cinco minutos después.

—Meteorólogo de la Fuerza Aérea. Ha llevado muy bien las cosas —dijo Smith, haciendo muecas a causa de sus heridas.

—¿Cómo llegaron hasta aquí? —Potter hizo un gesto a su radiooperador.

—Caminamos como bestias todo el trayecto desde Keflavik, señor.

—Un tremendo viaje, sargento. —Potter parecía impresionado, dio una breve orden por radio—. El helicóptero ya viene hacia aquí. Supongo que la señorita también se va.

—Sí, señor. Bien venido a Islandia, señor. Hemos estado esperándolos.

El brazo de Potter describió un arco hacia el Oeste. Una serie de pequeños bultos grises que se destacaban en el horizonte se dirigían al Este, hacia Stykkisholmur.

USS CHICAGO

McCafferty estaba seguro de que se mantenían todavía en la zona…, pero ¿dónde? Después de hundir el último «Tango», no habían podido restablecer los contactos con los otros dos submarinos rusos. Ocho horas de relativa calma recompensaron sus maniobras evasivas. Los aviones rusos «ASW» seguían volando cerca, aún lanzaban sonoboyas, pero algo les había salido mal. En esos momentos no lograban acercarse mucho. Él había tenido que maniobrar para evadirse solamente cuatro veces. Eso habría sido mucho en tiempo de paz, pero después de los últimos días parecía un período de vacaciones.

El comandante había aprovechado para hacer descansar a su dotación y dormir un poco él también. Aunque todos habrían aceptado agradecidos un mes en la cama, las cuatro o cinco horas de sueño que habían tenido fueron como un vaso de agua para un hombre en el desierto, suficientes para ayudarles a llegar un poco más lejos. Y era sólo un poco más lejos adonde tenían que llegar: exactamente cien millas hasta los dentados bordes del hielo ártico. Dieciséis horas aproximadamente.

El Chicago navegaba unas cinco millas delante de sus hermanos. Cada hora, McCafferty ponía rumbo este con su submarino y permitía que su sonar de arrastre captara la exacta posición de ambos. Era bastante difícil: tanto el Boston como el Providence daban mucho trabajo para detectarlos, incluso a esa distancia.

Se preguntó qué estarían pensando los rusos. Las tácticas de ataque de los equipos «Krivak-Grisha» habían fracasado. Aprendieron que una cosa era emplear esas naves para operaciones de barrera contra el equipo «Keypunch», y otra muy diferente perseguir a un submarino provisto de armas de largo alcance y control de fuego computarizado. Su dependencia de las sonoboyas activas había reducido la eficacia de sus aviones patrulleros «ASW», y lo único que estuvo a punto de darles buen resultado, situar un submarino diesel entre dos líneas de sonoboyas y luego incitar al blanco a que se moviera con un torpedo lanzado al azar, también había fracasado finalmente. Gracias a Dios, nunca supieron qué cerca habían estado con eso, pensó McCafferty. Sus submarinos clase «Tango» eran oponentes formidables, silenciosos y difíciles de localizar, pero los rusos todavía estaban pagando por sus sonares poco efectivos. En medio de todo, McCafferty tenía ahora más confianza que en las últimas semanas.

—¿Qué? —preguntó a su oficial de operaciones.

—Parece que siguen navegando como antes, señor, unos diez mil metros detrás de nosotros. Creo que este es el Boston. Está maniobrando mucho más. El Providence, aquí está, sigue avanzando penosamente y bastante derecho. Tenemos bien tomada su posición.

—Timón diez grados a la izquierda, caiga a nuevo rumbo tres cinco cinco —ordenó McCafferty.

—Timón diez grados a la izquierda, comprendido, cayendo a nuevo rumbo tres cinco cinco, señor, he puesto el timón diez grados a la izquierda.

—Muy bien.

El comandante bebió un trago de chocolate caliente. Era una buena variante del café. El Chicago viraba despacio hacia el Norte. A popa, en el sector de máquinas, el personal especializado vigilaba los instrumentos de la planta del reactor, que estaba entregando en forma constante un diez por ciento de su potencia.

En cierta forma la única mala noticia era la tormenta que azotaba la superficie. Por alguna razón, una serie de tempestades estaba desfilando alrededor del techo del mundo, y la que tenían arriba parecía particularmente severa. Los sonaristas estimaban olas de más de cuatro metros y vientos de cuarenta nudos, algo poco frecuente en el verano ártico. Reducía entre un diez y un veinte por ciento el rendimiento de sus sonares, pero contribuiría a crear condiciones ideales cuando se acercaran al pack de hielo. El estado del mar provocaría la rotura de grandes témpanos hasta convertirlos en pequeños bloques y todo ese ruido haría que los submarinos norteamericanos fueran muy difíciles de detectar. Dieciséis horas, se dijo McCafferty. Dieciséis horas y estaremos fuera de aquí.

—Control, sonar, tenemos un contacto con marcación tres cuatro cero. No hay información suficiente por el momento para clasificarlo.

McCafferty se acercó al sonar.

—Muéstreme.

—Aquí, jefe. —El suboficial dio unos golpecitos en la pantalla—. Todavía no puedo darle una cuenta de vueltas de hélice; es demasiado débil para cualquier cosa. Bueno, me huele como un submarino nuclear —aventuró el oficial.

—Presente su modelo.

El suboficial pulsó un botón y en una pantalla secundaria apareció la distancia sonar calculada, generada por una computadora partiendo de las condiciones conocidas del agua. La distancia de sonar, medida sobre una trayectoria directa, era de poco más de treinta mil metros. El agua todavía no tenía la profundidad suficiente para que hubiera zonas de convergencia, y estaban empezando a recibir ruido de fondo, de baja frecuencia, procedente del pack de hielo. Les perturbaría su capacidad para distinguir contactos de sonar, así como la brillante luz del sol disminuye en apariencia la intensidad de la luz eléctrica.

—Aquí estoy recibiendo un lento cambio de marcación. De izquierda a derecha; ahora la marcación al blanco es de tres cuatro dos…, debilitándose un poco. ¿Qué es esto? —El suboficial miraba una nueva y difusa línea en el fondo de la presentación—. Posible nuevo contacto con marcación cero cero cuatro.

La línea se fue desvaneciendo hasta desaparecer por completo. Durante dos minutos no se vio; luego, volvió con marcación cero cero seis.

McCafferty dudó si debía ordenar que ocuparan los puestos de combate. Por una parte, era posible que tuviera que atacar un blanco muy pronto…, aunque no lo consideraba probable. ¿No sería mejor dar a su tripulación unos minutos más de descanso? Decidió esperar.

—Se afirman. Ahora tenemos dos posibles contactos de submarinos, con marcación tres cuatro cero y cero cero cuatro.

McCafferty volvió a Control y ordenó un giro hacia el Este, lo que situaría mejor a su sonar de arrastre para detectar los nuevos blancos, y además le proporcionaría una marcación cruzada de cada uno y con eso podría calcular la distancia. Le dio más de lo que él esperaba.

—El Boston está maniobrando hacia el Oeste, señor. No puedo detectar nada en esa dirección, pero decididamente se dirige al Oeste.

—Llame a ocupar puestos de combate —ordenó McCafferty.

No era forma de despertar de un sueño que realmente se necesitaba, y el comandante lo sabía. En los sectores de camastros en todo el submarino, los hombres dieron un salto instantáneamente despiertos, y se lanzaron de sus literas, algunos cayendo al suelo, otros poniéndose de pie muy erguidos entre otros hombres, todos apretujados. Corrieron a sus puestos, relevando a los guardias de rutina que a su vez corrieron a sus propias posiciones de combate.

—Todos los puestos informan ocupados y listos, señor.

Vuelta a trabajar. El comandante se instaló de pie frente a la mesa de operaciones y consideró la situación táctica. Dos posibles submarinos enemigos se habían colocado a caballo de su ruta hacia el hielo. Si el Boston estaba maniobrando, probablemente Simms también tendría algo, tal vez en el Oeste, tal vez atrás. En veinte minutos, McCafferty había pasado nuevamente de una fría seguridad a la paranoia. ¿Qué estaban haciendo? ¿Por qué había dos submarinos casi directamente en su camino?

—Vamos, arriba, a profundidad de periscopio. —El Chicago empezó a ascender desde su profundidad de crucero de doscientos metros; tardó cinco minutos—. Levanten la antena ESM.

El delgado mástil subió impulsado por energía hidráulica, proporcionando información al técnico en guerra electrónica.

—Jefe, tengo tres equipos aéreos de búsqueda en banda J. —Leyó en voz alta las marcaciones.

«Bear» o «May» pensó McCafferty.

—Miraré un poco. Arriba el periscopio. —Tuvo que dejar que subiera hasta el punto más alto para poder ver por encima de las olas—. Bueno. Tengo un «May» con marcación uno siete uno, cerca del horizonte y con rumbo Oeste… ¡Está lanzando boyas! Abajo el periscopio. Sonar, ¿tiene algo en el Sur?

—Nada, excepto los dos contactos propios. El Boston parece estar alejándose, señor.

—Vamos de nuevo abajo, a ciento ochenta metros. Parece que los rusos dependen casi exclusivamente de las sonoboyas activas, maldita sea.

Ordenó virar hacia el Norte una vez que alcanzaron la profundidad deseada, y disminuyeron a cinco nudos.

Así que ahora están tratando de detectarnos pasivamente. Tienen que haber hallado un indicio en alguna parte…, o tal vez en ninguna parte. La detección y seguimiento con sonar pasivo era técnicamente muy difícil, y hasta los modernos equipos de procesamiento de señales que tenían las Armadas de Occidente producían muchos falsos contactos… Además, nosotros prácticamente les hemos telegrafiado nuestra ruta. Ellos pueden haber saturado el área. ¿Por qué no intentamos algo diferente? ¿Pero qué? Sólo había otro pasaje hacia el Norte, y era aún más estrecho que este. La ruta por el Oeste, entre Bear Island y el cabo Norte de Noruega, era más amplia, pero la mitad de la Flota soviética del Norte tenía una barrera allí. Se preguntó si el Pittsburgh y el resto habrían escapado a salvo. Probablemente. Debieron haber tenido la capacidad de navegar más rápido que la posibilidad de Iván para cazarlos. Lo opuesto a nuestro caso.

Nosotros cazamos así a los rusos, pensó McCafferty. Ellos no pueden oír nuestras sonoboyas pasivas, y no saben nunca cuándo los están persiguiendo. El comandante se apoyó contra la barandilla que rodeaba el pedestal del periscopio. La buena noticia, se dijo, es que somos muy difíciles de oír. Tal vez Iván tuvo algún indicio, pero no es probable. Si nos hubieran oído seguramente tendríamos ya un torpedo en el agua detrás de nosotros. Si no lo tenemos, es que no nos han oído.

—Las marcaciones sobre los dos contactos al frente se están afirmando.

En las aguas abiertas del océano, habrían tenido la capa de gradiente térmico para aprovecharla en sus maniobras, pero allí no había nada. La combinación de aguas bastante poco profundas y la tormenta sobre la superficie eliminaba cualquier posibilidad que existiera. Buenas noticias y malas noticias, pensó McCafferty.

—Control, sonar, nuevo contacto con marcación dos ocho seis, probable submarino. Estoy tratando de contar sus vueltas de hélice.

—Caiga a la izquierda, a tres cuatro ocho. ¡Detenga eso! —McCafferty cambió de idea, pues allí era mejor actuar con cautela que con audacia—. Caiga a la derecha, a cero uno cinco.

Luego, ordenó descender a trescientos metros. Cuanto más lejos de la superficie se situara, mejores condiciones de sonar iba a tener. Si los rusos estaban cerca de la superficie para comunicarse con sus aviones, el rendimiento de sus sonares se reduciría de manera considerable. McCafferty iba a jugar todas las cartas que tenía, antes de empeñarse en combate. Pero si…

Pensó en la posibilidad de que uno o más contactos fueran de submarinos propios. Tal vez el Sceptre y el Superb hubieran recibido nuevas órdenes a causa de los daños sufridos por el Providence, El nuevo contacto en dos ocho seis también podía ser propio, en ese caso.

¡Maldición! No había nada previsto para eso. Los británicos habían dicho que ellos se irían tan pronto como los submarinos llegaran al pack, porque tenían otras misiones que cumplir…, pero ¿cuántas veces le habían cambiado a él sus órdenes desde mayo?, se preguntó McCafferty.

¡Vamos, Danny! Tú eres el comandante, se supone que debes saber qué hacer…, aun cuando no lo sepas.

Lo único que podía hacer era tratar de establecer la distancia y la identidad de sus tres contactos. El sonar estuvo otros diez minutos trabajando con ellos.

—Los tres son submarinos de una sola hélice —dijo finalmente el suboficial.

McCafferty hizo una mueca. Eso le decía más sobre lo que no eran que sobre lo que eran. Los submarinos británicos eran todos de una sola hélice. Y lo mismo ocurría con las clases «Alfa» y «Victor» de los rusos.

—¿Características de máquinas?

—Están navegando a muy baja potencia, jefe. No suficiente para clasificarlos. Tengo ruidos de vapor en los tres; con eso sabemos que son nucleares, pero si usted mira aquí, verá que no se reciben señales bastante fuertes como para saber algo más. Lo siento, señor, eso es todo lo que tengo.

Cuanto más lejos fueran hacia el Este, sabía McCafferty, menos señales tendría su sonar para trabajar sobre ellas, Ordenó un giro para invertir el rumbo, llevando al Chicago hacia el Sudoeste.

Por lo menos, tenía la distancia. Los blancos del Norte se hallaban a once y trece millas respectivamente. El del Oeste, a nueve. Todos estaban dentro del alcance de sus torpedos.

—Control, sonar, se oyó una explosión con marcación uno nueve ocho… y otra cosa, un posible torpedo, en dos cero cinco, muy débil; entra y se pierde. Nada más en esa zona, señor. Tal vez algunos ruidos de roturas en uno nueve ocho. Lo siento, señor, esas señales son muy débiles. De lo único que estoy seguro es de la explosión.

El comandante se acercó una vez más al sonar.

—Está bien, suboficial. Si fuera fácil no lo necesitaría a usted. —McCafferty observó la pantalla y vio que el torpedo continuaba su trayectoria, cambiando ligeramente de marcación; pero no constituía peligro alguno para el Chicago—. Concéntrese en los contactos de los tres submarinos.

—Comprendido, señor.

Cualquiera pensaría que con toda la práctica que he tenido ya debería conocer lo que es la paciencia.

El Chicago continuaba hacia el Sudoeste. Ahora McCafferty estaba persiguiendo a su blanco del Oeste. Pensó que era el que menos probabilidades tenía de ser propio. La distancia se fue acortando a ocho millas, luego a siete.

—¡Señor, clasifico el blanco en dos ocho cero como una clase «Alfa»!

—¿Está seguro?

—Sí, señor. La planta de máquinas es del tipo «Alfa». Ahora lo tengo con toda claridad.

—¡Preparen! Vamos a lanzar un pescado en profundidad; quiero que lo regulen a baja velocidad y que luego suba de golpe cuando esté debajo del blanco.

El personal de control de fuego trabajaba cada día mejor. Parecía casi que lo hacían más rápido que la computadora de apoyo.

—Jefe, si disparamos desde esta profundidad consumirá mucho de nuestra reserva de aire comprimido —advirtió el ejecutivo.

—Tiene razón. Vamos a treinta metros.

McCafferty hizo una mueca. ¿Cómo diablos pudiste olvidarte de eso?

—¡Quince grados arriba en los planos!

—Preparado… La solución está dispuesta, señor.

—Quede atento.

El comandante observaba la aguja del indicador de profundidad mientras giraba en sentido contrario a las del reloj.

—¿Control de fuego?

—¡Listo!

—¡Igualen las marcaciones y disparen!

—Dos disparado, señor.

El «Alfa» podría escuchar el choque de presión del aire, o tal vez no, y McCafferty lo sabía. El torpedo se desplazaba a una velocidad de cuarenta nudos y en un rumbo de tres cinco cero, bien apartado de la marcación hacia el blanco. Cuando se encontraba a tres mil metros, una orden enviada por los cables de control obligó al torpedo a virar y aumentar la profundidad. McCafferty obraba con mucho cuidado con ese disparo, más de lo que habría preferido. Cuando el «Alfa» detectara el pescado que se le acercaba, lo estaría haciendo desde una marcación en la que no se encontraba ya el Chicago…, y si él disparaba en respuesta, el torpedo no iría hacia ellos. La desventaja de esto era el aumento de probabilidad de perder los cables de control y errar el blanco. El torpedo corría en profundidad para aprovechar la presión del agua, que reducía el ruido de cavitación y, con ello, la distancia a la cual el «Alfa» podría detectarlo. Había que tomar toda esa serie de medidas porque el submarino soviético tenía una velocidad máxima de más de cuarenta nudos y era casi tan rápido como el mismo torpedo. El Chicago continuó navegando hacia el Sudeste, poniendo tanta distancia como era posible entre él y su mortífero perseguidor.

—El torpedo continúa normalmente la trayectoria, señor —informó el sonar.

—¿Distancia al blanco? —preguntó McCafferty.

—Unos seis mil metros, señor. Recomiendo que le hagamos subir cuando esté a cuatro mil y lo pongamos en alta velocidad —sugirió el oficial de armamento.

—Muy bien.

El grupo de seguimiento estudiaba la trayectoria del torpedo y de su blanco.

—Control, sonar, el «Alfa» acaba de aumentar la fuerza de sus máquinas.

—Lo ha oído. Lleven ya el pescado arriba, máxima velocidad, encienda el sonar.

—Ruidos de casco, señor. El «Alfa» está cambiando de profundidad —dijo el sonarista, con emoción en la voz—. Tengo el sonar del torpedo en mi pantalla. Nuestra unidad está emitiendo pings. Parece que el blanco lo hace también.

—Señor, perdimos los cables, el pescado ha perdido los cables.

—No debería importar ahora. Sonar, informe una cuenta de hélice del «Alfa».

—Está girando para cuarenta y dos nudos, señor, mucho ruido de cavitación. Como si estuviera virando. Podría haber lanzado un señuelo de ruido.

—¿Alguien disparó contra un «Alfa» alguna vez? —preguntó el oficial ejecutivo.

—No que yo sepa.

—¡Erró! Control, sonar, el pescado pasó hacia atrás del blanco. El blanco parece dirigirse al Este. El pescado está quieto…, no, ahora está virando. El torpedo sigue emitiendo pings, señor. El torpedo también se dirige al Este…, virando de nuevo, tengo un cambio de marcación del pescado. Jefe, creo que está cazando al señuelo de ruido. Veo que se amplía la diferencia de marcación entre el pescado y el blanco.

—Maldita sea, pensé que lo teníamos agarrado —gruñó el oficial de armamento.

—¿A qué distancia estamos del punto de lanzamiento?

—A unos siete mil metros, señor.

—¿Marcación al «Alfa»?

—Tres cuatro ocho, la marcación del blanco se está moviendo hacia el Este, los ruidos de máquinas han disminuido, la cuenta de hélice de alrededor de veinte nudos.

—Seguirá poniendo distancia entre él y el torpedo —dijo McCaf ferty.

Mientras este último continuara en movimiento y emitiendo impulsos activos de sonar, nadie querría ponerse cerca de él. El pescado seguiría describiendo círculos hasta consumir todo su combustible, pero cualquier cosa que pusiera dentro del alcance de su sonar, de cuatro mil metros, se arriesgaba a la detección.

—¿Qué hay de los otros dos contactos?

—Sin cambios, señor —dijo el oficial de operaciones—. Parece como si estuvieran manteniendo sus posiciones.

—Eso significa que son rusos.

McCafferty miró fijamente las señales. Si fuesen británicos, habrían maniobrado y disparado sus propios torpedos tan pronto como escucharan al «Alfa», y probablemente todo el mundo en veinte millas a la redonda lo habría oído.

Tres a uno, y ahora ellos están alertados. McCafferty se encogió de hombros. Por lo menos, sé detrás de qué voy. El sonar informó sobre otro contacto hacia el Sur. Tendría que ser el Boston, pensó Danny. Si no lo fuese, el Providence habría hecho algo. Ordenó dirigir el Chicago hacia el Sur. Si tenía que abrir un agujero entre tres submarinos, quería ayuda. Una hora después se reunió con el Boston.

—Oí un «Alfa».

—Le erramos. ¿Qué encontraste tú?

—Tenía dos hélices, y está hundido —contestó Simms, cuyos teléfonos gertrude estaban regulados con muy baja intensidad.

—Hay tres submarinos al frente, a unas catorce millas. Uno es el «Alfa». No sé nada respecto a los otros.

McCafferty esbozó rápidamente su plan. Los submarinos iban a navegar hacia el Norte con diez millas de separación, e intentarían atacar a los blancos desde sus flancos. Aunque erraran, el Providence podría pasar directamente cuando los rusos se dividieran para seguirlos. Simms estuvo de acuerdo, y ambos submarinos volvieron a separarse.

McCafferty notó que aún se encontraba a unas dieciséis horas del hielo. Probablemente habría todavía aviones de patrullaje soviéticos allá arriba. Él había desperdiciado un torpedo… No, se dijo, fue un ataque bien pensado. Sólo que no dio resultado, como tantas veces ocurre.

Hacia el Nordeste, apareció una línea de sonoboyas, que en esta ocasión eran activas. Deseaba con cierto fastidio que los rusos eligieran algún patrón de maniobras tácticas y se ajustaran a él. ¡Diablos, lo único que él quería era salir de allí! Por supuesto, había lanzado misiles hacia el propio territorio soviético y probablemente ellos aún estaban furiosos por eso. Nadie le había dicho si la misión tuvo éxito o no. McCafferty se ordenó a sí mismo dejar a un lado esos pensamientos. Bastantes problemas tenía allí donde estaba.

El Chicago navegó hacia el Noroeste. Cuando lo hizo, la marcación a todos sus contactos de sonar cambió a la derecha. El «Alfa» todavía estaba allí; el ruido de sus máquinas se oía débilmente y luego desaparecería. Técnicamente hablando, él podía dispararle, pero ya había comprobado que su velocidad y maniobrabilidad eran suficientes para superar a un torpedo «Mark-48». Se preguntaba qué había hecho el comandante del «Alfa». Sorprendentemente, él no había disparado un torpedo hacia la marcación del pescado que se le acercaba. ¿Qué significa eso? Era una táctica norteamericana, y se suponía que fuera también una táctica soviética. ¿Se debía a que él sabía que había submarinos propios en la zona? McCafferty no lo pensó más. Otro caso en el que los rusos no estaban actuando en la forma en que se esperaba que actuaran.

El rumbo Noroeste iba acortando marcadamente la distancia a uno de los contactos. El «Alfa» y el otro desconocido maniobraron al Este, manteniendo la distancia de un poco más de diez millas…, sin saberlo, pensó el comandante. Estaba de pie junto al tablero de operaciones. Ya tenían preparada una solución de control de fuego sobre el contacto más cercano. La distancia había bajado a ocho millas. McCafferty fue otra vez a la sala de sonar.

—¿Qué me puede decir de este?

—Empieza a parecer una planta de reactor «Tipo-2», la nueva versión. Puede ser un «Victor-III». En cinco minutos más lo sabré seguro, señor. Cuanto más cerca estemos, más claro se verá.

—¿Con qué fuerza navega?

—Bastante baja, señor. Hace unos minutos creí que podría hacer una cuenta de hélice, pero no dio resultado. Probablemente está sólo derivando.

McCafferty se apoyó contra el mamparo que separaba la sala de la monstruosa computadora que usaban para procesar señales. La línea en la presentación en cascada, que debería mostrar la frecuencia exclusiva de las características de las máquinas del «Victor-III», se veía borrosa, pero iba estrechándose. Tres minutos después se había convertido en una definida y vertical línea de luz.

—Señor, ahora puede llamar al blanco «Sierra-2» un «Victor» clase III, submarino ruso.

McCafferty pasó hacia atrás, a la sala de control.

—¿Distancia al blanco «Sierra-2»?

—Catorce mil quinientos metros, señor.

—La solución está preparada, señor —informó el oficial de armamento—. Listos para tubo uno. Tubo uno inundado, puerta exterior cerrada.

—Timón diez grados a la derecha —ordenó McCafferty.

El Chicago viró para adoptar una posición que no interfiriera el lanzamiento del torpedo que estaba listo. Comprobó la profundidad: sesenta metros. Después del disparo, iba a dirigirse rápidamente al Este y a sumergirse hasta los trescientos metros. El submarino giró después, a seis nudos; la marcación al blanco era tres cinco uno, y los tubos de torpedo del Chicago estaban alineados ligeramente hacia fuera con respecto al eje central.

—¿Solución?

—¡Lista!

—Abran la puerta exterior.

El suboficial a cargo del tablero de torpedos apretó el correspondiente botón y esperó que cambiara la luz indicadora.

—Puerta exterior abierta, señor.

—¡Igualen marcaciones y disparen!

Las siete mil toneladas del Chicago se estremecieron otra vez al lanzar el torpedo.

—Uno disparado, señor.

McCafferty dio órdenes para cambiar el rumbo y profundidad, aumentando la velocidad a diez nudos.

Otro ejercicio de paciencia, ¿cuánto tardará en oír que se le acerca el pescado? El torpedo corría a poca profundidad. McCafferty confiaba en que los ruidos de su sistema de propulsión se perdieran entre los que había en la superficie. ¿Qué eficacia tendrá el sonar del «Victor»?, se preguntaba.

—Un minuto.

El oficial de armamento tenía un cronómetro en la mano. El «Mark-48» corría unos mil trescientos metros por minuto a la velocidad con que lo habían regulado. Tardaría unos diez minutos. Era como estar presenciando la finalización de un partido de fútbol, en el que unos pocos minutos pueden variar completamente el resultado. Pero ellos no estaban tratando de marcar puntos.

—Tres minutos. Faltan siete.

El Chicago interrumpió la inmersión a trescientos metros y el comandante ordenó una reducción de la velocidad otra vez a seis nudos. Ya tenía preparadas las soluciones de control de fuego para los otros dos blancos. Pero habrían de esperar.

—Cinco minutos. Faltan cinco.

—Control, sonar. El blanco «Sierra-2» acaba de aumentar la fuerza de sus máquinas. Hay ruidos de cavitación, la cuenta de vueltas de hélices indica veinte nudos y en aumento.

—Ordenen máxima velocidad al pescado —dijo McCafferty.

El «Mark-48» aceleró a una velocidad de cuarenta y ocho nudos: más de mil quinientos metros por minuto.

—El blanco está virando al Este, la cuenta de vueltas indica ahora treinta y un nudos, señor; estoy recibiendo una extraña señal un poco atrás del blanco. La marcación del blanco pasó a tres cinco ocho. La nueva señal está en tres cinco seis.

—¿Un señuelo de ruido?

—No suena así. Es algo diferente… Tampoco un torpedo señuelo, pero se le parece, señor. El blanco continúa virando, señor; ahora la marcación es tres cinco siete. Pienso que puede estar invirtiendo el rumbo.

—Vamos arriba, a sesenta metros —ordenó el comandante.

—¿Qué diablos está haciendo? —se preguntó el ejecutivo cuando el submarino empezó a subir de nuevo.

—Señor, aquella señal nueva ha ocultado el blanco —anunció el encargado del sonar.

—Ahora el pescado está haciendo emisiones activas.

—Si ha desplegado un señuelo…, lo ha puesto entre él y el pescado —dijo el comandante con calma—. Control de fuego, quiero otro pescado sobre el blanco «Sierra-2», y que actualicen la solución sobre «Sierra-1».

Alimentaron nuevamente la Victor-III con distancia y marcación en sus cifras del momento.

—Preparen tubo tres sobre el blanco «Sierra-2», y tubo dos para el blanco «Sierra-1».

El submarino pasó por los noventa metros de profundidad.

—Igualen marcaciones y disparen. —McCafferty dio la orden con tranquilidad, luego llevó otra vez abajo a su submarino—. Esa protuberancia que tiene el «Victor-III», que nosotros pensábamos era el alojamiento de un sonar de arrastre, ¿no será un señuelo como nuestro nixie?

Nosotros no los usamos con los submarinos, pensó McCafferty, pero Iván hace las cosas a su manera.

—El pescado podría ignorarlo todavía.

—Él no piensa igual. Piensa que funcionará… Entonces podrá virar por detrás del ruido de explosión y lanzarnos uno a nosotros.

McCafferty se acercó a la mesa de operaciones. El segundo de los nuevos pescados corría hacia lo que probablemente era otro clase «Victor». El segundo blanco ahora estaba maniobrando hacia el Este. También el «Alfa». La jugada táctica obvia era salir de la zona de peligro, virar, y empezar la propia caza. Mientras ambos estaban virando, su posición haría que los sonares fueran ineficaces en dirección al rumbo del torpedo que avanzaba.

—Señor —llamó el sonar—, tengo una explosión con marcación tres cinco cuatro. Hemos perdido contacto con el blanco «Sierra-2». No sé si el pescado le dio o no. Los otros dos pescados parecen estar corriendo normalmente.

—Paciencia —respondió el comandante.

—Control, sonar, hay algunas sonoboyas que están lanzando atrás.

Las marcaciones habían sido establecidas. Se hallaban en una línea Norte-Sur, dos millas detrás del Chicago.

—Alguno de los otros submarinos envió un mensaje a sus amigos —sugirió el ejecutivo.

—Bien pensado. Estas tácticas de cooperación van a ser difíciles de superar si alguna vez aciertan a hacerlas bien.

—El «Sierra-2» ha vuelto, señor. Tengo señales características de máquinas «Tipo-2» en tres cuatro nueve. Algunos ruidos posibles de casco por cambio de profundidad. «Sierra-2» lo está haciendo.

El oficial de armamento ordenó a uno de los torpedos que estaban corriendo un giro a la izquierda, de pocos grados. McCafferty cogió un lápiz y empezó a morderlo.

—Bueno, es probable que su sonar esté un poco confundido. Apostaría que está tratando de subir una antena para decir a sus amigos desde dónde estamos disparando. Todo adelante dos tercios.

—¡Torpedos en el agua con marcación cero tres uno!

—¿Tenemos algo más en esa marcación?

—No, señor. Yo no tengo nada.

McCafferty controló la operación. Estaba dando resultado, por Dios. Había forzado a los rusos a que se movieran al Este, ¡hacia Todd Simms en el Boston!

—Control, sonar, ¡torpedo en el agua a popa, marcación dos ocho seis!

—Vamos a profundidad trescientos sesenta metros —dijo de repente el comandante—. Timón todo a la derecha, caiga de nuevo rumbo uno seis cinco. Nuestro amigo el «Victor» recibió el aviso de sus guardianes.

—Señor, perdimos los cables de los dos pescados —informó Armamento.

—¿Distancia estimada al «Sierra-2»?

—El pescado debe de haber estado a unos seis mil metros; está programado para empezar a emitir activo dentro de un minuto.

—Esta vez el señor «Victor» cometió un error. Debió haberse cubierto el trasero antes de subir a llamar por radio a los aviones. Sonar, ¿cuál es la posición del torpedo que tenemos a popa?

—La marcación está cambiando…, señor, estoy perdiendo rendimiento en el sonar debido a ruido de flujo. La última marcación sobre el pescado ruso es dos siete ocho.

—¡Todo adelante un tercio! —McCafferty volvió a poner su submarino en velocidad baja y silenciosa. En dos minutos se dieron cuenta de que el torpedo lanzado desde el aire estaba bastante lejos de ellos, y que el segundo disparo del Chicago contra el «Victor» se hallaba cerca de su blanco.

Ya en esos momentos la pantalla del sonar era una confusión total. El blanco «Sierra-2» había detectado tarde al pescado que se le acercaba, pero estaba alejándose a máxima velocidad ahora. El torpedo disparado por ellos contra el otro «Victor» seguía aún corriendo, pero ese blanco se hallaba maniobrando para evadir otro pescado lanzado por el Boston. El «Alfa» navegaba a su máxima velocidad hasta el Norte, perseguido por otro «Mark-48». Otros dos torpedos rusos estaban en el agua y viajaban hacia el Este, probablemente en busca del Boston, pero el Chicago no tenía en su sonar al submarino hermano. Había cinco submarinos maniobrando en la zona, cuatro de ellos perseguidos por torpedos.

—Señor, tengo otro señuelo desplegado por «Sierra-2». El «Sierra-1» también ha desplegado el suyo. Nuestro pescado está emitiendo activo contra el «2». Otro pescado, no sé de quién, está emitiendo contra el «1», y un pescado ruso emite a cero tres cinco…, señor. Tengo una explosión con marcación tres tres nueve.

Papá quería que yo fuera contable, pensó McCafferty. Entonces yo habría podido manejar bien todos estos malditos números. Se acercó una vez más a la mesa de operaciones.

El gráfico no estaba mucho más claro. Las líneas de lápiz que representaban los contactos de sonar y las trayectorias de los torpedos parecían cables eléctricos volcados al azar sobre la carta.

—Señor, tengo ruidos muy fuertes de máquinas en marcación tres tres nueve. Suena como una cosa que está rota, señor, muchos ruidos metálicos. Ahora estoy recibiendo algo de ruido de aire, está soplando los tanques. Pero todavía no hay ruidos de rajaduras o quebraduras.

—Timón todo a la izquierda, caiga a nuevo rumbo cero uno cero.

—¿No destruiríamos al «Victor»?

—Me conformaré con un pequeño trozo de él, si es que eso lo manda de vuelta a su casa. Lo registraremos como dañado. ¿Qué está pasando con los otros?

—El pescado que sigue al «Sierra-1» emite activo, y lo mismo el del Boston.

La confusión disminuyó en parte, pero sólo durante diez minutos. El segundo blanco puso la popa a los dos torpedos y escapó hacia el Noroeste. Aparecieron más sonoboyas cruzadas sobre la ruta del Chicago. Detectaron al Oeste otro torpedo lanzado desde el aire, pero no sabían sobre qué lo habían lanzado… sólo que no estaban lo suficientemente cerca como para preocuparse. El torpedo que ellos habían puesto en persecución del segundo submarino clase «Victor» estaba luchando para cazar un blanco que escapaba todo lo rápido que podía, y otro pescado llegaba en ángulo en ese momento desde la dirección opuesta. Posiblemente el Boston había disparado también contra el «Alfa», pero este escapaba a una velocidad casi tan grande como la del torpedo. McCafferty restableció el contacto sonar con el Providence y continuó hacia el Norte. El caos trabajaba a su favor, y él lo aprovechó todo lo que pudo. Esperaba que el Boston lograra evadir los torpedos que habían lanzado en dirección a él, pero no estaba fuera de su alcance.

—Dos explosiones con marcación cero tres, señor.

Esa era la última marcación al segundo «Victor», pero el sonar no detectó nada más. ¿Los pescados habían destruido al submarino, al señuelo, o se habían destruido entre sí?

El Chicago siguió navegando al Norte, aumentando su velocidad a diez nudos mientras zigzagueaba a través de las líneas de sonoboyas para aumentar su distancia al herido Providence. El personal de la central de ataque estaba emocionalmente exhausto, tan agotado como su comandante después del frenético ejercicio de seguimiento y tiro. Los aspectos técnicos de la tarea se habían practicado a la perfección en los entrenamientos previos a la guerra; pero nada podía simular la tensión de disparar armas verdaderas. El comandante los envió, de dos en dos, a la cocina a buscar comida y a tomarse media hora de descanso. Los cocineros llevaron una bandeja de emparedados para los que no podían abandonar sus puestos. McCafferty se sentó detrás del periscopio, con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y apoyada en algo metálico, mientras masticaba un bocadillo de jamón. Recordaba haber visto cargar las latas a bordo. La Marina había conseguido un buen precio en los primeros meses del año para comprar jamones polacos enlatados. Jamones polacos, pensó. Estamos locos.

Al cabo de una hora, autorizó a su dotación a abandonar los puestos de combate. La mitad de los hombres quedó libre de guardias y servicios. No fueron a la cocina a buscar comida. Todos prefirieron dormir. El comandante sabía que él también lo necesitaba, por lo menos tanto como sus subordinados. Después que lleguemos al suelo, se prometió a sí mismo, dormiré durante un mes.

Detectaron al Boston con el sonar, un trazo fantasmal en la pantalla, al este de ellos. El Providence todavía estaba atrás, seguía navegando a seis nudos y produciendo demasiado ruido con su maltrecha torreta. Ahora el tiempo pasaba más rápidamente. El comandante permaneció sentado, olvidando su dignidad y escuchando los informes de… nada.

La cabeza de McCafferty se levantó bruscamente. Miró el reloj y comprobó que había dormitado durante media hora. Cinco horas más hasta el hielo. Ahora se oía claramente en el sonar; un ruido sordo y grave, de baja frecuencia, que cubría treinta grados a cada lado de la proa.

¿Adónde fue el «Alfa»? Diez segundos después de haberse formulado esa pregunta, MeCafferty estaba en el sonar.

—¿Cuál fue su última marcación sobre el «Alfa»?

—Señor, lo perdimos hace tres horas. Lo último que tuvimos fue que navegaba a su máxima velocidad en un rumbo constante hacia el nordeste. Se desvaneció y no ha vuelto, señor.

—¿Qué probabilidad hay de que esté en el hielo esperándonos?

—Sí está allí, nosotros lo detectaremos a él antes de que él nos detecte a nosotros, señor. Si se está moviendo, la planta de su motor produce mucho ruido de media y alta frecuencia —explicó el suboficial sonarista, y aunque McCafferty sabía todo eso, quería oírlo una vez más—. El ruido de baja frecuencia del hielo le quitará la posibilidad de detectarnos a larga distancia, pero nosotros tendríamos que poder oírlo desde muy lejos si se está moviendo.

El comandante asintió y se dirigió a popa.

—Oficial ejecutivo, si usted se hallara comandando ese «Alfa», ¿dónde estaría?

—¡En casa! —sonrió el ejecutivo—. Él tiene que saber que aquí hay por lo menos dos submarinos. Sus posibilidades son muy pocas. Nosotros les dañamos aquel «Victor», y el Boston probablemente destruyó el otro. ¿Qué va a pensar? Iván es valiente, pero no loco. Si tiene algo de sentido común, informará sobre un contacto perdido y dejará así las cosas.

—No lo creo. Venció a nuestro pescado, y probablemente venció uno del Boston —dijo el comandante en voz baja.

—Usted podría tener razón, jefe, pero no aparece en el sonar.

McCafferty tuvo que aceptar ese argumento.

—Llevaremos mucho cuidado cuando nos acerquemos al hielo.

—De acuerdo, señor. Ya estamos bastante paranoicos.

McCafferty no opinaba lo mismo, pero no sabía por qué. ¿Qué estoy pasando por alto?

Sus datos sobre la posición del borde del pack de hielo eran viejos. Las corrientes y el viento habrían movido los témpanos unas cuantas millas más hacia el Sur, a medida que las temperaturas en aumento del verano debilitaran el espeso techo blanco sobre el océano. ¿Tal vez signifique una hora?, se preguntó esperanzado el comandante.

El gráfico mostraba al Boston quince millas hacia el Este, y al Providence ocho al Sudeste. Tres horas más hasta el hielo. Dieciocho millas náuticas, tal vez menos, y estarían a salvo.

¿Por qué tenía que haber algo más cuando llegaran allá? No pueden enviar tras nosotros a toda su flota. Tienen otros problemas de que preocuparse. McCafferty dormitó de nuevo.

—¡Control, sonar!

La cabeza de McCafferty se enderezó otra vez.

—Aquí control —contestó el ejecutivo.

—El Providence ha aumentado un poco su velocidad, señor. Estimo que está haciendo diez nudos.

—Muy bien.

—¿Cuánto tiempo estuve dormido? —preguntó el comandante.

—Una hora y media, más o menos. Usted ha estado despierto demasiado tiempo, señor, y no roncaba tan fuerte como para molestar a nadie. El sonar sigue todavía en blanco, excepto nuestros dos amigos.

McCafferty se levantó y se desperezó. Eso no era suficiente. Me estoy acostumbrando. Si sigo así, seré mucho más peligroso para mi propia tripulación que para los rusos.

—¿Distancia al hielo?

—Unos doce mil metros, cerca como para verlo.

McCafferty se acercó a la carta para observarla. El Providence lo había alcanzado y navegaba en su misma línea ahora. No le gustó eso.

—Aumente a doce nudos y caiga a la derecha a cero cuatro cinco. Está demasiado ansioso.

—Usted tiene razón —dijo el ejecutivo después de dar las órdenes necesarias—, pero ¿quién puede culparlo?

—Yo puedo. ¿Qué diablos importan unos cuantos minutos más después de todo el tiempo que ha costado llegar hasta aquí?

—Control, sonar, tenemos un posible contacto con marcación cero seis tres. Suena como ruido de máquinas, muy débil. Ahora se desvanece. Estamos recibiendo ruido de flujo que tapa al otro.

—¿Reducimos velocidad? —preguntó el ejecutivo.

El comandante negó con la cabeza.

—Todo adelante dos tercios.

El Chicago aceleró a dieciocho nudos. McCafferty miró fijamente la carta. Allí había algo importante que él no estaba viendo. El submarino se hallaba todavía a bastante profundidad, trescientos metros. El Providence mantenía en funcionamiento su sonar de arrastre, pero navegaba ahora cerca de la superficie, y eso disminuía el rendimiento de su sonar. ¿Estaría también el Boston cerca de la superficie? Los suboficiales del grupo de seguimiento, de control de fuego, adelantaban continuamente las posiciones de los dos submarinos norteamericanos según el rumbo y la velocidad conocidos de cada uno. El Chicago achicó rápidamente la distancia. Después de media hora se hallaba al lado del Providence, a babor de su proa, y McCafferty ordenó reducir la velocidad a seis nudos otra vez. A medida que el submarino disminuía la velocidad, el ruido del flujo exterior iba desapareciendo y sus sonares volvieron a tener su máximo rendimiento.

—¡Contacto sonar, marcación cero nueve cinco!

El grupo de operaciones trazó una línea cruzando la carta. Interceptaba a la anterior línea de marcación… ¡casi exactamente entre el Boston y el Providence! MeCafferty se agachó para comprobar cuál era la profundidad allí… Quinientos setenta metros. Mayor que la que podía alcanzar un submarino clase «688» en su máxima inmersión… Pero no demasiada para un «Alfa»…

—¡La mierda!

No podía disparar sobre el contacto. La marcación al blanco estaba excesivamente cerca del Providence. Si los cables de control se rompían, el pescado avanzaría en forma automática, y le importaría un comino que el Providence fuera propio.

—Sonar, pase a activo; ¡búsqueda yanqui sobre la marcación cero nueve cinco!

Se tardó un momento en dar energía al sistema. Luego, el profundo sonido bawah sacudió el océano. McCafferty se había propuesto alertar a sus camaradas. También había alertado al «Alfa».

—Control, sonar, tengo ruido de variación de presión en un casco y de aumento de fuerza en máquinas, con marcación cero nueve cinco. Todavía no hay blanco en la pantalla.

—¡Vamos, Todd! —urgió el comandante.

—¡Ruidos transitorios! El Boston acaba de aumentar potencia, señor… allí va el Providence. ¡Torpedos en el agua, marcación cero nueve cinco! ¡Múltiples torpedos en el agua en cero nueve cinco!

—¡Todo adelante a toda máquina!

McCafferty observó el gráfico. El «Alfa» estaba peligrosamente cerca de ambos submarinos, detrás de ellos, y el Providence no podía aumentar su velocidad, y tampoco sumergirse. ¡No podía hacer ninguna MALDITA cosa! Y él, lo único que pudo hacer fue contemplar cómo preparaban dos torpedos sus hombres de control de fuego. El «Alfa» había disparado cuatro pescados, dos a cada uno de los submarinos norteamericanos. El Boston cambió el rumbo hacia el Oeste, y otro tanto hizo el Providence. MeCafferty y su ejecutivo fueron a la sala de sonar.

Miró cómo oscilaban a derecha e izquierda, a través de la pantalla, las líneas de los contactos. Las más gruesas representaban a los submarinos; las finas y brillantes, a cada uno de los cuatro torpedos. Los dos que estaban apuntados al Providence se acercaban rápidamente. El submarino herido había acelerado a veinte nudos, y hacía el mismo ruido que un camión cargado de piedras que tratara de correr. Estaba claro que no lo conseguiría nunca. Aparecieron en la pantalla tres señuelos de ruido, pero los torpedos los ignoraron. Las líneas convergieron en un punto, que se encendió con intensa luz en la pantalla.

—Le dieron, señor —dijo en voz baja el suboficial.

El Boston tenía mejores probabilidades. Simms navegaba ahora a velocidad máxima, y los torpedos los perseguían a menos de mil metros. También él lanzó señuelos de ruido y efectuó cambios bruscos de rumbo y profundidad. Uno de los torpedos perdió la orientación y se descontroló, picó contra un señuelo y explotó en el fondo. El otro siguió autoorientado hacia el Boston y fue disminuyendo poco a poco la distancia. Apareció en la pantalla otro punto brillante, y eso fue todo.

—Búsqueda yanqui para el «Alfa» —dijo McCafferty con boz baja y alterada por la ira.

El submarino vibró con los poderosos impulsos del sonar.

—Marcación uno cero nueve, distancia trece mil.

—¡Preparados!

—¡Igualen y disparen!

El «Alfa» no esperó oír los torpedos que se acercaban. Su comandante sabía que había allí un tercer submarino, y supo que lo estaban localizando con pings de sonar activo. El submarino soviético adoptó su máxima velocidad y viró hacia el Este. El oficial de armamento del Chicago intentó llevar los torpedos a un rumbo de acercamiento, pero apenas tenían cinco nudos de ventaja sobre el «Alfa», y las cifras no ofrecían dudas: les faltarían casi dos mil metros para alcanzarlo cuando se les terminara el combustible. A McCafferty no le importó. Ordenó él también nuevamente a cinco nudos tres minutos antes de que los torpedos volvieran a agotar el combustible. Al desaparecer el ruido de flujo, sus equipos de sonar recuperaron efectividad justo a tiempo para oír que el «Alfa» desaceleraba a salvo.

—Muy bien, vamos a intentarlo de nuevo.

Ahora se hallaba a tres millas del hielo, y el Chicago se mantenía en silencio. El «Alfa» viró hacia el Oeste, y el grupo de seguimiento de McCafferty reunió información para computar la distancia. El giro al Oeste había sido un error. Evidentemente, pensó que el Chicago iba a correr al hielo y la seguridad.

—Control, sonar. Nuevo contacto, marcación cero cero tres.

¿Y ahora qué? ¿Otra trampa rusa?

—¡Necesito información!

—Muy débil, pero tengo un cambio de marcación; ahora es cero cero cuatro.

Un suboficial levantó la vista de su regla de cálculos.

—¡La distancia tiene que ser menos de diez mil metros, señor!

—¡Ruidos transitorios…! ¡Torpedo en el agua marcación cero cero cinco!

—¡Todo timón a la izquierda, adelante a toda máquina!

—¡La marcación cambia! ¡Ahora el torpedo está en cero cero ocho!

—¡Anule la orden! —gritó McCafferty.

El nuevo contacto estaba disparando contra el «Alfa».

—¡Cristo! ¿Qué es esta cosa? —preguntó el suboficial sonarista.

El «Alfa» oyó el nuevo pescado e invirtió el rumbo. Otra vez oyeron y vieron en pantalla el tronar de las máquinas del «Alfa»…, pero el torpedo reducía rápidamente la distancia.

—Es un británico. Es uno de sus nuevos «Spearfish». No sabía que hubiera ya algunos en la flota.

—¿Qué velocidad tienen? —preguntó el suboficial sonarista.

—Sesenta o setenta nudos.

—¡Diablos! Tenemos que comprar algunos de esos.

El «Alfa» continuó en línea recta tres millas; luego, viró al Norte para enfrentar el hielo. Pero no llegó. El «Spearfish» le cortó el camino. En la pantalla del sonar, las líneas convergieron una vez más, y apareció un brillante punto final.

—Vamos hacia el Norte —dijo McCafferty al ejecutivo—. Acelere a dieciocho nudos. Quiero estar seguro de que él sabe quiénes somos.

—Nosotros somos el HMS Torbay. ¿Quiénes son ustedes?

—Chicago.

—Oímos hace un rato toda la conmoción. ¿Está solo? —preguntó el comandante James Little.

—Sí. El «Alfa» nos tendió una emboscada. Estamos solos.

—Nosotros los escoltaremos.

—Comprendido. ¿Sabe usted si la misión tuvo éxito?

—Sí, lo tuvo.