32. NUEVOS NOMBRES, NUEVAS CARAS
NORFOLK, VIRGINIA
—Buenos días, Ed.
El comandante de las fuerzas navales de superficie de la flota del Atlántico estaba sentado detrás de un escritorio cubierto de despachos que parecían ordenados en pilas. Buen día…, media hora después de medianoche. Morris no había salido de Norfolk desde su llegada, al amanecer del día anterior. Si se iba a su casa, tendría que dormir de nuevo…
—Buenos días, señor. ¿Qué puedo hacer por usted?
Morris no quería sentarse.
—¿Desea volver a salir? —le preguntó secamente COMNAVSURFLANT[53].
—¿Con quién?
—El comandante del Reuben James cayó con una úlcera perforada. Lo trajeron esta mañana en vuelo. La fragata llegará dentro de una hora con los anfibios de PACFLT, la flota del Pacífico. Voy a destinarle a tareas de escolta de convoyes. Tenemos uno muy grande que se está reuniendo en el puerto de Nueva York. Ochenta buques, todos grandes, todos rápidos, cargados con abundante equipo para Alemania. Zarpará dentro de cuatro días con una fuerte escolta de Estados Unidos y Gran Bretaña, además de apoyo de portaaviones. La fragata Reuben James permanecerá en puerto lo suficiente como para reaprovisionarse y cargar combustible. Zarpará esta noche hacia Nueva York en compañía del HMS Battleaxe. Si usted está de acuerdo, quiero que se haga cargo de ella. —El vicealmirante miró fijamente a Morris—. Es suya, si la quiere. ¿Está decidido?
—Mi equipo personal todavía se encuentra a bordo de la Pharris.
Morris trataba de ganar tiempo. ¿Realmente quería volver a salir?
—Su equipaje está hecho y listo para retirarlo, Ed.
Había muchos hombres que podían hacerse cargo, pensó Morris. El personal del Estado Mayor de operaciones, con el que había estado trabajando desde su llegada a Norfolk, estaba lleno de gente que hubiera saltado de alegría en su caso. Volver al mar y recobrar otra vez la línea…, ¿o volver en el auto todas las noches a su casa vacía y a las pesadillas?
—Si usted lo desea, me haré cargo de ella.
FOWIEHAUSEN, República FEDERAL ALEMANA
Hacia el Norte, el horizonte se encendía con el fuego de artillería que iluminaba los árboles. En ningún momento el cielo quedaba libre del trueno. El viaje hasta el puesto de comando divisional era de apenas quince kilómetros desde Alfeld. Tres violentos ataques aéreos y veinte descargas separadas de artillería habían convertido el viaje de la mañana en una pesadilla que duró hasta el crepúsculo y aún más.
El Cuartel General adelantado de la 20 de tanques era ahora el puesto de mando para toda la ofensiva hacia Hameln. El general de brigada Beregovoy, que había relevado a Alekseyev, llevaba las dos gorras: comandante de la división 20 de tanques y comandante del grupo de maniobra de operaciones (OMG). El concepto de los grupos de maniobras de operaciones había sido una de las más preciosas ideas soviéticas de preguerra. La «osada ofensiva» iba a abrir un corredor hasta la retaguardia del enemigo, y el grupo de maniobra de operaciones se encargaría de explotarlo, avanzando velozmente por él para tomar los blancos económica o políticamente importantes.
Alekseyev permanecía con la espalda apoyada contra un vehículo blindado, mirando hacia el Norte, donde los relámpagos delineaban la silueta del bosque. Otra cosa que no ha funcionado de acuerdo al plan —pensó—. ¡Como si nosotros hubiésemos esperado que la OTAN cooperara con nuestros planes!
Hubo un enorme destello amarillo sobre su cabeza. Alekseyev parpadeó para aclarar la vista y observó la bola de fuego que se convertía en un cohete y caía a tierra, a varios kilómetros de allí. ¿Nuestro o de ellos? —se preguntó— Otra prometedora vida joven extinguida por un misil. Ahora matamos a nuestros jóvenes con robots. ¿Quién dijo que la Humanidad no estaba usando su tecnología para fines útiles?
Él habíase preparado durante toda su vida para esto. Cuatro años en la escuela de oficiales. La difícil iniciación como oficial joven; la promoción a comandante de compañía. Otros tres años en la Academia Militar de Frunze, en Moscú, después de haber sido reconocido como estrella en ascenso. Luego, comandante de batallón. Vuelta a Moscú para la Academia de Estado Mayor General de Voroshilov. El primero de su clase. Comando de un regimiento; después, de una división. ¿Y todo para esto?
A quinientos metros, entre los árboles, había un hospital de campaña, y el viento llevaba los quejidos de los heridos hasta el puesto de mando. No era como en las películas que había visto de niño…, y que aún le gustaban. Se suponía que los heridos sufrían en silencio, con firme dignidad, aspirando cigarrillos ofrecidos por médicos bondadosos y atareados, esperando su turno para que los vieran los también atareados y valientes cirujanos y las enfermeras bonitas y delicadas. Una maldita mentira, todo eso era una infame y monstruosa mentira, se dijo. La profesión a la cual había consagrado su vida era el crimen organizado. Enviaba muchachitos con hoyuelos en las mejillas a territorios sembrados de acero y regados con sangre. Lo peor eran las quemaduras. Las tripulaciones de tanques que escapaban de sus ardientes vehículos con sus ropas en llamas…, esos no dejaban nunca de gritar. Los que morían por un ataque al corazón o por el tiro de un piadoso oficial, eran sustituidos por otros. Los más afortunados, que llegaban a los puestos donde se daba de alta a los heridos, encontraban médicos demasiado ocupados para ofrecer cigarrillos, y otros que se estaban cayendo de cansancio.
Su brillante éxito táctico en Alfeld todavía no había conducido a ninguna parte, y se preguntaba de corazón si alguna vez sería útil, o si había derrochado vidas jóvenes para nada más que palabras, palabras escritas en los libros por hombres que hacían todo lo que podían para olvidar los horrores que ellos habían infligido y soportado.
¿Arrepentido ahora, Pasha? —se preguntó—. ¿Y qué dices de aquellos cuatro coroneles que tú hiciste fusilar? Es algo tarde para descubrir tu conciencia, ¿no? Pero ahora no se trataba de un juego sobre una mesa de mapas o un ejercicio en Shpola, ni unos cuantos incidentes en los entrenamientos de rutina. Una cosa era que un comandante de compañía viera todo eso después de cumplir órdenes de arriba. Otra, que el hombre que había dado las órdenes pudiera ver su obra.
«No hay nada tan terrible como una batalla ganada…, excepto una batalla perdida». Alekseyev recordó la cita del comentario de WeIlington sobre Waterloo, en uno de los dos millones de libros que había en la Biblioteca de Frunze. Por cierto, no era algo escrito por un general ruso. ¿Por qué le habían permitido alguna vez leer eso? Si los soldados leían más sobre esas observaciones y menos sobre la gloria, ¿qué harían cuando sus amos políticos les ordenaran marchar? Vamos, vamos —se dijo el general—, esa es una idea subversiva… Orinó contra un árbol y volvió caminando hacia el puesto de mando.
Encontró a Beregovoy inclinado sobre la carta de situación. Un buen hombre y un soldado efectivo, Alekseyev lo sabía, ¿y qué pensaba de todo esto?
—Camarada, aquella brigada belga acaba de reaparecer. Está atacando nuestro flanco izquierdo. Sorprendieron a dos regimientos cuando iban a ocupar nuevas posiciones. Tenemos un problema aquí.
Alekseyev apresuró el paso para instalarse junto a Beregovoy, y buscó cuáles eran las unidades disponibles. La OTAN aún no estaba cooperando. El ataque había sido dirigido exactamente al punto de unión de dos divisiones, una de ellas muy disminuida; la otra fresca pero sin experiencia. Un teniente desplazó las fichas representativas. Los regimientos soviéticos habían empezado a retirarse.
—Que el regimiento reserva mantenga su posición —ordenó Alekseyev—. Haga desplazar este hacia el Noroeste. Vamos a tratar de coger a los belgas por el flanco cuando se aproximen a este cruce de caminos.
El profesionalismo cala hondo en un soldado.
ISLANDIA
—Bueno, allá está.
Edwards tendió los binoculares al sargento Smith. Hvammsfiórdur se hallaba todavía a varios kilómetros de distancia. La primera vez que lo vieron fue desde lo alto de una montaña de seiscientos metros. Debajo de ellos, un brillante río descargaba sus aguas en el fiordo, a más de quince kilómetros.
Todos se mantenían agachados, temerosos de que el sol, bajo y a sus espaldas, pudiera destacar sus figuras. Edwards encendió la radio.
—Doghouse, aquí Beagle. El objetivo está a la vista.
Edwards se dio cuenta de que había dicho una tontería. Hvammsfffirdur tenía casi cincuenta kilómetros de largo y unos quince de ancho en su abertura máxima.
El hombre de Escocia quedó impresionado. El grupo de Edwards había cubierto quince kilómetros en las últimas diez horas.
—¿En qué condiciones están?
—Si ustedes quieren que sigamos avanzando, mi amigo, esta radio podría dejar de funcionar.
—Recibido, comprendido. —El mayor trató de contener la risa—. ¿Dónde se hallan exactamente?
—Unos ocho kilómetros al este de la Colina 578. Ahora que estamos aquí, tal vez usted pueda decirnos para qué —sugirió Edwards.
—Si llegan a ver cualquier, repito, cualquier actividad rusa, queremos saberlo inmediatamente. Si un tipo orina contra una roca, queremos saberlo. ¿Comprendido?
—Comprendido. Ustedes desean el tamaño en centímetros. Todavía no hay ningún rusito a la vista. A nuestra izquierda se ven algunas ruinas, y una granja río abajo, bastante lejos. No se mueve nada en ninguno de los dos lugares. ¿Quieren que tomemos alguna posición en particular?
—Estamos trabajando en eso. Por el momento, manténganse unidos allí. Busquen un buen lugar para esconderse y acomódense. ¿Cómo está la situación de alimentos?
—Tenemos pescado suficiente para todo el día, y se ve un lago donde puede haber muchos más. ¿Recuerda cuando dijo que nos haría enviar algunas pizzas, Doghouse? En este momento sería capaz de matar a alguien para comerme una. De cebolla y pimientos.
—El pescado le sienta bien, Beagle. La fuerza de su transmisión está bajando. Tendrá que empezar a pensar en ahorrar baterías. ¿Algo más que informar?
—Negativo. Llamaremos de nuevo si vemos algo. Cambio y corto. —Edwards cerró de un golpe el interruptor de la radio—. ¡Muchachos, nos encontramos en casa!
—Muy bueno, jefe —rio Smith—. ¿Dónde está la casa?
—Budhardalur está al otro lado de esa montaña —dijo Vidgis—. Mi tío Belgi vivir allí.
Podríamos conseguir una comida decente —pensó Edwards—. Tal vez un poco de cordero, unas cuantas cervezas o algo más fuerte, y una cama…, una cama blanda, de verdad, con sábanas y los edredones que usan aquí. Un baño, agua caliente para afeitarse. Dentífrico. Edwards sentía los olores de todo su cuerpo. Trataban de lavarse en los arroyos cuando podían; pero no podían casi nunca. Huelo como los chivos —pensó Edwards—, cualquiera que sea el olor que tienen los chivos. Pero no hemos caminado toda esta distancia para hacer luego algo tan estúpido como eso.
—Sargento, vamos a asegurar este lugar.
—Como usted diga, jefe. Rodgers, a dormir. García, usted y yo haremos la primera guardia. Cuatro horas. Usted vaya a ese pequeño montículo que hay allá. Yo iré hacia la derecha. —Smith se puso de pie y miró a Edwards—. Es una buena idea que todos descansemos un poco mientras podamos, jefe.
—A mí me parece bueno. Si ve algo importante, deme un puntapié.
Smith asintió y se alejó unos cien metros.
Rodgers ya estaba medio dormido, con la cabeza apoyada en la chaqueta, que había doblado en forma de almohada. El fusil del soldado se hallaba cruzado sobre su pecho.
—¿Quedamos aquí? —preguntó Vidgis.
—Me gustaría mucho ir a visitar a tu tío, pero puede haber rusos en ese pueblo. ¿Cómo te sientes?
—Cansada.
—¿Cansada como nosotros? —preguntó él con una sonrisa.
—Sí, cansada como ustedes —admitió la muchacha, y se acostó cerca de Edwards; estaba sucia, tenía desgarrado el suéter en varias partes, y las botas gastadas sin remedio—. ¿Qué nos pasará ahora?
—No lo sé. Ellos querían que viniésemos aquí por alguna razón.
—¡Pero ellos no te dicen la razón! —protestó ella.
Esa sí que es una observación inteligente, pensó Edwards.
—¿Ellos te dicen y tú no dices a nosotros? —preguntó Vidgis.
—No, tú sabes tanto como yo.
—Michael, ¿por qué pasa todo esto? ¿Por qué vienen rusos aquí?
—No lo sé.
—Pero tú eres oficial. Tú tienes que saber.
Vidgis se incorporó sobre los codos. Parecía sinceramente sorprendida. Edwards sonrió. No podía culparla de que estuviera confundida. La única fuerza armada de Islandia era su Policía. El país era un reino pacífico de la vida real, y no tenía militares propiamente dichos. Unos barcos armados para protección de la pesca, y la Policía, eran lo único que Islandia necesitaba para mantener su seguridad. Esta guerra había arruinado esos antecedentes perfectos. Durante mil años, sin Ejército ni Armada, Islandia nunca había sido atacada. Sólo había ocurrido ahora, porque estaba en el camino. Se preguntó si hubiera sucedido lo mismo si la OTAN no hubiese construido su base en Keflavik. ¡Por supuesto que no…! «¡Idiota, ya has visto qué tipos maravillosos son los rusos!». Con la base de la OTAN, o sin ella, Islandia se interponía en su camino. Pero ¿por qué diablos había sucedido todo esto?
—Vídgis, yo soy un meteorólogo, un pronosticador. Yo pronostico el estado del tiempo para la Fuerza Aérea.
Eso sólo logró confundirla más.
—¿No soldado? ¿No… soldado infante de Marina?
Mike negó con un movimiento de cabeza.
—Soy oficial de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, sí, pero no soy realmente un soldado, como el sargento. Tengo un trabajo distinto.
—Pero tú salvar mi vida. Tú eres soldado.
—Sí, supongo que lo soy…, por accidente.
—Cuando esto pasa todo, ¿qué vas a hacer? —Y sus ojos mostraron gran interés.
—Una cosa cada vez.
Edwards estaba pensando en término de horas, no de días ni de semanas. Si sobrevivimos, ¿luego qué? Dejémoslo por ahora. Lo primero es sobrevivir. Tú piensas en «después de la guerra», y no habrá ningún después.
—Estoy demasiado cansado para pensar en eso. Vamos a dormir un poco.
Ella se resistía. Mike comprendió que quería saber cosas que él no había considerado a conciencia, pero estaba más cansada de lo que confesaba, y diez minutos después se durmió. Roncaba. Mike no lo había notado antes. No era ninguna muñequita de porcelana. Tenía fortalezas y debilidades, puntos buenos y malos. Su carita era la de un ángel, pero se había dejado embarazar… ¡Y qué! —pensó Edwards—. Es más valiente que hermosa. Salvó mi vida cuando ese helicóptero se detuvo sobre nosotros. Un hombre no lo habría hecho mejor.
Edwards se ordenó acostarse y dormir. No podía pensar en eso. Primero tenía que sobrevivir.
ESCOCIA
—¿Si la zona se comunicó? —preguntó el mayor.
En realidad, él no había esperado en ningún momento que Edwards y su grupo llegaran a semejante distancia, y menos con los ocho mil rusos que había en la isla. Cada vez que pensaba en esas cinco personas que caminaban penosamente sobre aquel terreno desnudo y rocoso, con helicópteros soviéticos que daban vueltas sobre sus cabezas, se le ponían los pelos de punta.
—Alrededor de medianoche, creo —dijo el hombre del SOE; se podían ver las arrugas provocadas por la sonrisa, a pesar del parche en el ojo—. Muchachos, será mejor que condecoren a este joven. Yo mismo he estado en su lugar. Ustedes no pueden imaginarse qué difícil es hacer lo que ha hecho esta gente. ¡Y con un maldito helicóptero «Hind» sobre la cabeza! Siempre he dicho que es a los tipos listos y callados a los que hay que vigilar y cuidar.
—En ese caso, ya es hora de que les enviemos algunos profesionales para que los respalden —se pronunció el capitán de los infantes de Marina británicos.
—Asegúrese de que lleven un poco de comida —sugirió el mayor de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos.
BASE LANGLEY DE LA FUERZA AÉREA, VIRGINIA
—Entonces, ¿cuál es el problema? —preguntó Nakamura.
—Hay algunas irregularidades en ciertas cubiertas del motor cohete —explicó el ingeniero.
—¿Irregularidades significa que puede estallar?
—Es posible —admitió el ingeniero.
—Formidable —dijo la mayor Nakamura—. ¡Pretenden que yo lleve ese monstruo hasta meterlo treinta kilómetros arriba en el maldito cielo y que luego descubra quién se queda en órbita, si él o yo!
—Cuando esta clase de cohetes explota, no hace mucho barullo. Sólo se rompe en un par de secciones que se incendian solas.
—Me imagino que a treinta kilómetros de distancia no parece mucho…, pero ¿qué pasa cuando el muy estúpido entra en ignición a seis metros de mi «F-15»?
Una larga picada desde el cielo hasta el infierno, pensó Buns.
—Lo siento, mayor. Este motor cohete tiene casi diez años. Nadie controló nuestra hoja de especificaciones sobre almacenamiento adecuado después de que lo adaptaron para la cabeza de guerra «ASAT». Lo hemos inspeccionado con rayos X y ultrasonido. Yo creo que está bien, pero podría equivocarme —dijo el hombre de «Lockheed», que de los seis misiles «ASAT» restantes, había descartado tres por grietas en el combustible sólido propulsor, y otros tres eran un interrogante—. ¿Usted quiere la verdad, o quiere canto y baile?
—Es usted quien tiene que volarlo, mayor —dijo el segundo comandante del Comando Aéreo Táctico—. La decisión es suya.
—¿No podemos regularlo para que el pájaro no entre en ignición hasta que yo me haya separado?
—¿Cuánto tiempo necesita? —preguntó el ingeniero.
Buns pensó en su velocidad y maniobrabilidad a esa altura.
—Digamos, diez o quince segundos.
—Tendré que hacer un pequeño cambio en la programación, aunque no será un gran problema. Pero vamos a asegurarnos de que el misil conserve suficiente velocidad hacia delante para mantener su actitud de lanzamiento. ¿Está segura de que ese tiempo es suficiente?
—No, habrá que controlar eso también en el simulador. ¿Cuánto tiempo tenemos?
—Mínimo dos días, máximo seis. Depende de la Marina —replicó el general.
—Bravo.
STORNOWAY, ESCOCIA
—Aquí tenemos algunas buenas noticias —anunció Toland—. Un caza «F-15 Eagle» de la Fuerza Aérea estaba volando sobre un convoy rápido, al norte de las Azores. Llegaron dos «Bear» buscando los buques, y el «Eagle» se los comió a los dos. Con eso ya son tres en los últimos cuatro días. El ataque de los «Backfire» parece haber abortado.
—¿Cuál es su posición? —preguntó el comodoro.
Toland pasó la mano a lo largo de la carta, buscando latitud y longitud según las cifras del formulario de mensaje.
—Parece que justo por aquí, y ese informe ya tiene veinte minutos.
—Si es así, estarán sobre Islandia en poco menos de dos horas.
—¿Y las cisternas? —preguntó el comandante de los cazas navales.
—No es posible con tan poco tiempo de aviso.
—Podemos llegar hasta esa distancia con dos cazas, usando otros dos con tanques suplementarios para reabastecimiento, pero sólo tendrán unos veinte minutos en la posición, menos de cinco de posquemador y una reserva de diez minutos cuando regresen. —El jefe de los cazas lanzó un silbido—. Justo. Demasiado justo. Tendremos que olvidarlo.
Sonó un teléfono. El comandante de la base británica lo atendió.
—Comandante Mallory. Sí…, muy bien, alarma inmediata. —Colgó. Las estridentes bocinas comenzaron a sonar en el alojamiento de alerta, a ochocientos metros de distancia. Los pilotos de combate corrieron a sus aviones—. Al final, Iván fue el que resolvió la discusión, capitán. Su avión radar informó intensa actividad de contramedidas electrónicas aproximándose desde el Norte.
El comandante de los cazas navales salió corriendo y subió de un salto a un jeep.
NORFOLK, VIRGINIA
El viaje en auto desde el cuartel general del comandante supremo aliado en el Atlántico tardó diez minutos. Los infantes de Marina apostados en el portón principal controlaban a todos y a todo cuidadosamente, inclusive el «Chevy» con una banderola de tres estrellas. Avanzaron hasta el puerto en medio de una interminable y agitada actividad. Circulaban trenes sobre las vías tendidas en las calles y los talleres de reparación e instalaciones de prueba trabajaban de sol a sol. Hasta el «McDonald’s» situado sobre el camino paralelo inmediatamente fuera de la base estaba abierto las veinticuatro horas del día, vendiendo hamburguesas y patatas fritas a los hombres que se tomaban unos minutos para alimentarse. Para los marinos que pasaban uno o dos días en tierra, era una importante, aunque aparentemente trivial, piedra de toque. El auto dobló a la derecha cuando llegó a los muelles, pasó el atracadero de los submarinos y continuó hasta el de los destructores.
—Esta fragata es completamente nueva, tiene sólo un mes de servicio, justo lo suficiente para las calibraciones electrónicas, y deben de haber ahorrado algún tiempo en eso —dijo el almirante—. El comandante Wilkens realizó continuas comprobaciones en el viaje desde San Diego, aunque nada todavía con helicóptero. La Flota del Pacífico se quedó con los suyos, y yo tampoco puedo darles un complemento normal en materia de helicópteros. Todo lo que hemos retenido es una variante del «Seahawk-F», un prototipo de helicóptero que estaban evaluando en Jacksonville.
—¿El que tiene el sonar de profundidad? —preguntó Ed Morris—. Me gusta esa máquina. ¿Se puede conseguir un piloto que sepa usarlo?
—Está cubierto. El capitán de corbeta O’Malley. Lo sacamos de una lista de entrenamiento en Jacksonville.
—He oído ese nombre. Estaba haciendo comprobación de sistemas en el Moosbrugger cuando yo era oficial de acción táctica en el John Rodgers. Sí, es un hombre que conoce su trabajo.
—Tengo que dejarlo aquí. Volveré dentro de una hora, después que eche un vistazo a lo que queda del Kidd.
Reuben James. Su inclinada proa de clíper, marcada en el casco con el número 57, se alzaba sobre el muelle como una hoja de guillotina. Olvidando por un momento su fatiga, Morris bajó del «Chevy» para examinar su nuevo buque con todo el silencioso entusiasmo de un hombre que mira a su hijo recién nacido.
Él había visto fragatas clase «FFG-7», pero nunca había estado a bordo de una de ellas. Las severas líneas de su casco le recordaron un yate de regata «Cigarette». Seis cabos de amarre de catorce centímetros de diámetro la mantenían asegurada al muelle, pero su mole lisa y brillante parecía tenerlos ya en tensión. Con sólo tres mil novecientas toneladas con carga completa, no era un buque grande, pero sí evidentemente rápido como arma ofensiva.
Su superestructura era desconcertante en materia de estética, con toda la gracia de un garaje de ladrillos, rematada con chicotes de antenas y mástiles de radares que parecían construidos con alguno de esos juegos para armar que tienen los niños. Pero Morris vio la simplicidad funcional del diseño. Los cuarenta misiles de la fragata estaban almacenados a proa en perchas circulares. El hangar, de forma cuadrada, ubicado cerca de la popa, tenía sitio para dos mortíferos helicópteros «ASW». El casco era completamente liso, porque la velocidad así lo exigía. La superestructura era cuadrada porque tenía que serlo. Era un buque de guerra, y si alguna belleza tenía la fragata Reuben James, era completamente casual.
Algunos marineros vestidos con jeans y camisas azules se movían rápidamente utilizando tres planchadas para llevar provisiones a bordo, para una partida inmediata. Morris caminó vivamente hasta la planchada más próxima a popa. Un infante de Marina de guardia lo saludó al llegar a ella, y un oficial que se hallaba sobre la cubierta de la fragata ordenó frenéticamente los preparativos para recibir a su nuevo comandante. Se oyeron cuatro toques de campana, y el comandante Ed Morris asumió su nueva identidad.
—Reubens James, presente.
Morris saludó al pabellón y luego al oficial de guardia.
—Señor, no lo esperábamos hasta… —empezó a decir con torpeza el teniente.
—¿Cómo van los trabajos? —le interrumpió Morris.
—Dos horas más a lo sumo, señor.
—Bien. —Morris sonrió—. Luego podremos ocuparnos del «Ratón Mickey». Vuelva a su trabajo, señor…
—Lyles, señor. Oficial de control del buque.
¿Y dónde demonios es eso?, se preguntó Morris.
—Muy bien, Lyles. ¿Dónde está el oficial ejecutivo?
—Aquí estoy, jefe. —El oficial ejecutivo tenía grasa en la camisa y tizne en la mejilla—. Había bajado a la sala del generador. Disculpe mi aspecto.
—¿En qué grado de alistamiento estamos?
—Todo andará bien. Carga completa de combustible y armamento. El sonar de cola quedó perfectamente calibrado…
—¿Cómo hizo todo eso tan rápido?
—No fue fácil, señor, pero conseguimos terminarlo. ¿Cómo se encuentra el capitán Wilkens?
—El médico dice que se pondrá bien; pero…, bueno, estará fuera de servicio por un tiempo. Yo soy Ed Morris.
El comandante y el oficial ejecutivo se dieron las manos.
—Frank Ernst. Es la primera vez que voy a operar en la Flota del Atlántico. —El capitán de corbeta sonrió de mala gana—. Elegí un buen momento. De todas maneras, estamos en buena forma, jefe. Todo funciona bien. El piloto de nuestro helicóptero ha subido a la Central de Informaciones de Combate, con los tipos tácticos. Tenemos a Jerry the Hammer. Jugué con él a la pelota en Anápolis. Es buena gente. Tenemos tres suboficiales realmente buenos. Uno de ellos, calificado como oficial de guardia en el puente. La dotación es casi toda de muchachos jóvenes, pero diría que estamos tan bien preparados como usted desea, señor. Listos para zarpar en dos o tres horas, como máximo. ¿Dónde dejó su equipo personal, señor?
—Deberán traerlo dentro de media hora. ¿Cuál era el problema abajo?
—Nada importante. Una tubería de aceite suelta en el generador diesel número tres. Una chapuza del astillero; no estaba bien colocada. Ahora ya quedó arreglada. Le va a gustar mucho la sala de máquinas, jefe. Durante las pruebas del constructor, con mar cinco alcanzamos una velocidad máxima de treinta y un nudos y medio. —Ernst levantó las cejas—. ¿Suficiente?
—¿Y los estabilizadores? —preguntó Morris.
—Trabajan perfectamente, jefe.
—¿El personal de «ASW»?
—Vamos, señor; se los presentaré.
Morris siguió a su oficial ejecutivo al interior de la superestructura. Continuaron al frente, entre los hangares de los dos helicópteros, luego a la izquierda, pasando el sector de oficiales, y subieron una escala. La Central de Informaciones de Combate estaba un piso debajo del puente y detrás de este, junto a la cámara del comandante del buque. Oscura como una cueva, era más moderna que la del Pharris y más grande, aunque no menos atestada. Había más de veinte personas trabajando en un ejercicio simulado.
—¡No, maldita sea! —bramó con furia una voz—. Tiene que reaccionar más rápido. ¡Este es un «Victor», y no va a esperar que usted se decida a tomar su condenada determinación!
—¡Atención en la sala! ¡El señor comandante, presente! —ordenó Ernst.
—En descanso —dijo Morris—. ¿Quién es ese energúmeno que estaba gritando?
De entre las sombras surgió un hombre fornido. Tenía los ojos rodeados de arrugas, de tanto mirar salidas y puestas de sol. Así que ese era Jerry the Hammer O’Malley. Él lo conocía solamente a través de la voz entrecortada de una radio UHF, y por su reputación de cazador de submarinos que se preocupaba más por su especialidad que por las planillas de ascensos.
—Supongo que se refiere a mí, señor. Yo soy O’Malley, el que debe guiar su «Seahawk-Foxtrot».
—Tiene razón con respecto a «Víctor». Uno de esos bastardos hizo volar mi primer buque casi por la mitad.
—Lamento oír eso, pero usted debe saber que Iván está poniendo sus mejores comandantes en los «Victor». Esos submarinos se comportan mejor que cualquier otro, y eso recompensa a un buen conductor. De modo que usted estaba enfrentado a la adversidad. ¿Lo tuvo fuera del convoy?
Morris negó moviendo la cabeza.
—Nos demoramos mucho para detectarlo, justo cuando salíamos de un avance rápido y las condiciones acústicas no eran muy buenas, pero lo detectamos; no podía estar a más de cinco millas. Lanzamos el helicóptero tras él y ya casi lo teníamos localizado, pero en ese momento rompió limpiamente el contacto y se metió dentro de nosotros.
—Sí, el «Victor» es bueno para eso. Yo le llamo «falso bombeo». Empieza avanzando en una dirección. Después vira violentamente en la otra, describe en el agua un giro cerrado y, probablemente, deja también un productor de ruido en medio del giro. Después se sumerge debajo de la capa y acelera rápidamente para entrar. Hace varios años que están perfeccionando esa táctica, y nosotros hemos tenido dificultades para contrarrestarla. Se necesita una tripulación muy hábil en el helicóptero, y un buen equipo de trabajo con estos tipos de aquí.
—O usted ha leído mi informe, amigo mío, o sabe leer el pensamiento.
—Es cierto, señor. Pero todos los pensamientos que leo son en ruso. El falso bombeo es lo que mejor hace el «Victor», y hay que prestar mucha atención, con esa capacidad que tiene para acelerar y virar tan rápido. Lo que yo he estado tratando de enseñarle a la gente es que, cuando él muestra que vira a babor, uno debe empezar a pensar que realmente va a ir a estribor; entonces uno se desliza a un lado tal vez unos dos mil metros y espera un minuto o dos; después golpea al hijo de puta bien duro y mata al pescado antes de que pueda reaccionar.
—¿Y si usted se ha equivocado?
—En ese caso, se equivocó, jefe. Pero, en general, es posible pronosticar lo que hará Iván…, siempre que usted piense como submarinista y estudie la situación táctica de él en vez de la suya. Usted no puede evitar que escape, pero su misión consiste en cerrarse sobre ese blanco, y si lo hace…, puede hacerle la vida tremendamente difícil.
Morris miró fijamente a los ojos a O’Malley. No le gustaba que le analizaran la pérdida de su primer buque con aires de superioridad. Pero no había tiempo para esos pensamientos. O’Malley era un profesional, y si había alguien que pudiera manejar bien otro «Victor», él podía ser ese hombre.
—¿Tiene todo listo?
—El pájaro está en la estación aérea. Nos uniremos después que ustedes salgan con los cabos. Yo quería hablar de algunas cosas con el grupo de «ASW» mientras tuviéramos tiempo. ¿Vamos a operar como piquete exterior de «ASW»?
—Probablemente. Con un sonar de arrastre no creo que nos situemos muy cerca. Y tal vez forme equipo con nosotros un británico para el convoy.
—¡Muy bien! Si quiere mi opinión, aquí tenemos un grupo «ASW» bastante sólido. Podemos hacerles pasar un mal rato a esos bandidos. ¿Usted no estaba en el Rodgers hace unos años?
—Cuando usted trabajaba con el Moose. Cooperamos entre nosotros dos veces, pero nunca nos conocimos. Yo era «X-Ray Mike» cuando hicimos el ejercicio contra Skate.
—Me pareció que lo recordaba. —O’Malley se acercó y bajó la voz—. ¿Están muy mal las cosas allá fuera?
—Bastante mal. Perdimos la línea Groenlandia-Islandia-Reino Unido. Estamos recibiendo información relativamente buena de los buques atuneros con sonares de arrastre, los SURTASS, pero podría apostar que Iván los atacará muy pronto. Entre la amenaza aérea y la amenaza submarina… no sé.
Su expresión mostró mucho más que sus palabras. Con amigos muy cercanos muertos o desaparecidos, con su primer buque volado en parte, Morris estaba cansado, y su cansancio no era fácil de aliviar.
O’Malley asintió.
—Jefe, tenemos una flamante fragata, un helicóptero nuevo muy bueno, y un sonar de arrastre. Podremos defender bien nuestra posición.
—Bueno, pronto habrá oportunidad de verlo. Vamos a salir hacia Nueva York dentro de dos horas, y sacaremos un convoy el miércoles.
—¿Solos? —preguntó O’Malley.
—No, tendremos la compañía del británico para el viaje hasta Nueva York: HMS Battleaxe. Todavía no ha firmado las órdenes, pero parece que seguiremos trabajando juntos todo el cruce.
—Eso será útil —aprobó Ernst—. Venga hacia popa, jefe, le mostraré lo que tenemos.
La sala de sonar estaba detrás de la Central de Informaciones de Combate, aislada por una cortina. Allí había buena luz, a diferencia del oscurecido mundo de luz roja de Combate.
—¡Bien, a mí nunca me dicen nada! —rezongó un joven capitán de corbeta—. Buenos días, señor. Yo soy Lenner, el oficial de sistemas de combate.
—¿Por qué no está frente a su pantalla?
—Hemos detenido el ejercicio, jefe, y yo quería controlar la presentación volviendo a pasar la cinta.
—Yo traje la cinta del ejercicio —explicó O’Malley—. Este es el seguimiento de un «Victor-III» que engañó a uno de nuestros portaaviones el año pasado en el Mediterráneo oriental. ¿Ve esto? Ese es el falso bombeo. Usted notará que el contacto se desvanece, y después aparece intenso de nuevo. Es el señuelo de ruido en el interior de la curva cerrada de regreso. En ese momento él se sumerge debajo de la capa y acelera penetrando la cortina de escolta. Podría haber atacado al portaaviones también, porque se retrasaron otros diez minutos hasta que lo detectaron. Eso —pasó el dedo sobre la presentación en la pantalla— es lo que uno debe buscar. Esto nos indica que nos hallamos frente a un comandante que conoce su oficio, y que se halla dispuesto a terminar con uno.
Morris examinó la pantalla con detenimiento, para reconocer el patrón. Ya lo había visto antes.
—¿Y si emplea esa maniobra para desprenderse y huir? —preguntó Lenner.
—Pero, si él puede quebrar el contacto, ¿por qué no hacerlo hacia el blanco? —preguntó Morris con calma, notando que tenía un oficial de sistemas de combate muy joven.
—Exacto, jefe —asintió tristemente O’Malley—. Como les dije, esta es una táctica habitual para ellos, y premia a un comandante inteligente. Los que sean agresivos, siempre lograrán entrar. Los que rompen el contacto…, van a ser hundidos con seguridad. Nosotros tenemos que volver a detectarlos; pero ellos también. Con una velocidad de avance de veinte nudos, una vez que los hayamos pasado, ellos tienen que intentar darnos caza. Eso significa hacer ruido. El tipo que escapa, probablemente no correrá el riesgo o, si lo hace, lo hará mal y nosotros lo cazaremos. No, esta táctica es para el tipo que realmente quiere meterse bien cerca. La duda es: ¿Cuántos de sus comandantes son así de agresivos?
—Bastantes, —Morris apartó la vista un momento—. ¿Cómo es el complemento del helicóptero?
—Tenemos solamente una tripulación de vuelo para el pájaro. Mi copiloto está bastante verde, pero nuestro operador de sistemas de a bordo es un suboficial de primera clase, con mucha experiencia. Los tipos de mantenimiento son un grupo recién reunido, muchos de ellos del curso de alistamiento de Jacksonville. He hablado con ellos; trabajarán bien.
—¿Tenemos literas para todos? —preguntó Morris.
Ernst negó con la cabeza.
—No. Ya estamos bastante apretados.
—O’Malley, ¿su copiloto está habilitado para operar desde cubierta?
—No desde una fragata. Yo soy…, diablos, yo hice algunos de los primeros ensayos del sistema en 1978. Tendremos que realizar algunas prácticas durante el viaje a Nueva York, tanto de día como de noche, para poner en forma a mi alférez. Es una tripulación sin experiencia, jefe. El helicóptero ni siquiera pertenece a un escuadrón operativo.
—Pero usted tenía mucha confianza hace unos minutos —objetó Morris.
—Yo tengo mucha confianza —dijo O’Malley—. Mi gente sabe usar las herramientas que tiene. Son chicos listos. Aprenderán rápido. Y hasta hemos estado eligiendo nuestros propios indicativos de llamada.
Una amplia sonrisa. Algunas cosas son importantes para los aviadores.
Hubo uno de esos mensajes no hablados: cuando O’Malley se refirió al departamento de aviación como «mi gente», significaba que él no quería ninguna interferencia en cuanto a la conducción de sus subordinados. Morris lo ignoró. No quería tener discusiones en ese momento.
—Muy bien, oficial ejecutivo, vamos a observar un poco. O’Malley, espero que nos encontremos cuando salgamos de los cabos.
—El helicóptero está listo para despegar ya, Estaremos allá cuando usted quiera.
Morris asintió y avanzó hacia proa. La escala personal del comandante para subir al puente estaba apenas a un metro de la puerta de la CIC y de la suya. Quiso trepar corriendo…, al menos lo intentó, pero sentía las piernas de goma por el cansancio.
—¡Comandante en el puente! —anunció el suboficial.
Morris no estaba impresionado. Se sintió pasmado cuando vio que la «rueda» del buque era sólo un dial de bronce del tamaño aproximado del de un teléfono. El timonel tenía una verdadera butaca, situada fuera del eje central, y a su derecha había una caja de plástico transparente que contenía el acelerador de control directo de las máquinas del buque: turbinas jet. Una barra metálica colgada del techo recorría totalmente de un lado a otro del puente de navegación, a una altura que permitía agarrarse fácilmente a ella cuando había mar gruesa; indicio elocuente de la estabilidad del buque.
—¿Ha prestado servicios antes en un fig, señor? —Preguntó el oficial ejecutivo.
—Nunca había estado a bordo de uno de estos —respondió Morris; y al escuchar eso, las cabezas de los cuatro hombres de guardia en el puente giraron imperceptiblemente—. Conozco los sistemas de armas; formé parte del grupo que los diseñó hace varios años, y sé más o menos cómo navega.
—Se la conduce, señor, como un auto deportivo —le aseguró Ernst—. Le gustará especialmente la forma en que podemos parar máquinas, derivar tan silenciosamente como un leño y después alcanzar treinta nudos en dos minutos justos.
—¿Cuánto tiempo tarda en zarpar?
—Diez minutos desde que usted lo ordene, señor. El aceite lubricante de las máquinas ya está calentado. Hay un remolcador del puerto en espera, para ayudarnos a salir del muelle.
—¡COMNAVSURFLANT presente! —atronó el sistema anunciador. Dos minutos después, el almirante apareció en el puente de navegación.
—Tengo un hombre que le trae su equipo. ¿Qué le parece?
—Oficial ejecutivo, ¿quiere controlar el aprovisionamiento? —dijo Morris a Ernst, y luego—: ¿Desea que descubramos juntos mi cámara, almirante?
Abajo los estaba esperando un camarero, con café y emparedados. Morris se sirvió una taza, y otra para el almirante, pero ignoró la comida.
—Señor, nunca conduje uno de estos. No conozco las máquinas…
—Tiene un gran jefe de máquinas y la nave es un sueño para conducirla. Además, están sus oficiales de control. Usted es un hombre para las tácticas y el armamento, Ed. Todo su trabajo se hace desde la CIC. Le necesitamos allí.
—Está bien, señor.
—Oficial ejecutivo, saque el buque —ordenó Morris dos horas después.
Observó cada movimiento de Ernst, molesto por el hecho de que tuviera que depender de otro para hacerlo. Pero resultó asombrosamente fácil. El viento soplaba hacia fuera del muelle, y la fragata tenía superficies verticales enormes, lo que ayudaba al movimiento. Cuando se soltaron los cabos de amarre, el viento y las unidades auxiliares de potencia, instaladas en el casco directamente debajo del puente, empujaron la proa de la nave a la zona abierta; luego las turbinas a gas la llevaron al canal. Ernst se tomó tiempo, aunque se notaba que era capaz de hacerlo mucho más rápido. Morris se dio cuenta y lo registró en su memoria. El hombre no quería que su comandante se sintiera mal.
De allí en adelante todo fue muy fácil, y Ed Morris observó trabajar a su nueva dotación. Había oído cuentos, no muy favorables, sobre la «Armada de California»; pero los suboficiales de guardia en la mesa de la carta de navegación iban actualizando la posición con absoluta seguridad, a pesar de no conocer previamente ese puerto. Se deslizaron en silencio hasta sobrepasar los diques del astillero naval. Vio muchos amarraderos vacíos que no se llenarían muy pronto, y bastantes buques cuyos grises y pulidos cascos estaban estropeados con agujeros y chapas de acero retorcidas. El Kidd se hallaba allí; la parte anterior de la superestructura del buque aparecía destrozada: un misil ruso había logrado penetrar todas sus cortinas de defensa. Uno de sus marineros también miraba en esa dirección, era un muchachito adolescente que fumaba un cigarrillo hasta que lo arrojó por la borda. Morris hubiera querido preguntarle qué pensaba, pero apenas habría podido describir sus propios pensamientos.
Después, todo se sucedió con rapidez. Viraron al Este al llegar a los amarraderos vacíos de los portaaviones, sobre el puente-túnel Hampton y luego pasaron la dársena Pie llena de anfibios en Little Creek. Ahora ya los solicitaba el mar, con su severo color gris bajo el cielo cubierto de nubes.
La fragata HMS Battleaxe ya estaba allí fuera, tres millas delante, con una sutil diferencia en el tono de su casco, y el pabellón blanco flameando en el mástil. Empezó a transmitirles un mensaje luminoso con su destellador.
QUÉ DEMONIOS ES UN REUBENS JAMES, quería saber el Battleaxe.
—¿Cómo quiere que conteste a eso, señor? —preguntó el encargado de señales.
Morris se echó a reír, repuesto de su sorpresa.
—Transmítale: «Por lo menos nosotros no nombramos nuestros buques de guerra en recuerdo de nuestra suegra».
—¡Comprendido! —El suboficial quedó encantado.
STORNOWAY, ESCOCIA
—Se supone que el «Blinder» no puede llevar misiles —dijo Toland.
Pero lo que veía desmentía esa afirmación de Inteligencia. Seis misiles habían pasado entre los cazas de defensa y caído dentro del perímetro de la base de la RAF. A poco menos de un kilómetro se veían dos aviones que se incendiaban, y uno de los radares de la base estaba destruido.
—Bueno, ahora sabemos por qué tuvieron poca actividad en los últimos días. Estaban poniendo a punto los bombarderos para hacer frente a nuestra nueva fuerza de interceptores —dijo el comandante Mallory, observando los daños sufridos por su base—. Acción, reacción. Aprendemos nosotros, aprenden ellos.
Estaban regresando los cazas. Toland los contaba mentalmente. A su juicio faltaban dos «Tornado» y un «Tomcat». Tan pronto como terminaban la carrera de aterrizaje, cada avión rodaba hasta su refugio. La RAF no tenía suficientes refugios permanentes. Tres de los cazas norteamericanos se detuvieron entre sacos de arena, donde los auxiliares de tierra de inmediato les cargaron combustible y volvieron a completar su armamento. Los tripulantes bajaron por las escalerillas hasta los jeeps que los esperaban y partieron hacia el interrogatorio para Inteligencia.
—¡Esos hijos de puta usaron nuestro propio truco contra nosotros! —exclamó uno de los pilotos de «Tomcat».
—Muy bien, ¿con qué se encontraron?
—Había dos grupos, separados unos quince kilómetros. El grupo líder era de «MiG-23 Flogger», y detrás venían los «Blinder». Los «MiG» lanzaron antes que nosotros. En realidad, pusieron nuestros radares fuera de servicio con ruido blanco, y algunos de sus cazas estaban usando algo muy nuevo, un equipo de interferencia electrónica engañosa que no habíamos visto hasta ahora. Deben de haber estado en el límite de su radio de acción, porque no trataron de mezclarse con nosotros. Creo que sólo querían mantenernos alejados de los bombarderos hasta que ellos hicieran los lanzamientos. Maldita sea, y casi les da resultado. Llegó una escuadrilla de «Tornado», los rodeó por la izquierda y creo que derribó cuatro «Blinder». Nosotros cazamos un par de «MiG», ningún «Blinder», y el jefe mandó al resto de los «Tom» contra los misiles. Yo pude destruir dos. De cualquier manera, Iván cambió sus tácticas contra nosotros. Perdimos un «Tomcat», no sé qué lo derribó.
—La próxima vez —dijo otro piloto—, vamos a salir con algunos de nuestros misiles precalibrados para que busquen a los perturbadores. No tuvimos tiempo suficiente para hacerlo. Si podemos destruir primero a los perturbadores electrónicos, será fácil derribar a los cazas.
Y entonces los rusos volverán a cambiar sus tácticas —pensó Toland— Bueno, por lo menos ahora son ellos los que reaccionan ante nosotros, para variar.
FOLVEHAUSEN, REPÚBLICA FEDERAL ALEMANA
Después de ocho horas de horrible lucha durante la cual cayó fuego de artillería sobre el puesto de comando adelantado, Beregovoy y Alekseyev detuvieron el contraataque belga. Pero detenerlo no era suficiente. Habían avanzado seis kilómetros antes de encontrarse con una sólida pared de tanques y misiles, y la artillería belga estaba batiendo con fuego intermitente de grueso calibre el camino principal por donde avanzaban los rusos hacia Hameln. Con seguridad, se estaban preparando para otro ataque, pensó Alekseyev. Tenemos que golpearlos primero…, pero ¿con qué? Necesitaba sus tres divisiones para avanzar sobre las formaciones británicas que ocupaban posiciones frente a Hameln.
—Cada vez que conseguimos penetrar —observó en voz baja el mayor Sergetov—, ellos nos frenan y contraatacan. No suponíamos que fuera a ocurrir esto.
—¡Espléndida observación! —gruñó Alekseyev, pero en seguida recuperó su disposición natural—. Esperábamos que una ruptura tendría el mismo efecto que en la última guerra contra los alemanes. El problema son estos nuevos misiles antitanque ligeros. Tres hombres y un jeep(hasta él usaba el nombre de los norteamericanos) pueden correr velozmente por el camino, tomar posición, disparar uno o dos misiles y escapar antes de que nosotros podamos reaccionar; y luego repetir el procedimiento unos cuantos cientos de metros más adelante. La potencia de fuego defensiva nunca había sido tan fuerte, y nosotros nos equivocamos al apreciar con cuánta efectividad podía un puñado de tropas de infantería de retaguardia detener una columna en avance. Nuestra seguridad se basa en el movimiento. —Alekseyev explicaba una lección básica de la escuela de blindados—. Una fuerza móvil en estas condiciones no puede pagar el precio de que la frenen. ¡Una simple ruptura no es suficiente! Debemos abrir una enorme brecha en el frente y avanzar muy rápido por lo menos veinte kilómetros para quedar libres de estos equipos ambulantes lanzamisiles. Sólo así podremos cumplir la verdadera doctrina de movilidad.
—¿Usted está diciendo que no podemos ganar? —Sergetov había empezado a tener sus propias dudas, pero no esperaba oírlas de su comandante.
—Estoy diciendo lo mismo que dije hace cuatro meses, y tenía razón: esta campaña nuestra se ha convertido en una guerra de desgaste y agotamiento. Por el momento, la tecnología ha superado al arte militar, nuestro y de ellos. Lo que estamos viendo ahora es a quién se le terminan primero los hombres y las armas.
—Nosotros tenemos más, de ambas cosas —dijo Sergetov.
—Eso es cierto, Iván Mikhailovich. Tengo muchos más hombres jóvenes para derrochar.
Seguían ingresando heridos en el hospital de campaña. Las filas de camiones que llegaban y partían no terminaban nunca.
—Camarada general, recibí un mensaje de mi padre. Desea saber cómo progresan las cosas en el frente. ¿Qué debo decirle?
Alekseyev se apartó un minuto de su ayudante, para pensarlo con especial cuidado.
—Iván Mikhailovich, diga al ministro que la oposición de la OTAN es mucho más grave de lo que esperábamos. Ahora, la clave son los abastecimientos. Necesitamos la mejor información que se pueda conseguir acerca de la situación de los abastecimientos de la OTAN, y un decidido esfuerzo para empeorarla. Hemos recibido pocos datos sobre el mayor o menor éxito que están logrando las operaciones navales para destruir los convoyes de la OTAN. Necesito eso a fin de poder apreciar la resistencia que tienen. No quiero análisis efectuados en Moscú. Quiero la información de primera mano.
—¿No le satisface lo que recibimos de Moscú?
—Nos dijeron que la OTAN estaba políticamente dividida y carecía de coordinación militar. ¿Cómo evaluaría usted ese informe, camarada mayor? —preguntó vivamente Alekseyev—. Yo no puedo pasar por toda la escala jerárquica para hacer esta clase de pedidos, ¿verdad? Escriba sus órdenes de viaje. Quiero que esté de regreso dentro de treinta y seis horas. Tengo la seguridad de que todavía estaremos aquí.
ISLANDIA
—Tendrían que encontrarse allí dentro de media hora.
—Comprendido, Doghouse —contestó Edwards—. Como le dije, no hay rusos a la vista. No hemos avistado un solo avión en todo el día. Hubo algún movimiento sobre el camino, al oeste de nosotros hace seis horas. Cuatro vehículos tipo jeep. Demasiado lejos para ver qué había en ellos; se dirigían al Sur. La costa está despejada. Cambio.
—Muy bien, avísenos cuando lleguen al lugar.
—Lo haré. Cambio y corto. —Edwards cortó la comunicación—. Muchachos, van a venir algunos amigos.
—¿Quiénes y cuándo, jefe? —preguntó en el acto Smith.
—No lo dijeron, pero estarán aquí dentro de media hora. Tiene que ser un lanzamiento desde el aire.
—¿Vienen a sacarnos de este sitio? —preguntó Vidgis.
—No, no pueden aterrizar aquí con un avión. Sargento, ¿usted tiene alguna opinión?
—La misma que usted…, sospecho.
El avión llegó antes de tiempo, y esta vez fue Edwards el que lo vio primero. El «C-130 Hércules», transporte de cuatro motores, descendió desde el Noroeste hasta unos cuantos metros sobre la ladera oriental del cerro donde ellos se encontraban. Una brisa débil y constante soplaba desde el Oeste cuando emergieron cuatro pequeñas figuras por la puerta de carga, y el «Hércules» viró bruscamente al Norte para alejarse de la zona. Edwards se concentró en los paracaídas que descendían. En vez de derivar hacia el valle que se extendía debajo de ellos, los paracaidistas estaban cayendo directamente sobre la ladera llena de rocas.
—Oh, mierda, ¡apreció mal el viento! ¡Vamos!
Mientras bajaban corriendo la montaña, los paracaidistas cayeron más abajo. Uno tras otro tocaron tierra y perdieron sus formas en la semioscuridad. Edwards y su grupo acudieron rápidamente, tratando de recordar dónde habían caído. Sus paracaídas camuflados los habían hecho invisibles en cuanto tocaron el terreno.
—¡Alto!
—Está bien, está bien. Estamos aquí para esperarlos —dijo Edwards.
—¡Identifíquese! —La voz tenía acento británico.
—Nombre clave Beagle.
—¿Nombre propio?
—Edwards, primer teniente. Fuerza Aérea de los Estados Unidos.
—Acérquese despacio, compañero.
Mike se adelantó solo. Finalmente vio una sombra vaga, medio oculta por una roca. La forma sostenía una pistola ametralladora.
—¿Quién es usted?
—Sargento Nichols, Real Infantería de Marina. Eligió un maldito lugar para recibirnos, teniente.
—¡No fui yo quien lo hizo! —contestó Edwards—. Hasta hace una hora no sabíamos que ustedes iban a venir.
—Inservibles…, otro maldito inservible. —El hombre se puso de pie y caminó con una marcada cojera—. ¡Lanzarse en paracaídas ya es bastante peligroso, como para que todavía lo hagan caer a uno en un jardín de rocas!
Apareció otra figura.
—Encontramos al teniente…, ¡creo que está muerto!
—¿Necesitan ayuda? —preguntó Mike.
—Necesito despertarme y descubrir que estoy en mi cama, en mi casa.
Edwards no tardó en advertir que el grupo enviado para rescatarlos, o para lo que fuera, había tenido un desastroso comienzo. El teniente que lo comandaba había caído sobre una piedra de gran tamaño, y después había rebotado contra otra; la cabeza le quedó colgando, como si pendiera de una cuerda. Nichols se había torcido seriamente el tobillo, y los otros dos estaban ilesos, pero conmocionados. Encontrar todos sus equipos les costó más de una hora. No había tiempo para sentimientos; envolvieron al teniente en su paracaídas y lo cubrieron con piedras y rocas sueltas. Edwards condujo al resto hasta su escondite en lo alto de la montaña. Por lo menos, había llevado baterías nuevas para su radio.
—Doghouse, aquí Beagle, y las cosas como el diablo, cambio.
—¿Por qué ha tardado tanto?
—Dígale a ese chófer del pájaro que se busque un nuevo especialista de ojos. Los infantes de Marina que ustedes enviaron perdieron a su jefe; se mató contra una roca. Y el sargento se fracturó un tobillo.
—¿Los han descubierto?
—Negativo. Cayeron sobre las rocas. Es un milagro que no se hayan matado todos. Ahora estamos de vuelta en lo alto del monte. Cubrimos nuestras huellas.
El sargento Nichols era fumador. Smith y él encontraron un lugar resguardado para encender sus cigarrillos.
—Tu teniente parece bastante nervioso.
—No es más que un especialista de la Fuerza Aérea, pero está haciendo las cosas bastante bien. ¿Cómo va el tobillo?
—Tendré que caminar con él…, esté bien o no. ¿Él entiende algo de todo esto?
—¿El jefe? Lo vi matar a tres rusos con un cuchillo. ¿Es suficiente?
—¡Vaya sí lo es!