06. VIGILANCIA
NORFOLK, VIRGINIA
Intenciones era una pequeña oficina del segundo piso, que solía estar ocupada por cuatro oficiales. Colocar a Toland allí dentro fue difícil, especialmente porque todo el material clasificado como secreto debió ser cubierto mientras los civiles que cargaban los muebles terminaban de acomodar en su lugar el escritorio. Cuando por fin se fueron, Bob descubrió que apenas le había quedado lugar para sentarse en su sillón giratorio y salir de él. La puerta de la oficina tenía una cerradura de combinación con cinco pasadores ocultos en un contenedor de acero. La oficina se hallaba situada en el ángulo noroeste del comando, y desde sus ventanas con rejas se dominaba una autopista y poco más. De todos modos, unas oscuras y tristes cortinas se encontraban siempre corridas. En el interior, las paredes debieron de haber estado pintadas alguna vez de color beige; pero el yeso había aparecido ya en manchas blancuzcas desde abajo, dando a la estancia ese aspecto descolorido y pálido que podía esperarse en la sala de fiebre amarilla de un hospital.
El oficial más antiguo era un coronel de infantería de Marina llamado Cruck Lowe; había observado todo el proceso de la mudanza con un silencioso resentimiento que Bob sólo pudo comprender cuando el hombre se puso de pie.
—Creo que ahora ya no podré llegar nunca a tiempo al cuarto de baño —refunfuñó Lowe, apoyándose en un bastón al caminar rodeando su escritorio.
Se estrecharon las manos.
—¿Qué le ha pasado en la pierna, coronel?
—En la Escuela de Guerra de Montaña, allá en California, al día siguiente de Navidad, esquiando en mi maldito tiempo libre. El doctor dice que uno no debería romperse nunca la tibia cerca de la punta —explicó Lowe con una sonrisa irónica—. Y uno no se acostumbra nunca a la picazón. Me sacarán esta cosa dentro de tres o cuatro semanas. Entonces tendré que acostumbrarme otra vez a correr. Me paso tres años rompiéndome el culo para tratar de salir de Inteligencia, y cuando al fin me dan mi maldito regimiento…, me pasa esto. Bien venido a bordo, Toland. ¿Por qué no nos trae una taza de café a cada uno?
Había una cafetera sobre el armario archivador más lejano. Lowe explicó que los otros tres oficiales estaban en una reunión.
—Vi el informe que usted le dio al comandante del Atlántico. Material interesante. ¿Qué cree que se propone Iván?
—Parece que está aumentando sus preparativos en todos los campos, coronel…
—Aquí dentro me puedes llamar Chuck.
—Muy bien…, yo soy Bob.
—Tú haces Inteligencia de comunicaciones en la ASN, ¿verdad? Oí decir que eres uno de los especialistas en satélites.
Toland asintió con un movimiento de cabeza.
—Nuestros y de ellos, pero sobre todo de los nuestros. De tanto en tanto veo también fotografías, pero trabajo mucho más con comunicaciones. Así es como interceptamos el informe sobre los cuatro coroneles. Han estado aumentando mucho las maniobras operativas, y eso no es normal en esta época del año. Iván ha estado controlando también cómo andan sus tanquistas, y algo menos preocupado cuando sus batallones atraviesan un campo arado, por ejemplo.
—Y se supone que tú debes mirar cualquier cosa fuera de lo habitual, sin importar lo tonta que parezca, ¿no es así? En ese sentido, recibimos algo interesante de la AID. Fíjate en esto.
Lowe sacó de un sobre grande color marrón un par de fotografías de veinticuatro por treinta, y se las dio a Toland. Parecían mostrar la misma parcela, pero desde ángulos ligeramente distintos y en diferentes épocas del año. En la esquina superior izquierda había un par de isbas, las miserables barracas de los campesinos rusos. Toland levantó la vista.
—¿Granja colectiva?
—Si. Número 1,196, es pequeña y se encuentra a unos doscientos kilómetros al noroeste de Moscú. Dime cual es la diferencia entre las dos.
Toland volvió a examinar las fotografías. En una de ellas se veía una línea recta de terrenos cercados, tal vez de media hectárea cada uno. En la otra pudo ver un cerco nuevo para cuatro de los terrenos, y un quinto terreno cuya superficie cercada había sido casi duplicada.
—Me las envió un coronel, un tipo del Ejército, con quien trabajé en un tiempo. Pensó que me parecerían divertidas. Es que, ¿sabes?, yo me crie en Iowa, en el campo, y allí cultivábamos maíz.
—Así que Iván está agrandando los terrenos privados para que los campesinos trabajen en los suyos propios, ¿eeh?
—Eso parece.
—No lo han anunciado, ¿verdad? No he leído nada de eso.
Toland no leía la publicación secreta del Gobierno, de repartición interna, National Intelligence Digest, pero los chismes en la cafetería de la ASN por lo general trataban asuntos inocentes como este. Los tipos de Inteligencia hablaban de su trabajo tanto como todos los demás. Lowe movió brevemente la cabeza.
—No, y eso es algo extraño. Es una cosa que ellos deberían haber anunciado. Los periódicos la habrían calificado como otro signo seguro de la tendencia a la «liberalización» que hemos estado viendo.
—¿Solamente esta granja, quizá?
—En realidad, han podido comprobar lo mismo en otros cinco lugares. Pero generalmente no usamos nuestros satélites de reconocimiento para tales cosas. Supongo que obtuvieron estas en un día de pocas novedades. El material importante debe de haber estado cubierto por nubes.
Toland asintió. Los satélites de reconocimiento se usaban para evaluar las cosechas de granos de la Unión soviética, pero eso ocurría más avanzado el año. Los rusos también lo sabían; había sido publicado abiertamente en la Prensa durante más de una década, explicando por qué en el departamento de Agricultura de los Estados Unidos había un equipo de agrónomos autorizados para conocer asuntos especiales de Inteligencia.
—Es un poco tarde para hacer eso, ¿no? Quiero decir si les servirá de algo darles esas tierras a esta altura de la temporada.
—Me enviaron las fotos hace una semana. Creo que son un poco anteriores a eso. Es más o menos la época en que la mayoría de sus granjas empieza a sembrar. Recuerda que allá el frío dura bastante, pero las latitudes altas hacen que los días de verano sean más largos. Debemos suponer que este es un movimiento de su parte que abarca toda la nación. Evalúame eso, Bob.
Los ojos del coronel se entrecerraron por un instante.
—Una hábil jugada, desde luego. Podría resolverles muchos de sus problemas de abastecimiento de alimentos, especialmente los hortícolas, como tomates, cebollas y cosas de esas.
—Puede ser. Y puedes notar también que esa clase de cultivos requieren mucha mano de obra pero no mucha maquinaria. ¿Qué piensas del aspecto demográfico de la maniobra?
Toland parpadeó. En la Marina de los Estados Unidos había una tendencia a deducir que los infantes de Marina eran estúpidos y que la gente más vieja es la que trabaja en la mayoría de las tierras privadas, mientras que las tareas mecanizadas, como manejar las cosechadoras y los camiones, que rinden mucho más, las llevan a cabo los trabajadores más jóvenes.
—Me estás diciendo que de esa manera pueden aumentar la producción de algunos alimentos sin recurrir a los hombres jóvenes…, que están en edad de cumplir servicio militar.
—Es una forma de verlo —repuso Lowe—. Políticamente es dinamita. No se puede quitar a la gente lo que se le ha dado. En la década de los sesenta se inició un rumor, que ni siquiera era verdad, según el cual Kruschev iba a reducir o eliminar los terrenos privados que tenían esos pobres infelices. ¡Aquello fue un infierno! Yo estaba en la escuela de idiomas en Monterrey, y recuerdo los periódicos rusos que nos llegaban. Se pasaron semanas negando el rumor. Esos terrenos privados son el sector más productivo de su sistema agrícola. Es menos del dos por ciento de sus tierras cultivables, y produce aproximadamente la mitad de sus frutas y patatas, más de un tercio de los huevos, verduras y carne. Diablos, en la única parte de ese maldito sistema agrícola que funciona. Los jerarcas de allá han sabido durante años que valiéndose de esto pueden resolver sus problemas de escasez de alimentos, y aún así no lo han hecho, por razones políticas. No podían correr el riesgo de que el Estado patrocinara a toda una nueva generación de kulaks. Hasta ahora. Pero parecería que lo han hecho, sin lanzar un anuncio formal. Y justamente ocurre que están aumentando su alistamiento militar al mismo tiempo. Yo no creo nunca en coincidencias, ni siquiera cuando me porto como un estúpido oficial de línea corriendo para cruzar una playa.
La chaquetilla del uniforme de Lowe estaba colgada en un rincón. Mientras bebía su café, Toland observó las cuatro líneas de condecoraciones. Había tres pequeñas estrellas en la cinta de servicio en Vietnam. Y una Cruz Naval. Vestido con el suéter verde oliva que usaban los oficiales de infantería de Marina, Lowe no era un hombre corpulento, y su acento del Medio Oeste lo mostraba como alguien que mira la vida con calma, casi con aburrimiento. Pero sus ojos castaños decían algo completamente distinto. El coronel Lowe ya estaba pensando igual que Toland y no sentía la menor felicidad por ello.
—Chuck, si ellos ya se están preparando para cualquier acción…, en gran escala, no pueden dedicarse solamente a unos pocos coroneles. Algo más va a empezar a aparecer. Tendrán que hacer también algún trabajo de fondo.
—Si, esa es la próxima cosa que debemos buscar. Ayer envié un requerimiento a la AID. A partir de ahora, cuando salga el Red Star, el agregado de Moscú nos va a transmitir sus páginas por fotofacsímil vía satélite. Si ellos empiezan a hacer lo que pensamos, es seguro que saldrán en el Kraznaya Zvesda. Bob, creo que tú has abierto una muy interesante lata de gusanos, y no vas a estar solo para examinarla.
Toland terminó el café. Los soviéticos habían retirado del servicio una clase completa de submarinos de flota de misiles balísticos. Estaban participando en las conversaciones de desarme en Viena. Compraban granos en Estados Unidos y Canadá en condiciones muy favorables, permitiendo incluso que los barcos norteamericanos transportaran el veinte por ciento de la carga. ¿Concordaba todo esto con los signos que él había visto? Lógicamente no era así, excepto en un caso específico…, y eso no era posible. ¿O si?
SHPOLA, UCRANIA
El ruido atronador del cañón de ciento veinticinco milímetros del tanque era suficiente para ponerle a uno los pelos de punta, pensó Alekseyev, pero después de cinco horas de participar en ese ejercicio, penetraba a través de los protectores de sus oídos como un ruido sordo y resonante. Aquella mañana, la tierra había estado cubierta de hierbas y punteada de nuevos pimpollos, pero ahora era una superficie yerma de puro barro, sólo marcada por las huellas de las orugas de los tanques de batalla «T-80» y de los vehículos de combate de la infantería blindada. El regimiento había realizado tres veces el mismo ejercicio, simulando un ataque frontal de tanques e infantería montada contra un enemigo de fuerzas equivalente. Noventa cañones móviles le dieron el apoyo de fuego, junto con una batería de lanzadores de cohetes. Tres veces.
Alekseyev se volvió, se quitó el casco y los protectores de los oídos, y miró al jefe.
—¿Un regimiento de guardias de infantería, eh, camarada coronel? ¿Soldados de élite del Ejército Rojo? Estos niños de teta no serían capaces de ser guardias de un burdel turco, ¡y mucho menos de hacer algo que valiera la pena dentro de él! ¿Y qué ha estado haciendo usted en los últimos cuatro años al frente de este circo ambulante, camarada coronel? ¡Ha hecho todo lo necesario para matar a todo su comando tres veces! ¡Sus observadores de artillería no tienen buenas posiciones! ¡Sus tanques y carros de infantería todavía no pueden coordinar sus movimientos, y los artilleros de sus tanques no han podido encontrar blancos de tres metros de altura! ¡Si hubieran sido fuerzas de la OTAN las que defendieran esa colina, usted y su comando ya estarían muertos! —Alekseyev examinó la cara del coronel; su actitud la estaba haciendo cambiar del rojo del miedo al blanco de la ira—. La pérdida de toda esa gente no es un castigo demasiado grande para el Estado, pero ese equipo es muy valioso, el combustible quemado es valioso, la munición consumida es valiosa, ¡y es valioso el tiempo que me han hecho perder! Camarada coronel, debo dejarlo ahora. Primero voy a vomitar. Después voy a volar a mi puesto de mando. Volveré. Cuando regrese, haremos de nuevo este ejercicio. Sus hombres se comportarán correctamente, camarada coronel, ¡o usted pasará el resto de su miserable vida contando árboles!
Alekseyev se alejó pisando fuerte, sin contestar el saludo del coronel. Su ayudante, un coronel de tropas blindadas, mantuvo abierta la portezuela del vehículo y luego subió detrás de su jefe.
—Están poniéndose en forma bastante bien, ¿no? —preguntó Alekseyev.
—No lo suficiente, pero han progresado mucho —comentó el coronel—. Y no les quedan más que seis semanas antes de empezar a moverse hacia el Oeste.
Fue lo peor que podría haber dicho. Alekseyev se había pasado dos semanas atormentando a esa división para mejorar su alistamiento para el combate, nada más que para enterarse, el día anterior, de que la habían destinado a Alemania en vez de integrarla a su propio plan, incompleto hasta el momento, para bajar hacia Iraq e Irán. Ya le habían sacado cuatro divisiones (todas sus unidades de élite de blindados) y cada cambio del orden de batalla del comandante en jefe del Teatro Sudoeste le obligaba a modificar su propio plan para el Golfo. Un círculo interminable. Le estaban obligando a elegir unidades menos entrenadas, lo que a su vez le forzaba a dedicar más tiempo a la instrucción de las unidades y menos al plan que debería completar en otras dos semanas.
—Esos hombres van a tener seis semanas muy ocupadas. ¿Y qué piensa del comandante? —preguntó el coronel.
Alekseyev se encogió de hombros.
—Hace demasiado tiempo que está en ese puesto. Cuarenta y cinco años es mucha edad para esa clase de mando, y lee sus malditos manuales de desfile más de lo que debe, en vez de salir al campo. Pero es un buen hombre. Demasiado bueno para mandarlo a contar árboles.
Alekseyev se rio francamente. Era una expresión rusa que se usaba desde la época de los zares. Se decía que la gente exiliada en Siberia no tenía otra cosa que hacer más que contar árboles. Otra de las cosas que Lenin había cambiado. Ahora, los que estaban en el gulag tenían muchas cosas que hacer.
—Las dos últimas veces —dijo— lo hicieron lo suficientemente bien como para lograr el éxito, creo. Este regimiento va a estar listo, junto con todo el resto de la división.
USS, PHARRIS
—Puente, aquí sonar: ¡tenemos un contacto con marcación cero nueve cuatro! —anunció una voz por el altavoz Instalado sobre el mamparo. El capitán de fragata Morris giró en su sillón para observar la reacción de su oficial de guardia en el puente.
El oficial dirigió sus binoculares hacia la zona de contacto. No había nadie allí.
—La marcación está despejada.
Morris se levantó de su sillón.
—Ordene Condición Uno Antisubmarina.
—Comprendido. Estaciones de combate.
El oficial de guardia en el puente repitió la orden. El suboficial auxiliar caminó hacia el sistema de transmisión de órdenes e hizo sonar el silbato de tres notas.
—Atención, atención, todos a estaciones de combate para guerra antisubmarina.
Después sonó el gong de alarma…, y así terminó una tranquila guardia previa al mediodía.
Morris caminó hacia popa, bajó la escalerilla hasta el CIC, Centro de Informaciones de Combate. Su oficial ejecutivo se haría cargo del buque en el puente, permitiendo que el combate controlara los sensores y las armas de la nave desde su Centro nervioso táctico. Por toda la nave corrieron los hombres a sus puestos de combate. Las puertas estancas y las escotillas se colocaron en posición y ajustaron para conseguir un total aislamiento. Los grupos de control de averías tomaron sus equipos de emergencia. Sólo tardaron cuatro minutos. «Vamos mejorando», pensó Morris, a medida que los gritos de: «Listo en su puesto» le llegaban retransmitidos por el suboficial del CIC. Desde el momento de dejar Norfolk, cuatro días antes, se hacían en el Pharris tres llamadas diarias de alarma general, de acuerdo con lo ordenado por el comandante de las fuerzas navales de superficie en el Atlántico. Nadie lo había confirmado; pero Morris suponía que la información de su amigo había pateado un hormiguero. Los ejercicios de entrenamiento se habían duplicado, y las órdenes para el incremento de actividades tenían un grado de secreto tan alto que jamás se había visto. Y lo más notable era que los periodos de instrucción intensificada iban a coincidir con los programas de mantenimiento, algo que no se dejaba de lado muy fácilmente.
—¡Todas las estaciones informan listas en sus puestos! —comunicó al fin el suboficial—. Condición Zebra establecida en todo el buque.
—Muy bien —respondió el oficial de acción táctica.
—El informe, teniente —ordenó Morris.
—Señor, los radares de navegación y búsqueda están encendidos y en espera y el sonar en modo pasivo —replicó el OAT—. El contacto parece un submarino que ha subido al schnorkel[12]. Apareció de pronto con claridad. Estamos haciendo un seguimiento de análisis de traslación del blanco. Su marcación va cambiando de proa a popa, y bastante rápido además. Es todavía muy pronto para estar seguros, pero todo hace suponer que está buscando un rumbo recíproco, probablemente a no más de diez millas.
—¿Informaron ya el contacto a Norfolk?
—Esperamos su orden.
—Muy bien. Vamos a ver si somos capaces de ganar este ejercicio, teniente.
Antes de que transcurrieran quince minutos, el helicóptero del Pharris estaba lanzando sonoboyas sobre el submarino, y la fragata lo castigaba con sus poderosas emisiones del sonar activo. No cesaría hasta que el submarino soviético admitiera la derrota volviendo a profundidad de schnorkel…, o hasta que consiguiera evadirse de la fragata, lo que significaría una pésima nota en el cuaderno de Morris. El objetivo de este ejercicio no letal era bastante sucio: quebrar la confianza del comandante del submarino en su buque, en su dotación…, y en si mismo.
USS, CHICAGO
Estaban a mil millas de la costa, con rumbo noroeste y navegando a veinticinco nudos. La tripulación se sentía decididamente desdichada, aunque todos ellos habían pasado ya antes por eso. Lo que debía haber sido una estancia de tres semanas en Norfolk quedó reducida a ocho días, una amarga píldora después de un largo primer crucero. Habían interrumpido viajes y vacaciones. Algunas tareas de mantenimiento menor, que supuestamente debieron efectuarse en tierra con los técnicos especialistas, se realizaban ahora durante las veinticuatro horas con los propios tripulantes. McCafferty comunicó a la tripulación las órdenes que le habían entregado selladas, dos horas después de la inmersión; llevar a cabo durante dos semanas ejercicios intensivos de seguimientos y prácticas con torpedos, y continuar después hasta el mar de Barents para proseguir trabajos de reunión de inteligencia.