15. EL GAMBITO DEL BALUARTE

USS CHICAGO

—¿Cuánto es el sondeo? —preguntó McCafferty en voz baja.

—Cincuenta pies debajo de la quilla —contestó en seguida el navegante—. Todavía estamos fuera de las aguas territoriales rusas; pero unas veinte millas adelante vamos a empezar a acercarnos a una zona de blancos, jefe.

Era la octava vez en la última media hora que el hombre comentaba lo que tenían ante ellos.

McCafferty asintió con un movimiento de cabeza; no quería hablar, no quería hacer ningún ruido innecesario. En la central de ataque del Chicago flotaba la tensión, igual que el humo de cigarrillo que los sistemas de ventilación no lograban eliminar del todo. Mirando a su alrededor pudo captar cómo los hombres de su tripulación revelaban, levantando una ceja o meneando levemente la cabeza, un estado de ánimo que pretendían ocultar.

El navegante era el más nervioso de todos. Había toda clase de buenas razones para no estar allí. El Chicago podía encontrarse o no en aguas territoriales soviéticas, eso era en sí una cuestión legal de no poca complejidad. Hacia el Noreste estaba el cabo Kanin; hacia el Noroeste, el cabo Svyatoy. Los soviéticos reclamaban toda la región como la «bahía histórica», mientras que los Estados Unidos preferían atenerse a la regla internacional del límite de las veinticuatro millas. A bordo, todos sabían que era mucho más probable que los rusos abrieran fuego en el momento, antes de solicitar una decisión basada en la Ley Internacional de la Convención del Mar. ¿Los encontrarían los rusos?

Estaban en aguas de treinta brazas apenas y, como los grandes tiburones, los submarinos nucleares de ataque eran criaturas de las profundidades, no de los niveles cercanos a la superficie. El peloteo táctico mostraba marcaciones de tres naves soviéticas de patrullaje, dos fragatas clase «Grisha» y una corbeta clase «Pot», todas especializadas en la lucha antisubmarina. Las tres se hallaban a muchas millas, aunque ello no impedía que constituyesen una amenaza muy real.

La única noticia buena era la tormenta que había arriba. El viento de superficie de veinte nudos y los chaparrones hacían ruidos que interferían el funcionamiento del sonar…, pero eso incluía al propio sonar de ellos, único medio seguro de lograr información.

Además, estaban los imponderables. ¿Qué equipos de detección poseían los soviéticos en esas zonas? ¿Tendría el agua la claridad suficiente como para que pudieran verlos desde un helicóptero de reconocimiento o un avión «ASW» (lucha antisubmarina)? ¿Podría haber allí algún submarino diesel de la clase «Tango», moviéndose lentamente con sus silenciosos motores eléctricos impulsados por baterías? La única forma de obtener respuesta a aquellas preguntas era percibir el aullido metálico de las hélices de alta velocidad de un torpedo, o la simple explosión de una carga de profundidad. McCafferty consideró todas esas cosas y puso los peligros en un platillo de la balanza y en el otro la prioridad de su directiva FLASH del Comando de Submarinos en el Atlántico.

Determine de inmediato las zonas de operaciones de los submarinos de la Flota Roja.

Esa clase de texto no le dejaba mucho lugar a dudas.

—¿Qué exactitud tenemos con la posición inercial? —preguntó McCafferty con toda la naturalidad que pudo.

—Más o menos doscientas yardas.

El navegante no levantó la cabeza siquiera.

El comandante gruñó, sabiendo lo que estaba pensando el navegante. Deberían haber obtenido una posición con el satélite NAVSTAR [24] pocas horas antes, pero el riesgo de detección era muy grande en una zona cubierta de buques soviéticos de superficie. Doscientas yardas, más o menos, era una exactitud aceptable en cualquier situación común racional…, pero no encontrándose sumergidos en aguas poco profundas frente a una costa hostil. ¿Y cómo serian de exactas sus cartas de navegación? ¿Habría restos de naufragios sin marcar en esos lugares? Aunque fueran absolutamente exactas, pocas millas más adelante las cuartas serían tan apretadas que un error de doscientas yardas podía hacerlos encallar, dañando el submarino…, y haciendo ruido. El comandante se encogió de hombros. El Chicago era la mejor plataforma del mundo para esa misión. Había hecho antes ese tipo de cosas, y no podía preocuparse por todo al mismo tiempo. McCafferty avanzó unos cuantos pasos y se inclinó hacia el compartimento del sonar.

—¿Qué está haciendo nuestro amigo?

—Continúa igual que antes, jefe. No hay ningún cambio en los niveles de ruido que emite el blanco. Sigue navegando inocente a quince nudos, directamente al frente, a no más de dos mil yardas. Parece en crucero de placer —concluyó el suboficial encargado del sonar con marcada ironía.

—Crucero de placer. Los soviéticos estaban lanzando a sus submarinos de misiles balísticos a intervalos de uno cada cuatro horas. La mayoría de ellos ya se encontraban en el mar. Nunca habían hecho eso antes. Y todos parecían estar navegando con rumbo Este…, no al Norte o Noroeste como habitualmente lo hacían cuando navegaban en el mar de Barents o en el de Kara o, más recientemente, por debajo de la misma capa de hielo del Ártico. El Comando Aéreo Estratégico en el Atlántico había obtenido esa información de un avión noruego «P-3»[25]. que patrullaba sobre el Punto de Control C (Charlie), el lugar situado a cincuenta millas mar adentro, donde siempre se sumergían los submarinos soviéticos. El Chicago, el más cercano de los submarinos que se hallaban en la zona, había recibido órdenes de investigar.

No tardaron en detectar y en colocarse en posición de seguimiento detrás de un «Delta III», un moderno submarino soviético balístico. Mientras lo seguían, se habían mantenido dentro de la curva de cien brazas durante todo el tiempo…, hasta que el blanco viró al Sudeste entrando en aguas poco profundas en dirección a Mys Svyatov Nog, que conducía a la boca del mar Blanco…, todo lo cual eran aguas territoriales soviéticas.

¿Hasta dónde se atreverían a seguir? ¿Y qué estaba pasando? McCafferty regresó a control y se acercó al pedestal del periscopio.

—Voy a echar una mirada —dijo—. Arriba el periscopio. Un suboficial hizo girar el control hidráulico y el periscopio de búsqueda del lado de babor empezó a deslizarse hacia arriba desde su pozo.

—¡Alto!

McCafferty se inclinó en el puesto de comando y empuñó el instrumento cuando el suboficial lo detuvo debajo de la superficie. Desde una posición terriblemente incómoda, el comandante caminó agachado, dando vueltas con el periscopio hasta describir un círculo completo. En el mamparo anterior había un monitor de televisión que operaba con una cámara incorporada al periscopio. Lo miraban atentamente el oficial ejecutivo y uno de los suboficiales más antiguos.

—No se ven sombras —dijo McCafferty.

Nada hacía sospechar que allí hubiera algo.

—De acuerdo, jefe —confirmó el oficial ejecutivo.

—Controle con el sonar.

Hacia proa, el operador del sonar escuchaba con atención. Cualquier avión que volara en círculo hacía ruido, y había una posibilidad de que ellos pudieran oírlo. Pero no percibían nada…, lo cual no significaba que no lo hubiese; por ejemplo, un helicóptero que estuviera volando muy alto, o bien otra fragata «Grisha» por allí cerca, con sus máquinas diesel detenidas mientras iba a la deriva escuchando para detectar algo como el Chicago.

—Sonar dice que no tiene nada, jefe —informó el oficial ejecutivo.

—Otros dos pies —ordenó McCafferty.

El suboficial actuó de nuevo sobre el control e hizo subir el periscopio sesenta centímetros más, apenas sobre el nivel variable de la superficie del agua en las depresiones de las olas.

—¡Jefe! —exclamó el técnico que estaba al frente de ESM (Medidas de Apoyo Electrónico).

El más alto de los elementos del periscopio del Chicago era una antena en miniatura que captaba señales y alimentaba con ellas a un receptor de banda ancha. En el instante mismo en que salió por encima de la superficie del agua, se encendieron tres luces en el tablero de advertencia táctica del ESM.

—Se detectaban tres…, cinco, tal vez seis radares de búsqueda en la banda India —dijo—. Por las características de la emisión, son radares de búsqueda de buques, y con base en tierra, señor; no son, repito, no son, equipos de aviones. No hay nada en la banda Juliet.

El técnico empezó a leer las marcaciones.

McCafferty se distendió un poco. No había forma de que un radar pudiera detectar, en medio de esas olas, un blanco tan pequeño como su periscopio, al que hizo dar una vuelta completa.

—No veo ningún buque de superficie. Ningún avión. Olas, un metro y medio. Viento estimado en superficie…, unos veinte a veinticinco nudos. Del Noroeste. —Levantó de un golpe las empuñaduras y dio unos pasos atrás—. Abajo el periscopio.

El engrasado tubo de acero ya estaba bajando antes de que él hubiera terminado la orden. El comandante aprobó el trabajo del suboficial, que tenía en la mano un cronómetro, interrogándolo con un movimiento de cabeza. El periscopio había estado arriba, sobre la superficie, 5,9 segundos en total. Después de quince años en submarinos, todavía se asombraba de que tanta gente pudiera hacer tanto en seis segundos. Cuando él cursaba en la escuela de submarinos, lo aceptable era una exposición de siete segundos.

El navegante examinó rápidamente su carta, y un suboficial le ayudó a pilotar las marcaciones de las fuentes de emisiones.

—Comandante —el navegante levantó la vista—. Las marcaciones corresponden a dos transmisores de radar de costa ya conocidos, y tres equipos «Don-2», coinciden con las marcaciones de Sierra-2, 3 y 4. —Se refería a las posiciones establecidas de los tres buques de superficie soviéticos—. Tenemos uno conocido, con marcación cero cuatro siete, ¿qué puede ser ese, Harkins?

—Un equipo de búsqueda de superficie con base en tierra banda India, una de esas nuevas «Latas de Costa» —respondió el técnico, leyendo las cifras de frecuencia y amplitud del pulso—. Señal débil y algo confusa, señor. Pero mucha actividad, y todos los transmisores están sincronizados en distintas frecuencias.

El técnico quería decir que los radares estaban bien coordinados de modo que los transmisores de radar no se interfirieran unos a otros.

Un electricista rebobinó el vídeo para permitir a McCafferty que volviera a examinar lo que había visto por el periscopio. La única diferencia era que la cámara de TV del periscopio era en blanco y negro. Tuvieron que pasar la cinta a baja velocidad para evitar una imagen borrosa, tan rápida había sido la exploración visual del comandante.

—Es asombroso lo bueno que puede resultar no ver nada, ¿eh, Joe? —comentó a su oficial ejecutivo.

El techo de nubes estaba bastante por debajo de los trescientos metros, y la acción de las olas había enturbiado en seguida la lente del periscopio con gotas de agua. Nadie había inventado todavía un procedimiento eficiente para mantener clara esa lente, reflexionó McCafferty; cualquiera pensaría que después de unos ochenta años…

—El agua parece un poco turbia también —dijo Joe, esperanzado.

Una de las pesadillas que comparten todos los submarinistas es la posibilidad de que un avión equipado para lucha antisubmarina los descubra visualmente.

—No parece un lindo día para volar, ¿verdad? No creo que tengamos que preocuparnos de que alguien pueda avistarnos.

El comandante alzó la voz lo suficiente como para que lo oyeran los tripulantes de la sala de control.

—Aumenta un poco la profundidad del agua en la proa, más dos millas —informó el navegante.

—¿Cuánto?

—Cinco brazas, jefe.

McCafferty miró al oficial ejecutivo, que estaba a cargo del comando en ese momento.

—Aprovéchelas. De lo contrario, algún piloto de helicóptero podría tener suerte…

—Comprendido. Oficial de inmersión, abajo otros seis metros. Suave.

—Comprendido.

El oficial de inmersión transmitió las órdenes necesarias a los hombres que actuaban sobre los planos de ascenso y descenso, y habría sido posible oír los suspiros de alivio en toda la central de ataque.

McCafferty movió la cabeza. ¿Cuándo había sido la última vez que viera a sus hombres mostrarse aliviados por un cambio de profundidad de seis metros?, se preguntó. Después se adelantó hacia el sonar. No recordó que había estado allí tan sólo cuatro minutos antes.

—¿Qué están haciendo ahora nuestros amigos?

—Los buques de patrullaje todavía se oyen débiles, señor. Parece que se hallan navegando en círculo…, las marcaciones cambian continuamente hacia delante y atrás. Las revoluciones de las hélices del submarino balístico son también constantes, señor, sigue avanzando a quince nudos. Y no está especialmente silencioso. Quiero decir, todavía tenemos numerosos ruidos mecánicos, ¿sabe? Hay mucho trabajo de mantenimiento en ese buque, por el ruido que está haciendo. ¿Quiere escucharlo, jefe?

El operador le ofreció unos auriculares. La búsqueda con sonar se hacía en gran parte visualmente: las computadoras de a bordo convertían las señales en una presentación sobre tubos tipo TV, que parecían más que todo una especie de juego de salón. Pero aun no existía un verdadero sustituto para la escucha. McCafferty tomó los auriculares.

Primero oyó el zumbido de las bombas del reactor del «Delta». Estaban funcionando a media velocidad, extrayendo agua del contenedor del reactor para llevarla al generador de vapor. Después, se concentró en los ruidos de las hélices. El submarino ruso tenía un par de hélices de cinco palas, y él trató de hacer su propia cuenta del ruido chuga-chuga que producía cada pala al completar su vuelta. Normalmente tendría que confiar en la palabra del operador, como lo hacía de costumbre… ¡Clang!

—¿Qué fue eso?

El operador jefe se volvió hacia su ayudante.

—¿Un golpe de escotilla?

El sonarista de primera clase meneó la cabeza con autoridad.

—Se parece más al ruido de una herramienta que alguien dejara caer. Pero cerca, bastante cerca.

El comandante tuvo que sonreír. Todo el mundo a bordo estaba tratando de simular una actitud de tranquilidad que se notaba falsa. Por cierto que todos estaban tan tensos como él, y McCafferty no deseaba otra cosa que marcharse de aquella miserable laguna. Por supuesto, no podía actuar en forma tal que su dotación se preocupara demasiado; el comandante debe estar en todo momento ejerciendo un control absoluto… ¡A qué juegos malditos debemos dedicarnos!, se dijo, ¿qué estamos haciendo? ¿Qué está pasando en este mundo enloquecido? ¡Yo no quiero pelear en una maldita guerra!

Estaba apoyado contra el marco de la puerta, en la parte anterior de la sala de control, a escasos metros de su propio camarote, deseando poder entrar en él, acostarse por uno o dos minutos para respirar profundamente varias veces; poder acercarse a su lavatorio y refrescarse con un poco de agua fría…, claro que entonces podía mirar accidentalmente el espejo. Nada de eso, lo sabia. El comando de su submarino era una de las últimas tareas de semidiós que quedaban en el mundo, y a veces requería una conducta de verdadero semidiós. Como ahora. Practica el juego, Danny, se dijo. Sacó un pañuelo del bolsillo de su pantalón y se limpió la nariz, luego dio a su cara una expresión neutra, casi de aburrimiento, mientras sus ojos recorrían los monitores del sonar. El frío comandante…

McCafferty volvió a la central de ataque un momento después, diciéndose a sí mismo que había dejado pasar el tiempo justo como para que sus especialistas de sonar se inspiraran, sin presionarlos demasiado con la presencia del comandante. Un buen equilibrio. Miró a su alrededor despreocupado. La sala estaba tan llena de gente como un bar irlandés el día de San Patricio. Las caras de sus hombres, frías en apariencia, estaban sudando, a pesar del aire acondicionado que accionaba el reactor nuclear. Especialmente los hombres que operaban los planos de profundidad se habían concentrado en sus instrumentos, guiando al submarino en descenso según un gráfico definido electrónicamente, mientras el oficial de inmersión, el más antiguo de los suboficiales del Chicago, se mantenía vigilante de pie a sus espaldas.

En el centro de la sala de control, los dos periscopios de ataque, situados lado a lado, estaban completamente retraídos, y un cabo de guardia se hallaba listo para levantarlos. El oficial ejecutivo se paseaba de un lado a otro, mirando la carta cada veinte segundos, cuando daba la vuelta en el extremo de la sala. No había mucho de qué quejarse. Todo el mundo estaba tenso, pero el trabajo se cumplía.

—Teniendo todo en cuenta —dijo McCafferty para que nadie dejara de oírlo—, las cosas marchan bastante bien. Las condiciones en superficie les están dificultando que nos puedan detectar.

—Control, aquí sonar.

—Aquí control, adelante.

El comandante tomó el teléfono.

—Ruidos de burbujas de casco. Parece que están saliendo a superficie. Sí, ahora el blanco está soplando los tanques, jefe.

—Comprendido. Manténganos al tanto, sonar. —McCafferty colgó el teléfono y dio tres pasos atrás, hacia la mesa de la carta—. ¿Por qué salir a la superficie ahora?

El navegante robó un cigarrillo a un marinero y lo encendió. McCafferty sabía que no fumaba. El teniente casi se ahoga, provocando una disimulada sonrisa en uno de los suboficiales y una mueca de arrepentimiento del navegante. Miró al comandante.

—Señor, hay algo raro en esto —dijo en voz baja el teniente.

—Una cosa solamente —observó el comandante—. ¿Por qué sale a la superficie aquí?

—Control, aquí sonar. —McCafferty se adelantó para tomar de nuevo el teléfono—. Jefe, el submarino sigue soplando tanques, realmente parece que fuera a reventarlos, señor.

—¿Alguna otra cosa extraña?

—No, señor, pero tiene que haber usado casi toda su reserva de aire.

—Está bien, sonar, gracias.

McCafferty colgó el teléfono y se preguntó si aquello tendría algún significado en particular.

—Señor, ¿usted había hecho esto antes? —preguntó el navegante.

—He seguido un montón de submarinos rusos, pero no, nunca aquí adentro.

—En algún momento el blanco tiene que salir a la superficie; aquí en Terskiy Bereg, hay sólo dieciocho metros de agua.

El navegante pasó el dedo por la carta.

—Y nosotros tendremos que interrumpir el seguimiento —afirmó McCafferty—. Pero para eso faltan otras cuarenta millas.

—Sí —el navegante asintió con la cabeza—. Pero desde cinco millas atrás este golfo empieza a estrecharse como un embudo, en un solo pasaje seguro. Diablos, yo no sé…

McCafferty volvió atrás otra vez para examinar la carta.

—Se conformó con navegar a quince nudos a profundidad de periscopio durante todo este trayecto desde Kola. La profundidad utilizable ha sido aproximadamente la misma desde hace unas cinco horas, y un poco mayor en algunas partes; y parecería que seguiría igual durante una o dos horas más…, pero él sale a superficie de cualquier manera. Entonces —dijo McCafferty—, el único cambio en las condiciones ambientales es el ancho del canal, y para eso faltan todavía más de veinte millas…

El comandante reflexionó, mirando fijamente la carta.

La sala del sonar volvió a llamar.

—Aquí control; ¿qué pasa, sonar?

—Nuevo contacto, señor, marcación uno nueve dos. Señala blanco Sierra-5, buque de superficie de hélices dobles, máquinas diesel. Entró de golpe, señor. Suena como una clase «Natya». La marcación va cambiando lentamente de derecha a izquierda; parece ir convergiendo con el submarino. Contando las vueltas de las palas da una velocidad de unos doce nudos.

—¿Qué está haciendo el submarino?

—La velocidad y la marcación no han cambiado, señor. Ya ha terminado de soplar los tanques. Está en la superficie, jefe; empezamos a recibir un golpeteo y algo de aceleración en las hélices…, un momento…, han encendido un sonar activo, estamos recibiendo reverberaciones, la marcación parece estar más o menos en uno nueve cero, probablemente del «Natya». Es un sonar de muy alta frecuencia, por encima de la gama audible…, yo lo calculo en veintidós mil hertz.

McCafferty sintió de pronto una pelota helada en el estómago.

—Oficial ejecutivo, me hago cargo del comando.

—Comprendido, comandante, usted tiene el comando.

—Oficial de inmersión: arriba a dieciocho metros, lo más alto que pueda sin salir del todo. ¡Observación! ¡Arriba el periscopio! —el periscopio de búsqueda empezó a subir y McCafferty lo empuñó como había hecho antes y rápidamente controló la superficie del mar buscando sombras—. Un metro más. Está bien. Todavía nada. ¿Qué se lee en el ESM?

—Ahora hay siete fuentes de radar activo, jefe. La posición es más o menos la misma de antes más el nuevo uno nueve uno; otro banda India, parece otro «Don-2»…

McCafferty hizo girar la empuñadura del periscopio para darle mayor aumento hasta la marca más alta: doce. El submarino balístico soviético flotaba extremadamente alto sobre la superficie del agua.

—Joe, dígame qué ve —pidió McCafferty, que necesitaba rápidamente una segunda opinión.

—Es un «Delta-III», como habíamos pensado. Parece que ha soplado todo lo que tenía, jefe, ha salido muy alto, parece como un metro o metro y medio más de lo habitual. Ha usado todo su aire… Ese debe de ser el mástil del «Natya» adelante de él, es difícil estar seguro.

McCafferty sintió que su Chicago se balanceaba. El golpe de las olas sobre el periscopio se transmitía hasta sus manos. También golpeaban al «Delta», y él pudo ver cómo el agua entraba y salía de los imbornales alineados en los flancos del submarino.

—El tablero del equipo ESM dice que la fuerza de las señales se acerca a los valores de detección —advirtió el técnico.

—Tiene los dos periscopios arriba —informó McCafferty, sabiendo que su propio periscopio había estado levantado durante demasiado tiempo; apretó el mecanismo para duplicar el aumento de la imagen; perdía detalles ópticamente, pero el cuadro se acercó hasta la torre de control del «Delta»—. La estación de control en lo alto de la torre está llena de gente. Todos tienen binoculares…, pero no están mirando hacia atrás. Abajo el periscopio. Oficial de inmersión, llévenos abajo tres metros. Buen trabajo con los planos. Vamos a ver esa cinta, Joe.

La imagen volvió al monitor de TV en pocos segundos.

Estaba dos mil metros detrás del «Delta». Más allá del submarino, a una media milla, había un domo esférico de radar, probablemente del «Natya», balanceándose pronunciadamente con mar de través. Para alojar sus dieciséis misiles «SS-18», el submarino ruso tenía una especie de giba que se prolongaba hacia popa en ángulo descendente; visto directamente desde atrás parecía el acceso a una autopista. Un diseño nada elegante, el «Delta», pero sólo necesitaba sobrevivir lo suficiente como para lanzar sus misiles, y los norteamericanos no tenían duda alguna de que sus misiles funcionaban a la perfección.

—Miren eso, lo han soplado hasta ponerlo tan alto que la mitad de las hélices están al aire —señaló el oficial ejecutivo.

—Navegante, ¿cuánto falta para las aguas poco profundas?

—Siguiendo este canal hay un mínimo de veinticuatro brazas por otras diez millas.

¿Por qué el «Delta» salió a la superficie tan lejos?

McCafferty levantó el teléfono.

—Sonar, infórmeme sobre el «Natya».

—Jefe, está emitiendo sonar activo como loco. No hacia nosotros, pero recibimos muchas señales reflejadas y reverberaciones desde el fondo.

El «Natya» era un barreminas especializado, empleado también como escolta de seguridad de submarinos para entrar y salir de ciertas áreas. Pero su sonar VHF detector de minas estaba operando… ¡Santo Dios!

—¡Todo timón a la izquierda! —gritó McCafferty.

—¡Todo timón a la izquierda, comprendido! —el timonel habría golpeado el techo con la cabeza de no haber estado sujeto por el cinturón del sillón; instantáneamente giró su comando hacia babor—, señor, ¡el timón está todo a la izquierda!

—Campo minado —el navegante soltó el aliento. Todas las cabezas que había en la sala se volvieron.

—Es una buena apuesta —asintió McCafferty con rostro serio—. ¿A qué distancia estamos del punto donde el submarino se reunió con el «Natya»?

El navegante examinó cuidadosamente el gráfico.

—Nos detuvimos unos cuatrocientos metros antes, señor.

—Paren máquinas.

—Paren máquinas, comprendido.

El timonel movió las empuñaduras del telégrafo de mando.

—Sala de máquinas contesta máquinas detenidas, señor. Pasando por la izquierda de uno ocho cero, señor.

—Muy bien. Aquí tendríamos que estar completamente seguros. Hay que calcular el encuentro del «Delta» con el barreminas unos cuantos metros antes del campo de minas, ¿verdad? ¿Alguien de ustedes cree que Iván jugaría con un submarino balístico?

Era una pregunta retórica.

Nadie jugaba con submarinos balísticos.

Todos los hombres que se hallaban en la sala de control respiraron profundamente al mismo tiempo. El Chicago fue perdiendo velocidad con rapidez, su giro lo llevó derivando hasta su rumbo previo.

—Timón a la vía. —McCafferty ordenó adelantarse un tercio y cogió el teléfono para comunicarse con el sonar—. ¿El submarino está haciendo algo distinto?

—No, señor. La marcación sigue constante a uno nueve cero. La velocidad todavía es de quince nudos. Seguimos oyendo las emisiones activas del «Natya», que se acerca a uno ocho seis; la cuenta de sus palas es ahora también de unos quince nudos.

—Navegante, empiece a calcular un rumbo que nos saque de aquí. Queremos mantenernos bien lejos de esos buques de patrullaje para entregar esta información tan pronto como podamos.

—Comprendido. Por el momento, tres cinco ocho parece bastante bueno, señor.

Hacia dos horas que el navegante calculaba anticipadamente ese rumbo a cada momento.

—Señor, si Iván realmente ha sembrado un campo de minas, parte de él está en aguas internacionales —hizo notar el oficial ejecutivo—. Precioso.

—Sí. Por supuesto, para ellos en aguas territoriales, de manera que si alguien tropieza con una mina, sólo dirán que lo lamentan mucho…

—¿Y puede ser un incidente internacional? —observó Joe.

—¿Pero por qué emiten sonar activo? —preguntó el oficial de comunicaciones—. Si tienen un canal limpio pueden navegar visualmente.

—¿Y si no hay ningún canal? —respondió el oficial ejecutivo—. ¿Qué pasaría si han colocado minas de fondo y las han amarrado ensartadas a una profundidad uniforme…, digamos, de quince metros? Uno se imagina que estarán algo nerviosos pensando que alguna mina pueda tener un cable de amarre un poco más largo. De manera que están tomando todas las precauciones, tal como lo haríamos nosotros. ¿Qué le dice todo esto?

—Que nadie puede seguir a sus submarinos balísticos sin salir a superficie… —razonó el teniente.

—Y pueden estar seguros de que nosotros no lo vamos a hacer. Nadie dijo nunca que Iván fuera estúpido. Tienen un sistema perfecto aquí. Están todos los submarinos balísticos donde nosotros no los podemos alcanzar —siguió diciendo McCafferty—. Ni siquiera los cohetes de buques de superficie pueden llegar desde donde estamos nosotros hasta el interior del mar Blanco. Finalmente, si tienen que dispersar sus submarinos, no necesitan complicarse con un solo canal; pueden salir todos a superficie, separarse y escapar buscando la luz del día.

—Lo que significa, caballeros, que en vez de destacar un submarino de ataque para custodiar a cada submarino balístico de alguien como nosotros, puedan poner todos los balísticos en un bonito y único canasto seguro, y liberar a los submarinos de ataque para que cumplan otras misiones. Salgamos ya mismo de aquí.

ATLÁNTICO NORTE

—Buque a la vista, aquí avión naval de los Estados Unidos por su banda de babor. Por favor identifíquense. Cambio.

El capitán Kherov pasó el teléfono puente-a-puente a un mayor del Ejército Rojo.

—Avión naval, aquí el Doctor Lykes. ¿Cómo les va?

Kherov hablaba un inglés vacilante; y en cambio, el acento que tenía el mayor podía haber sido kurdo. Casi no podían distinguir el avión patrullero, de un color gris brumoso, que ahora volaba sobre su buque, en círculos de cinco millas de radio, según observaron, y seguramente los inspeccionaba con binoculares.

—Amplíe, Doctor Lykes —ordenó secamente la voz.

—Salimos de Nueva Orleans con destino a Oslo, con carga general, avión naval. ¿Qué diablos pasa?

—Usted está muy al norte de la ruta a Noruega. Por favor, explique, cambio.

—¿Ustedes no han leído los malditos diarios, avión naval? Se puede poner peligroso por aquí afuera, y este barco grande y viejo cuesta dinero. Tenemos órdenes de nuestras oficinas de mantenernos cerca de algunos tipos amistosos. Diablos, nos alegra encontrarnos con ustedes, muchachos. ¿No quieren acompañarnos?

—Entendido, recibido. Doctor Lykes, le comunico que no hay submarinos conocidos en esta zona.

—¿Ustedes me lo garantizan?

Se escuchó una carcajada.

—No del todo, Doc.

—Eso es lo que me imaginaba, avión naval. Bueno, si le parece bien vamos a seguir con rumbo norte por un trecho y trataremos de mantenernos cubiertos por ustedes, cambio.

—No podemos emplear un avión para escoltarlos a ustedes.

—Comprendido, pero vendrán silos llamamos, ¿verdad?

—Entendido… —accedió «Penguin 8».

—De acuerdo, vamos a continuar al Norte, después viraremos al Este hacia las Feroe. Alértennos si aparecen algunos bandidos, cambio.

—Si encontramos alguno, Doc, lo que vamos a hacer es hundirlo primero —exageró el piloto.

—Me parece bien. Buena caza, muchachos. Cambio y corto.

PENGUIN 8

—Dios mio, ¿hay realmente tipos que hablan así? —preguntó en voz alta el piloto del «Orion».

—¿Nunca oíste hablar de «Líneas Lykes»? —contestó riendo el copiloto—. Solían decir que jamás empleaban a ningún tipo que no tuviera acento sureño. Yo no lo había creído hasta hoy. No hay nada como la tradición. Aunque este se hallaba fuera de lo común.

—Sí, pero hasta que se formen los convoyes…, diablos, yo trataría de ir rebotando de un área protegida a otra. De cualquier manera, vamos a terminar la inspección visual.

El piloto aumentó la potencia y se acercó al buque mientras el copiloto sostenía el libro de reconocimiento.

—Muy bien, tenemos un casco todo negro, escrito «Lykes Lines» en el costado, en la mitad de la eslora. Superestructura blanca con un diamante negro y una L dentro del diamante. —Levantó los binoculares—. El mástil de observación delante de la superestructura. Controlado. La superestructura tiene una bonita inclinación. El mástil de electrónica no. Insignias y banderas de la casa, correctas. Chimeneas negras. Cabrestantes a popa junto al elevador de barcazas…, no dice cuántos cabrestantes. Diablos, está lleno de barcazas, ¿no? La pintura parece bastante pobre. De cualquier manera, coincide todo con el libro; es amigo.

—Bueno, vamos a saludarlos con los planos.

El piloto giró el volante a la izquierda, llevando al «Orion» directamente hacia el portabarcazas. Balanceó los planos cuando pasó por encima, y dos hombres que estaban en el puente agitaron los brazos devolviéndoles el saludo. Los pilotos no alcanzaron a distinguir a los dos hombres que los iban siguiendo y apuntando con misiles superficie-aire cargados sobre los hombros.

—Buena suerte, muchachos. Tal vez la necesiten.

MV JULIUS FUCIK

—La pintura nueva les va a dificultar la identificación visual, camarada general —dijo tranquilamente el oficial de defensa aérea—. No vi que estuviera armado con misiles aire-superficie.

—Eso va a cambiar muy pronto. En cuanto nuestra flota salga al mar los van a cargar. Además, si nos identifican como enemigo, ¿a qué distancia podemos escapar hasta que llamen a otro avión o simplemente vuelen a su base para rearmarse?

El general observaba el avión, que se alejaba, pero ahora pudo caminar hasta donde estaba Kherov de pie en el ala descubierta del puente. Solamente a los oficiales del buque les habían provisto de uniforme color caqui estilo norteamericano.

—Mis felicitaciones a su oficial de idiomas. ¿Supongo que estaba hablando inglés?

Andreyev rio jovialmente, ahora que el peligro había pasado.

—Eso me han dicho. La Marina solicitó un hombre que tuviera esas particulares habilidades. Es un oficial de Inteligencia. Prestó servicios en los Estados Unidos.

—De todos modos, tuvo éxito. Ahora podemos acercarnos a nuestro objetivo con seguridad —dijo Kherov, usando la última palabra con cierta reticencia.

—Será bueno estar otra vez en tierra, camarada capitán.

Al general no le gustaba encontrarse en semejante blanco tan grande y desprotegido, y no se sentiría seguro hasta que no notara la tierra bajo sus pies. Por lo menos el infante tiene un fusil con el que defenderse, casi siempre un hoyo para esconderse, y siempre dos piernas para escapar. No es así en un barco, había aprendido. Un barco era un enorme blanco, y este, en particular, estaba virtualmente desprotegido. Es asombroso, pensó, que en otra cosa pudiera sentirse peor que en un avión de transporte. Pero allí tenía un paracaídas. Y no se hacía ilusiones sobre su capacidad para llegar hasta tierra nadando.

SUNNYVALE, CALIFORNIA

—Ahí va otro —dijo el suboficial mayor encargado.

Ahora ya era casi aburrido. En la memoria del coronel, los soviéticos nunca habían tenido más de seis satélites de reconocimiento fotográfico en órbita. Ahora eran diez; y diez más de búsqueda de inteligencia electrónica; algunos lanzados desde el cosmódromo de Baikonur, en las afueras de Lemmsk, en la R.S.S de Kazakh; los otros desde Plesetsk en el norte de Rusia.

—Este cohete es del tipo F, coronel. El tiempo de encendido no corresponde al tipo A —dijo el suboficial, levantando la vista de su reloj.

Aquel impulsor ruso era una derivación del antiguo SS-9 ICBM, y sólo tenía dos funciones: lanzar satélites de reconocimiento oceánico por radar, llamados RORSATS, con monitores en buques en el mar, y poner en órbita el sistema soviético antisatélite. Los norteamericanos han observado el lanzamiento mediante un satélite propio de reconocimiento KH-11 recientemente colocado, que barría la región central de la URSS. El coronel cogió el teléfono para comunicarse con Cheyenne Mountain.

USS PHARRIS

Debería estar durmiendo, se dijo Morris. Debería almacenar sueño, acumularlo para cuando llegue el momento en que no pueda dormir. Pero se hallaba demasiado excitado para hacerlo.

El USS Pharris navegaba describiendo «ochos» frente a la boca del río Delaware. Treinta millas hacia el Norte, en los muelles de Filadelfia, Chester y Camdem, había buques de la Flota de Reserva de la Defensa Nacional que durante años habían estado en situación de espera alistados, y ahora se aprestaban a zarpar. Sus bodegas estaban llenas de tanques, cañones y cajones de munición explosiva. Su radar de búsqueda aérea mostraba los trazos de numerosos transportes de tropas que despegaban de la Base Dover de la Fuerza Aérea. Los enormes aviones del Comando de Transporte Aéreo podían cruzar las tropas de Alemania, donde se juntarían con sus equipos que ya habían llegado; pero cuando el abastecimiento de municiones de sus unidades se agotara, el reabastecimiento tendría que ser llevado en la misma forma de siempre, en feos, gordos y lentos «buques-blancos» mercantes. Tal vez ya no fueran tan lentos, y tuvieran mayor capacidad que antes, pero había menos buques. Durante su carrera naval, la flota mercante norteamericana había caído pronunciadamente, aun contando el suplemento de esos navíos federales. Ahora un submarino podía hundir un barco y obtener el mismo beneficio que en la Segunda Guerra Mundial sólo había logrado hundiendo cuatro o cinco.

Las tripulaciones mercantes eran otro problema. Tradicionalmente tenidas en menos por los marinos de la Armada. —En la Marina de Guerra de los Estados Unidos decían que no había que navegar demasiado cerca de ningún mercante, porque podría decidir alegrar su día chocándolo con tu barco—, el promedio de edad de las tripulaciones que conducían esos buques era de alrededor de cincuenta años, más del doble que el de los hombres de la Marina de Guerra. ¿Podrían aguantar esos abuelos las tensiones de las operaciones de combate?, se preguntaba Morris. Estaban bastante bien pagados —algunos de los marinos más antiguos ganaban tanto como él— pero…, ¿se desvalorizarían sus cómodos salarios, negociados por el sindicato, frente a los misiles y torpedos? Tenía que borrar la idea de su cabeza. Estos hombres viejos, con chicos en la escuela secundaria y la Universidad, eran su rebaño. Él era el pastor, y había lobos que acechaban debajo de la superficie del Atlántico.

No se trataba de un rebaño grande. Hacía sólo un año que había visto las cifras: la cantidad total de barcos de carga de propiedad privada que operaban con bandera norteamericana era de ciento sesenta, de unas dieciocho mil toneladas cada uno. De ellos, apenas ciento tres realizaban transporte regular de carga interoceánica. La Flota de Reserva de Defensa Nacional suplementaria estaba formada por sólo ciento setenta y dos barcos de carga. Decir que esta situación era una desgracia equivalía a describir una violación como una ligera desviación social. No podían permitirse que se perdiera ni uno solo.

Morris se acercó al equipo de radar del puente y observó a través del visor con su protector de goma para los ojos; quería ver los despegues de los aviones que salían de Dover. Cada punto luminoso contenía de trescientos a quinientos hombres. ¿Qué pasaría cuando se les terminaran las municiones?

—Otro «mercantito», jefe. —El oficial de guardia en el puente señaló un punto en el horizonte—. Es un portacontenedores holandés. Espero que venga a buscar carga militar.

—Necesitaremos toda la ayuda que podamos conseguir —gruñó Morris.

SUNNYVALE, CALIFORNIA

—Ya no hay ninguna duda, señor —dijo el coronel—. Es un pájaro soviético ASAT (satélite antisatélite), a setenta y tres millas náuticas detrás de uno de los nuestros.

El coronel había ordenado a su satélite que girara en el espacio y apuntara sus cámaras a su nuevo compañero. La luz no era del todo buena, pero la forma del satélite matador soviético era inconfundible: un cilindro de casi treinta metros de largo, con un motor cohete en un extremo y una antena buscadora de radar en el otro.

—¿Qué recomienda usted, coronel?

—Señor, le solicito autoridad ilimitada para maniobrar a voluntad con mis satélites. Tan pronto como se acerque a menos de cincuenta millas cualquier cosa con una estrella roja pintada, voy a efectuar una serie de maniobras «Delta-V» para perturbarles sus cálculos de intercepción.

—Eso le va a costar un montón de combustible, hijo —advirtió el comandante en jefe de defensa aeroespacial norteamericana.

—Lo que se nos presenta, general, es un planteamiento de solución binario. —El coronel respondió como un verdadero matemático—. Alternativa uno: maniobramos nuestros satélites y arriesgamos la pérdida de combustible. Alternativa dos: no los maniobramos y corremos el riesgo de que nos los destruyan. Una vez que hayan conseguido acercarse a cincuenta millas pueden lograr la intercepción y eliminar a nuestro pájaro en menos de cinco minutos. Tal vez mucho más rápido. Cinco minutos es sólo la mejor marca que les hemos observado cuando lo han hecho, señor, esa es mi recomendación.

El coronel era doctor en matemáticas, procedente de la Universidad de Illinois, pero no era allí donde había aprendido a acorralar a los generales.

—Muy bien. Informaré eso a Washington, pero les voy a dar su recomendación con mi propio respaldo.

USS NIMITZ

—Almirante, acabamos de recibir un informe inquietante desde el mar de Barents.

Toland leyó el despacho del comandante en jefe de la flota del Atlántico.

—¿Cuántos submarinos más pueden lanzar ahora contra nosotros?

—Tal vez unos treinta, almirante.

—¿Treinta? —Hacía ya una semana que a Baker no le gustaba nada de lo que le decían. Y especialmente no le gustó esto.

El grupo de batalla del Nimitz, en compañía del Saratoga y del portaaviones francés Foch, estaban escoltando una unidad anfibia de infantería de Marina, llamada MAU, que iría a reforzar las defensas terrestres en Islandia. Una corrida de tres días. Si la guerra empezaba en seguida, después de haber cumplido ellos su entrega, la misión siguiente sería apoyar el plan de defensa de la barrera GIUK, el enlace de importancia crítica que cubría el océano entre Groenlandia, Islandia y el Reino Unido. La fuerza de tareas del portaaviones 21 era poderosa. Pero ¿lo suficiente? La doctrina requería que un grupo de cuatro portaaviones peleara y sobreviviera allí arriba, pero la flota aún no estaba completamente reunida. Toland estaba recibiendo informes que una frenética actividad diplomática apuntaba a evitar la guerra que parecía estar a punto de estallar, si bien todo el mundo esperaba que no fuera así. ¿Cómo reaccionarían los soviéticos ante la presencia de cuatro o más portaaviones en el mar de Noruega? Parecía que en Washington nadie estaba dispuesto a averiguarlo, pero Toland se preguntaba si eso importaría algo. Según se presentaban las cosas, Islandia había aprobado los refuerzos que ellos estaban escoltando sólo doce horas antes, y esa posición avanzada de la OTAN necesitaba inmediato apoyo.

USS CHICAGO

McCafferty se encontraba treinta millas al norte de la entrada del fiordo Kola. La tripulación se hallaba relativamente feliz de estar allí, después de la tensa carrera de dieciséis horas desde el cabo Svyatoy. Aunque el mar de Barents parecía hervir de buques antisubmarinos, inmediatamente después de haber enviado su informe les habían ordenado retirarse de la entrada al mar Blanco por temor a provocar un incidente mayor. Aquí tenían ciento treinta brazas de agua, y espacio para maniobrar; confiaban en su habilidad para mantenerse alejados de cualquier problema. Se suponía que a menos de cincuenta millas del Chicago navegaban dos submarinos norteamericanos, además de un británico y dos noruegos, todos ellos diesel. Sus sonaristas no los podían oír, aunque sí oían un cuarteto de fragatas de la clase Grisha que buscaban algo hacia el Sudoeste con sus sonares activos. Los submarinos aliados que se encontraban allí tenían como misión observar y escuchar. Era casi una misión ideal para ellos, ya que no debían hacer otra cosa que deslizarse silenciosamente, evitando el contacto con los buques de superficie, a los que podían detectar desde una larga y saludable distancia. Ya no había ocultamiento. McCafferty ni pensó siquiera en no decir a sus hombres el significado de lo que habían descubierto sobre los submarinos balísticos soviéticos. En los submarinos, los secretos no tienen larga vida. Todo se presentaba como si estuvieran a punto de empezar a luchar en una guerra. Los políticos de Washington y los estrategas de Norfolk y otros sitios podían tener todavía sus dudas; pero allí, en la punta afilada de la lanza, los oficiales y el resto de los tripulantes del Chicago hablaron sobre la forma en que los soviéticos estaban usando sus buques y terminaron con una sola respuesta. Los tubos de torpedos del submarino estaban cargados con torpedos «MK-48» y misiles «Harpoon». En los tubos verticales para misiles, delante del casco presurizado, había doce «Tomahawk», tres misiles de cabeza nuclear para ataque a tierra y nueve modelos convencionales antibuque. Cuando una máquina de a bordo mostraba los primeros indicios de un fallo, un técnico la desarmaba de inmediato para arreglarla. McCafferty estaba complacido y bastante sorprendido por su dotación. Eran tan jóvenes (el promedio de edad en un submarino era de veintiún años) pará tener que adaptarse a eso.

Permaneció en la sala de sonar, a proa y a estribor de la central de ataque. A pocos centímetros, una gran computadora investigaba a través de un alud de sonidos procedentes del agua, analizando las bandas individuales de frecuencias conocidas, para determinar la particular característica acústica de algún envío soviético. Las señales aparecían en forma visual en una pantalla llamada presentación en cascada, una cortina de un solo color amarillo, cuyas líneas más brillantes indicaban la marcación hacia un sonido que podía constituir una fuente de interés. Cuatro líneas indicaron los Grishas, y otros tantos puntos luminosos marcaron los impulsos de sus sonares activos. McCafferty se preguntaba detrás de qué andarían. Su interés era meramente académico. No estaban emitiendo contra su buque, pero siempre había algo que aprender sobre cómo hacía su trabajo el enemigo. Un grupo de oficiales en la central de ataque estaban siguiendo los movimientos de los buques patrulleros soviéticos, anotando cuidadosamente sus técnicas de formación y tácticas.

Apareció una nueva serie de puntos en el fondo de la pantalla. Un sonarista apretó un botón para colocar una frecuencia más selectiva, alterando ligeramente la imagen; después enchufó un par de micrófonos. En la pantalla apareció una generación de imagen en alta velocidad, y McCafferty vio que los puntos se convertían en línea hacia la marcación uno nueve ocho, la dirección del canal Kola.

—Hay un montón de ruidos confusos, jefe —informó el sonarista—. Yo interpreto que son Alfas y Charlies que están saliendo, con alguna otra cosa detrás de ellos. La cuenta de palas de hélice en un Alfa es algo así como de treinta nudos. Muchos ruidos detrás de ellos, señor.

La presentación visual lo confirmó un minuto después.

Las líneas de frecuencia, o de tono, estaban en las zonas que representaban clases específicas de submarinos, todos moviéndose a altas velocidades para salir de puerto. Las líneas de contacto a las marcaciones se separaban a medida que los barcos se abrían en abanico. Los buques ya se habían sumergido, notó McCafferty. Generalmente, los submarinos soviéticos no se sumergían hasta que se encontraban bien alejados de la costa.

—La cuenta de buques es de más de veinte, señor —dijo el suboficial sonarista con tranquilidad—. Es una salida muy importante.

—Es verdad que lo parece.

McCafferty retrocedió hacia la central de ataque. Sus hombres ya estaban alimentando la computadora de control de fuego con los datos de las posiciones de contacto, y bosquejando derrotas de papel sobre la mesa de la carta. La guerra no había empezado todavía, y aunque parecía que podía llegar en cualquier momento, las órdenes de McCafferty eran de mantenerse alejados de cualquier formación soviética hasta que no recibiera la palabra. No le gustaba, pues consideraba mejor dar pronto sus golpes; pero Washington había dejado perfectamente aclarado su deseo de que nadie causara un incidente que pudiera impedir algún tipo de arreglo diplomático. Eso era razonable, admitió para sí el comandante. Tal vez los tipos de calzones con encaje pudieran todavía poner las cosas bajo control. Una esperanza débil, pero cierta. Lo suficientemente cierta como para superar su deseo táctico de ponerse en posición de ataque.

Ordenó alejar más el submarino de las costas. En media hora las cosas estaban aún más claras, y el comandante dispuso que se lanzara una boya SLOT. La boya estaba programada para permitir que el Chicago se alejara de la zona durante treinta minutos, y después empezaba a emitir una verdadera explosión de transmisiones en una banda de satélite de altísima frecuencia. Desde diez millas de distancia, escuchó a los buques soviéticos enloquecidos alrededor de la radio boya, pensando que se trataba del submarino. El juego estaba haciéndose demasiado real.

La boya operó durante más de una hora, enviando continuamente su información a un satélite de comunicaciones de la OTAN. Cuando caía la noche esa información se difundía a todas las unidades de la OTAN que se hallaban en el mar. Ya vienen los rusos.