09. UNA MIRADA FINAL

NORFOLK, VIRGINIA

Estaban viendo la cuarta película rusa vía satélite. Toland le acercó el tazón de maíz frito.

—Será una pena perderte cuando vuelvas al cuerpo, Chuck.

—¡Muérdete la lengua! El martes a las cuatro, el coronel Charles De Winter Lowe vuelve a los asuntos de infantería de Marina. Dejaré que vosotros sigáis revolviendo los papeles, ¡insectos!

Toland rio.

—¿Y no echarás de menos las películas a la noche?

—Tal vez un poco.

A menos de un kilómetro, un receptor de satélites estaba siguiendo a uno soviético de comunicaciones. Llevaba ya varias semanas pirateando transmisiones de ese y de otros dos satélites, para mantenerse informados sobre las noticias soviéticas de televisión y, además, recibir la película nocturna. Ambos hombres admiraban la obra de Sergei Eisenstein.

Y Alexander Nevsky era su obra maestra.

Toland abrió una lata de «Coca-Cola».

—Me pregunto cómo reaccionaría Iván ante una película del Oeste de John Ford. En el fondo, tengo la sensación de que el camarada Eisenstein puede haber estado expuesto a una o dos.

—Sí, el Duque habría encajado muy bien aquí. O todavía mejor: Erroy Flynn. ¿Te vas a casa esta noche?

—En cuanto termine la película. Dios Santo, un fin de semana de cuatro días libres. Apenas puedo creerlo.

Los títulos mostraron un nuevo formato, distinto del de la grabación que él tenía en su casa de esa misma película. La banda de sonido original con el diálogo era igual, algo más limpia, pero la música había sido grabada de nuevo por la orquesta sinfónica de Moscú y coro. Hacían verdadera justicia a la obra evocativa de Prokofiev.

La película comenzaba con una vista de las…, ¿estepas?, rusas. Toland dudó. ¿O se suponía que eso era la parte sur del país? De todos modos, mostraba una zona de pastizales cubierta de huesos y armas de una antigua batalla contra los mongoles. El «peligro amarillo», todavía el viejo fantasma ruso. La Unión Soviética había absorbido muchos mongoles…, pero ahora los chinos tenían armas nucleares y el ejército más grande del mundo.

—La nitidez es perfecta —comentó Lowe.

—Mucho mejor que mi grabación —coincidió Toland.

Estaban utilizando un par de máquinas VHS, aunque la Marina no les había provisto de cintas. Cada oficial se compraba la suya. El inspector general administrativo tenía una terrible reputación.

Todo eso sucedía muy cerca de la costa del Báltico, recordó Toland. La presentación del personaje principal se hacía mediante una canción mientras él se destacaba dirigiendo a algunos hombres que tenían una red de pescar. Una buena introducción socialista, comentaron ambos oficiales: el héroe participando en labores manuales. Una breve confrontación verbal con los mongoles; luego, una reflexión acerca de qué peligro era más grande para la integridad rusa, si el alemán o el mongol.

—Cristo, ¿te das cuenta de que todavía piensan así? —rio Toland.

—Cuanto más cambian las cosas… —Lowe abrió su lata de «Coca-Cola».

—Pero yo me hago preguntas sobre ese tipo. Cuando volvió a meterse en el agua detrás de la red, corría igual que una muchacha, con los brazos levantados como si volara.

—Tú deberías tratar de correr con el agua por las rodillas —gruñó el infante de Marina.

Y la escena cambió ahora hacia el «peligro alemán».

—Una pandilla de caballeros sin trabajo, como los cruzados. Diablos, igual a las películas de indios de los años treinta. Cortándoles la cabeza a la gente, arrojando criaturas al fuego.

—¿Tú crees que realmente hicieron cosas así?

—¿Oíste hablar alguna vez de un lugar llamado Auswitz, Bob? —preguntó Lowe—. Y, como sabes, en el civilizado siglo xx.

—Esos tipos no traían un obispo con ellos.

—Procura leer la liberación de Jerusalén por los cruzados. O mataban, o primero violaban y después mataban, todo por la Mayor Gloria de Dios, con obispos y cardenales que los animaban. Linda pandilla. Sí, probablemente es verdad. Dios sabe las cosas que se vieron en ambos bandos en el frente del Este en la guerra 1941-45. Una campaña sucia, eso es lo que fue. ¿Quieres más maíz frito? Finalmente, el pueblo se movilizaba solo, especialmente los campesinos.

Vstavaitye, lyude russkiye.

Na slavny boi, na smyertny boi…

—¡Diablos! —Toland se adelantó en el sillón—. Realmente han mejorado esa canción.

La banda de sonido era casi Perfecta, aun teniendo en cuenta las dificultades de la transmisión por satélite.

Levántate, pueblo ruso.

En una batalla justa, en una lucha a muerte:

Levántate, pueblo libre y valiente.

¡Defiende nuestra hermosa patria!

Toland contó más de veinte usos específicos de la palabra «Rusia» o «ruso».

—Es extraño —observó—. Están tratando de dejar todo aquello. Debe suponerse que la Unión Soviética es una sola y feliz familia y no el nuevo imperio ruso.

—Supongo que tú lo consideras una rareza histórica —comentó Lowe—. Stalin ordenó la película para alertar a su pueblo sobre la amenaza nazi. El viejo Joe era georgiano; pero terminó convertido en un feroz nacionalista ruso. Es raro pero, en ese sentido, era un curioso snob.

Se veía con toda claridad que la película había sido producida en la década de los treinta. Aparecían los estridentes personajes propios de John Ford o Raoul Walsh; una sola y destacada figura heroica, la del príncipe Alexander Nevsky, dos ayudantes valientes pero bufones, y el asunto amoroso de rigor. Los enemigos alemanes eran arrogantes y prácticamente invisibles detrás de unos grotescos cascos diseñados por el mismo Eisenstein. Aquellos invasores ya se habían dividido Rusia entre ellos; un caballero era ahora el «príncipe» de Pskov, donde, en un horrible ejemplo de pacificación, habían asesinado hombres, mujeres y niños, a los cuales arrojaban a una hoguera, para mostrar quién era el amo. La escena de la gran batalla se desarrollaba en un lago helado.

—¿Qué clase de lunático va a luchar en un lago helado si lleva puesta media tonelada de chapa de acero? —gruñó Toland.

Lowe explicó que así había sucedido realmente, más o menos.

—Estoy seguro de que algunos cambios hicieron, como en Murieron Con las Botas Puestas —comentó el coronel—. Pero ocurrió de verdad.

La batalla era una escena verdaderamente épica. Los caballeros alemanes atacaban sin preocuparse mucho de las tácticas convenientes y los campesinos rusos, hábilmente liderados por Alexander y sus dos compañeros, los rodearon con una maniobra circular envolvente y al estilo de Cannas. Después, naturalmente, llegaba el combate personal entre el príncipe Alexander y el jefe alemán. No había dudas sobre el resultado. Con su comandante derrotado en el duelo, las filas alemanas se desorganizaron y, cuando trataron de escapar hacia el borde del lago, el hielo cedió y se ahogaron casi todos.

—¡Eso sí que es realista! —gritó Lowe—. ¡Piensa cuántos ejércitos fueron tragados por el campo ruso!

El resto de la película resolvía los intereses amorosos (cada uno de los bufones se quedaba con una bonita muchacha), y liberaban Pskov. Curiosamente, aunque el príncipe alzaba a varios niños a su silla para la entrada triunfal, en ningún momento mostró el menor interés por la compañía femenina…, y finalizaba con un sermón: Alexander solo y de pie hablando sobre lo que había sucedido a la gente que invadió Rusia.

—Tratando de hacer que Nevsky parezca Stalin, ¿no?

—Hay algo de eso… —coincidió Lowe—. El hombre fuerte, por sí mismo como benefactor paternal…, ¡vaya un benefactor! De cualquier forma que lo mire, esta es la mejor película de propaganda que se ha hecho. Lo más notable fue que, cuando al año siguiente Rusia y Alemania firmaron el pacto de no agresión, encargaron a Eisenstein la dirección de las Valkirias, de Wagner. Se podría pensar en una penitencia por haber ofendido la sensibilidad germana.

—Uf, tú estudias a estos tipos mucho más que yo, Chuck.

El coronel Lowe sacó una caja de cartón que tenía debajo de su escritorio y empezó a guardar sus efectos personales.

—Sí…, bueno, si tienes que enfrentarte a la posibilidad de pelear contra un hombre, será mejor que aprendas todo lo que puedas sobre él.

—¿Tú crees que eso nos sucederá?

Lowe frunció por un instante el entrecejo.

—Vi bastante de eso en Vietnam, pero nos pagan para ello, ¿no es así?

Toland se puso de pie y se desperezó. Tenía por delante un viaje de cuatro horas en automóvil.

—Coronel, este insecto ha tenido un verdadero placer en trabajar con usted.

—Y no ha sido tan malo para esta mula [14]. Oye, cuando tenga la familia instalada en Lejeune, ¿por qué no vienes a vernos alguna vez? Hay muy buena pesca por allá.

—Hecho. —Y se estrecharon las manos—. Mucha suerte con tu regimiento, Chuck.

—Suerte aquí, Bob.

Toland caminó hacia su coche. Ya había cargado antes el equipaje y condujo de prisa saliendo por Terminal Boulevard hasta Interstate 64. La peor parte del viaje a casa era el tránsito hacia el túnel Hampton Roads; después las cosas se tranquilizaban hasta reducirse a la habitual lucha por obtener ventaja en la autopista. Durante todo el viaje Toland siguió pensando en la película de Eisenstein. La escena que no podía apartar de su mente era la más horrible de todas: un caballero alemán, que ostentaba una cruz de cruzado, tirando dé un niño de Pskov para apartarlo del pecho de su madre y arrojarlo luego a una hoguera. ¿Quién podía ver eso sin enfurecerse? No era de extrañar que la agitadora canción Levántate, pueblo ruso hubiera sido verdaderamente popular y favorita durante años. Algunas escenas pedían a gritos una sangrienta venganza, el tema para el cual había hecho Prokofiev su vehemente llamada a las armas. Pronto se encontró tarareando la canción. «Eres un verdadero oficial de Inteligencia…», sonrió Toland, pensando igual que la gente que se supone debes estudiar…, defiende nuestra hermosa patria…, za nashu zyemlyu chestnuyu

—Disculpe, señor —dijo la muchacha cobradora del peaje.

Toland meneó la cabeza. ¿Había estado cantando en voz alta? Entregó los setenta y cinco centavos con una sonrisa avergonzada. ¿Qué pensaría aquella mujer? ¿Un oficial naval norteamericano cantando en ruso?

MOSCÚ, URSS

Era poco después de medianoche, cuando el camión cruzó hacia el Norte el puente Kemenny, hacia la plaza Borovitskaya y dobló a la derecha hasta llegar al Kremlin. El chófer se detuvo junto al primer grupo de guardias del Kremlin. Sus papeles estaban en orden, naturalmente, y le hicieron señas de que pasara. El camión continuó hacia el segundo punto de control, en el Kremlin Palace, donde también encontraron en orden su documentación. Desde allí, quedaban quinientos metros hasta la puerta de entrada del edificio del Consejo de Ministros.

—¿Qué traen a esta hora de la noche, camaradas? —preguntó el capitán del Ejército Rojo.

—Elementos de limpieza. Venga, le mostraré. —El conductor descendió y caminó lentamente hacia la parte posterior del camión—. Debe de ser bueno trabajar aquí de noche, cuando todo está tan tranquilo.

—Es cierto —respondió el capitán, cuyo turno iba a terminar al cabo de hora y media.

—Mire.

El conductor retiró la cubierta de lona. Había doce latas de disolvente industrial y un cajón de repuestos para máquinas.

—¿Suministros alemanes?

El capitán se mostró sorprendido. Hacía sólo dos semanas que había empezado a prestar guardia en el Kremlin.

—Da, los krauts fabrican maquinaria de limpieza muy eficiente y nosotros la usamos. Este es un fluido para limpieza de alfombras. Este es para las paredes de los cuartos de baño. El que ve aquí es para las ventanas. El cajón…, voy a abrirlo. —La tapa se levantó con facilidad porque los clavos ya estaban sueltos en parte—. Como puede ver, camarada, son repuestos para algunas de las máquinas —le dirigió una afectuosa sonrisa—. Hasta las máquinas alemanas se rompen.

—Abra una de las latas —ordenó el capitán.

—Sí, bueno; pero no le gustará el olor. ¿Cuál quiere que abra?

El conductor tomó una pequeña palanca.

—Esa.

Señalaba una lata de limpiador para cuarto de baño. El conductor rio.

—Es la que huele peor de todas. Apártese un poco, camarada, no queremos salpicar con esta porquería su flamante uniforme.

El capitán era tan nuevo en la tarea que no dio el paso atrás. «Bien», pensó el conductor. Metió la palanca debajo de la tapa de la lata y golpeó con la mano libre en el extremo. La tapa voló y el capitán recibió de lleno las salpicaduras del disolvente que escapó del envase.

—¡Mierda!

Realmente olía mal.

—Se lo advertí, camarada capitán.

—¿Qué es esta inmundicia?

—Se usa para limpiar el moho de las baldosas de los cuartos de baño. Saldrá bien del uniforme, camarada capitán. Pero envíelo pronto a la tintorería. Es una solución ácida, ¿sabe? Podría dañar el paño.

El capitán quería enfurecerse, pero había sido prevenido. «La próxima vez haré mejor las cosas», pensó.

—Muy bien, entre.

—Gracias, siento lo del uniforme. No olvide enviarlo a limpiar.

El capitán hizo una seña a un soldado y se alejó. El soldado quitó el cierre y abrió la puerta. El conductor y su ayudante entraron a buscar un carrito de mano de dos ruedas.

—Yo le avisé —dijo el conductor al soldado.

—Seguro que lo hizo, camarada.

El soldado parecía divertido. También él estaba deseando terminar su turno, y no era común poder ver a un oficial en posición perdedora.

El conductor observó a su ayudante mientras cargaba las latas en el carrito de mano y lo siguió luego hasta el montacargas. Después, ambos regresaron para llevar más.

Tomaron el ascensor hasta el tercer piso, cortaron la energía y llevaron su carga hasta un local de depósito situado directamente debajo de la amplia sala de conferencias del cuarto piso.

—Qué bueno fue eso…, con el capitán —dijo el ayudante—. Ahora vamos a trabajar.

—Sí, camarada coronel —se apresuró a contestar el conductor.

Las cuatro latas de líquido limpiador de alfombras tenían la parte superior falsa; el teniente las fue quitando y las colocó a un lado. Luego, sacó del interior las bolsas con las cargas explosivas. El coronel había memorizado los planos del edificio. Las columnas de la pared estaban en los ángulos exteriores del local. Pusieron una carga en cada una, fijada del lado de dentro. Luego acomodaron las latas vacías junto a las cargas para ocultarlas. Después, el teniente retiró dos de los paneles del falso cielo raso, dejando al descubierto las vigas de acero que sostenían las losas del cuarto piso. Allí aseguraron las cargas restantes, y volvieron a poner en su sitio los paneles del techo. Los explosivos ya tenían adheridos sus detonadores. El coronel sacó del bolsillo el dispositivo electrónico que les haría estallar; miró su reloj y esperó tres minutos antes de apretar el botón que habría de activar el mecanismo de tiempo. Las bombas iban a hacer explosión exactamente ocho horas después.

El coronel observó al teniente mientras ponía todo en orden y luego empujó el carrito hacia el ascensor. Al cabo de dos minutos ambos abandonaban el edificio. El capitán había vuelto.

—Camarada —dijo al conductor—, no debería dejar que este viejo haga todo el trabajo pesado. Tenga un poco de respeto.

—Usted es muy amable, camarada capitán. —El coronel sonrió con picardía y extrajo una botella de medio litro de vodka de su bolsillo—. ¿Bebe?

La actitud solícita del capitán concluyó abruptamente. Un trabajador bebiendo durante su servicio…, ¡en el Kremlin!

—¡Váyanse!

—Buenos días, camarada.

El conductor subió al camión y Partieron. Tuvieron que pasar a través de los mismos controles de seguridad, pero sus papeles seguían estando en orden.

Después de dejar atrás el Kremlin, el camión dobló hacia el Norte por Marksa Prospekt y siguió derecho hasta el final, llegando al edificio de la jefatura de la KGB, en el número dos de Dzerzhinsky Square.

CROFTON, MARYLAND

—¿Dónde están los chicos?

—Dormidos. —Martha Toland abrazó a su marido; tenía puesto algo transparente y atractivo—. Los tuve nadando todo el día, y ya no aguantaban más despiertos.

Una traviesa sonrisa. Toland recordó aquella primera sonrisa traviesa, en Sunset Beach, Oabu, cuando ella sostenía una tabla de Surf y llevaba puesto un diminuto traje de baño. Todavía amaba el agua. Y el bikini seguía quedándole bien.

—¿Por qué tengo la sensación de que aquí hay un plan?

—Probablemente porque eres un espectro sucio Y desconfiado. —Marty entró en la Cocina y salió con una botella de «Lancers Rosé» y dos Copas enfriadas—. Ahora, por qué no te das una buena ducha caliente y te relajas un poco. Cuando hayas terminado, podremos descansar.

Sonaba tremendamente bueno. Lo que siguió fue aún mejor.