SETENTA Y UNO

Martes, 8.57, Washington, D.C.

—¡Están subiendo al techo de la locomotora! —exclamó Honda; su proverbial calma había desaparecido y se había transformado en lo que a Rodgers le pareció miedo u honor—. Esa cosa va como un torpedo... parece descontrolada.

—¿No pueden bajar? —preguntó Rodgers.

—Negativo, señor. El tren acaba de entrar en el puente ahora, y no hay ninguna salida salvo lanzarse a un vacío de unos sesenta metros. Veo a Grey... ¡mierda! Lo siento, señor. Newmeyer acaba de dejarlo en el techo de la cabina. El sargento se mueve, pero parece estar herido.

—¿Cómo de herido? —inquirió Rodgers con urgencia.

—No podría decirlo, señor. Estamos demasiado bajos y él está tumbado. Ahora veo... No sé quién es. Parece un soldado ruso, está ciertamente herido. Tiene una pierna muy ensangrentada.

—¿Qué hace el ruso? —interrogó Rodgers.

—No mucho. El teniente coronel Squires lo lleva hasta Newmeyer, sujetándolo por el cabello. Newmeyer intenta pasar las manos por debajo del ruso. Parece como si estuvieran luchando. No cuelgue, señor.

En el helicóptero estaban hablando y el soldado Honda se quedó callado unos segundos. Rodgers no oía la conversación. Luego, cerca de la radio, Rodgers escuchó decir a Sondra:

—Entonces arrojaremos las ropas o las armas. Tiraremos lastre.

Era obvio que Squires planeaba subir al ruso a bordo y el piloto estaba justificadamente preocupado. Rodgers empezó a sudar la camiseta a lo largo de la columna vertebral.

Honda regresó.

—El piloto está preocupado por los noventa kilos de más y cuánto tiempo vamos a llevarlo a bordo. Si no intenta recogerlos, va a tener que enfrentarse a una rebelión.

—Soldado —dijo Rodgers—, ésta es la misión del piloto y él también tiene una tripulación de la que preocuparse. ¿Lo comprende?

—Sí, señor.

Eran las palabras más duras que Rodgers había tenido que pronunciar en su vida y Hood le dio al general un apretón en el brazo para infundirle confianza.

—El ruso tiene el torso fuera del tren —prosiguió Honda—, parece un peso muerto.

—¿Pero no está muerto?

—No, señor. Mueve las manos y la cabeza.

La línea volvió a quedarse en silencio. Rodgers y Hood se miraron, las fallidas vacaciones y el reparto de responsabilidades quedaron olvidados en el sufrimiento conjunto de aquella espera.

—Ahora puedo ver al teniente coronel —anunció Honda—. Está saliendo por la ventana y en la mano sostiene la pechera del abrigo del ruso. Está haciendo señas... Señala hacia la cabina y se pasa el dedo por el cuello.

—Los controles están averiados —manifestó Rodgers—. ¿Es eso?

—Creemos que eso es lo que está diciendo. No cuelgue, señor. Vamos a intentar izarlos del tren y luego creo... sí, señor.

—¿Qué, soldado?

Con creciente nerviosismo Ishi Honda informó:

—Señor, el piloto nos dice que bajemos la escalera. Tenemos ochenta segundos para izar a nuestros muchachos.

Por fin Rodgers pudo respirar, y, al respirar cada bocanada de aire, miraba los números del ordenador que parpadeaban inexorablemente.