DIECISIETE

Lunes, 3.35, Washington, D.C.

El teniente coronel W. Charles Squires aguardaba en la oscura pista de aterrizaje de Quantico. Estaba vestido de civil con una cazadora de cuero, y su ordenador descansaba en la pista asfaltada entre sus piernas mientras los otros seis miembros del equipo de Striker subían a los dos helicópteros Bell JetRangers que los conducirían a la base de las Fuerzas Aéreas de Andrews. Allí harían transbordo al avión StarLifter C141B particular de Striker para tomar el vuelo de las once a Helsinki.

La noche era fresca y estimulante, pero, como siempre, era el trabajo en sí lo que más animaba a Striker. En Jamaica, durante su infancia, nunca había experimentado nada más emocionante que correr por el campo de fútbol antes de un partido, en especial cuando las apuestas estaban contra su equipo; así era cómo se sentía cada vez que entraba en acción. Debido a la pasión de Striker por el fútbol, Hood le había permitido llamar al equipo con el nombre de la posición en la que él jugaba: striker, es decir, «delantero».

Squires estaba durmiendo en su pequeño habitáculo de la base cuando Rodgers le llamó para darle las órdenes del viaje a Finlandia. Rodgers se excusó por haber podido conseguir la aprobación del Congreso sólo para un equipo de siete integrantes, en lugar de los doce habituales. El Congreso tenía que meter la zarpa en todo lo que autorizaba y esta vez lo que sufrió el zarpazo fue la orden del día. Si lo había entendido bien, la idea era que siempre podrían explicar a los rusos que no habían enviado un grupo completo. En el mundo de la política internacional, nimiedades como ésta presumiblemente significaban algo. Por suerte, después de la última misión, Squires había adaptado el manual de los Striker para trabajar con cualquier número de miembros del equipo.

Squires no se despidió de su esposa con un beso: las despedidas eran más fáciles si ella estaba dormida. En lugar de eso, cogió el teléfono de seguridad del baño y habló con Rodgers mientras se vestía. El plan era hacerse pasar por turistas al llegar. Una vez el equipo estuviera en el aire, Rodgers se pondría en contacto con Squíres para comunicarle alteraciones o mejoras del plan. Si éste no cambiaba, tres agentes irían a San Petersburgo y cuatro esperarían en Helsinki como miembros de apoyo.

Los integrantes de Striker que se quedaban en tierra se sentirían defraudados y no sólo ellos. Striker no entraba en acción a menudo, pero Squires los mantenía en forma y a punto con ejercicios, deportes y simulaciones; los cuatro que se quedarían en Helsinki se sentirían especialmente frustrados por estar tan cerca y no participar en la acción, pero como cualquier buen militar experimentado, Rodgers insistía en tener gente preparada para colaborar en una retirada en caso de necesidad.

Cuando el equipo subió a bordo de los JetRangers, Squires se introdujo en el segundo helicóptero. Incluso antes de que estuviera en el aire, se colocó el ordenador portátil en el regazo, metió el disquete que el piloto le había dado, y empezó a comprobar el equipo que ya estaba embarcado en el StarLifter; desde las armas hasta el vestuario y los uniformes de las que se consideraban naciones polvorín, países extranjeros en los que en breve se necesitarían agentes secretos sobre el terreno: China, Rusia y varias naciones de Oriente Medio y Latinoamérica. También incluía prendas de submarinismo y térmicas para todo el equipo, aunque el inventario aún no contenía las cámaras de fotografía y vídeo, las guías, los diccionarios y los billetes de avión de líneas comerciales que necesitarían si se suponía que iban a hacerse pasar por turistas. Pero Mike Rodgers se enorgullecía de su cuidado por el detalle y Squires sabía que todos esos artículos estarían esperándole en Andrews.

Miró alrededor de la cabina, a los Strikers que iban con él. Observó desde el rubio y radiante David George, que había sido excluido de la última misión en la que Mike Rodgers ocupó su lugar, hasta la recién reclutada Sondra DeVonne, que había empezado el entrenamiento SEAL y se había incorporado recientemente a Striker para sustituir al hombre que perdieron en Corea del Norte.

Como siempre rebosó de orgullo al mirar sus rostros, sentimiento acompañado del agudo sentido de responsabilidad que nace de saber que tal vez no regresaran todos. Aunque trabajaba duro, era algo más fatalista que Rodgers, cuyo lema era: «Mi destino no está en las manos de Dios mientras yo tenga un arma en las mías.»

Squires bajó la mirada al ordenador y sonrió al ver la foto de su esposa y su hijo pequeño, Billy, plácidamente dormido. Y sintió otra vez esa sensación de legítima satisfacción mientras pensaba en ellos, que dormían sanos y salvos en sus camas, porque, durante más de doscientos años, hombres y mujeres que habían luchado contra los mismos pensamientos que él, experimentaban los mismos temores mientras galopaban o navegaban, conducían o volaban, para proteger la democracia en la que todos creían apasionadamente...