DIECISÉIS
Domingo, 18.00, Los Ángeles
Paul Hood se sentaba en una tumbona junto a la piscina del hotel, con el mensáfono y un teléfono móvil a su lado, y el panamá calado para que nadie pudiera reconocerlo. No se sentía como para darle al pico con antiguos votantes. Salvo por la conspicua ausencia de bronceado, probablemente parecía un moderno, absorto e independiente productor cinematográfico.
Lo cierto era que, incluso con Sharon y los niños revoloteando a pocos metros de distancia, en el otro extremo de la piscina se sentía melancólica y extrañamente solo. Tenía su walkman en la mano; escuchaba el canal de noticias mientras esperaba que el presidente se dirigiera a la nación. Hacía mucho tiempo que no seguía una noticia importante como ciudadano, en lugar de hacerlo como funcionario público, y eso no le agradaba. No le gustaba la sensación de indefensión, de no ser capaz de compartir su consternación con la prensa o con otros funcionarios. Quería contribuir a la curación o a la sensación de rabia o incluso de venganza.
Era sólo un hombre en una silla de plástico esperando las noticias como cualquier otro.
No, como cualquier otro no, y lo sabía. Esperaba que le llamase Mike Rodgers. Aunque era consciente de que la línea no era segura, Rodgers encontraría el modo de contarle algo. Suponiendo que hubiera algo que contar.
En la espera volvió a pensar en la bomba. El blanco no era el túnel. Pudo haber sido el vestíbulo de ese hotel, con sus turistas y empresarios asiáticos, y productores de cine de Italia, España, Sudamérica e incluso Rusia. Asustarlos y perjudicar la economía local, desde los servicios de limusina hasta los restaurantes... Cuando era alcalde de Los Angeles, Hood había participado en numerosos seminarios sobre terrorismo. Todos tenían sus propios métodos y motivos para hacer lo que hacían, y tampoco tenían nada en común. Atacaban en los lugares frecuentados por la gente, ya fuera un centro de mando militar, un medio de transporte o un edificio de oficinas. Así es como sientan a los gobiernos a las mesas de negociación, a pesar de que ante la opinión pública aparenten lo contrario.
También pensó en Bob Herbert, quien había perdido las piernas y a su mujer en un atentado terrorista. No podía imaginar cuánto le estaba afectando.
Un joven camarero rubio, casi albino, se detuvo ante la silla de Hood y le preguntó si quería beber algo. Pidió un club soda. Cuando el camarero regresó, miró a Hood durante un momento.
—¿Es usted, verdad?
Hood desconectó el walkman.
—¿Perdón?
—Es usted el alcalde Hood.
—Sí —dijo sonriendo y asintió.
—Qué bueno. Ayer tuve aquí a la hija de Boris Karloff —contó el joven mientras colocaba el vaso en una tambaleante mesa de metal—. Es increíble lo de Nueva York, ¿verdad? Es la clase de cosas en las que no quieres pensar y, sin embargo, no puedes alejar tu mente de ellas.
—Es cierto.
El camarero se acercó más para servirle la burbujeante soda.
—Le gustará este lugar. 0 tal vez no. He oído al director Mosura decirle al detective de la casa que nuestra compañía de seguros quería que ofreciéramos ejercicios de evacuación diarios, como hacen en los cruceros de lujo. Así la gente no puede demandar a la cadena si nos vuelan por los aires.
—Protege tus huéspedes y tus pertenencias.
—Exactamundo —sentenció el camarero.
Hood firmó la factura y estaba dando las gracias al camarero cuando sonó el teléfono. Respondió en seguida.
—¿Cómo estás, Mike? —preguntó. Cogió el teléfono y empezó a caminar hacia un rincón sombrío donde no había nadie.
—Lo mismo que todos —dijo Rodgers—. Enfermo y loco.
—¿Qué puedes contarme?
—Voy hacia el despacho después de reunirme con el jefe. Han sucedido muchas cosas. En primer lugar, ha llamado el autor del atentado. Se rindió, lo tenemos.
—¿Así de fácil? —inquirió Hood.
—Había varios cabos atados. Tenemos que permanecer al margen de ciertos negocios que dice que va a realizar al otro lado del océano. La vieja zona roja. Si no hacemos lo que quiere, tendremos más de lo mismo.
—¿Es un gran negocio?
—No estamos seguros. Negocios militares, parece ser.
—¿Del nuevo presidente?
—Creemos que no. Parece ser una reacción contra él y no necesariamente obra suya.
—Ya veo.
—En realidad, creemos que el visto bueno de todo esto viene de un estudio de televisión que hemos sintonizado. Tiene un rastro de papel muy sólido. El jefe nos ha autorizado a echar un vistazo, colgando todo el papelamen. He puesto a Lowell en ello.
Hood dejó de andar y se detuvo bajo una palmera. El presidente había autorizado una incursión de Striker en San Petersburgo, y el abogado de Op-Center, Lowell Coffey II, estaba tratando de obtener la aprobación del Comité de Supervisión de Inteligencia del Congreso. Ésa sí que era una labor ardua.
Hood miró el reloj:
—Mike, voy a intentar coger un Redeye para regresar.
—No lo hagas —dijo Rodgers—. Tenemos tiempo. Cuando los acontecimientos se precipiten, puedo enviarte un helicóptero hasta Sacramento y tú puedes contratar un viaje desde March.
Hood miró a los niños. Se suponía que por la mañana iban a realizar el recorrido por el Magna Studio. Y Rodgers tenía razón. Sería un trayecto de media hora hasta la base de las Fuerzas Aéreas, luego menos de unas cinco horas de viaje de regreso a Washington, pero había jurado hacer una labor y era una labor —mejor dicho una carga, una responsabilidad— que no quería dejar sobre los hombros de nadie.
El corazón le latía de prisa. Hood sabía lo que tenía que hacer. Ya le estaba llegando la sangre a las piernas para bajar al llano.
—Déjame hablar con Sharon —le solicitó a Rodgers.
—Sharon te va a matar. Respira hondo y haz un poco de jogging por el aparcamiento. Nosotros podemos manejarlo.
—Gracias, pero te haré saber lo que voy a hacer. Te agradezco la información. Hablaré contigo más tarde.
—Sí —replicó Rodgers tristemente.
Hood colgó el teléfono, lo cerró y lo golpeó suavemente contra su mano abierta.
Sharon lo mataría y los niños se sentirían decepcionados. Alexander deseaba profundamente subirse a la atracción Teknófaga de realidad virtual con él.
«¡Dios mío!, ¿por qué no puede algo ser sencillo?», se preguntó mientras caminaba hacia la piscina.
—Porque entonces no habría dinámica interpersonal —contestó entre dientes—, y la vida sería aburrida.
Aunque tenía que admitir que ahora mismo le iría bien un poco de aburrimiento. Había regresado a Los Angeles con la esperanza de encontrar justo eso.
—Papá, ¿vienes? —le gritó su hija Harleigh al acercarse. No, cara de papilla —dijo Alexander—. ¿No ves que tiene su teléfono?
—No llego a ver tan lejos sin gafas, merluzo —respondió ella.
Sharon había dejado de mojar a su hijo con una pistola de agua y se quedó quieta, flotando en la piscina. Por su expresión, podía decir que sabía lo que se avecinaba.
—Venid aquí —anunció Sharon mientras su marido se acuclillaba a un lado de la piscina—. Creo que papá tiene algo que decirnos.
Hood sentenció sencillamente:
—Tengo que regresar. Lo que ha ocurrido hoy... tenemos que reaccionar.
—Necesitan que papá dé algunas patadas en el culo —intervino Alexander.
Chist —dijo Hood—. Recuerda, en boca cerrada...
—Hundir barcos —replicó el niño de diez años—. «Dixcúlpame» —anunció antes de sumergirse.
Su hermana de doce años quiso retenerlo, pero Alexander se alejó a toda prisa.
Sharon se limitó a mirar a su marido.
—Esta reacción —preguntó tranquilamente—, ¿no se puede llevar a cabo sin ti?
—Sí.
—Entonces, olvídalo.
—No puedo —repuso Hood. Bajó los ojos, luego los desvió hacia un lado, a cualquier lugar salvo hacia los de ella—. Compradme una camiseta en Teknófago.
—¡Te la compraremos! —exclamó Alexander.
Se dio la vuelta para irse.
—¿Paul? —lo llamó Sharon.
Se detuvo y miró hacia atrás.
—Sé que esto es difícil y no te lo voy a poner más fácil, pero nosotros también te necesitamos, sobre todo Alexander. Mañana va a estar todo el día diciendo: «¡Oh, a papá le habría encantado esto!» y «A papá le habría entusiasmado». Algún día, muy pronto, tendrás que empezar a reaccionar de verdad ante el hecho de no estar con nosotros lo suficiente.
—¿No crees que a mí también me duele?
—No lo bastante —insistió Sharon—. No lo bastante como para alejarte de tus trenes eléctricos de Washington. Piensa en ello, Paul.
Lo haría, se prometió a sí mismo. Entretanto, tenía que tomar un avión.