ONCE

Domingo, 21.05, Washington, D.C.

A Mike Rodgers le encantaba Jartum, la película de aventuras coloniales en Sudán, protagonizada por Charlton Heston y Laurence Olivier.

No era tan dulce y cariñosa como Elizabeth o Linda o Kate o Ruthie, pero luego no tenía que salir en mitad de la noche para llevarla a casa. La película estaba allí, en su librería de discos láser, junto con sus favoritas —El Cid, Lawrence de Arabia, El hombre que pudo reinar y prácticamente todo lo que John Wayne había hecho—. Además no tenía que ser sociable; la película no le exigía que hiciera nada, salvo pulsar play, sentarse y disfrutar.

Durante todo el día había estado ansioso por ver Jartum, por eso habría debido sospechar que algo se interpondría entre él y la película.

Inauguró el domingo corriendo sus ocho kilómetros diarios. Luego había preparado café —negro y sin azúcar—, se había sentado en la mesa del comedor con el portátil y repasado la agenda de Paul Hood —ahora suya— para la próxima semana. Le aguardaban reuniones con los jefes de otros grupos de inteligencia de Estados Unidos en las que se debatiría un modo más eficaz de compartir información, la lectura del borrador del presupuesto y un almuerzo con el jefe de la Gendarmerie Nationale francesa, Benjamin. Sólo de pensarlo se le secaba la boca. Pero también le aguardaban auténticos desafíos. Se había sentado con Bob Herbert y Matt Stoll, sus genios de los ordenadores, para poner en marcha programas de cobertura para el nuevo satélite IE, interruptor electrónico. Estaban probando el satélite IE sobre Japón y podía interrumpir impulsos electrónicos de objetos tan pequeños como un ordenador de sobremesa. También podía recibir datos del personal que se hallaba en Oriente Medio, Sudamérica y otros lugares. Y luego estaban los informes de los agentes estadounidenses infiltrados en el ejército ruso. Estaba impaciente por conocer las noticias acerca de la investigación de la Petroleum, Oil and Lubricants Distribution, y sentía curiosidad por ver cómo el nuevo presidente de Rusia planeaba compensar los recortes de personal en las tropas y en los agentes secretos de la retaguardia.

Y, sobre todo, anhelaba las primeras sentadas conceptuales con los ingenieros de Op-Center para el Op-Center regional que había propuesto. Después de Corea, se le había ocurrido que podían establecer más instalaciones móviles que pudieran proyectarlos a cualquier parte del mundo. Si conseguían uno o más Op-Centers regionales, se convertirían en una unidad de inteligencia aún más eficiente.

Después del almuerzo, Rodgers había ido al campo de tiro de Andrews. Había días en los que podía bailar alrededor del blanco con un engrasador a presión M3 del calibre 45 y fallar todas las veces. Había otros en que podía limpiarse los dientes con un Colt Woodsman del calibre 22. Hoy había sido uno de esos días buenos. Después de dos horas de tiro que dejó al personal de las Fuerzas Aéreas atónitos, Rodgers visitó a su madre en la residencia de ancianos Van Gelder. Seguía tan lúcida como de costumbre después de que dos años atrás sufriera un ataque. Pero él le leía, como siempre había hecho, sus poemas favoritos de Walt Whitman, luego se sentaba y le cogía la mano. Más tarde quedó con un viejo compañero de Vietnam para comer. Andrew Porter era propietario de una cadena de clubs de humoristas que se extendía de un lado a otro de la costa Este y hacía reír a Rodgers como nadie.

Mientras tomaban café y se preparaban para pagar, sonó el mensáfono de Rodgers. Era la asistente del director nacional de Seguridad, Tobey Grumet. Usó el teléfono celular para llamarla.

Tobey le informó acerca de la bomba que había estallado en Nueva York y le invitó a una reunión de emergencia en el Despacho Oval convocada por el presidente. Rodgers se disculpó ante Porter y salió de inmediato.

En la autopista, Rodgers pensó en el general Charles Chino Gordon, encarnado en la película Jartum por Charlton Heston. Los esfuerzos de Gordon por proteger la indefendible Jartum de las hordas fanáticas de el Mandi —el Esperado— se contaban entre las más audaces e insensatas aventuras militares de la historia. Gordon pagó su heroísmo con la vida, después de que una lanza le atravesara el pecho, y su cabeza fue expuesta en una estaca. Pero Rodgers sabía que así era como Gordon había querido morir. El inglés había dado su vida por la oportunidad de decir a un tirano: «No, no tendrá esta plaza sin luchar.»

Rodgers sentía lo mismo. Nadie iba a hacer nada parecido a su país, no sin combatir.

Oía las noticias en la radio y hablaba por teléfono al tiempo que conducía hacia la Casa Blanca. Se alegraba de tener algo que hacer: eso le evitaba pensar en el horror. La bomba había causado más de doscientas muertes. El río East estaba cerrado al tráfico y la carretera Franklin Delano Roosevelt del sector este de Manhattan estaría cerrada durante días entretanto examinaban los daños estructurales. Habían revisado otros puntos de tránsito en busca de explosivos —puentes, carreteras, aeropuertos, autopistas, autovías—, lo que significaba que el centro de la economía mundial estaría prácticamente cerrado el lunes por la mañana.

El coordinador de Op-Center con el FBI, Darrell McCaskey, telefoneó a Rodgers y le informó que el FBI se había encargado de la investigación y que el director Egenes estaría en la reunión. McCaskey le comunicó a Rodgers que la lista habitual de extremistas había llamado para responsabilizarse del atentado. Pero nadie creía que el verdadero autor se hubiera presentado y McCaskey aún no se había formado una opinión sobre quién podía ser el terrorista.

Rodgers también recibió una llamada de la asistente del subdirector, Karen Wong, que dirigía Op-Center las noches del fin de semana.

—General —le había dicho—, tengo entendido que le han convocado a una reunión.

—Sí, es cierto.

—Entonces, hay cierta información que debería llevar con usted. En cuanto Lynne Dominick, de criptología, se enteró de la explosión, le echó otra mirada a ese pedido de roscas transoceánico. La hora y la situación del receptor parecen coincidir.

—¿Qué ha descubierto?

—Saber el resultado le ha permitido trabajar inductivamente —explicó Wong—, aunque mucho más rápido, parece que concuerda. Suponiendo que la última rosca representa el túnel, ha creado un mapa. El resto del pedido parecen ser puntos de Manhattan, por ejemplo, lugares donde entregar componentes de la bomba.

«Entonces haremos frente a los rusos», pensó con inquietud. Y si estaban detrás de esto, no se consideraría terrorismo, se consideraría un acto de guerra.

—Dile a Lynne que ha hecho un gran trabajo —puntualizó Rodgers—. Graba sus averiguaciones y envíalas por fax de seguridad al Despacho Oval.

—Muy bien. Hay algo más, algo que ha sucedido en San Petersburgo. Acabamos de enteramos de que el comandante Harry Hubbard, del DI6 de Londres, ha perdido a dos hombres allí. El primero fue ayer por la tarde, un veterano llamado Keith FieldsHutton. Se encontraba fuera del museo del Ermitage, junto al Neva, y sufrió, según el informe de los rusos, un ataque al corazón.

—Un eufemismo para decir «lo hemos matado nosotros» —comentó Rodgers—. ¿Estaba inspeccionando el estudio?

—Sí —confirmó Wong—. Pero no llegó a enviar ni un solo informe. En cuanto lo descubrieron, lo liquidaron.

—Gracias. ¿Está Paul al corriente?

—Sí. Llamó al oír lo de la explosión. Quiere hablar con usted después de la reunión.

—Yo le llamaré —manifestó Rodgers al llegar hasta el centinela de la puerta que conducía al serpenteante camino de la Casa Blanca.