CINCUENTA
Martes, 19.32, Jabárovsk
Nikita tenía una curiosa sensación con respecto a los aviones. Habiéndose criado en el cosmódromo, siempre oía cuándo se acercaban los helicópteros antes que nadie. Reconocía los reactores por el ruido de sus motores. Su madre decía que todos aquellos años que su padre había pasado en cabinas de avión habían afectado a sus genes, «los había llenado con el combustible de la aviación», decía ella. Nikita no opinaba lo mismo. Simplemente le encantaba volar, pero no quería ser aviador; tener que someterse a comparaciones con el héroe nacional Serguéi Orlov le habría resultado insoportable. Así que conservaba en secreto su fascinación por los aviones, como un sueño cuya magia no podía ser comunicada a nadie.
El tren aminoró la marcha al llegar a un tramo de la vía sobre el que se apilaba una gruesa capa de nieve. Aunque el viento rugía alrededor de la cortina de lona que cubría la ventana abierta, Nikita oyó el peculiar zumbido de los motores MiG. Eran dos, acercándose desde el este a un transporte que volaba por encima. No era el primer aparato que oía, pero había algo diferente.
Sacó la cabeza por la ventana con la oreja izquierda hacia arriba. La nieve que caía le impedía ver nada, pero el sonido se abría paso nítidamente a través de ella. Escuchó detalladamente. Los MiG no acompañaban al 76T. lo estaban persiguiendo. Entonces oyó al 76T y luego a los reactores virar en dirección contraria, de nuevo hacia el este.
Algo no marchaba bien. Debía de tratarse del 76T contra el que su padre le había prevenido.
Nikita volvió a entrar la cabeza, sin fijarse en la nieve que le cubría el cabello y las mejillas.
—Póngame con el coronel Rossky por radio —gritó al cabo Fodor, que se sentaba en el banco calentándose las manos encima del fanal.
—En seguida —respondió el cabo mientras se dirigía corriendo hacia la consola.
Mientras Fodor se acuclillaba junto a la consola, esperando que lo conectaran con la base en Sajalín, los ojos de Nikita miraron a los civiles que habían recogido mientras daba vueltas en su cabeza a otras posibles explicaciones de lo que había oído. Un problema mecánico podía haber sido la causa de que el transporte se diera media vuelta, pero entonces no había necesidad de una escolta. ¿Estaba alguien buscando el tren, intentando localizar su situación, intentando ayudarles? ¿O podía tratarse de alguien más?
—No está —comunicó Fodor.
—Pida por el general Orlov —instó Nikita con impaciencia.
Fodor preguntó por él y luego le tendió el teléfono a Nikita.
—Aquí está, señor.
Nikita se cuadró.
—¿General?
—¿Qué ocurre, Nikki?
—Hay un transporte aquí encima. Se dirigía hacia el oeste hasta que llegaron un par de reactores y luego se dio media vuelta.
—Es el 76T.
—¿Cuáles son mis órdenes? —preguntó Nikita.
—He pedido permiso al presidente para enviar tropas que se reunirían contigo en Bira, pero aún no he recibido aprobación a mi solicitud. Hasta entonces, haz lo que sea necesario para proteger el cargamento.
—¿Como material de guerra o como prueba, señor?
—Eso no es tu problema —le espetó Orlov—. Tus órdenes son custodiarlo.
—Eso haré, señor.
Le tendió el auricular a Fodor y el joven oficial corrió hacia el fondo del vagón, abriéndose paso entre los pasajeros. Los cinco hombres y las dos mujeres estaban sentados sobre colchones, jugando a cartas, leyendo o haciendo punto a la luz del fanal. Nikita abrió la puerta y cruzó el resbaladizo enganche. Al abrir la otra puerta le cayó en el hombro un montón de nieve dura.
Dentro del vagón, el bovino sargento Versky hablaba con uno de sus hombres mientras miraba por la ventana que daba al norte. Otro hombre estaba apostado en la ventana sur. Todos se pusieron firmes cuando entró el teniente Orlov.
—Sargento —dijo Nikita saludando—. Quiero vigías encima del tren, dos hombres en cada coche rotando en turnos de media hora.
—Sí, señor —replicó Versky.
—Si no les da tiempo a pedir instrucciones —prosiguió Nikita—, que sus hombres disparen contra cualquiera que se acerque al tren.
Nikita miró a los civiles, cuatro hombres y tres mujeres que habían subido a aquel vagón en la última estación. Uno de los hombres se hallaba sentado contra una caja, durmiendo.
—Y no deje el vagón desatendido en ningún momento, sargento. No quiero comprometer el cargamento.
—Claro que no, señor.
Nikita se fue preguntándose adónde habría ido Rossky... y si, a falta de órdenes del coronel, podía permitir que las cajas fueran entregadas a su padre.