CINCUENTA Y DOS
Martes, 14.52, San Petersburgo
Peggy se detuvo ante un teléfono que funcionaba con monedas justo encima del canal Griboiedora. Después de mirar a su alrededor, metió dos kopeks en la ranura. Respondió a la expresión de perplejidad de George diciendo:
—Volko, el teléfono móvil.
«Vale pensó George—. El espía.» Con todo lo que sucedía, George se había olvidado de él. Una de las cosas en las que los agentes de Striker habían sido adiestrados era en dirigir sobre su entorno una mirada aparentemente indiferente y recordar detalles que muchas personas habrían pasado por alto. La gente corriente miraba el cielo o el mar o la línea del cielo... eran grandes visiones impresionistas. Pero ahí no era donde solía estar la «información». Estaba en una cañada bajo el cielo o en una cueva junto al mar o en una calle que daba a un edificio. Esos eran los lugares que los Strikers miraban. Y a la gente, siempre a la gente. Un árbol o un buzón no constituían ninguna amenaza para una misión, pero alguien oculto tras ellos, sí.
Y como al llegar no había mirado los árboles en el parque ni la bulliciosa vía pública, el soldado George notó que el hombre que estaba haciendo la siesta en el banco ya no dormía. Caminaba lentamente a menos de doscientos metros detrás de ellos y su San Bernardo estaba bostezando. Había tenido que correr, no pasear, para llegar hasta allí.
Peggy dijo en ruso:
—El Ermitage, La Madonna Conestabile de Rafael, al lado izquierdo, cada hora y media hora durante un minuto.
Después de que cierren, vamos a Krasnyy Prospekt, parque de arriba, reclinado sobre un árbol, brazo izquierdo.
La agente británica le había dicho dónde encontrarla y cómo contactar para que ella lo reconociera.
Colgó y empezó a caminar de nuevo.
—Nos están siguiendo —comentó George en inglés.
—El hombre de la barba. Lo conozco, puede facilitarnos las cosas.
—¿Facilitarnos las cosas?
—Sí. Los rusos saben que estamos aquí, y la instalación de espionaje que Keith estaba buscando puede estar implicada. De cualquier modo, si ese hombre tiene un micro, podemos encontrarlo. ¿Tienes fuego?
—¿Perdón?
—¿Una cerilla? —solicitó Peggy—. ¿Un encendedor?
—No fumo.
—Yo tampoco —dijo Peggy con impaciencia—, pero pálpate los bolsillos como si estuvieras buscando uno.
—Oh, lo siento —se lamentó George mientras se palpaba los bolsillos de la camisa y los pantalones.
—Bien. Ahora espera aquí.
Casi todos los soldados en Rusia fuman, y aunque a George no le gustaba, él, como Peggy, dominaban el arte de inhalar el potente tabaco turco que hacía las delicias de los soldados rusos y chinos, por si acaso Striker acababa alguna vez en Asia. Pero George no tenía ni idea de lo que se proponía la joven británica. Vio cómo sacaba un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa y caminaba hacia el hombre de la barba.
Mientras George miraba el suelo, fingiendo convincentemente aburrimiento, el ruso simulaba esperar a que el perro orinara en un árbol, algo por lo que el perro no sentía ningún deseo aparente. Con el cigarrillo en la boca, Peggy estaba a unos nueve metros del hombre cuando éste empezó a caminar en dirección contraria.
—¡Señor! —exclamó en perfecto ruso mientras corría tras él—. ¿Tiene una cerilla?
Sacudió la cabeza y apretó el paso.
Peggy lo siguió y, en un rápido movimiento, cogió la correa por la base del bucle que colgaba alrededor de mano izquierda. La retorció fuerte y en el mismo momiento se colocó delante de él. El hombre profirió un gemido cuando la correa le cortó la circulación de los dedos.
George vio que Peggy fijaba los ojos en su barba. Asintió cuando vio el cable. Miró al ruso y se llevó un dedo a los labios, indicándole que guardara silencio.
El ruso asintió.
—Gracias por la cerilla —dijo mientras guiaba al espía hacia George—. Qué perro tan bonito tiene.
George sabía que estaba hablando para evitar que los rusos se comunicaran con su agente. Estando con alguien, no podían pretender que el ruso respondiera a sus preguntas. También se dio cuenta de que no podía arrancarle el micrófono, pues ellos sabrían que algo andaba mal.
De no ser por las leves muecas del hombre, a cualquier observador le habría parecido que Peggy y el ruso eran amigos que se cogían de la mano mientras paseaban al perro. Cuando llegaron al lado de George, Peggy dio unos golpecitos en el bolsillo izquierdo de los pantalones del ruso con el dorso de la mano. La metió en el bolsillo y le sacó las llaves del coche moviendo la mano libre adelante y atrás.
Aún con una mueca, el ruso señaló hacia una fila de coches estacionados en el lado opuesto del parque.
Miró a George, que asintió en señal de comprensión.
—Siempre me sorprende lo pasivos que son la mayoría de los perros grandes —comentó Peggy mientras caminaban y el perro remoloneaba detrás de ellos—. Son los pequeños los que dan más guerra.
Los tres entraron en el parque y se dirigieron hacia una fila de coches aparcados al otro lado de un parterre de hierba en forma de riñón. Cuando lo hubieron cruzado, el ruso los guió hasta un sedán negro de dos puertas.
Tras colocarse en el lado del pasajero, Peggy miró al ruso y dio unos golpecitos en el coche con un nudillo.
—¿Muerde?
El ruso sacudió la cabeza.
Retorció la correa y el dolor hizo poner al ruso de puntillas.
—¡Sí! —exclamó él. ¡Tenga cuidado!
Le dio las llaves al ruso y le indicó que abriera él la puerta. El ruso la abrió y luego señaló hacia la guantera. Peggy se arrodilló junto al coche para que él pudiera sentarse y abrir la manecilla con la mano derecha. Un giro a la izquierda, otro a la derecha, luego una vuelta completa en el sentido de las agujas del reloj y abrió el comparti miento. Dentro había una caja de gas y un interruptor George sabía, gracias a un informe sobre la toma de rehenes in situ —personas de alto status y no gente corriente de la calle—, que los ricos, las personalidades militares y los funcionarios del gobierno suelen tener «cajas de sorpresas en el coche, que se disparan automáticamente en un intento de secuestro. En el caso de los rusos, solía tratarse de un gas venenoso que desaparecía después de corto tiempo. El secuestrado, claro está, sabía cuándo aguantar la respiración.
Después de que el ruso desactivara el aparato, Peggy lo llevó de la mano, cogió las llaves y se las dio a George. Peggy hizo un gesto con la cabeza indicando el lado del conductor. George rodeó el coche, subió y lo puso en mar cha, mientras Peggy se instalaba en el asiento de atrás con el ruso. Con la mano libre, soltó al perro del collar y cerró la puerta. El San Bernardo empezó a saltar en la ventanilla y a ladrar. Peggy lo ignoró, y quitó el volumen del microfono del walkman.
—Comprueba si hay micrófonos —dijo Peggy a George, acomodándose junto al ruso.
George sacó el detector de micrófonos de su mochila. Lo pasó por todo el coche y por el ruso. No dio ninguna señal.
—Estamos limpios —le comunicó George.
—Bien.
George oía un murmullo de voces a través de los auriculares del ruso.
—Pero creo que le están hablando. Probablemente le preguntan por qué ha apagado el micro.
—No me sorprende —respondió Peggy—, pero tendrán que esperar. —Miró a George por el retrovisor—. ¿Cuáles son tus órdenes en estas circunstancias?
—El manual dice que si nos descubren, nos dispersemos y salgamos.
—La seguridad lo primero. Nuestro manual también lo dice.
—Es más que seguridad. Sabemos cosas que a los rusos les encantaría...
—Lo sé, pero ¿realmente qué quieres hacer? —le interrumpió Peggy.
—Descubrir lo que sucede en el Ermitage.
—Yo también. Así que veamos si nuestro amigo y su barba pueden ayudarnos. —Peggy sacó una navaja de detrás de la solapa y se la puso al ruso debajo de la oreja izquierda. Soltó la correa y le preguntó en su idioma—: ¿Cómo te llamas?
El ruso dudó y Peggy apretó la afilada punta de la hoja contra su arteria temporal.
—Cuanto más tardes, más apretaré.
El ruso respondió:
—Ronash.
—Muy bien, Ronash. Vamos a asegurarnos de que no les dices a tus amigos ningún código, así que di exactamente lo que yo te diga. ¿Comprendido?
—Da.
—¿Quién está al mando de esta operación?
—No lo sé.
—Oh, vamos.
—Un oficial de la spetsuaz; no lo conozco.
—Muy bien. Esto es lo que les vas a decir: «Soy Ronash y me gustaría hablar con el oficial de la spetsuae que está al mando.» Cuando se ponga, me pasas la unidad.
Ronash asintió, muy tenso para no clavarse el cuchillo en la garganta.
George la miró por el retrovisor.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó George en inglés. Peggy respondió:
—Dirigirnos al Ermitage. Encontraremos un modo de entrar si es necesario, pero tengo una idea mejor.
Cuando George sacó el coche de la zona de estacionamiento, el perro dejó de saltar. Sólo miraba, moviendo su gran cola, al coche que se alejaba. Luego se sentó en la hierba, con la cabezota a un lado, arrastrando el resto de su cuerpo.
«Demasiado trabajo para la Rusia posterior a la guerra fría —pensó el Striker—. Ni los perros quieren hacer demasiados esfuerzos.»
Al dirigir el coche hacia la calle principal, y luego por el canal Obvodnyy hacia el Moskovsky Prospekt, George no pudo evitar maravillarse, por contraste, de la diligencia conque Peggy había cumplido sus obligaciones, con fría eficacia. Aunque no le gustaba que le hubieran usurpado mando de la situación, le impresionaba su estilo y su ca pacidad para improvisar. También sentía una malsana curiosidad y un poco de excitación por ver adónde les conducía todo aquello, a pesar de que ya estaban con el agua al cuello.