CINCUENTA Y NUEVE
Martes, 10.51, Jabárovsk
Los soldados de la spetsnaz estaban entrenados para hacer muchas cosas con su principal arma: la pala. Los dejaban en una habitación cerrada con una pala y un perro rabioso. Les ordenaban que talaran árboles con ellas. A veces, tenían que cavar zanjas en la tierra helada con ellas, zanjas lo bastante grandes como para tumbarse dentro. A una hora determinada, los tanques pasaban sobre el campo. Los soldados que no habían cavado lo bastante hondo, eran aplastados.
Con la ayuda de Liz Gordon, el teniente coronel Squires había hecho un estudio especial de las técnicas de la spetsnaz, buscando las que mejor demostraban la notable resistencia y versatilidad de sus soldados. No podía adaptarlas todas. Las palizas regulares para endurecer a los soldados no habrían estado bien vistas por el Pentágono, aunque conocía oficiales que las habrían adaptado gustosamente. Pero adaptó muchos métodos de la spetsnaz, incluidos sus favoritos: la habilidad para crear camuflajes en muy poco tiempo y ocultarse en lugares inverosímiles.
Cuando supo que había soldados apostados en el techo del tren, cayó en la cuenta de que vigilarían las copas de los árboles, riscos, peñascos y bancos de nieve que encontraran a lo largo de la ruta. Tenía el convencimiento de que, desde la locomotora, alguien vigilaría la vía en busca de explosivos o cascotes, pero también sabía que tenía que colarse debajo del tren sin ser visto y que el mejor lugar para esconderse eran las vías.
Sabía que el destello de la linterna de la locomotora sería difuso y mortecino y los soldados prestarían atención a los raíles. De modo que lo más seguro era cortar en dos las secas y viejas traviesas con una hachuela, cavar una honda franja en el lecho de los raíles, tumbarse y que Grey le cubriera de nieve junto con el saco del C-4, dejando a un lado un túnel de un brazo de grosor para poder respirar. Después de enterrar a Newmeyer cerca, Grey se escondería detrás de un gran peñasco, lejos del tren; cuando Squires y Newmeyer llegaran a los dos vagones y empezaran los fuegos artificiales, Grey avanzaría hasta su objetivo: la locomotora.
Squires había oído y luego notado el tren que se acercaba. No estaba nervioso. Aguardaba debajo de la superficie de los raíles donde ni siquiera el rastrillo de la locomotora, si es que lo tenía, tocaría la nieve apilada sobre él. Su única preocupación era que el maquinista viera el árbol demasiado pronto o no lo viera y chocara con él. En este último caso no sólo el tren sufriría daños sino que las ruedas empujarían el árbol contra él, y el impacto podía convertirle en «carne picada».
No sucedió ninguna de estas dos eventualidades, pero, cuando el tren frenó y Squires se las arregló para abrir un pequeño agujero delante de los ojos, vio que había quedado debajo del ténder del carbón. Es decir, un vagón por delante de donde esperaba quedar.
«Al menos el camuflaje ha funcionado», pensó mientras se quitaba la nieve con cuidado. Existían precedentes muy gratificantes e históricamente ciertos en los que tropas rusas habían caído en una trampa rusa: como los zaristas que mataron al monje Rasputín y los revolucionarios que ejecutaron al zar.
Cuando terminó de sacudirse la nieve, Squires oyó gritos. A pesar de que cada milímetro de su piel estaba cubierto por prendas de Nomex, sentía frío, un estremecimiento gélido que, por alguna razón, la total oscuridad que le envolvía acentuaba.
En cuanto se liberó, oyó el crujido de botas sobre carbón húmedo. Después encendieron luces, que difundían círculos rosados de luz sobre la nieve y hacían que el oscuro vientre del tren brillara diabólicamente.
Squires se colocó con sigilo la mochila sobre el vientre y empezó a arrastrarse hacia atrás, para salir de la zanja que había abierto entre los raíles, en dirección al primer vagón. Los soldados se movían a su derecha y se paró un momento a desabrocharse el cierre de la cartuchera que pendía de su cadera derecha. El norteamericano no deseaba provocar un conflicto internacional, pero prefería leer en el periódico la noticia de sus crímenes y tropelías a que los demás leyeran sobre su muerte en las llanuras heladas de Siberia.
Squires retrocedió muy rápidamente y ya se hallaba debajo del enganche del ténder y el primer vagón, cuando los soldados rusos llegaron hasta el árbol caído. Y eso que levantaba montones de nieve con los hombros y tenía que reptar hacia atrás. Abrió la mochila, sacó el C-4 y cuidadosamente lo apretó contra el metal, mientras caían trozos de hierro oxidado y húmedo como copos de nieve. Cuando los explosivos estuvieron colocados, sacó el temporizador de ocho centímetros de diámetro y, apretando con la mano, pegó el final de los polos positivo y negativo en el plástico. El temporizador tenía dos botones junto a un teclado numérico, y apretó el botón de la izquierda. Eso activaba el dispositivo. Luego entró la cuenta atrás en el teclado. Se dio a sí mismo una hora. Después de poner 60.00.00, pulsó el botón de la derecha para confirmarlo. Luego repitió la secuencia —botón izquierdo, botón derecho—, una vez más, para empezar la cuenta atrás.
Squires empujó con los pies contra la rosada nieve y se arrastró hasta la mitad del primer vagón. Encima de su cabeza, hacia la derecha, oyó unos golpes. La brusca parada del tren debía de haber movido el cargamento y lo estaban ordenando. Avanzando con otro pie en la nieve, se detuvo directamente debajo del ruido y allí puso el C-4. Conectó otro temporizador y repitió el proceso que haría explotar toda aquella cantidad de explosivo plástico. Squires siguió por debajo del segundo vagón, colocó una tercera porción de C-4 y un tercer temporizador.
Una vez hecho esto, se permitió disfrutar de una honda y larga bocanada de aire. Miró la parte delantera del tren y vio que los soldados ya casi habían acabado de quitar el árbol. No tenía mucho tiempo.
Se quitó la mochila de encima, la puso rápidamente a su derecha y se arrastró hacia la izquierda. Salió de debajo del tren, dio media vuelta y se tumbó en la larga sombra del convoy. Miró la luminosa esfera del reloj y se complació de lo rápido que había terminado la operación. Sabía que era una de esas cosas que, de haberla practicado antes en Andrews, habría tardado un diez o un veinte por ciento más en hacerla sobre el terreno. ¿Por qué? No tenía ni idea, pero así era.
Miró hacia atrás, al primer vagón, y reptando sobre los codos, se acercó a un promontorio de nieve cerca del ténder de carbón. Empezó a apartar la nieve a un lado; era la señal para que Newmeyer se desenterrara. El soldado estaba temblando y se había mordido la balaclava para evitar que sus dientes tiritasen. Squires le dio un golpecito en el hombro, mientras Newmeyer se tumbaba sobre su vientre. Lo habían enterrado con su Beretta de nueve milímetros sobre el pecho y ahora la enfundó.
Newmeyer sabía qué hacer, así que Squires volvió reptando al segundo vagón para ganar la posición.
Era una acción que le hubiera gustado poder ensayar. Sin embargo, aunque un soldado de la spetsnaz podía pasar setenta y dos horas sin dormir, y los comandos de las tropas paracaidistas israelíes de la Sayeret Tzanhanin podían aterrizar sobre un camello al galope, y él había visto a un oficial de la guardia real de Omán matar a un hombre clavándole un alfiler de sombrero en la garganta, Squires sabía que ningún soldado en el mundo podía improvisar como un Striker. En eso residía la eficiencia del equipo, por eso encajaban a la perfección en las imprevisibles crisis que Op-Center les mandaba domar como a un potro.
Squires colgó el detonador en el cinturón y se puso el respirador compacto. Sacó una granada de fogueo del bolsillo y tiró de la anilla con el pulgar sin soltar aún la espoleta de seguridad. Luego, con la otra mano sacó un bote de gas lacrimógeno M54 del bolsillo y lo sujetó, con el pulgar en la anilla. Cuando Newmeyer hubo hecho lo mismo, los dos hombres se pusieron en pie lentamente amparados por las sombras y se colocaron uno a un lado de la ventana del primer vagón y otro junto a la del segundo.