TREINTA Y SIETE
Martes, 2.30, Rusia / frontera ucraniana
La Operación Barbarroja fue la ofensiva militar más importante en la historia bélica de la humanidad. El 22 de junio de 1941, las tropas alemanas invadieron Rusia, haciendo añicos el pacto de no agresión germanosoviético. Su objetivo: tomar Moscú antes de la llegada del invierno. Hitler envió 3.200.000 soldados en 120 divisiones contra 170 divisiones soviéticas distribuidas a lo largo de 2.300 kilómetros que abarcaban desde las riberas del Báltico hasta las del mar Negro.
Mientras las divisiones de panzers alemanes obligaban a retroceder a la retaguardia rusa con increíble velocidad, la Luftwaffe aplastaba a sus inexpertos y mal entrenados homólogos rusos. Como resultado de esta blitzkrieg (guerra relámpago), los países bálticos —Lituania, Letonia y Estonia— fueron rápidamente derrotados. El daño infligido por los alemanes fue devastador. Hacia noviembre, los centros agrícolas, industriales, de transporte y comunicaciones habían sido destruidos. Trescientos cincuenta mil soldados rusos habían muerto. Trescientos setenta y ocho mil, desaparecido. Y un millón, heridos. Sólo en Leningrado, novecientos mil civiles murieron durante el asedio germano. Hasta los últimos días de diciembre los maltrechos pero tenaces soldados soviéticos —con la ayuda de temperaturas de veinte grados bajo cero que destrozaban las suelas de las botas alemanas, congelaban su equipo y destruían su moral— pudieron desplegar su primer contraataque triunfal. Como resultado de esta contraofensiva, los rusos pudieron conservar Moscú ante la amenaza enemiga.
En definitiva, la Operación Barbarroja fue un desastre para los alemanes, y enseñó a los soviéticos una lección importante sobre la conveniencia de combatir en una guerra ofensiva en lugar de defensiva. Durante los cuarenta años siguientes, su ejército creció con el objetivo casi fanático de poder lanzar y mantener una guerra ofensiva, como el general Mijáil Kosigan había dicho una vez en un discurso a sus tropas: «Para combatir en la próxima guerra mundial, si se produce, en el territorio de otro.» Con este fin, las misiones para comandantes de unidades especiales de ataque abarcaban tres componentes diseñados para destruir o capturar prisioneros y equipo enemigo y controlar territorio clave: la misión inmediata, o blizhaiashcha zadacha; la misión subsiguiente, o posledyushchaia zadacha, y la misión consecutiva, o napravlenie dal'neishego nastupleniia. Dentro de estas amplias misiones, a los regimientos a menudo se les asignaba una misión clave del día o zadacha dnia, cuyos objetivos tenían que ser cumplidos en un plazo determinado y no se aceptaban excusas.
Ya fuera en Hungría en 1956, en Checoslovaquia en 1968, en Afganistán en 1979 o en Chechenia en 1994, Moscú confió en su ejército y no en su diplomacia para resolver los problemas caseros. Sus principios fundamentales eran supriz, neozhadennost' y vnezapnost': sorpresa, anticipación de lo inesperado y provocación de lo inesperado. A veces sus esfuerzos tenían éxito y otras, no. Pero aquel estado mental persistía y el ministro del Interior Dogin lo sabía. También sabía que muchos mandos militares rusos anhelaban la oportunidad de redimirse después de nueve años sangrientos en Afganistán y el lento y costoso exterminio de los rebeldes en Chechenia.
Había llegado el momento de darles una oportunidad. Muchos de sus hombres se habían desplazado a la frontera rusa con Ucrania, donde, a diferencia de Afganistán y Chechenia, no lucharían contra ejércitos rebeldes ni guerrillas de partisanos. Esta guerra, esta aktivnost, esta iniciativa, sería distinta.
A las 12.30 hora local, en Przemysl (Polonia), a menos de dieciséis kilómetros de la frontera ucraniana, una poderosa bomba explotó en el edificio de ladrillos de dos pisos que servía de cuartel general al Partido Comunista polaco. Los editores que trabajaban en el periódico casi semanal Obywatel (Ciudadano), volaron por los árboles de los alrededores; su sangre y su tinta salpicaron las paredes que quedaron en pie, el papel de periódico y la carne humana ardía en las sillas y los archivadores entre las llamas que la explosión había provocado. En cuestión de minutos, los simpatizantes comunistas habían salido a las calles, se manifestaban contra el ataque y saqueaban la oficina de correos y la comisaría de policía. Lanzaron cócteles molotov a un depósito de municiones local, que explotó, matando a un soldado. A las 12.46 el gobernador local telefoneó a Varsovia pidiendo ayuda militar para sofocar el levantamiento. La llamada fue interceptada y simultáneamente transcrita por la estación de inteligencia militar en Kíev y fue transmitida al presidente Vesnik.
Exactamente a las 2.49 el presidente Vesnik telefoneó al general Kosigan y le pidió ayuda para contener lo que parecía un «incidente» en la frontera entre Polonia y Ucrania. A las 2.50, ciento cincuenta mil efectivos rusos entraron en Ucrania, desde la antigua ciudad de Novgorod, en el norte, hasta el centro administrativo de Voroshilovgrad, en el sur. Infantería, unidades motorizadas, divisiones de tanques, batallones de artillería y escuadrones aéreos marchaban en intimidatorias filas cerradas, sin presentar el desorden o el comportamiento descuidado que había caracterizado el avance contra Chechenia o la retirada de Afganistán.
En Moscú, precisamente a las 2.50.30, el Kremlin recibió un comunicado urgente del presidente Vesnik en Kíev solicitando efectivos militares para ayudar a las fuerzas ucranianas a proteger los casi cinco mil kilómetros de frontera que los ucranianos compartían con Polonia.
Despertaron al presidente ruso, Kiril Zhanin, con las noticias, y la petición le cogió absolutamente desprevenido. Incluso antes de llegar a su despacho del Kremlin, el presidente ucraniano telefoneó a Zhanin en su coche, transmitiéndole otro mensaje. La lectura de este otro le sorprendió aún más que el primero:
Gracias por su rápida acción. La puntual llegada de las fuerzas del general Kosigan no sólo ha evitado que cundiera el pánico entre la población, sino que refuerza los lazos tradicionales entre Rusia y Ucrania. He dado instrucciones al embajador Rozevna de que informe a las Naciones Unidas y al secretario general Brophy de que la incursión se ha realizado a petición nuestra y con nuestro consentimiento.
Normalmente el rizado bigote de Zhanin y las hirsutas cejas le daban a su rostro oval una expresión paternal, incluso alegre, pero ahora echaba chispas por los oscuros ojos marrones y su pequeña boca estaba tensa y temblorosa.
Le dijo a su secretaria, Larisa Shachtur —una morena de mediana edad vestida elegantemente con un traje de chaqueta estilo occidental—, que localizara por teléfono al general Kosigan. La joven sólo consiguió llegar hasta el general Leonid Sarik, oficial superior de enlace del grupo de operaciones de la aviación y las divisiones acorazadas. Mavik la informó de que el general Kosigan había impuesto un estricto silencio por radio mientras durase el avance y que éste sería levantado sólo cuando las tropas estuvieran totalmente desplegadas.
—General Mavik —informó la secretaria—, es el presidente quien le llama.
El general respondió:
—Entonces comprenderá la necesidad de seguridad mientras hacemos honor a nuestro pacto de defensa con una república compañera de la Federación.
El general se excusó diciendo que debía atender sus obligaciones y colgó, dejando al presidente y a su secretaria escuchando el amable ronroneo del motor.
Zhanin miró a través de los cristales blindados mientras los oscuros pináculos del Kremlin aparecían ante su vista contra el cielo nocturno y las nubes profundamente grises.
—De joven —comentó respirando hondo para calmarse—, conseguí un ejemplar del libro de Svetlana Stalin sobre su padre. ¿Lo recuerda?
—Sí —reconoció Larisa—. Estuvo prohibido durante años.
—Es cierto. Incluso a pesar de que la obra era una acerba crítica de un hombre caído en desgracia, una persona non grata, por así decirlo. Me sorprendió algo que escribió sobre Stalin. Decía que hacia el fin de los años treinta se dio cuenta de que Stalin había llegado a una etapa que ella llamaba «manía persecutoria». Veía enemigos por todas partes. Purgó a quince mil de sus propios oficiales. Asesinó más oficiales rusos del rango de coronel o por encima de él que los alemanes mataron en toda la guerra. —Se llenó el pecho de aire y lo soltó lentamente—. Me asusta, Larisa, pensar que tal vez no fuera tan loco o paranoico como todo el mundo creía.
La mujer le apretó la mano para infundirle confianza mientras el BMW negro giraba por Kalinina Prospekt y se dirigía hacia el lado noroeste del Kremlin, la Puerta Trinidad.