CATORCE
Lunes, 6.45, San Petersburgo
Orlov apretó el botón del interfono que se encontraba junto a la puerta de Rossky.
—¿Sí? —inquirió el coronel con voz estridente.
—Coronel, soy el general Orlov.
La puerta zumbó y Orlov entró en el despacho. Rosskv se sentaba tras una pequeña mesa a la izquierda. Sobre su superficie de bronce había un ordenador, un teléfono, una taza, un fax y una bandera. A la derecha se encontraba el abarrotado escritorio de su asistente y secretaria, la cabo Valentina Belyev. Ambos se pusieron en pie y saludaron militarmente al entrar el general, Belyev con presteza y Rossky con mayor calma.
Orlov les devolvió el saludo y pidió a Valentina que los disculpara. Cuando la puerta se cerró, Orlov contempló al coronel.
—¿Ha ocurrido algo en el día de ayer que yo deba saber? —preguntó Orlov.
Rossky se sentó lentamente.
—Han ocurrido muchas cosas. En cuanto a lo que usted debería saber, general, los satélites, los agentes de campo; la criptografia y el seguimiento radiofónico de nuestra nación, todos pasarán a ser de nuestra responsabilidad en el día de hoy. Tiene un cúmulo de cosas que atender.
—Soy un general —sostuvo Orlov—. Mis subordinados hacen todo el trabajo. Lo que le estoy preguntando, coronel, es si ha estado excediéndose en el trabajo.
—¿Qué trabajo en concreto, señor?
—¿De qué asuntos ha tratado usted con el forense? _preguntó Orlov.
—Teníamos que desembarazarnos de un cadáver —respondió Rossky—Un agente británico. Un tipo arriesgado; llevábamos días observándolo. Perdió la vida cuando se acercó nuestro agente.
—¿Cuándo sucedió esto?
—Ayer.
—¿Por qué no informó?
—Lo hice. Al ministro Dogin.
Los rasgos de Orlov se ensombrecieron.
—Se supone que todos los informes tienen que ir al archivo del ordenador y una copia a mi despacho...
—Es cierto, señor, en una instalación operativa, pero nosotros aún no lo somos. La conexión entre su oficina y el despacho del ministro no será segura hasta dentro de cuatro horas. La mía ha sido comprobada y es segura, por eso puedo usarla.
—¿Y la conexión entre su despacho y el mío? —exigió Orlov—. ¿Es segura?
—¿No ha recibido el informe?
—Ya sabe usted que no...
—Ha sido un error —dijo Rossky sonriendo—. Regañaré a la cabo Belyev. Tendrá un informe completo, si consigo recuperar a Belyev, dentro de pocos minutos.
Orlov observó al coronel durante un largo rato.
—Se incorporó a la Sociedad para la Cooperación con el Ejército, las Fuerzas Aéreas y la Marina cuando sólo tenía catorce años, ¿verdad? —le preguntó Orlov.
—Sí.
—A los dieciséis años era un francotirador experto y mientras los otros jovencitos preferían saltar el potro desde un trampolín con un traje de gimnasia y zapatillas deportivas, usted prefería saltar empalizadas por el punto más ancho, con unas pesadas botas y una mochila a la espalda. El general Odinstev en persona le entrenó, a usted y a un selecto grupo, en el arte del terrorismo y el asesinato. Por lo que puedo recordar, una vez ejecutó a un espía en Afganistán con una pala lanzada desde cincuenta metros de distancia.
—Desde cincuenta y dos. —Los ojos de Rossky se movieron hacia su superior y añadió—: Una muerte récord en la spetsnaz.
Orlov dio la vuelta al escritorio y se sentó en una esquina.
—Pasó tres años en Afganistán, hasta que un miembro de su grupo fue herido en una misión cuyo objetivo era capturar a un dirigente afgano. El comandante de su pelotón decidió llevarse al herido, en lugar de administrarle una «muerte piadosa». Como ayudante del comandante, le recordó a su superior que su deber era ordenar la inyección letal, y, cuando él se negó, usted mató al comandante: una mano en la boca y un cuchillo hundido en la garganta. Luego le quitó la vida al herido.
—De haber hecho otra cosa, el alto mando habría ordenado ejecutar a todo el grupo por traidores.
—Claro, pero poco después hubo una investigación, se cuestionó si la herida del soldado era tan grave como para requerir la muerte.
—Era una herida en una pierna y nos estaba retrasando. Los reglamentos son muy explícitos en este punto. La investigación fue un simple formalismo.
—No obstante —prosiguió Orlov—, algunos de sus hombres no se alegraron de lo que usted hizo. La ambición, el deseo de ascender: ésos fueron los cargos que alegaron, creo. Al alto mando le preocupó la seguridad de sus compañeros, así que le dieron otro destino y así fue cómo entró en la instalación especial de la Academia de Diplomacia Militar. Usted dio clases a mi hijo y conoció al ministro Dogin cuando aún era alcalde de Moscú. ¿Es eso correcto?
—Sí, señor.
Orlov se aproximó aún más; su voz apenas era algo más que un susurro.
—Ha servido a su país y al ejército con tesón durante más de veinte años, arriesgando su vida y su reputación. Con toda esa experiencia, coronel, dígame: ¿no ha aprendido a permanecer de pie en presencia de un superior a menos que él le dé permiso para que se siente?
El rostro de Rossky se sonrojó. Se levantó de inmediato, lentamente, en una postura rígida.
—Sí, señor.
Orlov siguió sentado en el escritorio.
—Mi carrera ha sido distinta a la suya, coronel. Mi padre vio en persona lo que la Luftwaffe hizo al Ejército Rojo durante la guerra. Me transmitió su respeto por las Fuerzas Aéreas. Me pasé ocho años en ellas, haciendo vuelos de reconocimiento durante cuatro años, luego colaboré en la instrucción de otros pilotos en el arte de la emboscada: atraer aviones enemigos hasta el radio del fuego antiaéreo. —Orlov se levantó y miró los furiosos ojos de Rossky—. ¿Sabe todo esto, coronel? ¿Ha estudiado mi expediente?
—Sí, señor.
—Entonces sabrá que nunca he tenido que castigar formalmente a ninguno de mis subordinados. La mayoría son hombres decentes, incluso los reclutas. Sólo quieren hacer su trabajo y que les compensen por lo que hacen. Algunos cometen errores involuntarios y no hay razón para manchar sus hojas de servicio por ello. Siempre he concedido a un soldado, a un patriota, el beneficio de la duda. Incluso a usted, coronel —dijo Orlov acercándose más, hasta que sus rostros estuvieron a pocos milímetros—. Pero si intenta pasar por encima de mí otra vez, lo cogeré y lo devolveré a la academia con un expediente por insubordinación en su hoja de servicios. ¿Está claro, coronel?
—Está claro, señor —replicó Rossky casi escupiendo sus palabras.
—Bien.
Los hombres intercambiaron saludos, luego el general se volvió y se dirigió hacia la puerta.
—¿Señor? —inquirió Rossky.
Orlov se dio la vuelta. El coronel aún estaba firme y atento.
—¿Sí? —preguntó Orlov.
—¿Lo que hizo su hijo en Moscú también fue un error involuntario?
—Fue estúpido e irresponsable —admitió Orlov—. Usted y el ministro fueron más que tolerantes con eso.
—Lo fuimos por respeto a sus hazañas, señor. Y él tiene una gran carrera por delante. ¿Ha leído el archivo del incidente?
Los ojos de Orlov se empequeñecieron.
—Nunca he tenido ningún interés en él, no.
—Tengo una copia. Se sacó de los archivos del cuartel del Estado Mayor. Se adjuntaba una recomendación. ¿Lo sabía?
Orlov no dijo nada.
—El sargento mayor de la compañía de Nikita recomendaba la expulsión por guliganstvo. No por destrozar la iglesia ortodoxa griega en Ulitsa Arkhipova ni golpear al sacerdote, sino por irrumpir en el depósito de provisiones de la academia para obtener la pintura y por golpear al guardia cuando intentó detenerle —sostuvo Rossky sonriendo—Creo que su hijo se quedó frustrado después de mi arenga sobre la venta de armas de las fuerzas armadas griegas a Afganistán.
—¿Qué quiere decir con esto? —preguntó Orlov—. ¿Que usted enseñó a Nikita a atacar a ciudadanos indefensos?
—Los civiles son el bajo vientre sensible de la misma máquina que gobierna al ejército, señor —expresó Rossky—, un blanco perfectamente válido a los ojos de la spetsnaz. Pero usted no quiere discutir de la política militar establecida conmigo.
—No me importa discutir lo que sea con usted, coronel, pero tenemos que poner en marcha un centro de operaciones —dictaminó Orlov mientras se encaminaba hacia la puerta, pero la voz de Rossky lo detuvo.
—Por supuesto, señor. Sin embargo, como ha pedido ser informado sobre todo lo perteneciente a mis actividades oficiales, recogeré los detalles de esta conversación, que ahora incluiré en el siguiente informe. Los cargos contra su hijo no fueron desestimados. El informe del sargento mayor sencillamente no se incluyó, que no es lo mismo. Si alguna vez llega hasta la dirección, será incluido en la relación.
Orlov tenía la mano en el picaporte y daba la espalda al coronel.
—Mi hijo tendrá que afrontar las consecuencias de sus actos, aunque estoy seguro de que un juez militar tendrá en cuenta los años de servicio que hablan en su favor, y también el modo en que los informes desaparecieron y luego volvieron a aparecer.
—Los archivos a veces aparecen en los despachos, señor. Orlov abrió la puerta. La cabo Belyev estaba allí de pie y le saludó enérgicamente.
Su impertinencia será anotada en mi propio informe, coronel —dijo Orlov mirando a Belyev y luego a Rossky—. ¿Le importaría añadir ese detalle?
Rossky se puso firme detrás de su escritorio.
—No, señor.
El general Orlov salió al pasillo y Belyev entró en el despacho del coronel. Cerró la puerta tras ella y el general sólo alcanzó a imaginarse lo que estaba sucediendo detrás de esa puerta insonorizada.
No es que le importase. Había dado un aviso a Rossky y tendría que seguir las reglas a rajatabla, aunque Orlov tenía la sensación de que las reglas podían cambiar en cuanto el coronel tuviera al ministro del Interior Dogin al teléfono.