CUARENTA Y CUATRO

Martes, 6.30, San Petersburgo

—General —dijo el oficial de radio Marev por el teléfono—, Zilash nos informó que usted quería que le tuviéramos al corriente de las comunicaciones entre el general Kosigan y el ministro Dogin. Ahora mismo está teniendo lugar una, cifrada en el código Vía Láctea.

El general Orlov se puso muy tieso en la silla de su despacho.

—Gracias, Titev. Pásemela al ordenador.

Vía Láctea era el código más complejo utilizado por el ejército ruso. Se empleaba en líneas abiertas y no sólo se codificaba electrónicamente la comunicación, sino que se dispersaba a través de numerosas longitudes de onda —por el aire, por así decirlo—, de manera que quien lo escuchara sin decodificador necesitaría literalmente docenas de receptores sintonizados en diferentes canales para captar cada parte del mensaje. Tanto el despacho del ministro como el centro de mando de Kosigan disponían de su propio decodificador. También Titev tenía uno.

Mientras colgaba y esperaba a que se descifrara y transcribiera el mensaje, Orlov comía el bocadillo de atún que Masha le había preparado y reflexionaba sobre las últimas horas. Rossky se había retirado a su despacho a las cuatro y media; de algún modo era un consuelo saber que incluso el hombre de acero de la spetsnaz tenía que descansar. Orlov sabía que le costaría un poco encontrar el tono adecuado con Rossky, pero se dijo que, pese a todos sus defectos, el coronel era un buen soldado y, por mucho que costara, valía la pena esforzarse.

Orlov había salido para recibir al personal nocturno de la instalación ya en pleno funcionamiento y había aprovechado la oportunidad para invitar al homólogo nocturno del coronel Rossky, el coronel Oleg Dal, a su despacho. Dal, que encontraba a Rossky aún más irritante que Orlov, era un veterano de las Fuerzas Aéreas de sesenta años que había entrenado a Orlov. Fue uno de los tantos oficiales cuyas carreras llegaron prácticamente a un punto muerto después de que, en 1987, el adolescente Mathias Rust penetrase en las defensas aéreas rusas y aterrizara con su avioneta en la plaza Roja de Moscú. Dal detestaba que Rossky fuese tan remiso a ceder el mando de nada, incluso de aquellas áreas en las que el coronel tenía menos experiencia. También comprendía que ése era el estilo de la spetsnaz, pero eso no le hacía sentirse mejor.

El general Orlov informó a Dal del 76T y su avance hacia el este. Se hallaba al sureste de la Tierra de Francisco José en el océano Artico. También le informó sobre los esfuerzos de la inteligencia de Estados Unidos para comunicarse con otros transportes rusos. Dal reconoció que el 76T parecía sospechoso, no sólo porque volaba hacia el este, lejos de la acción, sino porque no se había registrado ninguna transferencia de mercancías ni en Berlín ni en Helsinki. Aunque las grabaciones podían hacerse en una cinta roja, Dal sugirió que enviaran una señal desde el aire para que el piloto rompiera el silencio radiofónico y explicara su misión. Orlov estuvo de acuerdo y le pidió que se encargara del asunto con el general de división de las Fuerzas Aéreas Petrov, que estaba al mando de las cuatro divisiones de la Defensa Aérea que patrullaban por el Círculo Artico.

Orlov decidió no contarle nada sobre el dinero del tren Transiberiano. Quería descubrir qué estaban planeando Dogin y Kosigan antes de pasar a la acción y tenía la esperanza de que aquella llamada se lo aclarase un poco.

Orlov acabó rápidamente el final del bocadillo cuando empezaba a entrarle la transcripción. Sacó una servilleta de tela de la bolsa de papel y se limpió los labios. Conservaba restos del perfume de Masha desde que la había metido allí. El general sonrió.

Cuando empezaron a entrar las voces, Titev las había clasificado para que el ordenador reconociera cuál era la voz de Kosigan y cuál la de Dogin. El texto apareció en bloques compactos, interrumpidos cuando cambiaba el interlocutor y puntuados según la entonación del hablante. Orlov lo leyó con creciente interés. Le preocupaban no sólo las perspectivas de paz sino también quién llevaba la voz cantante en la relación.

DOGIN: General, parece que hemos pillado al Kremlin y al mundo por sorpresa.

KOSIGAN: Esa era mi zadacha dnia... mi misión del día.

DOGIN: Zhanin aún no sabe qué está pasando...

KOSIGAN: Como le había dicho: oblígalo a reaccionar en lugar de actuar y está indefenso.

DOGIN: Esa es la única razón por la que le he permitido llevar sus tropas tan lejos antes de que llegara el dinero.

KOSIGAN: ¿Permitido?

DOGIN: ¿Estar de acuerdo, permitir, cuál es la diferencia? Tenía usted razón en querer poner a Zhanin a la defensiva en seguida.

KOSIGAN: Era un impulso que no podíamos perder.

DOGIN: No lo hemos perdido. ¿Dónde está usted?

KOSIGAN: A cincuenta kilómetros del oeste de Lyov, en Polonia. Todos los regimientos que me preceden están en su sitio y veo Polonia desde mi tienda de mando. Sólo esperamos los grandes actos de terrorismo que el dinero de Shovich se supone que comprará. ¿Dónde están? Me estoy impacientando.

DOGIN: Tal vez tenga que esperar un poco más de lo previsto.

KOSIGAN: ¿Esperar? ¿Qué quiere decir?

DOGIN: La nieve. El general Orlov trasladó las cajas a un tren.

KOSIGAN: ¡Seis mil millones de dólares en un tren! ¿Cree que sospecha algo?

DOGIN: No, no, nada de eso. Lo hizo para transportar el cargamento a través de la tormenta.

KOSIGAN: Pero, ¿en tren, ministro? Tan vulnerable...

DOGIN: Lo custodia la unidad del hijo de Orlov. Rossky me ha asegurado que el chico es un auténtico soldado, no un mono adiestrado del espacio.

KOSIGAN: Podía estar aliado con su padre.

DOGIN: Le aseguro, general, que no es ése el caso. Y después nadie oirá hablar jamás del dinero. Cuando esto termine, jubilaremos al viejo Orlov y devolveremos al joven a su agujero militar donde nadie oirá hablar nunca de él. No se preocupe. Haré que el cargamento vaya hacia el oeste de Bira, lejos de la tormenta, y se lo enviaré por avión.

KOSIGAN: ¡Quince o dieciséis horas desperdiciadas! ¡El primer disturbio importante debía haber sucedido para entonces! Se arriesga usted a dar tiempo a Zhanin a controlar la situación.

DOGIN: No nos arriesgamos. He hablado con nuestros aliados en el gobierno. Saben lo del retraso...

KOSIGAN: ¿Aliados? Son aprovechados, no aliados. Si Zhanin descubre que la trama llega hasta nosotros y les pone delante algunos fajos de dinero...

DOGIN: No lo hará. El presidente no hará nada, por ahora. Y nuestros mercenarios polacos actuarán en el momento en que se les pague.

KOSIGAN: ¡El gobierno! ¡Los polacos! ¡No necesitamos a ninguno de ellos! Déjeme enviar tropas de la spetsnaz disfrazadas de marineros u obreros de una fábrica a atacar la comisaría de policía y la estación de televisión.

DOGIN: No puedo permitirle hacer eso.

KOSIGAN: ¿Permitirme?

DOGIN: Son profesionales, necesitamos aficionados. Tiene que parecer que estalla una revuelta por toda la nación, no una invasión.

KOSIGAN: ¿Por qué? ¿A quién tenemos que tranquilizar? ¿A las Naciones Unidas? La mitad del ejército y las Fuerzas Aéreas y dos tercios de la Armada de la antigua Unión Soviética pertenecen ahora a Rusia. Controlamos quinientos veinte mil soldados del ejército, treinta mil misiles estratégicos, ciento diez soldados de la Defensa Aérea, doscientos mil efectivos de la Armada...

DOGIN: ¡No podemos luchar contra todo el mundo!

KOSIGAN: ¿Por qué no? Puedo tomar Polonia y luego tomar el Kremlin. Cuando se tiene poder, ¿qué importa lo que Washington o quien sea pueda pensar?

DOGIN: ¿Y cómo controlará Polonia cuando llegue el momento de moverse? ¿La ley marcial? Incluso sus tropas forman una cobertura demasiado endeble.

KOSIGAN: Hitler dio ejemplo con pueblos enteros. Funcionó.

DOGIN: Hace medio siglo, sí. Hoy no funcionaría. Los satélites, los teléfonos móviles y las máquinas de fax hacen imposible aislar una nación y quebrantar su espíritu. Le he dicho antes que esto debe ser un mar de fondo, dirigido por los oficiales y líderes que ya están en sus puestos. Personas a las que se puede comprar, pero en quienes los polacos confían. No podemos permitirnos el caos.

KOSIGAN: ¿Y la promesa de darles poderes más amplios cuando ganen las elecciones dentro de dos meses? ¿No basta con cambiar los jefes de policía y los alcaldes?

DOGIN: Sí, pero también han insistido en disponer de cuentas bancarias si pierden.

KOSIGAN: Bastardos.

DOGIN: No se engañe, general. Todos somos unos bastardos. Limítese a mantener la calma. He avisado a Shovich que el cargamento se retrasará y se lo ha dicho a sus agentes.

KOSIGAN: ¿Cómo se lo ha tomado?

DOGIN: Dijo que solía medir el tiempo haciendo unas marcas en la pared de su celda. Unas pocas marcas más no le importan.

KOSIGAN: Eso espero, por su bien.

DOGIN: Todo está aún en camino..., simplemente ha habido un retraso. En lugar de brindar por nuestra nueva revolución dentro de veinticuatro horas, brindaremos dentro de cuarenta.

KOSIGAN: Espero que tenga razón, ministro. De un modo o de otro, entraré en Polonia, se lo prometo. Buenas tardes, ministro.

DOGIN: Buenas tardes, general, y cálmese; no le defraudaré.

Cuando acabó la transmisión, Orlov se sintió tal como se había sentido la primera vez que se metió en una centrifugadora durante su entrenamiento de astronauta: desorientado y mareado.

El plan era apropiarse de Europa del Este, derrocar a Zhanin, y edificar un nuevo imperio soviético, y era ingenioso en su siniestro proceder. Una bomba en un periódico comunista de una pequeña ciudad polaca. Los comunistas de las ciudades, desde Varsovia a la frontera ucraniana, reaccionan con una violencia desmedida a la explosión Dogin consigue crear su mar de fondo animando a los comunistas de antaño: aún quedaban muchos que admiraban el modo en que Wladyslaw Gomulka se había librado de los estalinistas en 1956 y constituido un comunismo al estilo polaco, un peculiar híbrido de socialismo y capitalismo. Polonia se divide en dos mientras resucitan las viejas alianzas del sindicato Solidaridad y, junto con la Iglesia, empiezan a cerrar filas contra los comunistas, lo mismo que hicieron cuando el papa polaco instó a los católicos a hacer presidente a Lech Walesa. Los comunistas solapados salen a la luz, encabezando la reacción ante los atentados, ante la escasez de comida y otros bienes, y a un desorden semejante al que Polonia experimentó en 1980. Los refugiados se dispersan por el rico occidente ucraniano para poder comer, se azuzan viejas tensiones entre los católicos y la Iglesia ortodoxa ucraniana, tropas y tanques polacos son llamados a atajar el éxodo, y las tropas de Kosigan escoltan a los refugiados de regreso a sus hogares en Polonia. Pero las tropas de Kosigan no se van y luego los checos y los rumanos se convierten en el próximo objetivo.

A Orlov le parecía estar soñando, no sólo por los acontecimientos que se avecinaban, sino por la situación en que él había colocado a su hijo. Para detener a Dogin sería necesario ordenar a Nikita que no entregara el cargamento que le había confiado y tal vez que levantara las armas contra cualquiera que tratase de reclamar las cajas. Si Dogin salía victorioso, Nikita sería ejecutado. Si Dogin perdía, Orlov conocía bien a su hijo: éste se sentiría como si hubiera traicionado al ejército. También cabía la posibilidad de que Nikita desobedeciera a su padre. Si eso ocurría, Orlov no tendría más remedio que arrestarlo cuando el tren se detuviera y hubiera entregado el cargamento. La insubordinación o la desobediencia de las órdenes significaba una sentencia de cárcel de uno a cinco años y no sólo abriría una brecha definitiva entre ellos sino que Masha se lo tomaría muchísimo peor que el incidente de Nikki en la academia.

Puesto que la transcripción e incluso la emisión podía haber sido falsificada en el Centro —un montaje digital hecho con grabaciones anteriores— no había nada que pudiera presentar al presidente Zhanin como prueba de traición. Pero las cajas no debían ser entregadas y eso era algo que sí podía decir al Kremlin. Mientras tanto, esperaba lograr convencer a su hijo de que Dogin, un hombre que había servido a su patria con abnegación y que había evitado la expulsión del chico de la academia, era ahora un enemigo del país.

El coronel Rossky no había estado descansando.

La cabo Valentina Belyev se había ido a casa, dejando a Rossky a solas en su despacho. Había estado escuchando las comunicaciones entre los despachos del Centro, por medio del sistema que el difunto Pável Odina había instalado para él. Pável lo había instalado y nadie más debía conocer su existencia, así que el experto en comunicaciones tuvo que morir en el puente. Pável no era un militar, pero eso no importaba. A veces incluso el fiel servicio de los civiles debe terminar con la muerte. Era como las tumbas del antiguo Egipto, cuya seguridad se certificaba con la muerte de sus creadores. Tratándose de la seguridad nacional, no había lugar para sentimentalismos. De los oficiales de la spetsnaz se esperaba que mataran a cualquier hombre que estuviera herido o vacilara. Se esperaba que los mandos inferiores ejecutaran a los superiores que no remataran a los heridos o se comportaran cobardemente. Si era necesario, Rossky daría su vida para proteger un secreto de estado.

Los teléfonos exteriores y las comunicaciones internas del Centro de Operaciones estaban conectados al ordenador de Rossky. También había micrófonos electrónicos, tan delgados como un cabello humano, colocados en las salidas eléctricas, insertados en los ventiladores de aire y ocultos debajo de las alfombras. De ese modo, Rossky podía escuchar cualquier conversación por sus auriculares, o podía grabar digitalmente las conversaciones para su posterior reproducción o transmisión electrónica al ministro Dogin.

Rossky se había sentado apretando los labios mientras reproducía la conversación entre Orlov y su hijo. Luego escuchó cómo el general Orlov ordenaba a Titev que «pinchase» la conversación entre el ministro y el general Kosigan.

«¡Cómo se atreve!», pensó Rossky.

Orlov era un hombre popular, una figura emblemática que había sido contratada por su fama y su carisma cuando les urgía el dinero del ministro de Finanzas para crear el Centro de Operaciones. ¿Quién era él para poner en tela de juicio las acciones del ministro Dogin y el general Kosigan?

Y ahora Rossky escuchaba cómo el general Orlov, ese héroe tan condecorado, comunicaba a su hijo su destino y le decía que una vez allí evitase que las cajas fueran entregadas al ministro Dogin o a sus representantes. El general Orlov le dijo que le enviaría a su propio equipo del Colegio Naval para confiscar el cargamento.

Aunque Nikita aceptó la orden, Rossky sabía que no lo hacía de corazón. Eso era bueno. El muchacho no sería acusado de traición ni ejecutado con su padre.

Rossky lo habría ejecutado gustosamente él mismo, pero el ministro Dogin no permitía tácticas ilícitas entre sus lugartenientes. Antes de que el Centro entrase en funcionamiento, el ministro había dado instrucciones a Rossky para que se comunicara con él y él se pondría en contacto con el general Mavik, mariscal de artillería, si era necesario para enmendar alguna orden de Orlov.

Cuando el general Orlov llamó por radio al comandante Levski, jefe de los doce hombres del equipo Molot, y le ordenó que se preparase para volar hasta Bira, el coronel Rossky ya había oído bastante. Entró un código en el ordenador que le daba acceso a una línea privada, una línea directa con el Ministerio del Interior, y notificó la situación al ministro Dogin. Dogin dijo que avisaría al general Mavik para disponer la salida de Orlov y ordenó a Rossky que se preparara para asumir el control del Centro de Operaciones.