CINCUENTA Y CUATRO

Martes, 23.08, Hokkaido

La cabina de vuelo para dos hombres era baja, plana y oscura detrás de una carlinga exigua y curva. Tres de las seis pantallas planas en color de la cabina de vuelo formaban un único panorama táctico, mientras un IOA —indicador óptico de alerta—, un panel muy ancho, proporcionaba información sobre el vuelo y el blanco que expandían los datos contenidos en los indicadores montados dentro del visor del casco del piloto. No había indicadores predeterminados. Los indicadores generaban toda la información que el piloto requería, incluidos los datos que proporcionaban unos sofisticados sensores fijados en el exterior.

Detrás de la cabina de vuelo se extendía el fuselaje negro mate, de un metro sesenta y cinco de largo. No había ángulos vivos en el helicóptero de vientre plano, y el sistema de cola SRC —sin rotor de cola— y un modernísimo rotor principal sin cojinetes hacían del Mosquito un helicóptero prácticamente silencioso. El aire que entraba bajo presión a través de secciones parecidas a unas branquias abiertas en el fuselaje trasero, imprimía al aparato fuerzas antitorsión; un control rotativo direccional en la botavara de cola permitía al piloto dirigir el helicóptero. Aunque ya era relativamente ligero debido a la ausencia de eje de transmisión y caja de cambios, el helicóptero había sido privado de cualquier equipamiento superfluo, incluido armamento, lo cual recortaba el peso en vacío del aparato de cuatro mil a tres mil kilos. Con un depósito de combustible adicional que se llevaba por fuera y se consumía primero —para que el depósito pudiera ser lanzado al mar y luego recuperado y regresar a casa después de una misión con setecientos kilos más que cuando salió, el Mosquito tenía una autonomía de vuelo de mil cien.

Pertenecía a la estirpe de aparatos volantes que la prensa y la opinión pública llamaban «Stealth», es decir, «imposible de detectar», pero que los oficiales del programa Mosquito en la base Wright Patterson de las Fuerzas Aéreas preferían llamar «invisible». La particularidad de semejante aparato era que no podía ser visto. Si dirigía suficiente energía de radar a un F117A o a un B2A o a un Mosquito, el enemigo podría verlos. Sin embargo, no existía un sistema de armamento en el mundo que pudiera seguir y fijar como blanco a semejante aparato, y ésa era su ventaja.

Ninguno de los aparatos «invisibles» actualmente en servicio habría podido ejecutar la misión que se presentaba; por eso, en 1991, se había inaugurado el programa del Mosquito. Sólo un helicóptero podía sobrevolar, de noche y a baja altura, un terreno accidentado, lanzar o evacuar un equipo, dar media vuelta y volver a salir, y sólo un aparato «invisible» tenía posibilidad de hacerlo en los cielos rigurosamente vigilados y alborotados de Rusia.

Volando a trescientos veinte kilómetros por hora, el Mosquito alcanzaría su objetivo justo antes de la medianoche, hora local. Si el helicóptero tardaba más de ocho horas en completar su recogida en Jabárovsk, no tendría suficiente combustible para llegar hasta el portaaviones que le estaría esperando en el mar del Japón. Pero tras simular todos los aspectos de la misión en el ordenador de la cabina de vuelo, el piloto Steve Kahrs y el copiloto Anthony Lovino confiaban en el prototipo y estaban ansiosos por ganarse sus «alas», su insignia de reconocimiento al mérito. Si el equipo de las fuerzas especiales hacía su trabajo, esto los devolvería a los héroes de Wright Patterson y, lo que era más importante, asestarían otro duro golpe al antaño orgulloso ejército ruso.