CINCUENTA Y CINCO
Martes, 15.25, San Petersburgo
—General Orlov —dijo el comandante Levski—. Tengo noticias bastante preocupantes.
Sólo la voz del comandante llegaba a través de los auriculares conectados al ordenador del despacho de Orlov. La base naval situada a las afueras de la ciudad aún no estaba equipada con instalaciones de vídeo, y no era probable que lo estuviera, dado el recorte que habían experimentado los presupuestos militares.
—¿Qué sucede, comandante? —preguntó Orlov. El general denotaba cansancio, que se traslucía en su voz.
—Señor, el general Mavik me ordenó que volviera a llamar al equipo Molot.
—¿Cuándo?
—Acabo de colgar el teléfono —contestó Levski—. Señor, lo siento pero debo obedecer...
—Lo comprendo —replicó Orlov, bebiendo un sorbo de su café negro—. No se olvide de darle las gracias al teniente Starik y a su equipo de mi parte.
—Sí, señor, se las daré. Quiero que sepa, general, que pase lo que pase no está usted solo. Yo estoy con usted y Molot también.
Orlov movió las comisuras de la boca.
—Gracias, comandante.
—No intento saber lo que está pasando —continuó Levski—. Hay rumores de un golpe inminente; los que controlan el mercado negro están detrás de esto. Lo único que sé es que una vez intenté sacar un antiguo Kalinin K4 de un vuelo en picado, señor. Tenía un motor, un BMW IV muy obstinado, clavado.
—Conozco el avión.
—Mientras caía boca abajo a través de las nubes, recuerdo que pensaba: «Es una hermosa antigualla y no tengo derecho a rendirme, por temperamental que sea.» No sólo fue un deber, fue un honor. En lugar de rendirme, luché para levantarlo del suelo. No fue fácil, pero los dos lo hicimos. Y luego, yo personalmente cogí a ese bastardo mecanismo bávaro por mi cuenta y lo arreglé.
—¿Voló?
—Como una joven águila —afirmó Levski.
Orlov sabía que estaba cansado porque ese cuento, digno de un ejemplar de Hazañas bélicas, lo conmovió.
—Gracias, comandante. Le haré saber cuando ponga las manos en la maldita cubierta del motor.
Orlov colgó y apuró su café. Era reconfortante saber que tenía un aliado, además de su fiel asistente, Nina, que regresaría a las cuatro. Y también tenía a su esposa. Masha siempre estaba con él, pero, al igual que el caballero andante que llevaba los colores de su dama a la batalla, seguía cabalgando solo. Y en aquel momento el sentido de aislamiento era más fuerte que el que había experimentado en toda su vida, ni siquiera superado por la soledad que sentía en la negrura del espacio exterior.
Usando el teclado, cambió al canal que usaba la spetsnaz para seguir a sus agentes sobre el terreno.
—... quiero que me dejen en paz —moduló una voz femenina en perfecto ruso.
—¿Dejar una fuerza de asalto quirúrgica a sus anchas en Rusia? —preguntó Rossky riendo. Obviamente se estaba comunicando con su presa a través de su teléfono móvil, mediante una conexión del Centro de Operaciones o de la comisaría de policía local.
No somos una fuerza de asalto —sostuvo la mujer.
—Los vieron entrar en el palacio presidencial con el comandante Pentti Aho...
El nos facilitó el transporte. Hemos venido para averiguar quién asesinó a un empresario británico...
—El informe oficial y el cadáver fueron entregados a la Embajada británica.
—El cuerpo había sido incinerado —observó la mujer—. Los británicos no aceptan que hubiera fallecido de un ataque al corazón.
—¡Y nosotros no aceptamos que fuera un empresario! Tienen nueve minutos para entregarse o reunirse con su amigo muerto. Así de sencillo.
—Nunca nada es así de sencillo —irrumpió Orlov.
Sólo el débil crujido de la electricidad estática llenó la línea durante lo que pareció un rato muy largo.
—¿Con quién estoy hablando? —preguntó la mujer.
—Con el oficial militar de más alto rango de San Petersburgo —respondió Orlov, dedicándoselo más a Rossky que a la mujer—. Y ahora ¿quién es usted? Ahórrenos el disfraz. Sabemos cómo ha llegado hasta aquí y desde dónde.
—Muy bien —replicó la mujer—. Somos oficiales COMINT, es decir, oficiales de comunicaciones de la inteligencia. Trabajamos con el ministro de Defensa Niskanen en Helsinki.
—¡No es cierto! —vociferó Rossky—. ¡Niskanen no arriesgaría sus recursos para desenterrar un cadáver!
—El DI6 no podía estar de acuerdo con un procedimiento de acción —explicó la mujer—, de modo que consultaron con la CIA y con el ministro de Defensa. Estimaron que sería más prudente que mi colega y yo entrásemos en el país e intentásemos descubrir por qué lo mataron; y, una vez hecho esto, intentásemos llegar a un acuerdo para evitar represalias.
—¡Bobadas! —le espetó Rossky—. Habrían tomado un vuelo directo con pasaportes falsos y entrado rápido para presentar su caso. Vinieron en un minisubmarino porque no querían que los vieran en el aeropuerto. ¡Está usted mintiendo...!
—¿Qué ruta cruza el golfo de Botnia? —preguntó Orlov.
—La ruta dos —respondió la mujer.
—¿Cuántas provincias hay en Finlandia?
—Doce.
—¡Eso no demuestra nada! —exclamó Rossky—. ¡Ha ido a la escuela!
—Eso es cierto. En Turku, donde me criaron.
—¡Estamos perdiendo el tiempo! —añadió Rossky—. Se encuentra ilegalmente en nuestro país y en cuatro minutos mis fuerzas la cercarán.
—Si me encuentran.
—El teatro Kirov está a su izquierda, en la posición de las diez en punto. Y hay un Mercedes verde detrás de usted. Si intenta huir le dispararemos.
Se produjo otro silencio. Aunque la mujer había retirado los transmisores del coche, Orlov sabía que probablemente no había notado el teléfono móvil del maletero. La línea se mantenía abierta cuando un agente estaba trabajando. Los detectores de transmisores no lo detectaban, pero les permitía triangular la posición del coche en cualquier momento.
La mujer dijo tranquilamente:
—Si algo nos ocurre, perderá la oportunidad de comunicarse directamente con su homólogo, señor... Me estoy dirigiendo al oficial superior, no al rufián.
—¿Diga? —inquirió Orlov, quien, a su pesar, reconocía que le gustaba cómo se había expresado la mujer.
—Creo, señor, que su rango es superior al del jefe militar de San Petersburgo. Creo que es usted el general Serguéi Orlov y que está al mando de la unidad de inteligencia de la ciudad. También creo que ganaría más poniéndose en contacto con su homólogo en Washington que ejecutándome y devolviendo mis cenizas al ministro de Defensa Niskanen.
Durante los dos últimos años, Orlov y su equipo habían intentado averiguar más sobre su «doble» en Washington, su imagen en el espejo. Un centro de inteligencia y crisis que funcionaba en buena medida como el suyo. Habían introducido topos en la CIA y el FBI para descubrir lo que pudieran, pero el Op-Center de Washington era más nuevo, más pequeño y resultaba más difícil infiltrarse en él. Lo que esa mujer ofrecía —porque era inteligente o estaba muy asustada— era algo que no podía permitirse dejar escapar.
—Es posible —admitió Orlov—. ¿Cómo se comunicaría con Washington?
—Póngame con el comandante Aho en el palacio. Lo arreglaré a través de él.
Orlov meditó la oferta durante un momento. A una parte de su ser le inquietaba colaborar con un invasor, pero a otra parte, más poderosa que la anterior, le satisfacía intentar la diplomacia en lugar de dar una orden que segu_ramente acabaría en derramamiento de sangre.
—Suelte al hombre que está reteniendo y le daré una oportunidad.
La mujer replicó sin vacilar:
—De acuerdo.
—¿Coronel? —inquirió Orlov.
—¿Sí, señor? —respondió Rossky con voz tensa.
—Que nadie se mueva a menos que yo dé la orden directa. ¿Lo ha comprendido?
—Lo he entendido perfectamente.
Orlov oyó un revuelo y los sonidos de una conversación amortiguada. No podía decir si procedía del coche o de la estación de metro del Instituto Tecnológico, donde Rossky había atrapado a sus ratas. En cualquier caso, sabía que el coronel no se quedaría de brazos cruzados, tenía que hacer algo para salvar las apariencias... y asegurarse de que los dos agentes no se salían con la suya.