VEINTINUEVE
Lunes, 15.10, Washington, D.C.
A Bob Herbert le encantaba estar ocupado, pero no tan ocupado como para no sentir deseos de que su silla de ruedas saliera disparada de Op-Center y no parase hasta llegar a su ciudad natal —«No, no esa Filadelfia»—, en el condado de Neshoba, no lejos de la frontera con Alabama.
Filadelfia no había cambiado mucho desde que él fuera niño. Le gustaba regresar y reflexionar sobre los tiempos felices. No eran necesariamente más inocentes, porque recordaba muy bien el caos que todo, desde los comunistas hasta Elvis Presley, causaba cuando era un chiquillo. Pero eran problemas que para él se desvanecían cuando se sumergía en un libro de cómics o cargaba con una carabina o una caña de pescar en el estanque.
Ahora su mensáfono le decía que Stephen Viens, de la Oficina Nacional de Reconocimiento, tenía algo que quería que viera y, después de concluir la redacción de un resumen para Ann Farris, impulsó la silla de ruedas hacia su despacho, cerró la puerta y llamó a la NRO.
—Por favor, dime que tienes fotos del agujero desnudo de Renova —dijo a través del interfono.
—Estoy seguro de que aún está cubierto de follaje —respondió Viens—. Lo que tengo es un avión al que la DEA le seguía el rastro. Salió de Colombia pasando por Ciudad de México hasta Honolulú, luego a Japón y a Vladivostok.
—Los cárteles de la droga están haciendo negocio en Rusia —comentó Herbert—. Eso no es noticia.
—No, pero cuando aterrizó en Vladivostok, teníamos un satélite en posición de espiarlo. Es la primera vez que veo a miembros de la spetsnaz descargar un avión.
Herbert se sentó muy erguido.
—¿Cuántos?
—Al menos una docena, vestidos con uniforme blanco de camuflaje. Y lo que es más, los embalajes fueron rápidamente cargados en camiones de la flota del Pacífico. Podríamos estar ante un multiservicio de venta de drogas.
Herbert recordó la reunión entre Shovich, el general Kosigan y el ministro Dogin.
—Podría ser más que una mera colaboración del ejército con la mafia. ¿Los camiones aún están ahí?
—Sí. Están cargando docenas de cajas. Uno ya está casi completamente lleno.
—¿Las cajas parecen equilibradas?
—Perfectamente. Son rectangulares, pero ambos extremos parecen igualmente pesados.
—Escúchalo con el AIM —ordenó Herbert—. Avísame si hay algo que traquetee.
—Lo haré.
—Y Steve, comunícame adónde van los camiones. Herbert colgó y llamó a Mike Rodgers.
Rodgers estaba fuera de su despacho y se detuvo al recibir la señal del mensáfono.
Cuando Herbert le puso al día, Rodgers comentó:
—De manera que los rusos están cooperando abiertamente con los señores de la droga. Bueno, de alguna parte tienen que obtener el dinero. Me pregunto...
—Discúlpame —se excusó Herbert cuando sonó su teléfono. Apretó el botón de manos libres en el reposabrazos de su silla de ruedas—. ¿Diga?
—Bob, soy Darrell. El FBI ha perdido a su hombre en Tokio.
—¿Qué ocurrió?
—Le disparó la tripulación del Gulfstream —le explicó McCaskey con sequedad—. Los japoneses perdieron a su tipo de las Fuerzas de Autodefensa en un fuego cruzado.
—Darrell, soy Mike —se identificó Rodgers—. ¿Algún herido en el avión?
—No, por lo que sabemos, aunque el personal de tierra no suelta prenda; están asustados.
—O sobornados —apuntó Herbert—. Lo siento, Dar. ¿Tenía familia?
—Padre. Veré si hay algo que podamos hacer por él.
—Muy bien.
—Supongo que sella el vínculo entre el avión y los traficantes de droga rusos —reconoció McCaskey—. Ni los colombianos están lo bastante locos como para mezclarse en un tiroteo en pleno aeropuerto internacional.
—No —replicó Herbert—, sólo disparan a los tipos que se supone que examinan el equipaje. Todos apestan y me encantaría soltar a Striker contra ellos.
Herbert colgó y tardó un segundo en reponerse. Estas cosas siempre asqueaban al oficial de inteligencia, más aún cuando había algún tipo de familia implicada.
Miró a Rodgers.
—¿Qué era lo que te preguntabas hace un minuto, general?
Rodgers estaba más sombrío que antes.
—Si esto tiene relación con lo que descubrió Matt. Nuestro genio acaba de tener una reunión con Paul y conmigo. Ha entrado en la nómina del Kremlin a través del Banco de Riad, que tiene unos diez mil millones de dólares en pagarés. Descubrió que habían contratado a algunos ejecutivos muy caros para el nuevo estudio de televisión del Ermitage y el Ministerio del Interior... gente sin archivos anteriores en ninguna parte.
—Lo que significa que alguien ha creado nombres e identidades falsas que puedan salir en nómina para pagar a la gente que trabaja en secreto en San Petersburgo.
—Exacto —confirmó Rodgers—, y también para comprar un montón de material de alta tecnología a Japón, Alemania y los Estados Unidos, cuyos componentes fueron enviados al Ministerio del Interior. Empieza a apestar a que Dogin ha llevado a cabo una operación de inteligencia muy sofisticada. Tal vez Oriol les ayude con el hardware orbital que estén empleando.
—Podría ser. 0 tal vez Dogin esté planeando hacer dinero vendiendo drogas suministradas por Shovich. No sería el primer líder mundial en hacer algo así, aunque sí el más importante. Podría hacer que la mierda se moviese alrededor del mundo en valijas diplomáticas por oficiales simpatizantes de su causa.
—Eso tiene sentido. Los diplomáticos sacan las drogas y regresan con mucho dinero.
—Así que esas cajas de Vladivostok son probablemente una parte del pastel. 0 drogas, o dinero, o ambas cosas.
—¿Sabes qué es lo realmente chocante? —preguntó Rodgers—. Que aunque Zhanin descubriera el pastel, no podría hacer nada. Si actuase podrían suceder dos cosas: una —prosiguió Rodgers—, aunque venciese a Dogin, la purga sería tan profunda y debilitaría tanto al presidente ruso, que asustaría a los inversores extranjeros, tan indispensables para reconstruir el país. Resultado: Rusia acabaría peor de lo que está. Dos —continuó Rodgers—, Zhanin obligaría a sus enemigos a atacar antes de que estén preparados, provocando una larga y cruenta revuelta con armas nucleares en sabe Dios qué manos. Nuestro principal interés es el mismo que en Panamá bajo Noriega o en Irán bajo el Sha: la estabilidad, no la legalidad.
—Bien dicho. Entonces ¿qué crees que hará nuestro presidente?
—Precisamente lo que hizo anoche: nada. No puede informar a Zhanin por miedo a que haya filtraciones, y no puede ofrecerle ayuda militar; ya descartamos esa opción. De todos modos, cualquier tipo de acción preventiva encierra peligro. No querrás forzar a Dogin y a sus amigos a pasar a la clandestinidad, donde constituirían una terrible amenaza.
—¿Y cómo explicará el presidente a la OTAN que no está haciendo nada? Son un puñado de cobardes, pero querrán batir sus sables.
—Tal vez los batan —exclamó Rodgers—, o por lo que conozco a Lawrence, podría ampararse en el neoaislacionismo e instar a la OTAN a que se comprometa. Eso concuerda con el talante del público norteamericano. En especial después de la bomba del túnel.
Mientras Herbert estaba allí sentado, tamborileando con los dedos en el reposabrazos de piel, sonó el teléfono del escritorio. Miró el número de identificación en la pantallita de la base. Era la NRO. Apretó el botón de manos libres para que Rodgers pudiera oírlo.
—Bob —dijo Stephen Viens—, aún no tenemos tu lectura del MM, pero vimos al primer camión salir del aeropuerto. Fue directo a la estación de ferrocarril de Vladivostok.
—¿Qué tal tiempo hace allí? —preguntó Herbert.
—Horrible, ése es probablemente el motivo de que se dirigieran al tren. Está cayendo una fuerte nevada. Hay tormenta en toda la región y se supone que seguirá así al menos durante cuarenta y ocho horas.
—Así que Dogin o Kosigan decidieron transportar la mercancía de un avión averiado al tren. ¿Ves algo en la estación?
—No. El tren está dentro de la terminal, pero hemos comprobado el horario de salidas y estaremos atentos a cualquier convoy que salga fuera de horario.
—Gracias —dijo Herbert—. Manténme informado.
Cuando Viens colgó, el oficial de inteligencia pensó en el cargamento como un blanco ISA: identificable, susceptible de ser seguido, atacable.
—Y es importante —murmuró Herbert entre dientes.
—¿Qué es importante? —preguntó Rodgers.
—Decía que obviamente el cargamento es importante. Si no, hubieran esperado a que pasara la tormenta.
—Estoy de acuerdo contigo, y no sólo es de vital importancia, también está al descubierto.
Herbert tardó un momento en oír realmente lo que Rodgers había dicho. Frunció el ceño.
—No, Mike, no está al descubierto. Se está internando en Rusia, a miles de kilómetros de cualquier frontera amiga. No es un saltito y de regreso a Finlandia.
—Tienes razón, pero también es el modo más rápido de cortarle las alas a Dogin. Muerto el perro, se acabó la rabia.
—¡Por Dios!, Mike, piénsalo bien. Paul cree en la diplomacia, no en la guerra. Nunca estará de acuerdo...
—No cuelgues —le interrumpió Rodgers.
Herbert esperó mientras Rodgers se dirigía al teléfono del despacho y llamaba al asistente ejecutivo de Hood.
—¿Pincha? ¿Paul aún está en la sesión de Táctica y Estrategia?
—Eso creo —contestó Benet.
Cuando su interlocutor colgó, Rodgers se dirigió a Herbert:
—Ahora mismo sabremos si está de acuerdo.
—Aunque consigas convencerlo, el CIC no lo aceptará ni en un millón de años.
—Ya han dado su beneplácito a una incursión de Striker en Rusia. Darrell y Martha tendrán que lograr que aprueben otra.
—¿Y si no lo consiguen?
Rodgers contestó con otra pregunta:
—¿Qué harías tú, Bob?
Herbert guardó silencio un buen rato.
—¡Dios mío!, Mike, ya sabes lo que haría yo.
—Los enviarías porque es la misión correcta y el equipo correcto y tú lo sabes. Mira, ambos echamos tierra sobre el ataúd de Bass Moore después de lo de Corea del Norte... Yo estaba en aquella incursión. He intervenido en otras misiones en las que hemos perdido hombres, pero eso no puede paralizarnos. Para eso creamos Striker.
Llamaron a la puerta y Herbert dejó entrar a Hood. Los ojos fatigados del director demostraron preocupación al fijarse en Herbert.
—No pareces muy contento, Bob. ¿Qué ocurre?
Rodgers se lo contó. Hood se sentó en la esquina de la mesa de Herbert, quien escuchaba, sin hacer comentarios, al general que le informaba acerca de la situación en Rusia y sus ideas sobre Striker.
Cuando acabó, Hood preguntó:
—¿Cómo crees que nuestros terroristas reaccionarían ante esto? ¿Sería romper nuestro trato con ellos?
—No. Ellos nos dijeron concretamente que no interviniéramos en Europa del Este, no en Rusia central. En cualquier caso, entraremos y saldremos antes de que se enteren.
—Bastante limpio —comentó Hood—. En cuanto a la pregunta más larga. Ya sabes lo que opino sobre emplear la fuerza en lugar de la negociación.
—Lo mismo que yo —intervino Rodgers—. Mejor disparar palabras que balas, pero no podremos hablar con ese tren que está en Vladivostok.
—Probablemente no, lo cual plantea otra cuestión. Supongamos que conseguimos la aprobación y mandamos a Striker a practicar un reconocimiento y descubrir qué contiene el tren. Llamémosle heroísmo. ¿Luego qué? ¿Lo capturas, lo destruyes o llamas a Zhanin para que envíe tropas rusas a luchar contra tropas rusas?
—Cuando tienes un zorro en el punto de mira, no bajas el rifle y llamas a los perros. Así es como se procedió con los nazis en Polonia, Castro en Cuba y los comunistas en Vietnam.
Hood movió la cabeza.
—Estás hablando de atacar a Rusia.
—Sí. ¿Acaso no nos han atacado ellos primero?
—Eso es distinto.
—Díselo a las familias de los muertos —espetó Rodgers acercándose a Hood—. Paul, no somos otra lucrativa agencia del gobierno para cubrir el expediente. Op-Center fue creada para hacer cosas, cosas que la CIA, el Departamento de Estado y el ejército no pueden hacer. Ahora se nos presenta una oportunidad. Charlie Squires convoca a Striker con el convencimiento de que tendrán que jugar con fuego; no es distinto a cualquier otro equipo de soldados de élite, desde la spetsnaz, a la guardia real de Omán, pasando por la guardia civil de Guinea Ecuatorial. Lo que tenemos que hacer, y lo que tenemos que pensar, es que si trabajamos bien y agudizamos el ingenio, podemos mantener en secreto la operación y salir victoriosos.
Hood miró a Herbert.
—¿Tú qué opinas?
Herbert cerró los ojos y se frotó los párpados.
—A medida que me hago viejo, cada vez me repugna más la idea de que mueran niños por intereses políticos. Pero el equipo Dogin-Shovich-Kosigan es una auténtica pesadilla y, nos guste o no, Op-Center está en primera línea.
—¿Y San Petersburgo? —preguntó Hood—. Habíamos decidido que bastaría con separar el cerebro del cuerpo.
—Este dragón es más grande de lo que pensábamos —intervino Rodgers—. Si le cortas la cabeza, el cuerpo puede seguir viviendo lo bastante como para causar graves daños. Esas drogas o ese dinero o lo que quiera que haya en el tren pueden tener ese efecto.
Herbert se acercó a Hood. Se colocó una mano sobre la rodilla.
—Pareces tan triste como yo, jefe.
—Y ahora sé por qué —repuso mirando a Rodgers—. Sé que no arriesgarías tu equipo a menos que creyeras que valía la pena. Si Darrell consigue convencer al CIC, haced lo que sea necesario.
Rodgers se dirigió a Herbert:
—Convoca una sesión de Táctica y Estrategia. Hay que trazar un plan para dejar el menor contingente de Striker en Helsinki, luego pensar en el modo más limpio y rápido de llevar a Striker hasta el tren. Transmite a Charlie cada paso del plan y asegúrate de que se siente a gusto con él.
—Oh, ya conoces a Charlie —comentó Herbert mientras giraba su silla de ruedas hacia la puerta—. Incluso si significara poner el culo en la línea de fuego, estaría dispuesto.
—Lo sé. El es el mejor de nosotros.
—Mike —dijo Hood—. Informaré al presidente de esto. Debo expresarte que no estoy convencido al ciento por ciento, pero te apoyaré.
—Gracias. ¿Qué más puedo desear?
Los hombres siguieron a Herbert.
Mientras se dirigía solo hacia el centro de mando de Táctica y Estrategia, el oficial de inteligencia se preguntaba por qué ningún asunto humano —ya fuera la conquista de una nación o el cambio de idea en la búsqueda de un amante— podía hacerse sin lucha.
Dicen que las dificultades hacen la victoria tan dulce, pero Herbert nunca se lo creyó. Desde donde estaba sentado, le habría gustado que las victorias fueran un poco más fáciles de vez en cuando...