VEINTIOCHO
Martes, 23.09, Moscú
Andréi Volko nunca se había sentido tan solo ni tan asustado. En Afganistán, incluso en los peores momentos, había compañeros, soldados, de quienes compadecerse. Cuando fue reclutado por «P» para trabajar para el DI6, sintió vértigo ante la idea de traicionar a su patria, pero le consoló pensar que su país le había abandonado después de la guerra y que tenía nuevos amigos en Gran Bretaña y aquí en Rusia, aunque no supiera quiénes eran. Sabía que de ese modo nadie se aprovecharía si lo capturaban y empezaba a cantar los nombres de otros agentes. Le bastaba con saber que pertenecía a algo y ese conocimiento lo sostuvo en los amargos años en que se vio obligado a tratar con las secuelas de una espalda que se había hecho trizas en un agujero dentro de una trinchera.
Pero el joven alto y corpulento no tenía respaldo alguno mientras se acercaba a la terminal. Durante la cena le había sobresaltado que le llamaran al teléfono que Fields-Hutton le había dado. El aparato se hallaba oculto dentro de un walkman, un objeto tan apreciado en Rusia que tenía una excusa para llevarlo siempre consigo. Su contacto sin nombre le había informado de la muerte de Fields-Hutton y de otro agente y le había recomendado que saliera para San Petersburgo en las siguientes veinticuatro horas, donde recibiría nuevas instrucciones. Cuando se alejaba, vestido precipitadamente sólo con lo puesto, el walkman y las divisas norteamericanas y alemanas que Fields-Hutton le había suministrado para una emergencia semejante, Volko ya no se sentía como si le respaldara Gran Bretaña. Llegar a San Petersburgo iba a ser una tarea solitaria y difícil, y ni siquiera ahora estaba seguro de lograrlo. No tenía coche y volar desde uno de los pequeños aeropuertos, como Bykovo, era arriesgado. Su nombre ya estaría en todos los mostradores y los agentes podían pedirle dos documentos de identidad en lugar del único falso que tenía. Su única oportunidad era tomar el tren a San Petersburgo.
Fields-Hutton le había dicho una vez que si por algún motivo tenía que salir de la ciudad, no fuera directamente a los aeropuertos o al tren. El no era tan rápido como un fax. El entusiasmo entre los dependientes tendía a desvanecerse a medida que se acercaba la comida o la última hora de la tarde. Así que había caminado por las calles hasta ahora como si tuviera un destino concreto, cuando no tenía ninguno, mezclándose con el decreciente número de personas que volvían a casa desde el trabajo o desde las tiendas de alimentos, y se había encaminado a la estación de metro más próxima, dando un rodeo desde su apartamento en Prospekt Vernadskovo por callejuelas en las que se vendían productos del mercado negro desde furgonetas. Desde allí viajó en el atestado tren hasta la parada de metro de Komsomólskaia, con su peculiar pórtico columnado, su cúpula facetada y su mayestático pináculo, en el noreste de la ciudad. Caminó durante casi una hora antes de dar un paseo hasta la estación de San Petersburgo, que comunicaba con la ciudad del Neva, Tallinn y todos los puntos septentrionales de Rusia.
El ferrocarril de seiscientos cuarenta kilómetros de recorrido que conectaba Moscú con San Petersburgo había sido diseñado por el ingeniero y teniente norteamericano George Washington Whistler, padre del pintor James McNeill Whistler, y construido por campesinos y presidiarios a quienes el personal del ferrocarril trataba a latigazos y obligaba a trabajar durante prolongadas jornadas en condiciones, a menudo, infrahumanas. Poco después, en 1851, se construyó la estación Nikoláievsk. Ahora se la conocía como la estación de San Petersburgo; era la terminal más antigua de Moscú y una de las tres estaciones situadas en la bulliciosa plaza Komsomólskaia. En el rincón izquierdo de la plaza se levantaba la modernista estación Yaroslavl, construida en 1904, que era la última parada del tren Transiberiano. A la derecha estaba la estación Kazan, una colección de edificios barrocos acabados en 1926, desde la cual parten trenes hacia los Urales, Siberia occidental y Asia central.
La estación de San Petersburgo se levantaba junto al pabellón Komsomólskaia, justo al noroeste de la estación Yaroslavl. Al acercarse, Volko se secó el sudor de la frente con la manga y se apartó el largo cabello rubio opaco de la cabeza. «Calma —pensó—, tienes que actuar con calma.» Esbozó una gran sonrisa en su boca generosa y amable, como un hombre que sale para reunirse con su amante, aunque sabía que la sonrisa no se reflejaba en sus ojos. Sólo esperaba que nadie lo mirase con el detenimiento suficiente para darse cuenta.
Volko dirigió sus grandes y tristes ojos marrones al alto e iluminado reloj de la torre. Eran más de las once. Los trenes salían cuatro veces al día, desde las ocho de la mañana hasta la medianoche, y el plan de Volko era comprar un billete para el último tren y observar si los pasajeros eran interceptados por la policía. Si así ocurría, tenía dos opciones. Una era entrar en conversación con otro pasajero mientras se dirigía hacia el tren, pues la policía estaría buscando a un hombre que viajaba solo. La otra opción era acercarse osadamente a uno de ellos y preguntarle alguna dirección. Fields-Hutton le había dicho que los agentes que intentan evadirse en un entorno que se mueve de prisa sólo consiguen atraer la atención y que la naturaleza humana ignoraba a la gente que parecía no tener nada que ocultar.
Incluso a esa hora había largas colas en las taquillas de la estación y Volko se colocó en una del centro. Había comprado un periódico y lo miraba durante la espera sin realmente asimilar lo que leía. La fila se eternizaba, pero a Volko, un hombre por lo general impaciente, no le importó. Cada minuto que seguía en libertad le daba más confianza y también significaba que pasaría menos tiempo cautivo en el tren antes de que partiera.
Compró el billete sin incidentes y aunque los oficiales de policía vigilaban a la gente que entraba y salía e interrogaban a unos pocos hombres que viajaban solos, no pararon a Volko.
«Vas a conseguirlo», se dijo. Pasó bajo el decorado arco que conducía al andén, donde le esperaba el expreso Flecha Roja. Los diez vagones databan de antes de la primera guerra mundial; tres estaban recién pintados, uno de rojo vivo, otro verde, aunque no habían perdido su antiguo encanto. Un grupo de turistas aguardaba de pie junto al penúltimo vagón. Los mozos de cuerda habían apilado su equipaje con desorden y unos soldados revisaban sus pasaportes.
«Me buscan, sin duda», pensó Volko mientras pasaba delante de ellos. Subió al tren un vagón antes de los turistas y se sentó en uno de los asientos menos cómodos. Se dio cuenta de que debía haber traído una maleta; que alguien viajara a una ciudad tan lejana sin al menos una muda, podía despertar sospechas. Miró a su alrededor mientras el vagón se llenaba y vio a un hombre que estaba subiendo varias bolsas a la estantería del equipaje. Se sentó bajo una de ellas, junto a la ventana.
Sentado con el periódico en el regazo y el walkman en el bolsillo de la chaqueta, por fin Volko se permitió relajarse. Entonces fue cuando el departamento enmudeció a su espalda y sintió la fría boca de una pistola Makarov contra la nuca.