46

Hanara y los otros esclavos se habían pasado dieciocho días con sus noches encadenados a la parte de atrás de un carruaje cubierto. Durante el día caminaban detrás del vehículo, que avanzaba hacia Arvice. Por la noche dormían allí donde se detenía el carro, en un suelo que a veces estaba cubierto de barro, a veces de tierra seca y a veces de duros adoquines. Hanara se alegraba de que estuvieran en verano y las noches fueran relativamente templadas, aunque el agotamiento causado por caminar toda la jornada le habría ayudado a dormir aunque hiciera frío.

Les daban agua dos veces al día, así como las sobras que les regalaban en las fincas en que se alojaban. Unas veces era pan duro; otras, sopa rancia, aguada y fría; y otras, la costra de comida que quedaba pegada en el fondo de las cacerolas.

Tres hombres viajaban en el carruaje: el cochero, que también se ocupaba de los prisioneros, y dos hombres libres que Hanara solo alcanzaba a entrever cuando subían o bajaban del vehículo. En ocasiones se imaginaba que Takado iba también en el carro. Si era verdad, nunca se apeaba por la noche ni hablaba en voz lo bastante alta para que los esclavos lo oyeran. De cuando en cuando, Hanara tenía que contenerse para decirle algo en alto a Takado, como que habían llegado a las afueras de Arvice, o que se encontraban ante las altas murallas del Palacio Imperial.

«No va en el carruaje —se dijo Hanara con firmeza—. Me han apartado de él, por lo que no cuenta con un esclavo fuente leal a quien extraer energía si se presenta la oportunidad. Quizá se haya quedado en la finca donde nos hicieron prisioneros, o ya esté en el palacio. O tal vez ha sido lo bastante astuto para convencer a alguien de que lo dejara escapar».

El carruaje giró bruscamente para pasar por una abertura situada en un lado de la muralla del palacio y entró en un patio pequeño. Las puertas se cerraron tras él con un golpe retumbante. Las flanqueaban dos esclavos altos y musculosos con una lanza en la mano. Los dos hombres libres bajaron del carruaje y hablaron con el esclavo de palacio que se acercó para inclinarse ante ellos. La cinta que llevaba en la cabeza indicaba que era de categoría superior a la de los custodios de la puerta. Se levantó, dio una serie de órdenes con sequedad, y tres esclavos de rango inferior salieron de una puerta. Se acercaron y, cuando el cochero desenganchó del carruaje las cadenas que sujetaban a los prisioneros, cada uno agarró una. Hanara fue llevado al interior del palacio a empujones, seguido por los esclavos de Asara y Dachido.

Tras un largo recorrido por pasillos oscuros, los hicieron bajar una planta y luego otra, hasta llegar a unas galerías subterráneas. Los magos habían desaparecido. El aire estaba cargado de humedad y se respiraba una mezcla de olores cada vez más desagradables que acabó por convertirse en un hedor asfixiante a excrementos, sudor y moho. Las puertas junto a las que pasaban ya no eran de madera, sino de barrotes metálicos a través de los que se vislumbraban hombres y mujeres de edades distintas, unos vestidos como esclavos, y otros con ropa fina pero sucia.

«¿Van a encerrarnos aquí? —se preguntó Hanara. Se esforzaba en vano por no pensar en el futuro, pero a menudo se sorprendía a sí mismo especulando sobre si lo ejecutarían cuando llegara allí donde lo llevaban sus captores—. Si tuvieran la intención de matarme, seguramente ya lo habrían hecho». O sea que debían de querer algo de él. O tal vez acabaría con un amo nuevo. Se planteó si, en ese caso, intentaría escapar y encontrar a Takado. Tal vez solo lo haría si averiguaba el paradero de su amo.

«No será como en Mandryn —pensó—. No habrá ninguna perspectiva de libertad que me tiente. Mi lugar está junto a Takado». Sonrió cuando el orgullo y la sensación de larga-vida se apoderaron otra vez de él.

Llegaron finalmente a una cámara grande donde los obligaron a tumbarse boca abajo en el suelo frente a un esclavo bastante gordo y de alto rango.

—¿A quién pertenecen estos? —gruñó el hombre.

—A los rebeldes ichanis.

—¿Cuál es el de Takado?

—Este.

—Hay que interrogarlo. Lleváoslo arriba. A los otros encerradlos en celdas de espera.

Cuando levantaron a Hanara para que se pusiera de pie, vio que conducían a los esclavos de Asara y Dachido a través de una puerta. Ellos no volvieron la vista. A él lo hicieron salir por la misma puerta por la que había entrado al pasillo que ya habían recorrido.

Entonces iniciaron un ascenso interminable. Escaleras y pasillos seguidos por más escaleras y pasillos. En cada planta el aire era más fresco y las paredes más blancas que en la anterior. Sin embargo, esto solo hacía que el nudo de terror que sentía en el estómago se tornara más grande y apretado. El ruido metálico de sus cadenas sonaba más fuerte cuanto más silenciosos eran los pasillos.

En lo alto de otra escalera más, un esclavo fornido apareció para cerrarles el paso.

—¿Quién? —preguntó.

—El esclavo de Takado.

El hombre miró a Hanara con los ojos entornados.

—Sígueme.

Aunque a Hanara lo invadió una sensación de alivio y libertad cuando el primer esclavo le soltó el brazo y el nuevo no lo agarró de nuevo, sabía que era una ilusión. Si intentaba echar a correr, lo atraparían y le pegarían una paliza. De modo que siguió obedientemente al nuevo esclavo. Los pasillos estaban decorados con esculturas y tapices, y había algunas escenas coloridas pintadas en las paredes mismas.

Se detuvieron frente a una puerta de madera tallada. El esclavo llamó con unos golpes suaves. Cuando la puerta se abrió ligeramente, Hanara entrevió un rostro y un ojo.

—El esclavo del ichani Takado —murmuró su nuevo guía.

La puerta se cerró y ellos se quedaron esperando. Hanara examinó los adornos de las paredes, intentando ralentizar el ritmo de su respiración y su pulso. Cuando la puerta se abrió de nuevo, dio un respingo, y toda la serenidad que había conseguido reunir se evaporó.

Antes de que pudiera echar un vistazo a la habitación que había al otro lado, se encontraba dentro.

—Así que eres el esclavo del ichani Takado —resonó una voz.

El hombre que había hablado estaba sentado en una de las muchas bancas dispuestas a lo largo de las paredes. Su chaqueta corta, que relucía por el oro y las joyas que la cubrían, hacía juego con los muebles elaboradamente decorados de la estancia. Hanara se arrojó al suelo.

«¡El emperador! ¡Tiene que ser el emperador!». No se atrevió a responder. El hombre había pronunciado la frase como una afirmación, no como una pregunta.

—Levántate —dijo.

Con renuencia, pero no tan despacio como para irritar al emperador, Hanara se puso de pie. No despegaba los ojos del suelo.

—Acércate.

Obligó a sus piernas a moverse, y estas obedecieron, aunque amenazaban con paralizarse en cualquier momento. Como la orden de detenerse no llegaba, acabó a solo dos o tres pasos del soberano sentado, sin atreverse a levantar la vista por miedo a lo que le ocurriría si osaba mirar siquiera los zapatos del hombre.

—De rodillas.

Hanara se dejó caer al suelo, y el entrechocar de sus cadenas retumbó en la sala. El impacto le estremeció el espinazo y le contusionó las rodillas, pero olvidó el dolor en cuanto notó que unas manos le apretaban los lados de la cabeza.

«Claro —pensó—. Eso es lo que quieren de mí: información sobre Takado, sobre todo lo ocurrido. Pues muy bien, le mostraré lo astuto que fue Takado, lo deseoso que estaba de ayudar a Sachaka».

En efecto, el emperador Vochira rebuscó en la mente de Hanara, seleccionando hábilmente recuerdos del viaje de Takado por Kyralia, la estancia de Hanara en Mandryn, el retorno de Takado y todas las etapas de la guerra, desde el llamamiento a sus aliados potenciales hasta la mañana en que, al ver al ejército kyraliano entrar en Sachaka, Takado y los dos amigos que le quedaban habían dejado a un lado sus planes de desaparecer para advertir a Sachaka de la invasión inminente y ayudar a repeler a los invasores. «¿Lo veis? —pensó Hanara, sin poder evitarlo—. Sus motivos no son egoístas. ¡Siempre ha ambicionado lo mejor para Sachaka!». Notó que volvía la sensación de larga-vida.

Pobre necio, dijo el emperador Vochira en su mente, haciendo añicos la sensación. Se sabe desde hace siglos que Sachaka no podía correr el riesgo de entrar en guerra con Kyralia o Elyne. Cuando conquistamos esos países, pocos de sus habitantes eran magos. Bajo nuestro dominio e influencia adoptaron nuestras costumbres y surgieron muchos, muchos magos más. Por eso mi predecesor les concedió la independencia hace tanto tiempo. Desde entonces hemos gozado de una paz beneficiosa. Si al menos Takado me hubiera hablado de sus planes, se lo habría explicado.

Pero Hanara sabía que Takado nunca había respetado al emperador lo suficiente para permitir que vetara su plan maestro. Al principio, la mayoría de sus aliados habían sido ichanis, proscritos que detestaban al emperador y a cualquiera que ocupara una posición de poder en Sachaka.

¿Por qué no se lo dijisteis?, preguntó Hanara. ¿Por qué nunca se lo explicasteis?

¿Me habría escuchado? ¿Me habría creído?

Hanara no pudo evitar que un «no» traicionero se formara en su mente.

Era una información que solo se revelaba en caso necesario a aquellos que merecían nuestra confianza. No queríamos que Kyralia y Elyne descubrieran que eran más fuertes de lo que creían. Dudo que le hubiera confiado el secreto a Takado voluntariamente, aunque me hubiera consultado. No creo que me hubiera obedecido. Es desleal y rebelde por naturaleza.

Fue leal con sus amigos, señaló Hanara.

Amigos que ahora están muertos. La ira del emperador Vochira era palpable. El hombre hacia quien demuestras tanta lealtad le ha hecho tanto daño a un país aliado que quizá nunca dejemos de ser enemigos. Ha llevado a la muerte a la mitad de los magos de este país. Ha obligado a los kyralianos a descubrir fortalezas que no sabían que poseían, les ha regalado una victoria que no esperaban, les ha infundido seguridad y les ha proporcionado una razón para vengarse por todo el mal que les ha hecho.

¡No era su intención! ¡No pretendía perder! ¡Al menos tuvo el valor de intentarlo!

El valor de un ignorante codicioso, desleal e insensato. La voz mental del emperador Vochira se tiñó de algo más aterrador que la ira: sombría resignación. Nos ha condenado. Y yo también, por no haber conseguido pararle los pies. Los kyralianos pronto llegarán a Arvice. Se enfrentarán a lo que queda del ejército sachakano y lo derrotarán. Dentro de unos días, nosotros seremos los conquistados, y ellos los conquistadores. Solo entonces sabremos hasta dónde llegan sus ansias de venganza. Y todo por culpa de tu amo. Takado el Traidor. Así es como será conocido de ahora en adelante. ¿Sigues teniendo la sensación de larga-vida, Hanara, esclavo del Traidor?

No pudo evitarlo. Buscó la sensación en su interior y notó que chisporroteaba y se apagaba. Ocupó su lugar un vacío insoportable que lo arrastraba hacia la desesperación. Se percató de que era peor que si hubiera descubierto que Takado había muerto. Al menos eso habría permitido a Hanara recordar a su amo con orgullo. Pero ¿estaba muerto Takado?

No, respondió el emperador. Aunque me gustaría darme la satisfacción de matarlo yo mismo, debo renunciar a ello con la esperanza de que entregarlo a los kyralianos ayude a salvar algo de lo que queda de Sachaka.

Cuando él muera, ¿me avisaréis?

El emperador guardó silencio y Hanara sintió un atisbo de sorpresa. ¿Y quizá también de envidia?

Daré la orden de que se te permita estar presente cuando lo entreguemos. Es todo lo que puedo ofrecerte.

Gracias, susurró Hanara, pero no supo si el hombre lo había oído.

La presencia de la mente del emperador se esfumó, y Hanara notó que el hombre apartaba las manos de su cabeza.

—Lleváoslo —dijo Vochira, con la voz ronca de desprecio.

Hanara mantuvo la mirada fija en el suelo mientras unas pisadas se le acercaban a toda prisa por detrás. Alguien lo asió del brazo y se lo llevó de allí. Él no opuso resistencia, pues estaba asimilando la noticia de que su amo había ocasionado la caída de Sachaka, y alimentando la esperanza de que Takado lograra escapar para liberar a su patria de los kyralianos.

Jayan advirtió que las fincas sachakanas junto a las que pasaban se habían reducido en extensión a lo largo de los últimos días. Había aprendido a distinguir cuándo una valla era una línea divisoria además de una barrera para el ganado. Sin embargo, aunque el terreno comprendido en cada finca era cada vez más pequeño, el tamaño de los edificios aumentaba a ojos vistas.

«Es obvio que nos acercamos a Arvice, pero todo está desierto —pensó—. Este silencio resulta… inquietante». Se había sentido tenso e intranquilo desde que habían emprendido la marcha por la mañana.

—Anoche oí un rumor sobre ti —dijo alguien detrás de él.

Jayan reconoció la voz de Narvelan, pero resistió el impulso de volverse hacia él.

—¿De qué se trata esta vez? —preguntó Dakon.

Narvelan se rio. A Jayan le rechinaron los dientes al oírlo. El desenfado y la jovialidad de Narvelan parecían fuera de lugar, y contrastaban dolorosamente con la actitud del resto del ejército. «Estamos a punto de librar nuestra batalla final contra nuestro antiguo enemigo, y él se comporta como si estuviéramos dando un agradable paseo a caballo bajo el sol».

—Escuché sin querer a unos magos que hacían conjeturas sobre si tuviste algo que ver con el envenenamiento de esos dos magos —dijo Narvelan—. Se preguntaban si los habías oído criticarte por tener demasiados escrúpulos respecto a matar esclavos.

—Entiendo —dijo Dakon sin alterarse—. ¿Y no se dieron cuenta de lo irónico que resulta sospechar que alguien cometió un acto tan poco escrupuloso por haber sido acusado de tener demasiados escrúpulos?

Narvelan rio entre dientes.

—No me paré a preguntárselo. ¿Has notado que alguien te trate ahora con más… respeto?

—No.

Jayan sacudió la cabeza, pero entonces recordó lo callados y obedientes que habían estado los criados aquella mañana, cuando Dakon y él supervisaban la preparación del desayuno. Como precaución, habían mantenido a algunos rasuks con vida para darles a probar muestras de comida y comprobar si las aves sufrían el efecto de algún veneno. Asimismo, mezclaron alimentos obtenidos de fincas diferentes, con la esperanza de que si uno de ellos estaba contaminado, se diluyera lo suficiente para no resultar letal.

—Ah —dijo Narvelan—. Por fin han salido a recibirnos.

El mago pasó galopando junto a Jayan en dirección al rey y Sabin. Al dirigir la mirada más lejos, Jayan vio que los muros de las fincas que se encontraban más adelante ya no estaban apartadas del camino, sino que lindaban con él. Los tejados y las plantas superiores de los edificios situados dentro de su perímetro eran lo único que resultaba visible, y parecían indicar que casi toda la superficie estaba destinada a viviendas y otras estructuras.

Allí donde se alzaban los primeros muros, un camino se cruzaba con el sendero por el que avanzaban, y había varias personas alineadas a lo largo de él. El sol se reflejaba en la ropa enjoyada y adornada. Cuando Jayan los contó, advirtió que había más magos en aquella fila que en todo el ejército kyraliano. Se le cayó el alma a los pies.

Sin embargo, cuando se encontraba más cerca de los sachakanos, se fijó en otros detalles. Muchos eran ancianos encorvados y canosos. Otros eran tan jóvenes como un aprendiz novato. Unos pocos eran tullidos a los que les faltaba alguna extremidad o que llevaban un bastón. Las escasas mujeres que había entre ellos parecían aterrorizadas o bien tenían un aire de determinación, y en su mayoría se encontraban cerca de un hombre de su edad o lo bastante mayor para ser su padre.

Jayan intercambió una mirada descorazonada con Dakon. Saltaba a la vista que casi un tercio del enemigo no estaba en condiciones de luchar.

«Qué espectáculo tan lastimoso —pensó Jayan—. Pero en vez de alivio por tener más posibilidades de ganar, siento pena por estos sachakanos. Y no puedo evitar admirarlos por estar dispuestos a defender su ciudad».

El mago Sabin y Dem Ayend cabalgaban a los lados del rey, muy cerca de él. Errik pasaba la vista del uno al otro mientras hablaban, con las cejas juntas en una expresión ceñuda. El ejército aflojó el paso al acercarse a la línea de sachakanos, para detenerse por fin a menos de veinte pasos largos de distancia. Para entonces los líderes habían interrumpido su conversación. Se quedaron contemplando al enemigo durante un rato largo, hasta que el rey hizo avanzar su caballo unos pasos.

—Magos de Sachaka —dijo en voz muy alta—. Sabemos que no todos apoyabais la invasión de Kyralia por parte de Takado. Si os rendís, si podéis demostrar que no erais partidarios de Takado y sus aliados, si colaboráis con nosotros sin ofrecer resistencia, os perdonaremos la vida.

Nadie respondió. Ningún sachakano dio un paso al frente o abandonó la fila. Jayan permanecía alerta, esperando.

—Adelante, entonces —gritó uno de ellos—. Habéis venido a buscar pelea. Pelead, pues. ¿O pensáis aguardar a que muramos de viejos?

Un débil murmullo de risas nerviosas recorrió la línea enemiga. Jayan vio algunas sonrisas tensas.

—¿Habláis en nombre del emperador? —preguntó el rey.

—El emperador está esperando en el Palacio Imperial. Si llegáis hasta allí tal vez os conceda un momento de su tiempo.

El mago Sabin avanzó hasta situarse junto al caballo del rey.

—Creo que no nos queda otra alternativa —le oyó decir Jayan.

—No —convino el rey—. Y no hemos venido hasta aquí para nada.

Alzó una mano con la palma hacia fuera para indicar que las tropas debían tomar sus posiciones. Un destello deslumbró a Jayan, pues uno de los sachakanos había interpretado el gesto como la señal de inicio de la batalla. El azote estalló contra un escudo, y Sabin contraatacó con otro rayo. Mientras el ejército kyraliano se desplegaba en formación, separándose en grupos tanto por costumbre como por motivos estratégicos, el aire entre los dos bandos empezó a vibrar con una magia relampagueante.

Cuando Dakon se apartó para ocupar su lugar habitual entre los asesores y los líderes, Jayan encontró a Everran y a Avaria cerca y les cedió su energía a ambos. Notó que no sentía miedo ni seguridad, sino únicamente la misma inquietud que lo había acosado durante toda la mañana.

Aproximadamente en el mismo momento en que caía el primer sachakano, Jayan agotó su energía.

A diferencia de los demás combatientes, él solo había participado en un asalto a una finca. Hasta Dakon tenía más energía, pues había absorbido la del mago que había muerto envenenado. «Debo de ser el mago kyraliano más débil de todos los que estamos aquí. Es curioso que nadie haya puesto en duda mi decisión de no matar esclavos, y en cambio la de Dakon sí».

Se quedó al amparo del grupo de Everran y Avaria. En vez de sentirse como un inútil, como había temido que le pasara cuando llegara ese momento, tenía la sensación de que en realidad no estaba allí. Las lecciones que el ejército de Takado había aprendido no habían llegado hasta Sachaka. «¿Dónde está Takado? —se preguntó Jayan—. ¿Por qué no está dirigiendo esta última defensa desesperada? No me cuesta creer que el emperador Vochira esté escondido mientras otros luchan por él, pero creo que Takado se enfrentaría a nosotros si tuviera la oportunidad. Pese a su crueldad, tenía dignidad y orgullo por su patria».

Si el rey estaba en lo cierto respecto al número de magos con que contaba Sachaka antes de la guerra, debía de haber más en algún otro lado. Tenían enfrente una hueste nutrida, pero que no llegaba al centenar de efectivos. Y algunos no parecían capacitados para aprender magia. Quizá solo habían liberado su energía y les habían enseñado a descargar azotes en los últimos días. Quizá ni siquiera habían alcanzado un control absoluto sobre sus poderes.

Al volverse, Jayan vio a los aprendices y criados esperando unos pasos más atrás, lo máximo que se habían atrevido a acercarse a la batalla, para que el ejército pudiera protegerlos si los atacaban. Los aprendices seguramente habían recuperado suficiente energía durante la noche para desviar algunos azotes, pero no un ataque concentrado lanzado por magos superiores.

—¿Qué están…? —exclamó lord Everran en voz baja.

Cuando Jayan se volvió hacia él, vio que tenía los ojos puestos en los sachakanos, y siguió la dirección de su mirada.

La línea enemiga se había dispersado. Los sachakanos corrían hacia los lados, o se alejaban por el camino principal. Desaparecían en los portales, aunque algunos caían alcanzados por azotes antes de llegar.

«Están huyendo».

Basándose en el número de cadáveres que yacían en el suelo, Jayan calculó que habían aniquilado a un tercio de las tropas sachakanas. Vio que los líderes y asesores del bando kyraliano estaban hablando entre sí, y aguzó el oído.

—Supongo que ya está —dijo el rey Errik, mirando a Sabin—. ¿Los perseguimos?

Sabin sacudió la cabeza y respondió algo en un tono inaudible.

—Entonces, dirijámonos hacia el Palacio Imperial —concluyó el rey.

Everran se enderezó y luego bajó la vista hacia el anillo que llevaba.

—Mantengamos activados los escudos. Permaneced alerta y en guardia por si nos han tendido una emboscada.

—No me queda magia —le dijo Jayan a Everran por lo bajo.

El mago asintió.

—Cabalga conmigo al frente de las filas, y yo nos escudaré a los dos.

Jayan asintió en señal de que había comprendido. El ejército formó un círculo protector en torno a los criados y todos emprendieron la marcha, los aprendices lo más cerca posible de sus maestros.

Una vez más, se sumieron en un silencio tenso. Los muros elevados y blancos se alzaban ante ellos, imponentes y amenazadores, y Jayan sabía que no era el único al que le preocupaba lo que encontrarían al otro lado.

—¿Cómo te va?

Volvió la mirada y vio a Tessia cabalgando detrás.

—Bien —dijo—, salvo porque no me queda magia. ¿Cómo está Dakon?

—Mejor de lo que esperaba.

El ejército avanzaba despacio y con cautela. La calzada discurría entre paredes blancas que se extendían hacia los edificios brumosos que se elevaban a lo lejos. Cruzaron varias calles perpendiculares, todas desiertas. Al principio, se oía algún grito que otro cuando alguien avistaba una cara, un brazo o una sombra de aspecto humano por encima de las paredes, pero al cabo de un rato dejaron de percibir señales de vida, o quizá ya nadie se molestaba en llamar la atención sobre ellas.

Los edificios lejanos aparecían cada vez más grandes y definidos. Empezaban a apreciarse sus grandes dimensiones y su majestuosidad. Tessia se preguntó si uno de ellos era el Palacio Imperial.

De pronto, todo estalló con una ráfaga de luz y un estruendo ensordecedor.

Se oyeron gritos de sorpresa y alaridos tanto humanos como de los caballos. La pared más próxima a Jayan se combó hacia fuera, y una fuerza lo lanzó hacia un lado. Su montura se desplomó, arrastrando a Jayan consigo. Cuando él chocó contra el suelo, algo pesado cayó sobre su pierna. Intentó zafarse, pero no lo consiguió. El caballo yacía inmóvil, aturdido o muerto, inmovilizándole la pierna.

«¡Atrapado bajo mi propio caballo! —pensó él, divertido por la situación en que se encontraba pese a la magia mortífera que zumbaba en el aire en torno a él—. Y sin magia con la que liberarme».

Una humareda surgió de detrás de uno de los muros derruidos.

—¡Cabalgad! —rugió una voz, y pronto otros corearon la orden.

Los cascos de los caballos repiqueteaban sobre el pavimento. Los carros pasaban con un ruido sordo. Jayan notó que unas manos lo aferraban de los hombros. Alzó la vista. Tessia lo miró con el ceño fruncido y comenzó a tirar de él. Después de varios tirones, consiguió sacarlo a rastras de debajo del caballo. Se dejaron caer, recostados contra una carreta volcada.

El silencio inquietante había vuelto a adueñarse de la ciudad. Al dirigir la vista calle abajo, Jayan divisó la retaguardia del ejército que se alejaba.

Unos gritos débiles de entusiasmo surgieron de las casas que los rodeaban. Tessia se volvió hacia Jayan con los ojos como platos. Él tenía el corazón desbocado. «¿Deberíamos huir?». Les llegaron unas voces de detrás de la carreta.

—¿Le hemos dado a alguno de ellos?

—Qué va, solo a esos de ahí, y creo que son criados.

—Entonces más vale que nos demos prisa, o nos perderemos la siguiente.

Siguió un sonido de pasos que se alejaban corriendo hasta apagarse. Tessia exhaló un largo suspiro de alivio. Los dos se pusieron de pie, y Jayan apoyó el peso en la pierna que había quedado atrapada bajo su caballo. La tenía magullada, pero no se la había roto.

Echó un vistazo detrás de la carreta. Él no tenía magia, y a Tessia no le quedaba la suficiente para defenderse de un mago superior. Si había sachakanos ocultos tras las paredes para tender una emboscada a las tropas kyralianas, un mago agotado y una aprendiz no tenían la menor posibilidad de alcanzar al ejército con vida. Tendrían que esconderse.

Había grandes boquetes en los muros que los rodeaban. Detrás de uno de ellos había una casa en llamas, aunque ya no despedía tanto humo como antes. El agujero más cercano, del que había surgido el rayo que había matado a su caballo, estaba a unos pasos de distancia. Era de esperar que quien hubiera lanzado el azote se hubiera marchado para continuar la lucha en otra parte.

«Si todavía estuviera por aquí, ya nos hubiera visto».

—Ocultémonos —dijo.

Tessia lo siguió mientras se abalanzaba hacia el boquete y lo cruzaba a toda prisa, antes de pararse en seco.

Los rodeaba una vegetación exuberante. Las hojas anchas de las plantas se abrían en abanico sobre senderos enlosados. Unas enredaderas colgaban de una pérgola. En el centro había un estanque grande con el borde de piedra, rebosante de agua.

—Es precioso —susurró Tessia.

Tras intercambiar una mirada de asombro, se adentraron en el jardín, tan silenciosamente como pudieron. Jayan esperaba que los propietarios de aquel lugar y sus esclavos no estuviesen en casa, o que se hubieran alejado lo máximo posible de la batalla. Encontraron un hueco pequeño y resguardado, se refugiaron en él y se sentaron a esperar.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Tessia.

Jayan se encogió de hombros.

—Esperar.

Ella asintió.

—¿Esperamos a que anochezca, o a que alguien venga a buscarnos?

—Lo que ocurra primero.