27

Ocho magos y otros tantos aprendices aguardaban a la orilla del bosque, mirando en silencio el grupo de casas que se encontraba a varios pasos de allí. La quietud reinaba en la aldea. Ninguno de los edificios presentaba daños visibles. Era una escena de calma engañosa que podría haber sido una trampa mortal para cualquier visitante o viajero que estuviera de paso.

«¿Habría sucedido lo mismo en Mandryn si Takado hubiera tenido la intención de quedarse y ocupar el pueblo? —se preguntó Dakon—. ¿Mató a mi gente y destruyó mi hogar solo para lanzar un mensaje? ¿Ese mensaje estaba dirigido exclusivamente a mí o era una demostración de lo que puede hacer?».

Una familia que había conseguido esconderse de los sachakanos y escabullirse por la madrugada había explicado a los magos lo sucedido en Tecurren. El relato que habían referido, turnándose para retomar el hilo de la historia cuando al narrador le fallaba la voz, había reavivado en Dakon el horror y la rabia que lo habían invadido cuando se había enterado de lo que le había ocurrido a su gente. Junto con el horror y la rabia lo embargó un sentimiento de culpa y frustración de pensar que no podría haber hecho nada por evitarlo. No le proporcionaba el menor consuelo la certeza de que a Jayan, a Tessia y a él los habrían torturado y asesinado junto con todos los demás si no hubieran estado ausentes.

No obstante, ninguno de los cuatro sachakanos que se habían adueñado de Tecurren se ajustaba a la descripción de Takado. Su líder era el más cruel y atormentaba a sus víctimas después de arrebatarles su energía y a continuación desmembrarlas.

«Me resulta conocido —pensó Dakon taciturno—, aunque no podemos dar por sentado que solo hay un sachakano con esos hábitos».

Según los que habían logrado huir, los sachakanos se habían llevado a todas las mujeres jóvenes a la misma casa, que pertenecía al ahora difunto burgomaestre. El resto de los aldeanos que seguían con vida estaban encerrados en un salón pequeño en el que se celebraban reuniones sociales, seguramente para vaciarlos de energía todos los días. La avanzada enviada para investigar había alcanzado a entrever figuras en el interior de la casa principal, pero no se habían acercado lo suficiente para confirmar si el salón estaba ocupado. Sin embargo, no encontraron rastros de aldeanos en ninguna otra parte, aunque los esclavos de los sachakanos montaban guardia y saqueaban casas en busca de comida y bebida.

Werrin desplazó la vista de izquierda a derecha, con un gesto de asentimiento para indicar a los magos que ocuparan sus posiciones. Se dividieron en dos grupos. Separarse en unidades más pequeñas y débiles habría sido un riesgo, aunque no excesivo. No se perderían de vista unos a otros durante demasiado tiempo, y en todo momento estarían lo bastante cerca para oírse.

—Nosotros somos ocho, y ellos cuatro —había dicho Werrin la noche anterior, mientras analizaba la situación—. Los números están a nuestro favor. Por otro lado, no conocemos su fuerza, así que debemos estar listos para replegarnos en cualquier momento.

Preveían tres reacciones posibles de los sachakanos: que huyeran al verse frente a un enemigo más numeroso, que se dispersaran e intentaran tender una emboscada a los atacantes o permanecer juntos y enfrentarse cara a cara con los kyralianos. La idea de formar dos grupos se había propuesto inicialmente para evitar la primera posibilidad. Nadie quería que los sachakanos huyeran.

«Me temo que nadie quiere que sigan vivos tampoco».

Dakon no estaba seguro de qué opinaba al respecto. Pero no podía por menos de estar de acuerdo con Werrin. Hasta que el paso fronterizo estuviera de nuevo bajo control de los kyralianos, tendrían que retener como prisionero a todo sachakano que capturaran, lo que resultaría peligroso y requeriría una atención y unos recursos que no les sobraban.

Cuando Narvelan salió del bosque y se encaminó hacia el pueblo seguido por su grupo, Dakon notó que se le aceleraba el corazón. Sin embargo, no estaba tan asustado como esperaba. En cambio, sentía un ansia teñida de cautela. «Llevamos demasiado tiempo persiguiéndolos. Me alegro de que por fin podamos entrar en acción, pero espero que no cometamos errores a causa de la frustración acumulada».

Se aproximaron a la primera casa. No había señales de vida. Ni siquiera una patrulla de esclavos. Todo estaba en silencio. Mientras se movía en las sombras entre dos casas, a Dakon le pareció oír un grito muy débil, aunque no estaba seguro. «Habrá sido cosa de mi imaginación».

Un hombre salió de detrás del edificio.

Por un momento, todos se quedaron paralizados. Dakon vio que el desconocido no llevaba más que unos pantalones sucios. Era un esclavo.

Entonces el hombre soltó un jadeo y se dobló por la mitad. La fuerza que lo golpeó lo arrojó hacia atrás, sobre el camino principal. Dakon miró a Narvelan y a los otros magos. Todos menos Bolvin hicieron lo mismo. El mago alto se encogió de hombros.

—Me ha dado un susto.

Más adelante, en el camino, sonó un grito.

—¿Habrán visto al grupo de Werrin? —murmuró Narvelan, asomándose a la esquina de la casa—. Creo que sí. Ahora veremos si huyen o luchan.

Magos y aprendices esperaron. Les llegaron más gritos procedentes de la aldea. Los alaridos lejanos cesaron, y a Dakon el estómago se le encogió. No habían sido imaginaciones suyas.

De pronto, un estampido retumbó y el corazón de Dakon dejó de latir por un instante.

—La señal —musitó Tarrakin—. Vienen juntos para hacernos frente.

Sonó un estampido doble, que alertaba de una emboscada.

—¿Están aquí los cuatro? —preguntó Dakon a Narvelan, que seguía mirando al otro lado de la esquina.

—No. Son solo tres. El otro podría estar haciendo lo mismo que nosotros, intentando acercarse sigilosamente a sus adversarios para sorprenderlos.

Por algún motivo, calificar a los sachakanos de «adversarios», como si fueran meras piezas de una partida, sonaba ridículo e inadecuado. Narvelan retrocedió de la esquina.

—Werrin está listo para salir. Necesitamos posicionarnos detrás de los tres principales, pero tendremos que estar atentos por si aparece el cuarto que falta.

Corriendo de un edificio a otro y ocultándose, se situaron detrás de la línea de magos sachakanos que avanzaba por la calle.

—¡Salid y dad la cara, cobardes! —bramó uno de los sachakanos—. Sabemos que estáis aquí.

El corazón de Dakon dio un brinco cuando un azote salió disparado de detrás de un edificio y se detuvo bruscamente a un brazo de distancia del líder de los sachakanos. Su escudo emitió un destello, revelando que solo lo cubría a él.

—Se están escudando solo a sí mismos —murmuró Narvelan.

—¡Werrin ha salido! —exclamó Tarrakin.

En efecto, el otro grupo de kyralianos había aparecido. Se desplegaron a través del camino, como para cerrar el paso, e iniciaron su avance, los magos delante y los aprendices unos pocos pasos por detrás. Los sachakanos lanzaron varios azotes, pero los escudos de los kyralianos resistieron. El aire crepitó cuando ambos bandos intercambiaron rayos de energía.

Dakon sabía que, en teoría, las refriegas como aquella terminaban cuando uno de los bandos agotaba su energía antes que el otro. Esto solo ocurría cuando ambos bandos confiaban en la superioridad de sus fuerzas o subestimaban las del enemigo. Sin embargo, a menudo el factor decisivo estaba en los ardides, como que el grupo de Narvelan aguardara el momento oportuno, o que utilizara la magia de un modo nuevo.

—Parecen lo bastante distraídos —dijo Narvelan, echando una ojeada hacia atrás—. Es el momento.

Tal como habían planeado, Dakon y los otros magos se arracimaron detrás de Narvelan y posaron las manos sobre sus hombros. Dakon se preparó para absorber energía y lanzarla a una señal de Narvelan.

Sonaron unos pasos cerca. Dakon oyó que Tessia inspiraba y Jayan profería una maldición. Paseó la vista en torno a sí y vio a un hombre que estaba de pie en el espacio que había entre las casas, mirándolos sorprendido. Un sachakano. Y no iba vestido como un esclavo.

—¡Ya! —rugió Narvelan.

Aunque no sabía si Narvelan había reparado en el sachakano, Dakon invocó su energía y la proyectó a través de su brazo de todos modos. El calor rozó su rostro antes de salir despedido en dirección al sachakano, que se estremeció. Su escudo resistió por un momento, antes de arrugarse hacia dentro. Su cara se ennegreció y se alargó mientras él intentaba gritar, pero el calor del azote de fuego le abrasó las cuerdas vocales al instante.

Cuando el hombre se desplomó, Narvelan barbotó una exclamación ininteligible.

—¡No creía que funcionaría tan bien!

—Por un instante, temí que no lo hubieras visto —masculló Jayan.

—Lo he visto, pero en el último momento. He pensado que más valía que acabáramos con él primero. —Narvelan dirigió la mirada hacia la batalla que seguía librándose en la calle—. Bien. Es hora de enseñarles a los demás lo que hemos aprendido a hacer.

Mientras todos se apiñaban de nuevo, Dakon sintió una pequeña punzada de ansiedad. «No puedo evitar preguntarme cuánta energía estoy gastando. ¿Cuánto durará la reserva que he acumulado? ¿Cuánto tardaré en reponerla? Supongo que esa es la gran incertidumbre que entraña la guerra mágica. —Su determinación se afianzó—. Pero prefiero acabar tan vacío de energía como un aprendiz que dejar que esos malnacidos sigan haciendo daño a los kyralianos».

—¡Ya! —dijo Narvelan de nuevo.

La energía fluyó, y un resplandor muy tenue en el aire delató la trayectoria de su azote. Impactó en el escudo del sachakano más cercano, que soltó un chillido y se tambaleó hacia atrás, antes de quedar paralizado con los brazos en alto y el rostro crispado de esfuerzo.

—¡Más! —gritó Narvelan.

Dakon cerró los ojos y aumentó la corriente de magia que fluía de él hacia su amigo.

Oyó un aullido de rabia que provenía del camino, seguido de una carcajada triunfal de Bolvin.

—¡Otro fuera de combate!

—Y ahora, a por el último —farfulló Narvelan.

«¿El último?». Dakon abrió los ojos y tendió la mirada al frente. Dos sachakanos, uno de ellos humeante, yacían inmóviles en el camino. El líder se volvió hacia Narvelan, con la cara crispada de furia —¿o era miedo?—, y echó a andar con decisión hacia su escondrijo.

—Salgamos al descubierto —propuso Tarrakin.

—Es tentador —admitió Narvelan—, pero no queremos que nadie, ni siquiera un esclavo, nos vea utilizar el método de Ardalen a menos que sea necesario. No perdamos más tiempo. Rematémoslo.

Dakon apretó la mano contra el hombro de Narvelan e invocó más energía.

—¡Ya!

El azote detuvo al sachakano, pero no atravesó su escudo. Él contraatacó, y el impacto sacudió a Narvelan. El azote del enemigo resplandeció, revelando la piña de kyralianos escondidos en las sombras del edificio.

—No dejéis de enviar energía —dijo Narvelan con los dientes apretados—. Recordad que la necesitamos también para protegernos. —El escudo de Narvelan se ensanchó hacia delante al fortalecerse repentinamente. El mago exhaló un leve suspiro de alivio.

—Se está poniendo nervioso —dijo Jayan.

Efectivamente, el último sachakano miraba alternadamente al grupo de Narvelan y al de Werrin. Empezó a recular, alejándose de los dos.

—Lancémosle una última descarga —dijo Narvelan—, antes de que escape.

Dakon se preguntó cómo podía seguir de pie su amigo bajo la presión de tantas manos. Invocó energía. Narvelan dio la señal. La magia fluyó hacia fuera. Al mismo tiempo, un azote surgió del grupo de Werrin. El sachakano soltó un alarido, enloquecido de rabia, mientras retrocedía dando traspiés.

Acto seguido, voló por el aire entre chorros de sangre, retorciéndose, cayó con un crujido y se quedó inerte.

A Dakon le zumbaron los oídos por los gritos victoriosos. Magos y aprendices lo empujaron hasta la calle, ansiosos por ver a sus enemigos caídos más de cerca. Narvelan sonreía de oreja a oreja mientras se dirigía con grandes zancadas al encuentro de Werrin. Los dos se aferraron de los brazos en un saludo formal. Dakon no alcanzó a oír lo que se decían. Vislumbró unas figuras que salieron corriendo de las casas del final de la calle y se alejaron a toda velocidad.

Esclavos. Para gran alivio de Dakon, nadie intentó fulminarlos ni evitar que huyeran. Advirtió que Tessia bajó la vista hacia el cuerpo del líder sachakano, con una mezcla de fascinación y repugnancia en el semblante. Miró a Dakon cuando se le acercó.

—La magia infiere heridas únicas y terribles —comentó.

Él contempló el cadáver. Las dos fuerzas que habían golpeado al hombre desde direcciones distintas lo habían aplastado y deformado.

—Ha muerto al instante. —Recorrió la calle con la vista—. Es mejor que lo que él ha hecho a otros. Tal vez necesite la bolsa de mi padre.

—¿Llamo a los criados? —preguntó Jayan, mirando a Dakon.

Este sintió que la euforia por el triunfo se disipaba. Por un instante se preguntó cómo podía Tessia ser tan fría y práctica. «Lo aprendió de su padre. Él no dejaba que las emociones lo ofuscaran. Pero esta habilidad nunca le hizo tanta falta como a Tessia últimamente».

—Sí, pero consulta a lord Werrin antes.

Jayan asintió y se alejó apresuradamente. Tessia apenas se fijó en él, pues tenía la atención puesta en el pequeño salón de actos del final de la calle. Dakon esbozó una leve sonrisa. Ella buscaría a las víctimas de los sachakanos por su cuenta si él no la acompañaba. Le indicó con un gesto que lo siguiera, y juntos se pusieron en marcha para encontrar y liberar a los supervivientes de Tecurren.

Al atardecer, el grupo de Dachido llegó al campamento de Takado. El mago había sido el primero a quien Takado había sugerido que escogiese aliados y viajara por separado. Hanara creía que su amo lo había hecho porque confiaba en Dachido, mientras que Dovaka lo había hecho por decisión propia. Takado no había puesto el menor reparo. Casi pareció que lo animaba a hacerlo. Hanara sabía que no era así, y le preocupaba lo que el ichani demente pudiera hacer por su cuenta. Por otra parte, era un alivio para él pasar menos tiempo con aquel hombre.

Mientras el campamento se ampliaba, Hanara se percató de que el grupo de Dachido había crecido. Miró en torno a sí, contando, y descubrió que el número se había triplicado desde el último encuentro entre Takado y Dachido. Advirtió que entre los recién llegados había una mujer. Esta se acercó con Dachido mientras Takado se levantaba para recibir a su aliado.

—Veo que has incorporado a algunos amigos nuevos, Dachido —comentó Takado, antes de volverse hacia la mujer con una sonrisa—. Asara. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.

Ella sonrió con languidez.

—En efecto. Demasiado tiempo. Si hubiera estado enterada de tus planes, tal vez te habría hecho una visita antes.

—¿Para ofrecerme tu apoyo o para disuadirme?

—Seguramente para intentar hacerte entrar en razón. Pero en ese entonces creía que el emperador Vochira era un hombre con autoridad.

Takado arqueó las cejas.

—¿O sea que ya no lo crees?

—No. —Sus ojos negros relampaguearon—. Me ha enviado aquí para que me ocupe de ti. —Se miraron fijamente con una sonrisa de complicidad.

Takado rio entre dientes.

—¿A quién pretendía insultar, a ti o a mí?

—¿Dudas que sea capaz de hacerlo?

La sonrisa de Takado se ensanchó.

—Por supuesto que no. Pero ¿qué es lo que cree él?

Ella hizo un gesto displicente.

—Qué más da —dijo—. He venido a unirme a ti, no a arrastrarte de vuelta al Palacio Imperial.

—¿Y tus acompañantes?

—Están de acuerdo conmigo y cuento con su apoyo.

Él asintió. Hanara sintió que un cosquilleo le bajaba por la espalda. «Acaba de decirle sin tapujos que su gente solo lo seguirá mientras ella lo haga. —Se mordió el labio, pensativo—. Takado seguramente decidirá que su grupo viaje por separado también. Eso significa que, de los cuatro grupos, habrá dos que no estarán totalmente bajo su control. Por otro lado, Asara es probablemente más inteligente y sensata que Dovaka. —Soltó un resoplido suave—. Aunque eso no es muy difícil».

Dachido y Asara se dirigieron con Takado hacia la hoguera, y los otros magos se unieron a ellos. Encargaron a los esclavos las tareas de montar el campamento y servir alimentos y bebidas. Mientras trabajaba, Hanara oyó fragmentos sueltos de conversaciones. Para empezar, Asara hizo varias preguntas sobre el avance de Takado: ¿era cierto que había destruido una aldea? ¿Por qué no la había ocupado? ¿Qué ventaja tenía dividirse en grupos más pequeños?

Luego, Hanara oyó que ella preguntaba a Takado cuál sería su siguiente paso. Él desplegó una sonrisa rebosante de satisfacción pero también de ironía.

—Todavía no estoy preparado para decidirlo.

Cuando Hanara se acercó de nuevo al fuego, mantenían un diálogo confuso y enrevesado sobre unas alianzas que se rompían y otras que se formaban, favores misteriosos y referencias vagas a asesinatos sin resolver.

—Tal vez el emperador nunca me perdone por esto —dijo ella, encogiéndose de hombros—, pero aunque he dejado de serle leal, al menos no he intentado matarlo, como otros.

—Supongo que ya sabes que eso no impedirá que pida tu cabeza.

—Por supuesto. Pero tengo la sospecha de que me envió aquí con la esperanza de que fracasara. Supongo que si eso no le importaba, tampoco le importará que me quede aquí contigo y te ayude a reconquistar Kyralia.

Takado, pensativo, abrió la boca para replicar, pero un grito procedente del bosque lo interrumpió. Todos se pusieron de pie al oír de nuevo el grito, esta vez más cerca. Entonces una esclava salió tambaleándose de entre los árboles y se arrojó a los pies de Takado.

—Muertos —jadeó—. ¡Están todos muertos!

—¿Quiénes? —preguntó Takado con brusquedad.

—Dovaka, Nagana, Ravora y Sageko. Han… han tomado una aldea, y los kyralianos han aparecido y los han matado.

Dachido masculló una palabrota. Takado lo miró por un instante antes de volverse de nuevo hacia la esclava.

—Invadieron una aldea.

—Sí.

—Y se quedaron allí. ¿No se marcharon?

—Sí. No.

—Y los kyralianos se lo tomaron a mal. Qué antipáticos.

—Han matado a Dovaka —sollozó la esclava—. Mi amo está muerto.

—Vete. —Le dio un empujoncito con el pie—. Ve a buscar algo de comida y agua para ti y descansa junto a ese árbol. Ya decidiremos qué hacer contigo más tarde.

Mientras se alejaba para cumplir estas órdenes, ella se volvió hacia Dachido y Asara. Para sorpresa de Hanara, tenía los labios curvados en una gran sonrisa.

—Ahora estoy preparado para tomar mi decisión. Mañana no viajaremos separados. Nos desplazaremos hacia el sur juntos. Arrasaremos con todo y nos fortaleceremos por el camino. Pero avanzaremos despacio para que aquellos que crucen todavía el paso fronterizo puedan alcanzarnos. Someteremos Kyralia, pueblo a pueblo, mago a mago, hasta que sea toda nuestra.

Se impuso un silencio mientras todos los magos clavaban la vista en Takado, sorprendidos. Prorrumpieron en aclamaciones y alzaron sus copas para mostrar su entusiasmo. Asara miró a Dachido por unos instantes, luego se encogió de hombros y alzó también su copa. Dachido la imitó, contemplando a Takado con admiración reflexiva.

«¡Dovaka ha muerto! —pensó Hanara mientras se apresuraba a llenar de nuevo la copa de Takado—. El demente ha muerto. ¿Era eso lo que Takado había planeado desde un principio? ¿Simplemente quería librarse de Dovaka, y dejar claro a sus otros aliados por qué debían seguir sus consejos y obedecer sus órdenes? O tal vez necesitaba que los kyralianos mataran a algunos sachakanos para contar con todo el apoyo de sus aliados. Y si algunos sachakanos tenían que morir, más valía que fueran aquellos de los que él no podía fiarse…».

A Hanara la cabeza le daba vueltas por el asombro. No cabía duda de que su amo era un genio. Había perdido solo a cuatro aliados, pero había ganado mucho más.