1
No existía una forma rápida e indolora de practicar una amputación. Tessia lo sabía. Al menos si se realizaba correctamente. Una amputación bien hecha requería que se recortara una capa de piel para que cubriese el muñón, y eso llevaba tiempo.
Cuando su padre empezó a tajar hábilmente la piel en torno al dedo del muchacho, Tessia se fijó en las caras de los presentes. El padre del joven estaba de pie con los brazos cruzados y la espalda recta. Su expresión ceñuda no disimulaba del todo los signos de preocupación, aunque Tessia no tenía claro si era porque se compadecía de su hijo o porque temía no poder acabar la cosecha a tiempo sin su ayuda. Seguramente por ambas cosas.
La madre sujetaba con fuerza la otra mano del chico, mirándolo a los ojos en todo momento. El rostro del muchacho estaba congestionado y perlado de sudor. Tenía los dientes apretados y, pese a que el padre de Tessia se lo había desaconsejado, observaba atentamente la operación. Había permanecido quieto hasta entonces, sin mover la mano herida o retorcerse. No había emitido un solo sonido. Tessia estaba impresionada ante aquella exhibición de autocontrol, sobre todo por parte de alguien tan joven. Los campesinos tenían fama de duros, pero ella sabía por experiencia que no todos lo eran. Se preguntó si el chico aguantaría hasta el final. Al fin y al cabo, lo peor estaba por llegar.
Unas arrugas de concentración surcaban el rostro de su padre. Había desprendido con todo cuidado la piel del dedo del muchacho hasta el nudillo. En cuanto se lo indicó con la mirada, ella retiró el pequeño escalpelo articular del quemador y se lo dio a cambio del escoriador número cinco, que lavó y colocó delicadamente sobre el quemador para que el fuego lo purificara.
Cuando alzó la vista, vio que el muchacho tenía el rostro crispado en una masa de arrugas. El padre de Tessia había empezado a seccionar la articulación. Dirigió la mirada hacia el padre del chico, que se había puesto de un color gris pastoso. La madre estaba blanca.
—No mire —le advirtió Tessia en voz baja.
La mujer apartó la vista bruscamente.
La hoja de metal chocó contra la tabla de cirugía con un golpe seco y definitivo. Tras coger el pequeño escalpelo de manos de su padre, Tessia le alargó una aguja curva previamente enhebrada con hilo de tripa fino. La aguja se deslizó con facilidad a través de la piel del muchacho y Tessia sintió una chispa de orgullo; la había afilado con esmero antes de la operación, y aquel hilo de tripa era el mejor que había elaborado jamás.
Contempló el dedo amputado, que descansaba sobre un extremo de la tabla de cirugía. Aunque la punta era un amasijo ennegrecido y purulento, la parte cortada estaba rodeada de una piel tranquilizadoramente sana. El dedo había quedado aplastado hacía días en un accidente durante la cosecha, pero como era habitual entre los aldeanos y campesinos a quienes el padre de Tessia prestaba sus servicios, ni el chico ni su padre habían acudido a él hasta que la herida había empezado a supurar. Hacía falta tiempo, y un dolor insoportable, para que una persona aceptara que le cortaran una parte del cuerpo, y más aún para que lo pidiera.
Si se tardaba mucho en remediarlo, la pus a veces envenenaba la sangre, lo que causaba fiebre e incluso la muerte. El hecho de que una herida pequeña pudiera resultar mortal fascinaba a Tessia y también la asustaba. Había visto a un hombre llevado a la locura y la automutilación por una simple muela podrida, a mujeres robustas que habían muerto desangradas después de dar a luz, a bebés sanos que habían dejado de respirar sin razón aparente y a un par de personas que habían fallecido como consecuencia de fiebres que no habían causado más que molestias leves al resto de los vecinos de la aldea.
Por trabajar con su padre, había visto más heridas, enfermedades y muertes a sus dieciséis años que la mayoría de las mujeres en toda su vida. Por otro lado, también había visto cómo su padre curaba enfermedades, aliviaba males crónicos y salvaba a personas de la muerte. Conocía a todos los hombres, mujeres y niños de la aldea y de todo el señorío, así como a unos cuantos forasteros. Tenía conocimientos que estaban al alcance de muy pocos. A diferencia de la mayoría de los lugareños, sabía leer y escribir, razonar y…
Su padre alzó la vista, le tendió la aguja y cortó el hilo que sobraba. Unos puntos de sutura esmerados sujetaban la capa de piel sobre el muñón del dedo del chico. Tessia, que sabía cuál era el siguiente paso, extrajo gasas y vendas de la bolsa de sanador de su padre y se las alargó.
—Coja esto —pidió él a la madre.
Tras soltar la otra mano del muchacho, la mujer dejó pasivamente que el padre de Tessia le extendiera una venda sobre la palma y dispusiera la gasa encima. Colocó la mano del chico sobre la de su madre de manera que el muñón del dedo descansara sobre el centro de la gasa, y a continuación asió el torniquete en el brazo del joven.
—Cuando afloje esto, la sangre en el brazo recuperará su ritmo —le explicó a la madre—. Empezará a sangrarle el dedo. Debe envolvérselo con la gasa y sujetarla con fuerza hasta que la sangre encuentre una nueva vía de pulso por donde circular.
La mujer se mordió el labio y asintió. Conforme el padre de Tessia aflojaba el torniquete, el brazo y la mano del chico recobraron un saludable tono sonrosado. Comenzó a brotar sangre entre los puntos, y la madre se apresuró a apretarle el muñón con la mano. Al ver la mueca de dolor del muchacho, ella le acarició el pelo cariñosamente.
Tessia contuvo una sonrisa. Su padre le había enseñado que era aconsejable permitir que los familiares aportaran su granito de arena al proceso de curación. Esto les infundía cierta sensación de control, y era menos probable que sus métodos despertaran sus sospechas o su escepticismo si los dejaba participar en su aplicación.
Tras una breve espera, el padre de Tessia echó un vistazo al muñón y lo vendó con firmeza mientras daba instrucciones a la familia sobre la frecuencia con que debían cambiar el vendaje, la manera de mantenerlo limpio y seco si el chico volvía al trabajo (se guardó de aconsejarles que lo dejaran quedarse en casa), el momento en que debían quitárselo y las señales de supuración a las que debían estar atentos.
Mientras él enumeraba las medicinas y vendas adicionales que necesitarían, Tessia las iba sacando de su bolsa y colocándolas sobre la zona más limpia de la mesa que encontró. En cuanto al dedo amputado, lo envolvió y lo dejó a un lado. Los pacientes y sus familiares preferían enterrar o quemar los miembros cortados, tal vez porque les preocupaba el uso que alguien podía darles si no se deshacían de ellos personalmente. Sin duda habían oído las historias inquietantes y absurdas que se contaban sobre sanadores de Kyralia que experimentaban en secreto con extremidades amputadas, molían los huesos para elaborar pociones antinaturales o les devolvían la vida de alguna manera.
Tras lavar y someter la aguja a la acción purificadora de las llamas, Tessia la guardó junto con los otros utensilios. La tabla de cirugía habría que limpiarla más tarde, en casa. Apagó el quemador y esperó a que la familia empezara a darles las gracias.
Aquello también era una parte bien ensayada de su rutina. Su padre detestaba quedarse atrapado mientras los pacientes se deshacían en agradecimientos. Era algo que lo abochornaba. Después de todo, no ofrecía sus servicios gratis. Lord Dakon les proporcionaba a él y a su familia un techo y unos ingresos a cambio de que cuidara de los habitantes de su señorío.
No obstante, su padre sabía que aceptar las muestras de gratitud con humildad y paciencia era una forma de ganarse la estima de los lugareños. Sin embargo, nunca aceptaba obsequios. Todos los vasallos de lord Dakon pagaban un diezmo a su señor, lo que significaba que, a efectos prácticos, ya habían retribuido al padre de Tessia.
El papel de ella consistía en aguardar el momento oportuno para interrumpir y recordar a su padre que tenían más trabajo que hacer. La familia pediría disculpas, su padre pediría disculpas, y los familiares los acompañarían a ambos hasta la puerta.
Pero cuando el momento oportuno se avecinaba, llegó hasta sus oídos el golpeteo de unos cascos procedente del exterior. Todos guardaron silencio para escuchar. El golpeteo de los cascos cesó y en su lugar sonaron unas pisadas seguidas de unos golpes en la puerta.
—¿Sanador Veran? ¿Está ahí el sanador Veran?
El granjero y el padre de Tessia echaron a andar a la vez, pero este se detuvo para dejar que el campesino abriera su propia puerta. Al otro lado estaba un hombre de mediana edad y bien vestido, con la frente brillante de sudor. Tessia lo reconoció: era Keron, el mayordomo de lord Dakon.
—Está aquí —le informó el granjero.
Keron escrutó el interior oscuro de la casa con los ojos entornados.
—Se requieren sus servicios en la Residencia, sanador Veran. Con cierta urgencia.
El padre de Tessia frunció el ceño, se volvió hacia ella y le indicó que lo siguiera. La joven cogió la bolsa y el quemador y salió apresuradamente tras él a la luz del día. Uno de los hijos mayores del campesino, que estaba esperando junto al carro que lord Dakon había puesto a disposición del padre de Tessia para cuando visitara pacientes que vivían fuera de la aldea, se levantó con rapidez y descolgó de la cabeza de la vieja yegua el morral con comida. El sanador asintió en señal de agradecimiento, cogió la bolsa que llevaba Tessia y la colocó en la parte trasera del carro.
Mientras se encaramaban en el asiento del vehículo, Keron pasó a galope junto a ellos y se alejó en dirección a la aldea. El padre de Tessia tomó las riendas y les dio una sacudida. La yegua soltó un resoplido, agitó la cabeza y comenzó a caminar.
Tessia miró a su padre.
—¿Crees que…? —empezó a decir, pero se interrumpió al percatarse de que su pregunta carecía de sentido.
«¿Crees que esto tiene algo que ver con el sachakano?», quería preguntar, pero habría sido un gasto inútil de saliva. Ya lo averiguarían cuando llegaran allí.
Le costaba no imaginar lo peor. Los aldeanos no habían dejado de murmurar sobre el mago extranjero que se alojaba en casa de lord Dakon desde el día que había llegado, y resultaba difícil no contagiarse de su recelo y su temor reverencial. Aunque lord Dakon era un mago, era una cara conocida, una figura respetada, un kyraliano. Si lo temían era solo por la magia que sabía utilizar y el control que ejercía sobre sus vidas: no era uno de aquellos terratenientes que abusaban de uno u otro poder. Los magos sachakanos, por otro lado, habían sometido y esclavizado a los kyralianos hacía solo unos siglos, y, según se decía, siempre que se presentaba la ocasión les gustaba recordar a la gente cómo eran las cosas antes de que se concediera la independencia a Kyralia.
«Piensa como una sanadora —se dijo Tessia mientras el carro avanzaba dando tumbos por el camino—. Analiza la información de que dispones. Deja que la razón se imponga sobre la emoción».
Ni el sachakano ni lord Dakon podían estar enfermos. Ambos eran magos y por tanto resistentes a prácticamente todas las dolencias. No eran inmunes a la peste, aunque rara vez sucumbían a causa de ella. Lord Dakon habría mandado llamar a su padre mucho antes de que cualquier enfermedad requiriese su atención con urgencia, aunque era posible que el sachakano no hubiese mencionado que estaba enfermo si no quería que lo atendiera un sanador kyraliano.
Ella sabía que los magos podían morir a consecuencia de una herida. Quizá lord Dakon se había hecho daño. De pronto, a Tessia se le ocurrió una posibilidad aún más aterradora. ¿Y si lord Dakon y el sachakano se habían enzarzado en un combate?
«En ese caso, la casa del lord, y tal vez la aldea entera, hayan quedado reducidas a una pila de escombros humeantes —pensó—, si lo que cuentan sobre las batallas mágicas es cierto». Desde el camino que descendía de la cabaña del granjero se divisaban las hileras de casas que flanqueaban la calle principal en aquella orilla del río. Todo parecía tan tranquilo y apacible como cuando habían salido.
Tal vez el paciente o los pacientes que estaban corriendo a socorrer eran criados de la casa del lord. Además de Keron, seis sirvientes domésticos y de las caballerizas mantenían en orden la casa de lord Dakon. Ella y su padre los habían atendido en muchas ocasiones. Los trabajadores del campo que vivían fuera de la aldea se trasladaban a veces a la Residencia cuando estaban enfermos o heridos, aunque por lo general acudían directamente al padre de Tessia.
«¿Quién más vive allí? Ah, por supuesto: está Jayan, el aprendiz de lord Dakon —recordó—. Pero hasta donde yo sé, goza de la misma protección contra la enfermedad que un mago superior. A lo mejor se ha enzarzado en una pelea con el sachakano. Para el sachakano, Jayan sería lo más parecido a un esclavo, y…».
—Tessia.
Miró a su padre, expectante. ¿Había llegado a una conclusión sobre quién necesitaba sus servicios?
—Esto… Tu madre no quiere que sigas ayudándome.
La expectación dio paso a la exasperación.
—Lo sé —dijo ella, haciendo una mueca—. Quiere que me busque un buen marido y me dedique a tener hijos.
Él no sonrió como solía hacer cuando surgía el tema.
—¿Tan terrible sería? No puedes llegar a ser sanadora, Tessia.
Al advertir el tono de seriedad en su voz, ella lo miró con una mezcla de sorpresa y desencanto. Si bien su madre había manifestado esta opinión muchas veces, su padre nunca se había mostrado de acuerdo con ella. Sintió que algo en su interior se convertía en piedra, caía hasta su estómago y permanecía allí, frío, duro e incómodo. Era imposible, evidentemente. Los órganos humanos no se convertían en piedra y desde luego no se desplazaban hacia el estómago.
—Los aldeanos no te aceptarán —continuó su padre.
—Eso no puedes saberlo —protestó ella—, hasta que yo lo intente y fracase. ¿Qué motivo tendrían para desconfiar de mí?
—Ninguno. Te aprecian bastante, pero para ellos resulta tan increíble que una mujer pueda sanar a alguien como que a un reber le salgan alas y eche a volar. Creen que la sensatez no está en la naturaleza de las mujeres.
—Pero las comadronas… De ellas sí que se fían. ¿Por qué distinguen entre lo que hacen ellas y lo que hace un sanador?
—Porque lo que nosotros… Las comadronas hacen un trabajo especializado y restringido. No olvides que me piden ayuda cuando sus conocimientos resultan insuficientes. Un sanador lleva sobre sus espaldas un saber y una experiencia a los que ninguna comadrona tiene acceso. La mayoría de ellas ni siquiera sabe leer.
—Y a pesar de eso los aldeanos confían en ellas. En ocasiones, se fían más de ellas que de ti.
—Los partos son una actividad femenina —replicó él, visiblemente disgustado—. La sanación, no.
Tessia no podía hablar. El enfado y la frustración crecían en su interior, pero sabía que un arrebato de ira sería contraproducente. Tenía que resultar persuasiva, y su padre no era un sencillo campesino que se dejara convencer con facilidad. Seguramente era el hombre más inteligente de la aldea.
Cuando el carro llegó a la calle principal, ella soltó una maldición por lo bajo. No era consciente de que su padre hubiera llegado a estar tan firmemente de acuerdo con su madre. «He de hacerle cambiar de idea de nuevo —comprendió—. No le gusta obrar en contra de los deseos de mamá, así que tengo que debilitar la confianza de ella en sus propios razonamientos y al mismo tiempo reducir las dudas de papá respecto a seguir instruyéndome». Tenía que sopesar los argumentos favorables y contrarios a que ella se convirtiera en sanadora, y pensar el modo de aprovecharlos en beneficio propio. Además, necesitaba informarse con todo detalle de los planes de sus padres.
—¿Qué harás sin mi ayuda? —preguntó.
—Tomaré a mi servicio a un muchacho de la aldea —respondió su padre.
—¿A cuál?
—Al pequeño de los Miller, tal vez. Es un niño brillante.
La calle principal estaba bien cuidada y tenía menos baches que el camino del granjero, así que su padre dio una sacudida a las riendas para estimular a la yegua a avivar el paso. El aumento de la vibración del carro arrebató a Tessia su capacidad de pensar. Veía rostros que se asomaban a las ventanas conforme se adentraban en la aldea. Las pocas personas que caminaban por la calle se paraban para saludar a su padre con gestos de la cabeza y sonrisas.
Se agarró a la barra cuando su padre tiró de las riendas para que la yegua aminorase la marcha y girase hacia las puertas laterales en la verja de la Residencia del lord. En la penumbra de las sombras proyectadas por el edificio, Tessia vislumbró a unos mozos de las caballerizas que se acercaban para coger las riendas mientras el coche se detenía. Su padre bajó de un salto. Keron dio unos pasos hacia él para coger su bolsa de sanador. Ella se apeó de un brinco y los siguió a toda prisa al interior de la casa.
Tessia alcanzó a ver fugazmente la cocina, la despensa, el cuarto de baño y otros espacios prácticos a través de las puertas del pasillo por el que caminaban a grandes zancadas. Sus pisadas rápidas resonaron en la estrecha escalera mientras subían a la planta superior. Tras doblar unas cuantas esquinas, Tessia se encontró en una parte del edificio que nunca había visto antes. La elegante decoración de las paredes y los muebles de calidad parecían indicar que se trataba de unas habitaciones privadas, pero aquellas no eran las estancias que ella había conocido unos años antes, cuando había acudido con su padre para atender a una joven de apariencia más bien anodina que sufrió un desmayo. Había unos pocos dormitorios y una sala de estar, y Tessia supuso que eran los aposentos de invitados.
Así pues, se llevó una sorpresa cuando Keron abrió una puerta y los hizo pasar a un cuarto pequeño que no contenía más que una cama sencilla y una mesa estrecha. Como no había ventanas por las que entrara la luz, una lámpara diminuta ardía en la habitación. Tenía un aspecto lúgubre y miserable. En cuanto Tessia dirigió la vista a la cama, todo pensamiento sobre la decoración se esfumó de su mente.
En ella yacía un hombre con el rostro tan magullado e hinchado que un ojo le había quedado reducido a una rendija ensangrentada. El blanco del otro ojo estaba teñido de un color oscuro. Tessia supuso que en un lugar mejor iluminado ese color se revelaría como rojo. Los labios del hombre no estaban bien alineados entre sí, lo que quizá denotaba que tenía la mandíbula rota. La cara parecía ancha y de forma extraña, aunque esto tal vez se debiera a las lesiones.
Tenía la mano derecha encogida contra el pecho, y ella advirtió de inmediato que el antebrazo estaba doblado de un modo antinatural. Varias manchas amoratadas le cubrían también el pecho. La única prenda que llevaba eran unos pantalones cortos hechos jirones y toscamente remendados en varios lugares. Tenía la piel muy curtida y era de complexión delgada. Iba descalzo, y sus pies estaban negros a causa de la suciedad. Uno de sus tobillos presentaba una hinchazón considerable. La pantorrilla de la otra pierna parecía ligeramente torcida, como si no hubiera soldado bien después de una fractura.
En la habitación reinaba un silencio roto únicamente por la respiración agitada y trabajosa del hombre. Cuando reconoció ese sonido, a Tessia se le cayó el alma a los pies. Su padre había tratado en una ocasión a un hombre con los pulmones perforados por unas costillas rotas. Ese hombre había muerto.
El sanador no había movido un músculo desde que había entrado en la habitación. Estaba de pie, muy quieto, con la espalda levemente inclinada, contemplando la figura maltrecha y destrozada que yacía en la cama.
—Padre —se atrevió a decir Tessia.
Él se enderezó de golpe, dando un respingo, y se volvió hacia ella. Cuando sus miradas se encontraron, ella tuvo la sensación de que se leían el pensamiento el uno al otro. Se dio cuenta de que estaba sacudiendo la cabeza ligeramente y vio que él hacía lo mismo. Entonces ella sonrió. Sin duda en momentos como aquel, cuando se entendían mutuamente sin necesidad de hablar, él tenía que reconocer para sus adentros que Tessia estaba destinada a seguir sus pasos.
Su padre frunció el entrecejo y bajó la vista antes de volverse de nuevo hacia la cama. Una repentina y dolorosa sensación de pérdida se apoderó de ella. Él debía haber sonreído, asentido con la cabeza o haberle dado a entender con alguna otra señal que seguirían trabajando juntos.
«Tengo que ganarme su confianza otra vez», pensó Tessia. Cogió la bolsa de su padre de las manos de Keron, la colocó encima de la mesa estrecha y la abrió. Tras extraer el quemador, lo encendió y reguló la intensidad de la llama. Se oyeron pasos al otro lado de la puerta.
—Necesitamos más luz —farfulló su padre.
De pronto, un resplandor blanco y deslumbrante inundó la habitación. Tessia se agachó, y una bola luminosa pasó volando por encima de su cabeza. La miró fijamente, pero enseguida se arrepintió de haberlo hecho. Era demasiado brillante. Cuando apartó la mirada, una sombra circular le nublaba la vista.
—¿Suficiente? —preguntó una voz de acento extraño.
—Os lo agradezco, mi señor —oyó que decía su padre respetuosamente.
¿«Mi señor»? Tessia sintió que se le contraía el estómago. Solo había una persona alojada en la Residencia a quien su padre daría aquel tratamiento. Sin embargo, al mismo tiempo que tomaba conciencia de ello, sintió una punzada de rebeldía. «No mostraré el menor temor ante este sachakano —decidió—. Aunque supongo que no hay peligro de que me eche a temblar ante la visión de alguien cuando en realidad apenas puedo ver». Se frotó los ojos. La mancha negra se encogía a medida que sus ojos se recuperaban. Al mirar hacia la puerta con los párpados entornados, advirtió que había dos figuras.
—¿Qué probabilidades cree que tiene, sanador Veran? —preguntó una voz más conocida.
Su padre titubeó antes de responder.
—Pocas, milord —admitió—. Tiene los pulmones perforados. Estas heridas suelen ser mortales.
—Haga lo que pueda —le ordenó lord Dakon.
Tessia alcanzaba ahora a distinguir los rostros de los dos magos. Lord Dakon tenía una expresión adusta. Su acompañante sonreía. Ella había recobrado la vista lo bastante para entrever sus anchas facciones sachakanas, la chaqueta y los pantalones primorosamente adornados y el cuchillo enjoyado que los sachakanos llevaban al cinto para indicar que eran magos. Lord Dakon dijo algo por lo bajo, y los dos se marcharon. Tessia oyó sus pasos alejarse por el pasillo.
De pronto, la luz parpadeó y se apagó, dejándolos a oscuras. Su padre maldijo entre dientes. La habitación se iluminó de nuevo, aunque con menor intensidad. Ella alzó la mirada y vio a Keron entrar con dos lámparas de tamaño normal.
—Ah, gracias —dijo el padre de Tessia—. Coloque una aquí, y la otra aquí.
—¿Necesita alguna cosa más? —preguntó el criado—. ¿Agua, paños?
—Por el momento lo que necesito por encima de todo es información. ¿Qué le ha pasado a este hombre?
—No… no estoy seguro. Yo no estaba presente.
—¿Hay algún testigo? Es fácil pasar por alto una lesión cuando hay tantas. Una descripción de dónde ha recibido cada golpe…
—Nadie lo ha visto —se apresuró a decir el hombre—. Solo lord Dakon, este esclavo y su amo.
¿Esclavo? Tessia bajó la vista hacia el herido. Claro. La piel curtida y los rasgos anchos eran típicos de los sachakanos. De repente comprendió el interés del mago sachakano.
Su padre suspiró.
—Entonces tráiganos un poco de agua, y mientras escribiré una lista del material que deberás ir a pedirle a mi esposa.
El mayordomo se marchó a paso veloz. El padre de Tessia la miró con gesto sombrío.
—Será una noche larga para ti y para mí. —Esbozó una sonrisa—. En momentos como este me pregunto si te sientes tentada por los planes que tu madre tiene para tu futuro.
—En momentos como este, ni siquiera se me pasa por la cabeza —repuso ella, y añadió en voz baja—: Esta vez quizá lo logremos.
Él abrió mucho los ojos y echó los hombros ligeramente hacia atrás.
—Manos a la obra, entonces.