26
Cuando se dio cuenta de que estaba caminando otra vez de un lado a otro de la habitación, Stara se detuvo. Apretó los puños y se volvió hacia Vora.
—¿Cuánto tiempo voy a pasar encerrada aquí arriba? ¡Han transcurrido dos semanas! Solo he visto a mi padre una vez, aquella noche en que tuvo invitados. ¿Por qué no viene a verme, o me deja visitarlo?
«¿Acaso no tiene el menor interés en saber cómo me va —tenía ganas de añadir—, pasar algo de tiempo conmigo, averiguar si mi posible futuro esposo me inspiró simpatía, odio, indiferencia?».
Vora se encogió de hombros.
—El amo Sokara está muy ocupado, según comentan los esclavos, ama. Una remesa de tintes enviada a Elyne ha desaparecido. Y los problemas que los ichanis están causando en Kyralia le han hecho perder algunos clientes en Elyne también.
Stara miró fijamente a la esclava.
—¿Mamá ha perdido mercancías y el negocio se ha visto perjudicado? ¿Sabes a cuánto ascienden las pérdidas?
—Eso es todo lo que he oído, salvo que vuestro padre intenta cerrar tratos aquí para compensar sus pérdidas de allí.
—¿Sus pérdidas? —espetó Stara—. Ella se encarga de todo el trabajo en Elyne. —Echó a andar de un lado a otro de nuevo—. Si al menos él hablara conmigo… ¡Me está volviendo loca no saber lo que ocurre! —Se detuvo, paseó la vista por el interior de la habitación y arrugó el entrecejo—. Estoy harta de estas paredes. Si no se me permite verlo, saldré a la calle. ¿Hay algún mercado en la ciudad? —Hizo una pausa—. Claro que lo hay. Aunque no tengo ni una moneda que gastar, al menos averiguaré qué puedo comprar en el futuro. Y tal vez pueda informarme mejor sobre la situación en Elyne. —Se acercó al baúl en el que sabía que Vora guardaba sus capas y lo abrió.
—No podéis salir, ama —dijo Vora—. No sin permiso del amo.
—No digas tonterías. Soy una mujer, no una niña. —Stara eligió la capa de colores menos chillones y se la echó sobre los hombros.
—Aquí las cosas no funcionan así —le explicó Vora—. Necesitáis guardias y la protección de un hombre. Podría pedirle al amo Ikaro que…
—No —la cortó Stara—. No metas a mi hermano en esto. Me llevaré a unos esclavos. Y un carro cubierto. Si alguien nos pregunta, podemos decirle que mi padre va dentro pero no quiere hablar con nadie. O mi hermano. —Ató los lazos de la capa y se encaminó hacia la puerta. Vora la siguió a toda prisa y Stara notó un tirón. La tela que llevaba hecha un gurruño detrás de la espalda se soltó y se desplegó con un susurro hasta la altura de sus tobillos—. Gracias —murmuró—. Y no me repliques más. Me voy. Nos vamos. Si ocurre algo, simplemente… —Se interrumpió y terminó la frase mentalmente: «los fulminaré con magia»—. No nos pasará nada, te lo prometo. Como dicen los comerciantes de Elyne, lo único que se necesita en la vida es seguridad, conocimiento y mucho descaro.
Diez minutos después, Vora y ella salían de la mansión a las calles de la ciudad en un carruaje cubierto, con cuatro esclavos musculosos como protectores y uno como cochero.
—¿Lo ves? —dijo Stara—. Nadie nos ha parado.
—Esto no es del todo justo para los esclavos —declaró Vora con desaprobación—. Los castigarán.
—¿Por obedecer órdenes? Dudo que mi padre sea tan cruel.
Vora enarcó las cejas pero no dijo nada.
No obstante, la desilusión empañó la sensación de triunfo de Stara por haber salido de la mansión sin encontrar resistencia. Habría preferido que su padre apareciera para pararle los pies, pues entonces ella habría podido preguntarle por el negocio y por su madre. Con un suspiro, se reclinó en el asiento del carruaje y contempló el desfile de paredes blancas.
«¿Es así toda la ciudad? —se preguntó—. No guardo muchos recuerdos de Arvice. Tal vez nunca salía de casa. Me cuesta imaginar que mi madre deseara pasarse el día encerrada. Pero supongo que esa era una de las razones por las que detestaba este lugar. Tal vez la crueldad con que mi padre trata a sus esclavos no era lo único que le disgustaba».
Quizá él había tenido que tratarla con crueldad a ella también para obligarla a respetar las costumbres sachakanas. Stara sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Si las cosas habían ocurrido así, él probablemente trataría a Stara de la misma manera. Y también el hombre a quien su padre eligiera para que fuera su esposo. Stara se estremeció. «Tengo que encontrar un modo de evitar que me case sin mi consentimiento, y luego convencerlo de que puedo trabajar para él de alguna manera».
Empezó a imaginar que encontraba clientes nuevos para él en el mercado. Sabía que era sumamente improbable, pero la idea la mantuvo entretenida durante el trayecto. Entonces el escenario en torno al carruaje cambió tan repentinamente, que ella tardó un momento en asimilar lo que estaba viendo.
Las paredes blancas quedaron atrás, y estaban cruzando una avenida amplia, desde donde se podían recorrer con la vista paseos de árboles perfectamente podados y arriates con flores de colores vivos hasta un edificio majestuoso. Ella reconoció al instante las cúpulas y las paredes curvas y blancas del Palacio Imperial, pues lo había visto en grabados y pinturas, y tal vez incluso por alguna reminiscencia lejana.
«No hay una sola pared recta en todo el lugar —recordaba haber oído decir a su padre—. Uno tiene que dar vueltas y vueltas, y es muy fácil perderse. De eso se trata. Cualquiera que intentara invadir el palacio acabaría totalmente desorientado. Los muros son muy gruesos, pero he oído que son huecos y que los defensores pueden destapar unas aberturas pequeñas y atacar a los invasores desde dentro».
Con la misma brusquedad, el vehículo llegó a la calle de enfrente, y la vista del palacio quedó oculta de nuevo tras las paredes elevadas y monótonas. Stara cerró los ojos y retuvo por un instante el recuerdo del palacio y la sensación de cariño y complicidad con su padre. Pronto se desvanecieron y dejaron paso a la ansiedad y la tristeza.
«Tal vez si hubiera vivido con él siempre, las cosas serían distintas. Pero entonces no habría conocido a mi madre. Ni disfrutado de tantas libertades. Ni aprendido magia».
El carruaje giró y redujo la marcha hasta detenerse. Amortiguado por la tela de la capota les llegaba el sonido de voces mezcladas con los gorjeos y resoplidos de animales y con el entrechocar de objetos de metal y de madera. Stara miró a Vora.
—¿El mercado?
Vora asintió.
—Deberíais pedir a dos de los esclavos que os acompañen, ama.
Stara advirtió que las arrugas de preocupación y la sombra de temor en los ojos de Vora la hacían parecer más vieja de lo que era.
—¿Crees que es mejor que no vayamos? —preguntó.
La mujer apretó los labios y los ojos le brillaron con enojo y tal vez un poco de rebeldía.
—¿Volvernos ahora, ama? Eso sería malgastar un viaje.
Stara sonrió y llamó a los guardias para que abrieran la portezuela.
Cuando se apeó, vio que otra muralla alta y blanca rodeaba el mercado. La entrada consistía en un arco sencillo y sin adornos. Había guardias apostados a ambos lados, pero su expresión era de aburrimiento e hicieron caso omiso de Stara, Vora y los dos esclavos escoltas cuando pasaron al bullicio y el ajetreo del interior.
Stara reparó enseguida en que había otras mujeres allí. Llevaban capa, al igual que ella, e iban con un hombre, aunque ella vio a un acompañante tan joven que habría creído que era un niño de no ser por los granos que le cubrían la frente. Reconfortada, se paseó tranquilamente por entre las hileras de puestos permanentes, mirando los artículos y los precios, y viendo con frecuencia a mujeres y niños acurrucados o trabajando en la trastienda mal iluminada de cada puesto.
Allí había mercaderes de muchas razas: lonmarianos de piel oscura con atuendos anodinos que vendían frutos secos y especias; lanianos altos y pálidos, con el cuerpo recubierto de dibujos, que ofrecían toda clase de objetos hechos de hueso tallado; los vindeanos morenos, rechonchos y bajos, eran los más numerosos, y vendían mercancías variadas de toda la región. Unos pocos elyneos ofrecían vinos y la bebida amarga a la que Stara se había aficionado, el sumi.
Se percató de que no había kyralianos. Un puñado de hombres de piel grisácea que iban vestidos solo con una falda corta vendían piedras preciosas.
—¿Quiénes son? —le preguntó a Vora.
—Dúneos —respondió Vora—. Una tribu que vive en el desierto de ceniza, en el norte.
Mientras recorría el mercado examinando las mercaderías y rechazaba las ofertas de los vendedores con una sonrisa amable y un movimiento de la cabeza, escuchaba las conversaciones y se acercaba cuando veía a dos comerciantes charlando entre sí. Oyó algunos insultos lanzados sin mucha convicción contra los ichanis que estaban perjudicando el comercio con Kyralia. Algunos hablaban con entusiasmo de las oportunidades que surgirían cuando Kyralia fuera conquistada. Otros manifestaban su temor de que los ichanis se volvieran contra el emperador y sumieran Sachaka en una guerra civil.
Stara pensó en las opiniones de los invitados de su padre. Habían alegado que Sachaka se encaminaba hacia un conflicto interno de todos modos. «Menuda suerte que tengo: he venido a parar a Sachaka en el peor momento».
Cuando Vora y ella doblaron una esquina, vieron que un hombre posaba la vista en ellas por un instante y luego se volvía para mirar a la esclava de nuevo. A continuación, clavó los ojos en Stara y sonrió. Ella lo saludó con un cortés movimiento de cabeza antes de bajar la mirada y seguir su camino.
Le divirtió descubrir que el corazón le latía un poco más deprisa, y no porque se sintiera amenazada. «¡Qué hombre tan apuesto! Lo cierto es que si mi padre lo eligiera como esposo para mí, me costaría bastante negarme».
Al cabo de un momento, echó un vistazo por encima del hombro. Vora le tiró del brazo, pero Stara alcanzó a ver que el hombre aún la observaba.
—¡No hagáis eso! —masculló la mujer—. Lo interpretará como una invitación.
—¿Una invitación a qué? —preguntó Stara. ¿Había alguna manera de que una mujer pudiera tener un amante en Sachaka? Seguramente no si estaba casada, pero ella seguía soltera…
—A hablar con vos —siseó Vora. Arrastró a Stara hasta dar la vuelta a la siguiente esquina.
—¿Solo a hablar? ¿Y eso qué tiene de malo?
Vora exhaló un breve suspiro de exasperación, mirando nerviosamente a las personas que las rodeaban.
—No puedo explicároslo aquí, ama. Mientras no tengáis claro con quién podéis hablar sin correr riesgos, no deberíais hablar con nadie. Podríais acabar conversando con uno de los enemigos de vuestro padre, u ofendiendo a alguno de sus aliados.
—¿Cómo voy a saber con quién puedo hablar sin correr riesgos, si no conozco a nadie?
—Yo os diré los nombres y las familias. —Vora frunció el entrecejo y echó una mirada hacia atrás. En ese momento, el hombre atractivo salió de un puesto que estaba unos pasos por delante de ellas. Se volvió y, al ver de nuevo a Stara, sonrió—. Tenéis mucho que aprender. Ya llegaremos a…
—Perdonad, pero ¿no sois por ventura la hija del ashaki Sokara?
Stara asintió con una sonrisa.
—Así es.
—Entonces es un placer conoceros —dijo el hombre—. Soy el ashaki Kachiro. Mi casa está junto a la vuestra, por el lado sur.
—Ah, así que sois nuestro vecino. —Miró a Vora, que tenía los ojos fijos en el suelo—. Me llamo Stara…, y también es un honor para mí conoceros, ashaki Kachiro.
—Veo que no habéis comprado nada —dijo Kachiro—. ¿Es que nada de lo que veis aquí os complace?
—Solo estoy echando una ojeada para ver qué se vende aquí. Es interesante comprobar que hay productos difíciles de conseguir en Capia que abundan aquí, y viceversa, así como las diferencias de precios. —Cuando ella se acercó a un puesto, él se apartó para dejarla pasar y luego comenzó a caminar a su lado. A Stara le hizo gracia darse cuenta de que se sentía halagada por ello. «Me está dedicando más atención en unos minutos que mi padre en todo el tiempo desde que llegué»—. Es evidente que algunos productos se echan a perder demasiado fácilmente para exportarlos, pero aquí hay algunas baratijas que se venderían bien en Capia.
—¿Así que os interesa el comercio?
—Sí. Mi madre me enseñó a ayudarla con la rama elynea del negocio de mi padre.
Estaba segura de que no estaba revelando demasiada información. No había especificado su grado de participación ni el de su madre. Si a los hombres sachakanos no les gustaba tratar con mujeres, desvelar que su madre dirigía parte del negocio de su padre tal vez supondría una humillación para él y ahuyentaría a sus clientes.
—¿Puedo preguntaros qué baratijas creéis que se venderían?
—Podéis preguntar —dijo ella, sonriendo—, pero yo sería una tonta si respondiera.
Él soltó una risita.
—Me doy perfecta cuenta de que no sois tonta.
Al notar que le tiraban del brazo, ella se puso seria. Desoír por completo las advertencias de Vora también sería una tontería.
—Ha sido un placer conoceros, ashaki Kachiro; pero ahora debo regresar a casa. Espero volver a veros en el futuro.
Él asintió con aire pensativo. Cuando Stara empezó a alejarse, él dio un pequeño paso hacia ella.
—Yo también iba a marcharme ya. Puesto que somos vecinos…, os invito a regresar conmigo, en mi carruaje. Es más seguro para una mujer viajar acompañada, incluso en la ciudad, y detestaría que os ocurriese algo.
Stara vaciló. ¿Era más prudente rehusar o aceptar? ¿Sería una grosería rechazar su ofrecimiento? La charla había sido agradable, pero ella no tenía tanta debilidad por los hombres guapos y encantadores como para subir a su coche de un salto a la primera ocasión que se presentara. Volvió la vista hacia Vora. Para su sorpresa, la mujer parecía indecisa. Finalmente, esta hizo un leve gesto de asentimiento seguido de una mirada de advertencia. Stara posó los ojos de nuevo en Kachiro.
—¿Puede acompañarme mi esclava?
—Por supuesto. Y sin duda querréis que vuestro carruaje nos siga.
—En ese caso, acepto, ashaki Kachiro.
Siguieron conversando en un tono reconfortantemente distendido mientras salían del mercado con paso tranquilo, daban órdenes a los esclavos y se acomodaban en el interior del carruaje de Kachiro. Él mostraba un interés halagador por la vida de Stara en Elyne y parecía impresionado por sus conocimientos de comercio. Por otro lado, no tenía reparos en hablar de su propia vida y sus negocios. Para cuando llegaron frente a la puerta de la mansión de su padre, ella había aprendido un poco sobre el cultivo de la mostaza silvestre y su uso para la elaboración de aceite.
Él detuvo el carro allí, sin embargo, y acompañó caballerosamente a Stara y a Vora hasta su vehículo antes de seguir su camino hacia su casa. Mientras los esclavos conducían el carruaje a través de las puertas, Stara miró a Vora con expresión inquisitiva.
—Bueno, ¿por qué no ha querido entrar?
Aunque Vora tenía la frente arrugada, solo parecía ligeramente preocupada.
—El ashaki Sokara no lo aprecia mucho, ama. No sé por qué. No es su enemigo ni su aliado. —Sus labios se contrajeron—. Aun así, contad con que estará disgustado.
—¿Y qué crees que hará? ¿Prohibirme que salga de nuevo?
—Seguramente, aunque eso lo habría hecho de todos modos.
Stara reflexionó sobre ello y se preguntó cómo podía convencer a su padre de que no la castigara mientras se apeaban y entraban en la mansión. ¿Había aprendido algo de Kachiro que pudiera ser de interés para él? Creía que no. A menos que tuviera necesidad de informarse sobre la mostaza silvestre.
Cuando se acercaban a sus aposentos, ella notó un cansancio agradable y descubrió que estaba deseando relajarse durante la tarde.
—Es justo lo que necesitaba —le comentó a Vora—, un cambio de aires, tomar un poco el fresco y… —Se interrumpió, pues había advertido que había alguien en su habitación. Su padre. Con el rostro ensombrecido por la ira.
—¿Dónde has estado?
Ella guardó silencio por un momento al percibir la rabia en su voz, pero se contuvo a tiempo para no dar un respingo. «Soy una mujer de veinticinco años, no una niña», se dijo.
—En el mercado, padre —respondió—. Pero no hay por qué escandalizarse. No he comprado nada.
—Déjanos —le ordenó él a Vora—. Stara, deberías haberme pedido permiso.
—Ya no soy una criatura, padre —le recordó Stara con suavidad mientras Vora se retiraba—. No necesito que nadie me lleve de la mano.
—Eres una mujer —espetó él—. Y estamos en Sachaka.
—Nadie me ha molestado —le aseguró ella—. He ido con esclavos…
—Que no habrían podido hacer nada para defenderte —la cortó su padre—. No olvides que aquí los hombres libres son en su mayoría magos.
—¿Y salvajes incontrolados? —inquirió ella—. Seguro que aquí hay leyes que prohíben hacer daño a los demás. De lo contrario, el miedo a las represalias disuadiría a los criminales, ¿no?
Él la contempló con fijeza.
—¿Es verdad lo que me dicen los esclavos, que has dejado que el ashaki Kachiro te trajera a casa? —preguntó él en voz baja.
Ella parpadeó desconcertada ante el cambio de tema.
—Sí.
—Has hecho mal.
Stara repasó mentalmente todas las posibles excusas: que Kachiro había querido protegerla, o que ella no sabía si lo correcto era acceder o desairarlo, o que el hombre era su vecino, o que Vora no le había indicado que no lo hiciera. En vez de ello, optó por esperar a que él le revelara qué le inquietaba de Kachiro para decidir cuál sería su mejor defensa.
—¿Por qué?
Su padre cruzó la habitación y se detuvo ante ella. Curiosamente, clavó la mirada encima de sus ojos, como si escrutara el interior de su cabeza.
—¿Qué le has dicho?
Ella se encogió de hombros.
—Le he hablado un poco de mi vida en Elyne. Le he contado que mamá y yo te ayudábamos con el negocio, pero no que ella estaba al cargo; que había productos en el mercado que se venderían bien en Elyne, pero no he dicho concretamente qué productos; que… No me estás escuchando, ¿verdad? —Él no despegaba la vista de su frente. Stara sacudió la cabeza y suspiró—. Yo encuentro una nueva posible fuente de ingresos para ti, y tú ni siquiera me escuchas.
—Tengo que saber qué le has dicho —aseveró él, más para sí que para ella. Extendió los brazos y sujetó su cabeza entre las manos.
—Padre —dijo Stara, intentando soltarse, pero él apretó con más fuerza—. ¡Ay! Padre…
De pronto, toda su atención se vio atraída hacia el interior y ella cobró conciencia de algo en su mente que no debía estar allí. Era la presencia de su padre, que irradiaba suspicacia, ansiedad e ira. A una orden suya, el cerebro de Stara empezó a evocar sus recuerdos del día: toda su frustración por la ausencia de su padre, hasta la menor de sus preocupaciones por su madre, toda la información que había recabado en el mercado, cada uno de los consejos y advertencias inútiles de Vora y, por último, todas las palabras que había cruzado con Kachiro. Incluso la atracción que había sentido hacia él.
«¡Me está leyendo la mente! No lo creía capaz de algo así. Ni siquiera me ha pedido mi consentimiento. ¿Se lo habría dado? ¡Por supuesto que no! Es mi padre. Se supone que debe confiar en mí. No he hecho nada, salvo charlar con su vecino. ¡No merezco que me trate así!».
Él ahondaba en su mente, buscando información cada vez más personal. ¿Se había acostado alguna vez con un hombre? ¿Se había quedado embarazada? ¿Cómo lo había evitado? Era información privada, que no le concernía.
En ese momento, ella supo que nunca volvería a confiar en él. El cariño se marchitó y dejó paso al odio. El respeto pereció ante una rabia intensa, ardiente. El lazo de lealtad que ella había mantenido con él durante toda su vida y que había sido puesto a prueba recientemente se rompió.
Él sin duda lo vio, lo sintió. Pero ella no percibió el menor indicio de vergüenza o arrepentimiento. Por el contrario, él seguía hurgando, y Stara sabía que debía detenerlo. «Tengo que hacerlo salir de mi mente ¡ahora mismo!».
Se dispuso a utilizar la magia. Su padre se echó hacia atrás al darse cuenta de lo que ella estaba haciendo y perdió el control sobre su mente en el momento en que le soltó la cabeza. Stara retrocedió y, cuando él tendió los brazos para agarrarla de nuevo, ella las apartó con un manotazo de autoridad.
Sokara fijó en ella una mirada calculadora. Una oleada de temor la invadió al percatarse de que él estaba preguntándose si intentarlo de nuevo, esta vez con magia. Ella sabía que no saldría bien parada. Su padre era un mago superior completamente entrenado. Stara, que había aprendido magia conforme se le presentaba la oportunidad, no sabía cómo absorber energía de otros, y menos aún cómo mantener una reserva de energía almacenada.
El fuego en la mirada de Sokara se atenuó. Ella esperaba que eso fuera señal de que había decidido no volver a escarbar en sus pensamientos y recuerdos. Tal vez no había visto lo suficiente para conocer el alcance de sus poderes…
—Tu madre debería haberme avisado que habías aprendido magia —dijo él, con repugnancia y un ligero dejo amenazador en la voz.
—Ella no lo sabe.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—Estaba esperando el momento oportuno.
El semblante de su padre no se suavizó.
—Ahora no vales prácticamente nada como esposa ni como hija —afirmó él. Con una expresión fría y adusta, se dirigió hacia la puerta y pasó junto a ella sin mirarla.
—Lo aprendí de ti —replicó ella. Él se detuvo en el vano de la puerta—. Como todo lo demás. Todo lo hacía por ti. Creía que de ese modo podría ayudarte con el negocio.
Sin volverse ni decir una palabra, Sokara se alejó con paso decidido.
Ella se sumió en un silencio cargado de aturdimiento y dolor. Sentía un vacío en lo más hondo, pero, al mismo tiempo, sentía que una ira fría e implacable crecía en su interior, colmando ese hueco. «¿Cómo se atreve? ¡A su propia hija! ¿Es posible que nunca me haya querido?».
Al notar que las lágrimas se le agolpaban en los ojos, corrió hasta la cama y se arrojó sobre ella. Sin embargo, los sollozos que esperaba no llegaron. En cambio, aporreó las almohadas con frustración y rabia, recordando sus palabras: «Ahora no vales prácticamente nada como esposa ni como hija». Se tendió boca arriba y contempló el techo. Casarla por conveniencia era lo único que importaba a su padre. «En ese caso, acabo de cobrarme la mejor venganza posible contra este estúpido país». Le daba igual que nadie quisiera casarse con ella.
Pero no era verdad. En realidad, soñaba con encontrar al hombre ideal, alguien que valorara sus talentos y tolerara sus defectos. Como todas las mujeres.
Y si no se casaba, tal vez quedaría encerrada en aquellos aposentos para el resto de su vida.
Unos pasos resonaron en la habitación. Irguió la cabeza y vio que Vora se acercaba. Aunque mantenía una expresión tranquila, Stara percibió signos tanto de ansiedad como de preocupación antes de que la mujer se postrara ante ella. «Cada vez la conozco mejor», pensó. Dejó caer la cabeza de nuevo sobre la cama.
—Ah, Vora. Acabo de llevarme la gran alegría de descubrir que no soy solo una posesión, sino una posesión inútil.
La cama se movió ligeramente cuando Vora se sentó en el borde.
—Lo que es inútil para una persona puede ser muy valioso para otra, ama.
—¿Esa es tu forma de decirme que un esposo podría resultar más cariñoso que mi padre? No sería difícil.
—No exactamente, pero no me parece mal que lo interpretéis así. —Vora suspiró—. En fin. Tenéis poderes mágicos.
Stara se incorporó y escrutó el rostro de la vieja esclava.
—Con que escuchando detrás de las puertas, ¿no?
Vora esbozó una sonrisa.
—Solo por vuestro bien, como siempre, ama.
—Entonces has oído lo que ha dicho. ¿Por qué el hecho de poseer dotes mágicas hace que una mujer sachakana sea inútil como esposa?
Vora se encogió de hombros.
—Se supone que a los hombres no deben gustarles las mujeres poderosas. Lo cierto es que no todos son así. Pero deben disimularlo para ganarse el respeto de los demás. Recuerda lo que te he dicho: todos somos esclavos.
Stara asintió.
—Si no tengo utilidad para él…, supongo que ya no existe la menor posibilidad de que me deje ayudarlo en el comercio. ¿Crees que me enviará de vuelta a Elyne?
Vio que una expresión asomaba por unos instantes a los ojos de Vora. Esperaba que no fuera de consternación.
—Tal vez. Ahora mismo sería peligroso, estando la frontera cerrada y los ichanis campando por sus respetos. Quizá solo reconsidere con quién va a casaros. Confío en que no elija a uno de aquellos hombres a los que les gusta quebrantar el espíritu de las mujeres, sino a alguien tan deseoso de tener una esposa bonita que no se molestara demasiado ante un poco de resistencia mágica.
Stara hizo un gesto de desagrado y apartó la mirada.
—¿Y no podría ser alguien a quien yo no quisiera resistirme?
—¿Creéis que podéis arreglar las cosas con vuestro padre?
«Su propia hija…». Stara notó de nuevo que la furia bullía en su interior.
—Tal vez solo en apariencia.
—¿Sabéis… sabéis cómo matar a un hombre al acostaros con él? —Por un momento, Stara no daba crédito a lo que Vora acababa de preguntarle. Entonces clavó la vista en ella. Vora escudriñó los ojos de Stara y luego asintió—. Supongo que no. Tengo entendido que es una habilidad relacionada con la magia superior. —Vora se puso de pie y se dirigió hacia la puerta—. Pediré que os traigan un poco de comida y vino.
Mientras los pasos de la esclava se alejaban por el pasillo, Stara reflexionó sobre lo que la mujer le había preguntado. «De modo que es posible matar a alguien de esa manera. El problema es que, para ello, una tiene que irse a la cama con alguien a quien odia lo suficiente para querer matarlo. Pero supongo que si alguien me forzara, mi ansia de acabar con él sería así de intensa».
Maldijo a Vora en voz baja. Por desgracia, cada vez que Stara se enteraba de que era posible hacer algo por medio de la magia, se moría de ganas de aprender a hacerlo. Y, teniendo en cuenta la situación en que se encontraba, su deseo de adquirir esa habilidad en particular no estaba alimentado solo por la curiosidad.
Pero ¿quién se lo enseñaría?
Tessia suspiró. Durante la última semana, los aprendices habían tenido que madrugar a diario para recibir lecciones de uno o más magos. Por lo general, al principio solo había un profesor, pero con frecuencia otros magos salían de sus tiendas para observar y hacer comentarios, lo que a veces acababa con uno de ellos haciéndose cargo de la clase para aportar algo que complementaba la lección original o, en una ocasión, provocando una discusión.
—… alguna forma de continuar así después de ocuparnos de los invasores —dijo una voz.
Tessia resistió la tentación de volverse a mirar a los magos que cabalgaban detrás de ella, para que no se percataran de que estaba escuchando.
—Lo dudo. Nunca se había dado este grado de colaboración, y me temo que cuando esto acabe, volveremos a las sospechas y los secretos de siempre.
—Pero esto es mucho más eficiente. He aprendido nuevas técnicas. No tenía idea de que había tantas lagunas en mi formación.
—O en la mía. —Se oyó un suspiro melancólico—. Si hubiera una manera de mantener…
—Tenemos que encontrar una manera. Los sanadores tienen su gremio. He oído sugerencias de que deberíamos fundar el nuestro, así que…
Cuando las voces se apagaron, Tessia miró a Jayan para ver si había escuchado la conversación. Estaba sonriendo, con los ojos muy vivos.
—¿Crees que uno de los aprendices le ha comunicado tu idea a su maestro? —preguntó ella.
Él fijó la vista en Tessia y enderezó la espalda.
—Tal vez.
Tessia se encogió de hombros.
—A lo mejor los magos han llegado a esa misma conclusión por sí solos. Tarde o temprano tenía que pasar.
Él le dirigió una mirada de reproche.
—¿Tú crees?
Tessia sonrió.
—Sería mucha casualidad, ¿verdad?
—Sí —dijo él con firmeza—. Además, no han tenido tiempo para meditarlo a fondo.
Unas noches atrás, Jayan le había expuesto sus ideas sobre un gremio de magos en el que se compartieran los conocimientos y los aprendices recibieran clases de todos los magos, no solo de sus maestros. Llevarían insignias que acreditarían su pertenencia al gremio, como las que llevaban los miembros del Gremio de Sanadores, a fin de que los clientes tuvieran una garantía de que poseían una buena formación.
Sus planes incluían separar a los miembros del gremio en dos o tres grupos y animarlos a competir entre sí para estimular la invención y el desarrollo de poderes. Ella había objetado que eso también podía provocar divisiones y conflictos, y había propuesto un sistema escalonado para los aprendices basado en sus niveles de habilidad y conocimientos. Entonces Jayan había decidido que quienes estaban en el mismo nivel podían competir individualmente o por equipos.
Ella había sugerido que los magos podían concentrarse en un tipo de habilidad en concreto para explorarlo y ahondar en él. Unos podían perfeccionar sus habilidades de lucha y defensa, otros estudiar técnicas de construcción de puentes y edificios. Tessia veía en esto último una manera de garantizar que todas las estructuras del país fueran seguras, pues impulsaría a los magos a supervisar sus obras.
Otros aprendices se habían acercado para unirse a ellos, y Tessia se había sentido vagamente desilusionada. Había sido la primera conversación larga con Jayan que había disfrutado de verdad y en la que ambos estaban de acuerdo e igual de entusiasmados. Cuando él había contado su idea a los otros aprendices, ella había quedado desconcertada, aunque no sabía muy bien por qué.
«No creo que fuera porque la presentó como una idea exclusivamente suya —pensó—. Ni porque era algo entre él y yo que de pronto compartió con todos los demás. No, era más una sensación de inquietud que de irritación. Me preocupaba que si revelaba su idea a la gente demasiado pronto, antes de que estuviera totalmente desarrollada, los demás olvidaran a quién se le había ocurrido en un principio».
Más adelante, el bosque retrocedió poco a poco de las orillas del camino y ellos se adentraron en un pequeño valle parcelado en sembradíos. El estado de los cultivos desmoralizó a Tessia. En algunos campos no se había realizado la cosecha; otros, que nunca habían sido cultivados o no habían recibido los cuidados necesarios, estaban cubiertos de malas hierbas. Muchas de las plantas estaban secas y marrones, muertas por falta de riego. Lo más frustrante de aquella infrautilización residía en que los sachakanos nunca habían llegado tan al sur. La gente había huido sin motivo.
Los magos habían abandonado por el momento la persecución de los sachakanos y estaban regresando a las tierras bajas para encontrarse con los refuerzos enviados por el rey. Tessia estaba deseando dormir de nuevo en una cama de verdad y comer mejor. Por encima de todo, ansiaba librarse del miedo que la atormentaba constantemente. Podría relajarse, sabiendo que no tenían que temer que los sachakanos los atacaran en cualquier momento.
Cuando avistó unas siluetas oscuras en el campo que tenían delante, Tessia hizo una mueca. A lo largo del viaje se habían topado con animales que agonizaban a causa del hambre o la sed. Oyó las palabrotas de los magos y añadió las suyas en voz baja.
Entonces cayó en la cuenta de que quienes iban en cabeza espoleaban a sus caballos hacia delante. Se le hizo un nudo en el estómago. Ninguno de ellos se daría tanta prisa para examinar a unos animales muertos. Cuando miró de nuevo las siluetas oscuras empezó a distinguir formas humanas.
—¿Cuándo creéis que ha ocurrido? —Oyó que Werrin le preguntaba a Dakon.
—No hace mucho. Un día, a lo sumo. —Dakon miró alrededor y al final posó los ojos en ella. Su expresión entrañaba una pregunta lúgubre. Conteniendo un suspiro, ella hizo avanzar su caballo junto al de él y bajó la vista hacia el primer cadáver, obligándose a fijarse solo en el color de la piel y el estado de la carne.
—Más de medio día —dictaminó.
—Estas personas no van lo bastante abrigadas para salir de noche —dijo Narvelan. Se había desplazado hasta el campo y cabalgaba de un lado a otro, mirando a derecha e izquierda. Regresó al camino e hizo que su caballo describiera un círculo completo—. Tampoco llevan zapatos lo bastante buenos para caminar largas distancias. Creo que llevaban carretas, seguramente robadas. Hay senderos de curren pisado que parten en todas direcciones desde este punto. Sin duda vieron a sus atacantes y se dispersaron.
—¿Había más de un atacante? —inquirió Werrin.
—Tenía que haberlo. A todos los han matado con magia superior. Un solo atacante habría tenido que juntarlos para matarlos de uno en uno. Esto parece obra de al menos cuatro o cinco.
—Si estas personas se dispersaron, es posible que alguien haya conseguido escapar —señaló Werrin—. Deberíamos seguir todos los senderos para ver si hay alguno que no termine en un cadáver.
Magos y aprendices se miraron con muda consternación. Cada mago eligió un sendero y, con los aprendices a la zaga, empezaron a recorrerlos a caballo. Cuando descubrían un cuerpo se oían gritos de «lo hemos encontrado». Dakon siguió adelante hacia una hilera de árboles. Tessia oyó el rumor de agua que corría y se percató de que se dirigían hacia un arroyo.
Justo antes de llegar al riachuelo, dieron con el creador del sendero. Estaba tumbado boca abajo sobre un tronco. Volvió la cabeza a un lado y alzó la mirada hacia ellos, con ojos llenos de espanto y dolor. Respiraba de forma entrecortada y trabajosa.
—¡Está vivo! —exclamó Jayan.
Bajaron de un salto al suelo y se acercaron al hombre. Dakon se puso en cuclillas y le habló en tono tranquilizador. Poco a poco, el miedo en el semblante del hombre cedió el paso a la esperanza.
—¿Qué ha pasado aquí?
—Nos han dicho que nos fuéramos —susurró el hombre—. Magos. Sachakanos. En el camino. —Hizo una pausa, pues saltaba a la vista que el esfuerzo de hablar le resultaba doloroso—. Ellos… Elia. Me dijo… que siguiera corriendo… luego… me hirieron…
Tessia lo examinó con delicadeza.
—¿Qué te duele?
—Espalda —jadeó él—. Los costados. Todo.
Ella le palpó el cuerpo suavemente. Tenía varias fracturas en las costillas, algunas causadas por un impacto posterior y otras por su caída sobre el tronco, dedujo ella.
—Vamos a sacarte de aquí —dijo Tessia.
Lo envolvió en magia, lo bajó del tronco y lo tendió de espaldas. Él soltó un fuerte gruñido, con los ojos muy abiertos y la respiración agitada. «Al menos no hay señales de que las costillas hayan perforado el pulmón. Es un hombre muy afortunado».
—¿Puedes arreglarlo? —preguntó Jayan.
Tessia lo miró, frunciendo el entrecejo, y en ese instante Dakon la salvó de tener que elegir entre mentir o manifestar sus dudas delante del herido.
—¿Has visto hacia dónde han ido después?
—Te… Tecurren.
Dakon se irguió, con arrugas de preocupación en el rostro.
—Debería decírselo a los demás. —Miró en torno a sí—. No estarás a salvo si te quedas aquí. Tal vez uno haya quedado rezagado.
—Lo dudo, si se dirigían a Tecurren —dijo Jayan—. Después de Mandryn, no habían elegido un objetivo tan grande o alejado de las montañas. Si algunos de ellos están por aquí, no se arriesgarán a que ocho magos los descubran.
Dakon miró a Jayan, luego a Tessia, y asintió.
—No te queda mucho tiempo. Werrin querrá ir a Tecurren lo antes posible.
—No tardaré mucho —le aseguró Tessia.
Dakon se alejó a grandes zancadas, y Jayan se levantó.
—Iré a buscar tu bolsa.
—Gracias —dijo ella.
Mientras Jayan se dirigía a toda prisa hacia su caballo, Tessia centró su atención en el herido. Él le devolvió la mirada. Normalmente habría pensado que era imposible salvarlo en el tiempo de que disponía. Casi todos los pacientes a quienes su padre había atendido por tener las costillas rotas habían muerto de todos modos, pese a que los había tratado pronto y sus heridas eran menos graves.
Pero ella contaba con la magia. Si la usaba, no tendría que abrirlo. Podía mover los huesos y oprimir las vías del pulso. Colocó las manos sobre el pecho del herido, cerró los ojos y se concentró en la carne debajo de la piel.
De inmediato supo que el daño era peor de lo que había supuesto en un primer momento. Casi todas las costillas estaban hechas añicos. Aunque los huesos no habían atravesado los pulmones, habían desgarrado vías de pulso y otros órganos. Invocó su reserva de magia, la proyectó en el interior del hombre e intentó apretar una de las vías de pulso reventadas hasta cerrarla.
El hombre soltó un alarido ahogado de dolor. Ella retiró su magia y se quedó mirándolo de nuevo, pensativa. Lo que tenía que hacer resultaría extremadamente doloroso. Unos pasos que sonaron detrás de ella la distrajeron. Suspiró aliviada cuando Jayan se dejó caer a su lado con la bolsa de su padre, que chocó ruidosamente contra el suelo.
—Ten cuidado con eso —le pidió ella. La abrió y extrajo su remedio más potente contra el dolor. Para su sorpresa, Jayan le quitó el frasco de las manos.
—Ya me encargo yo de hacer la mezcla —se ofreció—. Tú solo dime las proporciones.
Siguió cuidadosamente las instrucciones de Tessia mientras ella rasgaba la ropa del hombre, le administraba la dosis y lo observaba con impaciencia esperando que surtiera efecto. Tessia le posó de nuevo las manos sobre el pecho.
Tras invocar su magia, constriñó las vías de pulso rotas y recolocó en su sitio los huesos fracturados. Sin embargo, incluso mientras trabajaba sabía que no sería suficiente. Ya había demasiada sangre derramada en su interior y demasiado poca en sus vías de pulso. La carne rajada no podía mantenerse cerrada por medio de la magia durante el tiempo necesario para que sanara. «Ojalá pudiera acelerar el proceso de sanación», pensó ella.
Mientras le extraía sangre al hombre a fin de dejar espacio para sus órganos, sabía que ya había perdido mucha. De pronto, una convulsión recorrió el cuerpo del herido. Ella percibió que los ritmos esenciales para la vida se volvían irregulares y después se paraban.
Cuando la llamada de Dakon interrumpió sus pensamientos, no estaba segura de cuánto tiempo llevaba contemplando al muerto, pensando cómo habría podido salvarlo. «Debe de haber una manera».
—Vamos, Tessia —dijo Jayan con una delicadeza impropia de él—. Tenemos que irnos. Has hecho lo que has podido. —Bajó la vista—. Aunque primero será mejor que te laves las manos.
Ella se miró las manos ensangrentadas y asintió. Se acercó al arroyo, se acuclilló y dejó que el agua se llevara la suciedad. Jayan recogió la bolsa de su padre y se quedó esperándola.
Ella dirigió una última mirada meditabunda y apesadumbrada al fallecido y cruzó el campo para unirse a los magos.