50

Tras detenerse a recuperar el aliento, Stara alzó la vista hacia la empinada pendiente de roca que se elevaba ante ella. Al igual que la cuesta que ella y las mujeres que la seguían acababan de ascender, tenía grietas oblicuas en la superficie por las que podían escalar lentamente. Sin embargo, era una subida más larga que la anterior, y estaba coronada por una cresta irregular, a cierta distancia por encima de ellas. Al otro lado, Stara alcanzaba a ver la cúspide de otra pared escarpada de piedra, y más allá, otra. A lo lejos, las cimas de las montañas lo dominaban todo con cruel indiferencia.

«Chavori era un hombre más fuerte de lo que parecía —pensó Stara por centésima vez—. Tuvo que subir todas estas pendientes para realizar sus mediciones. Y debía de contar con la ayuda de otras personas. Esclavos, sin lugar a dudas. Tal vez otros magos u hombres libres. Tendremos que permanecer alerta por si a alguno de ellos se le ocurre regresar».

Cuando las otras cuatro mujeres la alcanzaron, resollando y jadeando, Stara decidió que a todas les vendría bien descansar un poco. Se descolgó de los hombros la mochila, a la que llevaba sujeto un tubo hecho con un junco vacío, mucho más ligero que los cilindros metálicos de Chavori. Le quitó la tapa y extrajo el mapa.

Lo extendió sobre la pared plana de piedra que tenía delante y fijó las esquinas con magia. Las mujeres se apiñaron en torno a Stara para examinarlo. Ella percibió su olor a sudor. Solo las que estaban en buena forma habían decidido acompañarla en aquella exploración cuando se habían hecho patentes las dificultades que presentaba la caminata hasta el valle. Ella había dejado a las demás en manos de la competente Vora en un campamento montado más abajo, en la ladera.

Shadiya, una de las mujeres, señaló el camino sinuoso por el que avanzaban.

—Creo que casi hemos llegado.

Stara asintió, y a continuación enrolló el mapa y lo guardó.

—Pero bebamos y comamos un poco antes de seguir.

Las mujeres guardaron silencio mientras descansaban. Con la espalda contra la pared, dirigieron la mirada hacia las llanuras sachakanas, que se extendían hacia la bruma de la distancia. Stara contempló el horizonte. Detrás de él yacía Arvice. ¿En qué estado se encontraría la ciudad después de dos meses de dominio kyraliano? ¿Seguiría vivo Kachiro? Sintió una leve punzada de tristeza y arrepentimiento, seguido de una vaga culpabilidad por no sentir nada más. «Eso es solo porque estoy cansada —se dijo, aunque sabía que no era verdad—. Tampoco es que nos casáramos por amor. Pero le tenía cariño, y espero que sobreviva. —Se preguntó si su esposo habría recibido noticias de su madre—. Tendré que enviarle yo misma un mensajero cuando nos hayamos instalado. Tal vez ella podría venirse a vivir con nosotras».

Todas comieron frugalmente sin necesidad de que nadie les recordara que les quedaban pocas provisiones. Stara había complementado su dieta con los pájaros que cazaba valiéndose de la magia, pero la vegetación que crecía en aquel terreno inhóspito era escasa e incomible. Empezaba a preocuparle que Chavori hubiese exagerado al describir el valle hacia el que se dirigían.

Se puso de pie y se echó la mochila a la espalda. Las demás la imitaron. Sin mediar palabra, buscaron el arranque de una de las largas grietas de la cuesta y comenzaron a ascender poco a poco, con Stara a la cabeza.

Tras lo que pareció una eternidad, ella llegó por fin a lo alto de la cresta. Se aupó sobre el borde, avanzó a cuatro patas, aliviada por no llevar el peso de la mochila sobre los hombros. Se detuvo por un momento para recobrar el aliento y se percató de que no estaba respirando el mismo aire árido que les había resecado la garganta durante las últimas semanas, sino un aire con sabor a humedad y moho. El corazón le dio un vuelco y se levantó, apoyada en las rodillas.

La siguiente pared se alzaba a unos pocos pasos. En la base de una de las grietas había un triángulo oscuro. Un agujero. Ella se acercó. Del interior le llegó un murmullo de agua que corría y una ráfaga de aire húmedo.

La abertura era baja; tendría que gatear para entrar en ella. Al oír un sonido detrás de sí, reprimió la curiosidad y regresó al borde para asegurarse de que las siguientes dos mujeres treparan hasta allí sin contratiempos. Cuando alcanzaron la cima, sus miradas se desviaron de inmediato hacia la abertura.

—Suena como si hubiera un río dentro.

—¿Entramos?

—No. Esperemos a que lleguen las demás —dijo Stara.

Finalmente, ayudaron a las últimas mujeres a escalar sobre el borde de la pared. Se quedaron esperando a ver qué hacía Stara. Ella sonrió, se arrojó al suelo como una esclava y entró en la abertura a gatas, encendiendo ante sí un globo de luz.

El techo continuaba siendo bajo, pero unos pasos más adelante se curvaba hacia arriba y la cavidad se ensanchaba. Ella se deslizó hacia delante, se puso de pie y continuó andando, agachada. Su luz se perdía a lo lejos en dos direcciones, y por la manera en que resonaban sus movimientos, supuso que estaba en un túnel. Era como estar en un tubo largo y aplastado, más ancho que alto, y torcido en un ángulo parecido al de las grietas abiertas en las paredes de roca. El agua corría por el fondo.

—Chavori creía que esto se formó hace poco, cuando el curso de la corriente se desvió en un punto más alto del río —dijo Stara—. Así que propongo que vayamos río arriba.

Tras avanzar unos cientos de pasos, vislumbraron una luz más adelante, y tras otros cientos más, llegaron ante la entrada del túnel. El río despedía destellos blancos y azules. En la orilla crecían hierbas casi tan altas como un hombre, pero conforme se alejaban del agua se tornaban más bajas y secas. Unos árboles achaparrados y antiguos gozaban de una posición más resguardada cerca de las abruptas paredes del valle.

—¿Qué opináis? —preguntó Stara.

—No es exactamente lo que imaginaba —respondió Shadiya—, pero habría sido demasiado pedir que encontráramos campos cultivados, ¿verdad?

—Habrá que arrancar la maleza más perjudicial. Y luego traer unos reberes para que la hierba no crezca demasiado. Y tras ello excavar acequias. Después tenemos que abonar la tierra antes de sembrarla —explicó Ichiva. Stara se volvió hacia ella, impresionada por sus conocimientos de agricultura. La mujer se encogió de hombros—. Cuando no te dejan hablar en presencia de los hombres, te dedicas a escuchar.

Las demás asintieron, dándole la razón.

—Sí, tendremos que trabajar mucho —dijo Stara—. Y no será fácil subir reberes hasta aquí. Además, habrá que construir casas. Nos queda mucho que aprender. ¿Seguimos explorando?

Las demás le sonrieron e hicieron un gesto afirmativo. Se dividieron y tomaron rumbos distintos. Stara se encaminó hacia el valle, examinando el suelo y lamentando no saber lo suficiente para determinar si era fértil. Los árboles resultaron ser mucho más grandes de lo que parecían desde lejos. Al fijarse en las ramas, no pudo evitar imaginar a niños encaramados a ellas.

«Niños. Si queremos tenerlos, no podemos desterrar a los hombres de nuestra vida por completo. Pero tal vez podríamos evitar traerlos aquí. Las que quieran pueden visitar algún pueblo de la llanura y pasar la noche con alguien que les guste».

Pero ¿qué harían con los niños varones? Ninguna mujer accedería a expulsar a su hijo de allí. Stara sacudió la cabeza. Tal vez lo importante no era tanto que el Refugio estuviera libre de hombres, como que estuviera controlado por mujeres.

—¡Stara!

Al volverse, advirtió que Ichiva le hacía señas y apuntaba con el brazo a la pared del valle. Stara escrutó con la mirada la superficie rocosa, con el ceño fruncido, intentando localizar aquello que Ichiva le señalaba.

De pronto lo vio, y un escalofrío le bajó por la espalda.

La pared del valle no era natural. Ella no solo alcanzaba a distinguir el lugar donde la ladera original daba paso bruscamente a la pared artificial, sino que veía las líneas y curvas talladas por el hombre.

Con el corazón desbocado, echó a andar a toda prisa. Los relieves se habían deteriorado mucho, y había secciones enteras que se habían desprendido. Quienquiera que había hecho aquello lo había hecho hacía muchos, muchos años. Quizá miles.

La invadió la emoción. Era evidente que si alguien había vivido en el valle alguna vez, otros podrían establecerse allí. Los arcos y las líneas semejaban marcos elaboradamente ornamentados de puertas y ventanas. Tal vez los antiguos habitantes vivían en cuevas, en el interior de la pared. Cuando llegó junto a Ichiva, Stara comprobó que estaba en lo cierto. Había un agujero rectangular en la pared. Compartió una sonrisa de entusiasmo con la otra mujer.

—Creo que no seremos las primeras en instalarnos aquí —comentó—. Ve a buscar a las demás. Yo voy a entrar.

Tras crear otro globo de luz, Stara atravesó la entrada. Al otro lado había un pasillo largo, y ella vio la luz que se colaba entre las plantas que cubrían las otras puertas y ventanas. Dio unos pasos entre raíces dispersas y enmarañadas, pero más adelante el suelo era de piedra desnuda. Unas aberturas grandes en la pared del fondo la invitaban a adentrarse más.

Eligió la más cercana. Daba a un pasillo amplio con un recinto a cada lado. Las paredes entre ellas eran casi tan anchas como las cavidades mismas. Había zonas húmedas debido a las filtraciones de agua, pero casi todo estaba seco. Al oír unos pasos, Stara esperó a que llegaran las mujeres, y continuaron juntas el recorrido. El pasillo terminaba seis habitáculos más adelante.

Regresaron al pasillo principal y siguieron explorando. Una de ellas descubrió unos bajorrelieves de personas y animales en varias paredes. En casi todos los habitáculos había uno o dos, pero entonces se encontraron con un pasillo ancho recubierto de ellos. Conducía hasta una cueva enorme. En el techo, muy por encima de sus cabezas, había una grieta por la que entraban unos débiles rayos de luz. Era evidente que también dejaba entrar la lluvia, pues se había formado un charco en el centro de la cueva. Detrás, el nivel del suelo se elevaba ligeramente, y sobre él había una losa de piedra cuarteada.

Rodearon el charco y subieron a la plataforma para examinar la losa. En la superficie aparecía el contorno desdibujado de una figura humana con unas líneas que le salían en forma radial de la zona del pecho.

Shadiya la observó más de cerca.

—¿Para qué crees que servía esto? ¿Es la tapa de un sarcófago, o un altar para sacrificios humanos?

Stara se estremeció.

—Quién sabe…

—Hay otra abertura ahí detrás —dijo Ichiva, señalando la pared situada al otro lado de la plataforma. Entonces miró hacia un lado—. ¿Creéis que esa era la puerta?

Todas se pararon a contemplar un gran disco de piedra, partido en dos, que yacía frente a la abertura. Delante de esta había una hendidura profunda en el suelo, y Stara advirtió que era del mismo grosor que el disco.

—Quizá la hacían rodar hacia los lados para abrir y cerrar la puerta —aventuró.

Las mujeres comenzaron a hacer especulaciones y se volvieron para inspeccionar la abertura. Stara dirigió su globo de luz hacia el interior. Un pasillo estrecho se internaba en la oscuridad. Ella cruzó la puerta.

Al poco rato, el pasillo se dividía en dos, y más adelante volvía a bifurcarse. Stara aflojó el paso.

—Esto empieza a parecer un laberinto. Deberíamos señalar nuestro camino.

Retrocedieron sobre sus pasos y en cada intersección trazaron el símbolo de una flecha en la pared, apuntando en la dirección de la que habían venido.

—También sería conveniente que no nos separásemos —dijo Stara—. No os apartéis del grupo ni dejéis que nadie se quede rezagada.

—No creo que nadie quiera rezagarse —replicó una de ellas en tono nervioso, y las demás rieron, dándole la razón.

Siguieron adelante, a un ritmo más lento por la necesidad de marcar el camino, explorando el laberinto de pasadizos. Algunos conducían a habitaciones pequeñas, otros no llevaban a ningún sitio. De pronto, las paredes ya no eran de piedra lisa y tallada, sino de roca natural y rugosa. Unos pasos más adelante, el pasillo desembocaba en otra cueva.

Las mujeres, maravilladas y asombradas, ahogaron un grito al ver las paredes relumbrantes de la caverna. Stara se acercó a ellas. Había formas cristalinas por toda la superficie. En algunas zonas, eran tan grandes como su puño, en otras, pequeñas como una de sus uñas.

—Se parecen un poco a las gemas que nos venden los dúneos —observó Ichiva—. ¿Crees que son mágicas?

—Mágicas o no, valen una fortuna —respondió Stara. Se enderezó y se volvió hacia las mujeres—. Mientras tengamos cuidado, podemos cambiarlas por artículos que no logremos fabricar o cultivar nosotras.

Ellas sonreían, llenas de esperanza. Se quedaron un rato en la cueva, tocando las gemas y retándose a encontrar la más grande. Sin embargo, habían pasado horas desde su último tentempié y el hambre las impulsó a salir de nuevo. Siguieron las marcas, y Stara se sintió aliviada cuando las hubo guiado a todas sanas y salvas hasta la primera cueva. Se sentaron en el borde de la plataforma y sacaron algo de comida de las mochilas. Stara mordisqueó uno de los panecillos secos de semillas y nueces que Vora les había preparado.

—Creo que hay otra puerta junto a esa —dijo Shadiya, señalando a la izquierda de la entrada del laberinto—. ¿Veis las líneas en las paredes?

Stara dejó a un lado su panecillo y se acercó. Shadiya estaba en lo cierto. En la pared había una ranura en forma de puerta.

—Me pregunto cómo se abre —dijo Shadiya, acercándose—. No tiene pomo ni cerradura.

—Eso parece ser cosa de magia, ¿no? —dijo Stara.

Se plantó frente a la puerta, invocó su energía y la lanzó hacia las grietas. La magia envolvió la pared por la parte posterior sin encontrar resistencia, por lo que ella supo que había un hueco detrás. Continuó sondando y percibió que había un hueco encima de la puerta. Se curvaba hacia arriba y hacia un lado, de manera que la puerta cabía tumbada de costado dentro de la cavidad.

Stara esforzó su voluntad y levantó la puerta, que se elevó y se deslizó en dirección a ella con un fuerte chirrido, antes de encajar en su sitio.

Las mujeres se agolparon en torno a la abertura que Stara había dejado al descubierto. Stara envió su globo de luz dentro, y a todas se les cortó la respiración. Todas las superficies del recinto, salvo el suelo, estaban esculpidas. Y, a diferencia de los otros relieves que habían visto, aquellos estaban pintados con colores vivos.

Stara entró y contempló las escenas representadas. Los personajes extraían de las paredes de las cuevas unas piedras de colores brillantes de las que partían líneas en todas direcciones. Había un hombre que aparecía en varias de las escenas, siempre vestido de blanco. Cuidaba de las gemas mientras crecían, antes de que las arrancaran, y después se las entregaban. Él las repartía entre otros a su vez. En todas las representaciones, llevaba una piedra azul al cuello, colgada de una cadena, con líneas radiales que figuraban los destellos.

En otra pared, llevaban ante el personaje vestido de blanco a un hombre sujeto con cuerdas. Estaba atado a un rectángulo con marcas iguales que las de la losa que se encontraba en la cueva grande. A continuación, el hombre vestido de blanco apretaba la piedra azul contra su pecho. En la siguiente escena, se llevaban a rastras a la víctima, claramente muerta, y el hombre de blanco irradiaba energía.

—Yo tenía razón sobre lo de los sacrificios humanos —murmuró Shadiya.

Debajo de todas las escenas había inscripciones hechas en algún sistema de escritura antiguo. «¿Narran lo que ocurre en las escenas? —se preguntó Stara—. No cabe duda de que estas gemas poseen propiedades mágicas, como las que elaboran los dúneos. Me pregunto si… los dúneos serían capaces de leer esto». Pediría a alguien que copiara algunas de las frases y se las llevara.

Stara salió de la sala y volvió a donde había dejado la mochila y su comida. Observó a las mujeres, que regresaban de una en una con aspecto sobrecogido, y echaban un segundo vistazo a la losa. Escuchó su parloteo y meditó sobre todo lo que habían descubierto.

Haría falta mucho trabajo para conseguir que el valle fuera habitable, y más aún para que las mujeres pudieran llevar allí una vida totalmente autosuficiente. Sin embargo, ahora poseían una fortuna en gemas. Por lo que había entendido de las pinturas, supuso que las piedras requerían unos cuidados especiales mientras crecían para volverse mágicas. Las Traidoras podrían vender las que ya estaban en las paredes sin riesgo de poner material peligroso en manos de los kyralianos o los sachakanos.

Interrumpió sus reflexiones. «Ya estoy pensando en los sachakanos como en un pueblo distinto de nosotras. Vamos a convertirnos en una nueva nación. Tal vez seamos una nación pequeña, como los dúneos, pero no tan primitiva. ¿Seguiremos llamándonos Traidoras? —Asintió para sus adentros—. Sí. Debemos conservar ese nombre. No debemos olvidar por qué vinimos aquí. No fue por la guerra, sino porque, por nuestra condición de mujeres, éramos invisibles, y estábamos infravaloradas e indefensas. Se nos asignaba un lugar en la sociedad sachakana apenas mejor que el de los esclavos. Ahora hemos encontrado un lugar nuevo donde nosotras tomamos las decisiones, donde no hay esclavos y donde todas trabajan por el bien común. Dudo que nos resulte fácil, o que no cometamos errores. Tal vez incluso fracasemos al final. Seguro que conseguirlo nos llevará el trabajo de toda una vida, pero es más emocionante que dirigir el negocio de mi padre. No es solo una vía de escape para Vora, Nachira, mis amigas y yo. Si funciona, ayudará a muchas, muchas mujeres en los años venideros.

»Y eso es algo a lo que estoy dispuesta a dedicar mi vida».