28

Durante toda la noche, Jayan no pudo dejar de pensar que estaba acostado en la cama de un muerto.

En vez de hacinar a todos los magos en la casa del burgomaestre, los aldeanos habían encontrado espacio para ellos en las casas deshabitadas de la aldea. Jayan había estado deseando dormir en una cama de verdad, pero ahora que sabía que Dakon, Tessia y él estaban alojados en casa de una familia que había muerto, no podía relajarse.

Al principio se quedó tumbado, despierto, reviviendo en su memoria los sucesos del día. Al cabo de un rato logró dormirse, pero las pesadillas le espantaban el sueño una y otra vez.

«Hemos vencido —pensó—. ¿Por qué estoy teniendo pesadillas?».

Quizá fuera el recuerdo de los cuerpos de los aldeanos torturados por los sachakanos el que llevaba su mente por rincones oscuros, o el de las historias que contaban los supervivientes, los ojos llenos de angustia de las mujeres rescatadas de las habitaciones en que las había encerrado el enemigo, algunas de ellas demasiado jóvenes para haber tenido que vivir una experiencia tan terrible.

O tal vez fuera la batalla en sí, aterradora y emocionante a la vez, lo que excitaba su mente hasta el punto de no dejarlo dormir. No podía evitar analizarlo todo, cada paso, cada decisión. Pero había otro pensamiento que no conseguía desterrar de su cabeza y que lo alteraba más de lo que esperaba.

«Ha sido la primera vez que he matado a alguien. Bueno, solo he aportado un poco de la energía, no he lanzado el azote, pero aun así he participado en la muerte de otras personas».

No era el sentimiento de culpa o el arrepentimiento lo que lo atormentaba. Los sachakanos eran invasores. Habían matado kyralianos. Y, después de ver lo que los sachakanos habían hecho a los aldeanos, Jayan sabía que no habría vacilado en asestar los golpes mortales él mismo.

Pero no podía evitar sentir que algo había cambiado en su interior, y no estaba seguro de que fuera para bien. Albergaba rencor hacia los sachakanos —hacia todos los invasores— por haber ocasionado ese cambio. No había vuelta atrás ni forma alguna de deshacerlo. Irónicamente, esto intensificaba su deseo de expulsarlos de Kyralia, aunque para ello hiciera falta volver a matar.

Con las primeras luces del amanecer, Jayan se levantó, se aseó, lavó su ropa, la secó con magia y se vistió. Esperó en la cocina hasta que Dakon y Tessia salieron de sus habitaciones y se reunieron con él. Dakon se acercó a un armario y abrió las puertas.

—Me da aprensión comerme su comida —dijo.

Jayan y Tessia intercambiaron una mirada.

—Si no se la come nadie, se echará a perder —observó ella.

—Además, tampoco es que la estemos robando —añadió Jayan.

Dakon suspiró y sacó un poco de pan duro, cecina y mermelada. Tessia se levantó y encontró platos y cubiertos. Comieron en silencio.

«Parece agotada», advirtió Jayan. Estaba ojerosa y tenía la espalda encorvada. Él deseó poder animarla, o al menos volver a percibir en sus ojos una chispa del interés que antes solía mostrar. Incluso una pizca de obsesión por la sanación le parecía preferible a verla cabizbaja y triste.

—Bueno, ¿en qué estado han quedado los aldeanos? —le preguntó—. ¿Se encuentran bien?

Ella lo miró, pestañeando, y se encogió de hombros.

—Las chicas son las que presentan más heridas, aunque sorprendentemente pocas. Se curarán, pero… —Hizo una mueca y sacudió la cabeza—. Por lo demás, los sachakanos mataron a todos los que resultaron heridos en el ataque, y cuando decidían torturar a alguien, acababan por rematarlo. Al final.

Jayan asintió. Esto coincidía con lo que le habían contado. Se le hizo un nudo en el estómago. «Pensaba que lo que les había ocurrido a Sudin y Aken era cruel, pero veo que recibieron un trato benévolo en comparación con algunos de estos aldeanos. Los atormentaron durante horas. Y todo por un concepto retorcido de la diversión».

—No todos los sachakanos son tan depravados —murmuró Dakon.

Tessia y Jayan lo miraron. Él esbozó una sonrisa cansada.

—Sé que ahora mismo resulta difícil de creer, y reconozco que incluso a mí me cuesta un esfuerzo recordarlo, pero es cierto. Por desgracia, son los codiciosos, los dominados por la ambición y los más violentos los que se sentirán impulsados a unirse al bando de Takado. Me…

Unos golpes en la puerta principal de la casa lo interrumpieron. Tras levantarse y salir de la cocina, Dakon volvió y les hizo señas. Jayan y Tessia se pusieron de pie y lo siguieron hasta la calle, donde Narvelan los esperaba.

Se habían formado dos grupos al otro lado de la calzada. Uno estaba integrado por magos y aprendices, el otro era un puñado tristemente pequeño de aldeanos. Narvelan indicó con gestos a los tres que lo siguieran, y los guio a donde estaban los magos.

—Se han ofrecido voluntarios para proporcionarnos energía —le informó a Dakon.

—Hmmm —fue la única respuesta de Dakon.

—Me imaginaba que dirías eso.

Mientras Dakon se incorporaba al debate entre los magos, Tessia se acercó a Jayan.

—Tiene sentido, y si están dispuestos a dárnosla, ¿por qué no aceptarla? —preguntó—. Acabamos de gastar mucha energía. Si absorbiéramos la suya, no les haríamos ningún daño, y en cambio nos ayudaría a fortalecernos un poco. —Frunció el entrecejo—. Sin embargo, no aconsejaría tomar energía de las chicas. Ya han pasado por una experiencia lo bastante dura.

—Aparte de que eso supondría infringir las leyes del rey, no sería tan sencillo —le dijo Jayan—. Dakon me lo explicó una vez. —Hizo una pausa, intentando recordar las palabras de su maestro—. Dijo que un buen mago nunca se siente a gusto cuando utiliza la magia superior. Es fundamental para la defensa del país, y nos permite hacer más de lo que nos sería posible si utilizáramos solo nuestros poderes, pero Dakon dijo que, en manos de un mago ambicioso o sádico, podía resultar peligroso. O en manos de alguien desesperado por justificar su uso. «El sentimiento de superioridad moral puede ser tan destructivo como la falta de escrúpulos», dijo. Sí, recuerdo claramente sus palabras. Me dieron mucho que pensar. Todavía pienso en ello a veces.

Ella ladeó la cabeza ligeramente y lo escrutó con la mirada.

—Eres un hombre con muchas contradicciones, Jayan.

Él la miró, parpadeando.

—¿En serio?

—Sí.

Como no se le ocurrió ninguna réplica, devolvió su atención a la discusión de los magos. Entonces puso cara de exasperación.

—Ya estamos otra vez. Podrían tardar días en dar una respuesta a los aldeanos. Incluso semanas. Tal vez deberíamos advertirles que no esperen a que se decidan o acabarán muriendo de hambre.

—Quizá su oferta no sea necesaria —dijo Tessia en voz baja.

Jayan se percató de que ella había apartado la vista, y que otros aprendices se habían vuelto en la misma dirección. Al seguir su mirada, vio a un grupo de jinetes que entraban en la aldea. Las voces de los magos titubearon y se apagaron.

—¿Refuerzos? —preguntó alguien.

—Es lord Ardalen. Debe de tratarse del grupo que se dirige al paso fronterizo —murmuró otro.

—Son lord Everran… ¡y lady Avaria! —exclamó Tessia.

En efecto, la pareja cabalgaba detrás de lord Ardalen. Junto a él iba el mago Sabin, maestro espadachín y amigo del rey. Jayan se puso a contar. Suponiendo que todos los recién llegados bien vestidos fueran magos —si hubieran llevado insignias, como los miembros de su gremio imaginario, él habría podido identificarlos con certeza—, había dieciocho magos que acudían para recuperar el paso fronterizo o para engrosar las filas de Werrin.

Los jinetes desmontaron, y el mago Sabin dio unos pasos al frente para saludar a Werrin, con Ardalen a su lado. Jayan se acercó disimuladamente y aguzó el oído para escuchar la conversación.

—Mago Sabin —dijo Werrin—. Por favor, decidme que habéis venido para uniros a nosotros. Nos vendrían bien vuestra perspicacia y vuestro consejo.

—He venido para unirme a vosotros —respondió Sabin—. Al igual que doce miembros de mi séquito. Cinco se irán con Ardalen a reconquistar el paso. —Miró a los aldeanos—. Vuestros exploradores nos han dicho que ganasteis una batalla aquí.

—Así es —dijo Werrin en tono sombrío—. Cuatro sachakanos tomaron el pueblo. Nosotros lo liberamos.

—¿Están muertos?

—Sí.

Sabin frunció los labios por un momento y asintió con la cabeza.

—Debéis contármelo con más detalle.

—Por supuesto. —Werrin volvió la vista hacia los aldeanos, que observaban a los recién llegados con una mezcla de nerviosismo e interés—. Justo ahora estábamos discutiendo si aceptar o no una noble oferta que nos han hecho los supervivientes. Quieren darnos energía, por gratitud y para que la utilicemos en la lucha.

Sabin enarcó las cejas.

—Una noble oferta, desde luego, si ya han pasado por ello contra su voluntad. —Quedó absorto en sus pensamientos—. El rey ha estado estudiando la ley que prohíbe absorber magia de personas que no sean aprendices. Reconoce que tal vez no haya suficientes jóvenes dotados para la magia entre las clases altas para abastecer a todos los magos que se necesitan para derrotar a Takado y sus aliados. También le preocupa que perdamos muchos de los linajes mágicos de Kyralia si las cosas salen mal. Por tanto, ha decretado que un mago puede utilizar criados como fuentes si no dispone de un aprendiz, siempre y cuando les pague bien.

—Habría que realizarles una prueba antes, pues de poco nos servirán si tienen un poder latente débil o nulo —dijo Werrin—. Supongo que eso significa que no podemos aceptar la oferta de los aldeanos.

Sabin entornó los ojos.

—La prohibición de absorber magia de personas que no sean aprendices no es aplicable en tiempos de guerra. Por lo que he oído, lo que sucedió aquí puede considerarse un acto de guerra.

Werrin y Sabin intercambiaron en silencio una mirada significativa que hizo que a Jayan se le erizara el vello.

«Creo que eso significa que estamos en guerra oficialmente».

—Dudo que pasearme por la misma mansión vaya a levantarme el ánimo —le dijo Stara a Vora mientras la mujer la guiaba por el pasillo—. Puede que sea una prisión grande, pero sigue siendo una prisión.

—No despreciéis lo que no habéis probado, ama —repuso la esclava con tranquilidad—. Es cierto que este lugar no puede entretener a una mente como la vuestra durante mucho tiempo, pero tiene muchos recovecos interesantes, y encontrarlos quizá constituya un remedio temporal contra vuestro aburrimiento.

«No estoy aburrida. ¿Cómo voy a estarlo? He estado demasiado ocupada pensando en el monstruo de mi padre y en lo que me hará ahora que soy “incasable” como para aburrirme. Si estoy abriendo surcos en el suelo de tanto ir y venir, es porque quiero irme a casa. —Stara suspiró—. Es una lástima que haya tenido que venir hasta aquí para comprender cuál es mi verdadero hogar».

—¿Hay alguna pared por aquí que no sea blanca?

—No, ama.

Stara suspiró de nuevo. A Vora le había llevado unos días convencer a Stara de que saliera de sus aposentos. Aunque Stara no quería confesárselo a su esclava, tenía miedo de toparse con su padre. Vora insistió, y al final Stara accedió porque estaba indignada consigo misma por haber dejado que él la convirtiera en una cobarde. Si bien suponía que sería difícil persuadirlo de que la enviara de vuelta a casa, sabía que sería imposible si jamás volvía a verlo.

Un olor extraño flotaba ahora en el aire. No era desagradable, ni dulzón hasta el extremo de marear, como las fragancias preferidas de las sachakanas. Vora condujo a Stara hasta un pasillo curvo. Unas ventanas en forma de arco en la pared interior daban a una zona verde. Stara se detuvo, sorprendida al ver tal despliegue de vida vegetal.

Al acercarse a una de las ventanas, advirtió que el jardín del otro lado estaba comprendido en una sala circular cuyo techo era un círculo segmentado de telas tendidas entre ganchos metálicos clavados en las paredes.

—Sí, esto es bastante bonito… e inesperado —dijo en voz alta.

Vora soltó una risita. Mientras la mujer se dirigía hacia una abertura por la que se accedía al jardín, Stara reflexionó sobre la mujer. «Estoy casi segura de que le caigo bien. Eso espero. Yo le he tomado cariño, y sería una pena que el sentimiento no fuera mutuo».

Todavía no se avenía a tratar a Vora como una mera criada. La actitud mandona de la mujer tampoco recalcaba precisamente su condición de esclava. «Seguramente me fío de ella más de lo que debería —pensó Stara—. Si sus descripciones de la política y las intrigas sachakanas no son exageradas, debería considerar la posibilidad de que un enemigo la soborne para que me envenene o algo así. Uno de los enemigos de mi padre, más bien… o mi propio padre. —Se estremeció—. Pero él no haría algo así, aunque solo sea porque mamá se negaría a seguirle enviando sus beneficios. Por otro lado…, si ella nunca llegara a enterarse de que lo hizo él… Debería pensar en otra cosa».

En el jardín, un riachuelo discurría por un lecho de piedra, bajo un puente que lo cruzaba por el centro. En su nacimiento, el agua brotaba de un tubo que sobresalía de la pared. Era tan agradable que Stara se llevó una desilusión cuando Vora la llevó por el pasillo hasta una sala vacía, con paredes de piedra gris.

—Veo que no todas las paredes son blan… —empezó a decir Stara, pero se interrumpió porque Vora le indicó que guardara silencio.

Intrigada, Stara siguió a la esclava hasta una puerta de madera situada al fondo de la sala. Vora se detuvo y le hizo señas a Stara de que se acercara. Una música tenue se colaba por la puerta. Stara miró a Vora, sorprendida. No había oído una sola nota desde que había llegado a Sachaka. La mujer sonrió y repitió el gesto para pedirle que no hiciera ruido.

Stara escuchó. El músico estaba tocando un instrumento de cuerda que ella estaba más acostumbrada a oír en casas de elyneos ricos. Y tocaba bien. Muy bien. El músico pasaba de una melodía a otra, repitiendo a veces alguna frase para corregir algún fallo o cambiar la velocidad, lo que impresionó aún más a Stara. Finalmente, incapaz de soportar aquella incertidumbre un segundo más, se apartó de la puerta.

—¿Quién es? —le susurró a Vora.

La sonrisa de la mujer se ensanchó.

—El amo Ikaro.

Stara irguió la espalda, asombrada.

—¿Mi hermano?

—Sí, ama. Os lo he dicho. No es como vos creéis.

—¿Cómo ha aprendido a tocar así?

—Escuchando. Ensayando. —La sonrisa de Vora se desvaneció—. Cuando el amo Sokara se enteró, destrozó el primer viero del amo Ikaro. No sé cómo se las arregló vuestro hermano para conseguir otro. Se niega a decírmelo, por miedo a que vuestro padre me lea la mente.

Stara miró a Vora y luego a la puerta, incapaz de conciliar la imagen que se había formado en la cabeza de un vierista guapo que había acudido para hacer su reclusión más llevadera con su recuerdo de un joven malcarado que pensaba que las mujeres no servían para nada.

—Los dos tenéis más en común de lo que os imagináis —afirmó Vora—. Deberíais ser aliados.

Stara miró de nuevo a la mujer antes de pasar junto a ella y abrir la puerta de un empujón.

—¡Esperad, ama! —exclamó Vora—. ¡Son unos…!

«Baños», concluyó Stara mientras asimilaba los detalles de la escena que tenía delante. Un hombre estaba sentado en el borde de una piscina que despedía vapor, desnudo salvo por un trozo de tela que le cubría el regazo. La miraba fijamente, presa del espanto. Ella bajó la vista hacia el bulto considerable bajo la tela.

—¿De verdad creías que podrías esconderlo ahí debajo? —barbotó—. Seguro que habrías podido idear un plan mejor. Y si tocas un viero en un ambiente húmedo puedes estropearlo, ¿sabes?

Ikaro apartó la vista de ella y la posó en un punto situado detrás de su hombro izquierdo, al tiempo que su expresión pasaba de la sorpresa a la irritación.

—Vora —la reprendió, aunque con poca severidad—. Te he pedido que no te entrometas.

—Como siempre decís, amo Ikaro, no se me da demasiado bien obedecer órdenes que no me convencen —repuso la mujer. Se colocó al lado de Stara—. Aunque no esperaba que vuestra hermana siguiera mi consejo tan al pie de la letra.

Stara la miró y se encogió de hombros.

—Bueno, pues aquí estoy. ¿Quieres que hablemos? —Fijó los ojos en Ikaro y cruzó los brazos—. Hablemos, entonces.

Él le dirigió una mirada inescrutable y acto seguido sacó el viero de debajo de la tela y lo dejó a un lado con cuidado. A continuación, se ató la tela en torno a la cintura, cogió el viero y se puso de pie.

—Hay lugares más apropiados que este —dijo, haciéndole un gesto para que lo siguiera—, lugares donde también podemos hablar en privado, pero sin tanta humedad.

Cruzaron la habitación a lo largo de la piscina hasta la puerta del fondo. El cuarto contiguo era más pequeño y tenía bancos de piedra a ambos lados. Sobre uno de ellos había una pequeña pila de ropa pulcramente doblada. Ikaro indicó por señas a las mujeres que continuaran caminando hasta la habitación siguiente, que era común y corriente, de paredes blancas y con unas pocas sillas y mesas. Él no las siguió de inmediato, sino que apareció un momento después totalmente vestido. Stara se fijó en que ya no llevaba el viero. ¿Dónde podía guardarlo en aquellas habitaciones con paredes de piedra?

«Supongo que si lo mantiene en un sitio húmedo y no deja que se seque demasiado rápido, no se le romperá».

Sin decir una palabra aún, las guio hasta un pasillo y luego a un patio rodeado por un muro. Unas plantas en maceta daban sombra, y una fuente en el centro llenaba el aire con el gorgoteo constante del agua. Se sentaron al borde del estanque.

«Ah, sí. El viejo truco de la fuente. Ahoga el sonido de las voces. Me alegra saber que los elyneos no son los únicos que lo hacen».

—Aquí podemos hablar sin miedo —les dijo él.

—O sea que ninguno de los esclavos sabe leer los labios.

Ikaro la miró con extrañeza.

—Leer los labios —explicó ella—, una técnica para saber lo que dice una persona basándose en los movimientos de su boca.

—No tenía idea de que eso se pudiera hacer —admitió él, recorriendo el patio con una mirada nerviosa. Luego se encogió de hombros y se volvió de nuevo hacia ella—. Bueno, ¿de qué quieres hablar?

Ella buscó algún rastro del hombre frío y distante que la había ignorado durante la cena unas semanas atrás. Se le veía un poco inquieto, pero su rostro no reflejaba la menor animosidad o displicencia. Casi parecía una persona distinta.

—Vora me dice que no eres como yo creía —le soltó ella, decidida a hablarle con franqueza—. Pero la única vez que te he visto desde mi llegada prácticamente ni me miraste.

Él hizo una mueca y asintió.

—No debía mostrar ningún sentimiento hacia ti, ni positivo ni negativo, para no influir en el resultado.

—¿Te refieres a no desanimar a mi posible futuro esposo?

—Sí.

A ella se le escapó una carcajada breve y amarga.

—A lo mejor yo quería desanimarlo. Pero lo que quería mi padre era más importante que lo que quería yo, claro está.

Él asintió y la miró con los ojos ensombrecidos y llenos de angustia.

—Es inútil resistirse a él.

Ella volvió la vista hacia donde creía que estaban los baños.

—No pareces haberte dado por vencido.

—Es una pequeña victoria que podría malograrse en cualquier momento, cualquier día. En cuanto a temas más importantes… —Suspiró y sacudió la cabeza—. Me dabas mucha envidia por vivir con mamá y poder hacer lo que te viniera en gana.

Stara clavó los ojos en él.

—¿Yo te daba envidia? Creía que… Dijiste que las mujeres no eran importantes y supuse que eso me incluía a mí. ¿Por qué pensabas en mí siquiera?

—Tenía dieciséis años cuando dije eso, Stara —la riñó con suavidad—. No puedes responsabilizar a alguien de las opiniones que se forma a esa edad, sobre todo si se ha criado en este lugar. Aquí todo son extremos. No hay términos medios. Cuando conocí a mi esposa, aprendí que las cosas no eran tan sencillas.

—Yo sentía envidia de ti —confesó ella—. Me he esforzado durante toda mi vida por aprender lo que creía que necesitaría saber cuando nuestro padre por fin me hiciera volver aquí. —Apretó los puños—. Y cuando eso ocurrió, resultó que lo único que quería era entregarme a un hombre como si fuera una pieza de ganado.

Ikaro rio entre dientes.

—Está furioso porque aprendiste magia. Nachira y yo nos desternillamos cuando se lo conté. Tienes que conocerla, te caería bien. Sé que ella quiere conocerte. ¿Cómo conseguiste aprender y además sin que nadie se enterara?

Ella hizo un gesto vago.

—Con unos amigos, en Elyne. Mamá no quería dejar que me hiciera aprendiz, y yo no quería abandonarla a su suerte con tanto trabajo, así que aprendí de una amiga y de los libros.

—Nuestro padre dice que no recibiste una formación adecuada. Supuse que eso significaba que no sabías magia superior.

Ella le sostuvo la mirada por un momento antes de apartarla.

—Has estado en Elyne. Ya conoces las leyes.

—Todos los magos deben pronunciar un juramento para que les permitan aprender magia superior, ¿verdad?

—Sí. Mi amiga no quería enseñarme magia superior, pues respetaba esa ley. En realidad no se lo reprocho. —Se encogió de hombros—. Lo que he aprendido me parece lo suficientemente valioso. ¿Hay mujeres sachakanas que aprendan magia?

Él asintió.

—Algunas. Normalmente se trata de las herederas únicas del patrimonio de un mago, pero se cuentan historias de hombres que cometieron la tontería de enseñar magia a sus esposas y acabaron por lamentarlo, o de mujeres que recibieron instrucción a cambio de favores.

—¿Es verdad que nadie quiere casarse con ellas?

Él enarcó las cejas.

—Creía que no querías casarte.

—No quiero casarme con alguien a quien no conozca o que no me guste.

—Entiendo. —Desvió la vista, con expresión ceñuda.

Stara miró a Vora. La mujer lo observaba con atención, con arrugas de preocupación en el rostro.

—Tener poderes mágicos no hace que una mujer sea incasable, pero es improbable que alguien de buena posición la quiera. —Le dirigió una mirada fugaz—. Mi padre ha elegido a alguien menos importante de lo que quería. Es todo lo que sé.

—Ha elegido… —repitió Stara. Un escalofrío le bajó por la espalda.

Ikaro frunció el entrecejo.

—¿No lo sabías?

—Creía… Esperaba que hubiera renunciado a la idea y… que me enviara a casa.

Él sacudió la cabeza y apartó la vista de nuevo.

—No, ha aceptado la proposición del hombre.

Ella se puso de pie y comenzó a caminar en un círculo pequeño.

—¿Es que mi opinión no cuenta para nada en esto? —Lo miró y vio la pesadumbre en sus ojos cuando él se disponía a responder—. No, ya lo sé. —Soltó una maldición—. ¿Qué puedo hacer? ¿Fugarme? ¿Decirle que si me obliga a casarme me aseguraré de no tener nunca un hijo?

Ikaro hizo un gesto de dolor, reacción que hizo que Stara se parara en seco y lo mirara fijamente. «Mi padre dijo que la esposa de Ikaro no podía darle hijos. Lleva casado unos cuantos años ya. Da la impresión de que aprecia y respeta a su mujer. Pero si es estéril… Y mi padre ha dicho que necesita un heredero, para evitar que el emperador se apodere de los bienes familiares cuando Ikaro muera».

—Díselo —lo apremió Vora en voz baja.

Ikaro apoyó la cabeza en las manos y volvió a enderezarse.

—Si no tienes un hijo, nuestro padre se asegurará de que lo tenga yo. Me dejará libre para que lo intente con otra esposa.

Stara fijó en él la vista mientras comprendía las implicaciones de lo que acababa de decirle. «Asesinará a Nachira. Por eso Ikaro ha hecho un gesto de dolor. Quiere a Nachira. Necesita que yo tenga un hijo para que nuestro padre no tenga motivos para matarla. —Una oleada de horror la recorrió—. ¡Que alguien me saque de este país!».

Pero, aunque ella huyera, Nachira moriría de todos modos. Aunque no la conocía, Stara sabía que siempre se sentiría responsable si alguien moría a causa de algo que ella había hecho… o dejado de hacer.

¿Estaba dispuesta a casarse con un desconocido y tener hijos con él para evitarlo?

«A fin de cuentas, ¿tengo alguna posibilidad de marcharme de Sachaka? Mi padre puede obligarme a casarme con quien él haya elegido. No tengo voz ni voto en este asunto».

—¿O sea que nuestro padre está dispuesto a hacer matar a Nachira solo para que el patrimonio de la familia no acabe en manos del emperador?

—Así es.

Ella sacudió la cabeza.

—Sí que debe de aborrecerlo.

—Para él es más bien una cuestión de orgullo —explicó Ikaro—. Desde luego, no es algo que me preocupe a mí, salvo por el hecho de que si muero antes que Nachira, ella se quedará sin dinero y sin hogar.

Dirigió a Stara una mirada suplicante cargada de culpabilidad.

—Sé que te estoy pidiendo que hagas algo que no quieres hacer, y me gustaría que hubiera alguna otra solución. Si pudiera hacer algo para compensarte, lo haría, pero sé que las cosas que más deseas también acabarían por… también la dejarían a ella en…

Stara respiró hondo y soltó el aire despacio.

—Está visto que tengo que conocer a Nachira.

A Ikaro se le iluminaron los ojos.

—Te caerá bien.

—Eso me has dicho. No me comprometeré a nada sin pensármelo durante un tiempo. —Hizo una pausa cuando se le ocurrió una idea—. Dices que quieres compensarme…

Él titubeó, arrugó el entrecejo y sonrió.

—Si es algo que está en mi mano hacer, lo haré.

—Enséñame magia superior.

De nuevo, ella vio en los ojos de su hermano sorpresa, preocupación y luego una expresión divertida. Ikaro asintió.

—Tendré que pensármelo también. Y consultar a Nachira. A menudo ve posibles repercusiones que a mí se me escapan.

—Por supuesto —dijo ella.

Al volverse hacia Vora, vio que la mujer sonreía de oreja a oreja.

—¿Qué te hace estar tan satisfecha de ti misma, Vora?

La mujer abrió mucho los ojos en un gesto de inocencia poco convincente.

—No soy más que una esclava, ama. No tengo ningún motivo para estar satisfecha de mí misma.

A Stara le hizo gracia advertir que Ikaro ponía los ojos en blanco.

—No sé por qué mi padre no te pone en venta, Vora.

—Porque se me da muy bien mantener a raya a sus hijos. —Se levantó y empezó a alejarse de la fuente—. Es hora de irnos, ama. Exponerse demasiado al sol causa envejecimiento prematuro.

Cuando echaron a andar, Ikaro las llamó en voz baja.

—No podemos tardar mucho en decidir, Stara. Se rumorea que el emperador Vochira podría entrar en guerra con Kyralia. Si nuestro padre me envía a luchar, no podré proteger ni adiestrar a nadie.

Stara se volvió para mirarlo a los ojos y asintió con seriedad. A continuación, siguió a Vora al interior de la mansión, dando vueltas, lenta pero incesantemente, a la decisión que debía tomar.