2

Hospedar y atender a un mago sachakano nunca era fácil, y rara vez resultaba agradable. De todas las tareas que los criados de lord Dakon debían realizar, la de dar de comer al invitado era la que más angustia les provocaba. Si el ashaki Takado reconocía un plato como algo que ya había comido antes, lo rechazaba, aunque le hubiera gustado originalmente. Como le disgustaba la mayor parte de los platos y tenía un apetito voraz, antes de cada comida había que preparar muchos, muchos más guisos de los que solían hacer falta para dos personas.

La recompensa por soportar el grado de exigencia extremo del huésped era un exceso de alimentos que el servicio doméstico compartía después. «Si Takado se queda muchas semanas más, no me sorprendería que mis criados engordaran un poco —reflexionó Dakon—. Aun así, no me cabe la menor duda de que estarían mucho más contentos si el sachakano prosiguiese su camino».

«Yo también lo estaría —añadió para sí mientras su invitado se reclinaba en su asiento, se daba unas palmaditas en el abultado vientre y dejaba escapar un eructo—, sobre todo si regresa a su patria, que es a donde supongo que se dirige, pues ha recorrido gran parte de Kyralia y esta es la residencia más cercana a la frontera».

—Una comida excelente —dictaminó Takado—. El último plato tenía un toque de cascavea, ¿verdad?

Dakon asintió.

—Una de las ventajas de vivir cerca de la frontera es que los mercaderes sachakanos pasan por aquí de vez en cuando.

—Me extraña. La ruta directa a Imardin no pasa por Mandryn.

—No, pero las crecidas de primavera ocasionalmente inundan el camino principal, y la mejor ruta alternativa trae a los mercaderes a la aldea. —Se limpió los labios con una pieza de tela—. ¿Nos retiramos al salón?

Cuando Takado asintió, Dakon oyó un leve suspiro de alivio salir de boca de Cannia, que estaba de servicio en el comedor aquella noche. «Al menos los sufrimientos de los criados han terminado por hoy —pensó Dakon, cansado, mientras se ponía de pie—. Los míos no acabarán hasta que el hombre se vaya a dormir».

Takado se levantó y se alejó de la mesa. Le sacaba una cabeza entera a Dakon, y sus amplias espaldas y su rostro ancho contribuían a darle un aspecto voluminoso. Bajo una capa de grasa blanda estaba la figura de un sachakano típico: fuerte y corpulenta. Dakon sabía que, al lado de Takado, debía de parecer patéticamente bajo y enclenque. Y pálido. Aunque la tez de los sachakanos no era tan oscura como la de los lonmarianos del norte, tenían un saludable tono bronceado que las mujeres de Kyralia llevaban siglos intentando conseguir por medio de pinturas.

Aún lo hacían, de hecho, pese a que, por lo demás, detestaban y temían a los sachakanos. Dakon fue el primero en salir del comedor. «Deberían sentirse orgullosas de su color de piel, pero no es fácil invertir la tendencia que tenemos desde hace siglos a creer que nuestra palidez evidencia que somos una raza débil y bárbara».

Entró en el salón, seguido por Takado, que se dejó caer en el sillón del que se había adueñado para el resto de su estancia. El salón estaba iluminado por dos lámparas. Aunque no le habría costado ningún esfuerzo inundarla de una luz mágica, Dakon prefería el fulgor cálido de las llamas. Le recordaba a su madre, que carecía de poderes mágicos y prefería hacer las cosas «a la antigua usanza». Además, ella había decorado y amueblado el salón. Después de que otro visitante de Sachaka, impresionado con la biblioteca, decidiera que el padre de Dakon iba a obsequiarlo con varios libros valiosos, ella había decretado que, a partir de ese momento, se recibiera a dichas visitas en un salón repleto de tesoros que parecieran de valor incalculable pero que en realidad fuesen reproducciones, imitaciones o baratijas.

Takado estiró las piernas y observó a Dakon servir vino de una jarra que los criados habían dejado allí para ellos.

—Y bien, lord Dakon, ¿creéis que vuestro sanador puede salvar a mi esclavo?

Dakon no percibió el menor deje de preocupación en su voz. No esperaba que demostrara inquietud por la salud del esclavo, solo el interés que siente alguien por un objeto que le pertenece cuando se ha roto y alguien está reparándolo.

—El sanador Veran hará todo lo posible.

—Y si fracasa, ¿cómo pensáis castigarlo?

Dakon le tendió una copa a Takado.

—No pienso castigarlo.

Takado enarcó las cejas.

—Entonces, ¿por qué estáis tan seguro de que hará todo lo posible?

—Porque confío en él. Es un hombre de honor.

—Es kyraliano. Mi esclavo es valioso para mí, y yo soy sachakano. ¿Quién me garantiza que no acelerará la muerte del hombre para fastidiarme?

Dakon se sentó y tomó un sorbo de vino. No era de una buena añada. Sus señoríos no gozaban de un clima favorable para la producción de vino. Sin embargo, era un caldo fuerte, lo que propiciaría que el sachakano se retirase a dormir antes. Por otro lado, Dakon dudaba que el alcohol le soltara la lengua a Takado. Esto no había ocurrido en ninguna de las noches anteriores.

—Porque es un hombre de honor —repitió Dakon.

El sachakano soltó un resoplido.

—¿Honor? ¿Entre criados? Yo, en vuestro lugar, me quedaría con la hija. No es fea, para tratarse de una kyraliana. Además, seguro que ha aprendido algunos trucos de sanación, así que sería una esclava útil.

Dakon sonrió.

—Sin duda os habréis percatado en el transcurso de vuestros viajes de que la esclavitud está prohibida en Kyralia.

—Oh —dijo Takado, arrugando la nariz—, no he podido evitar percatarme. A nadie le pasaría inadvertido el pésimo servicio que vuestros criados prestan a sus amos. Son hoscos, estúpidos, torpes. No siempre fue así, ¿sabéis? En otro tiempo vuestro pueblo practicaba la esclavitud con tanto entusiasmo como si la hubieran inventado ellos. Podríais reinstaurarla. De este modo tal vez recuperaríais la prosperidad de la que disfrutaban vuestros bisabuelos. —Apuró el vino en unos pocos tragos y exhaló un suspiro de satisfacción.

—Hemos disfrutado de más prosperidad después de abolir la esclavitud que en toda nuestra historia —informó Dakon a su invitado mientras se levantaba para servirle más vino al sachakano y llenar su propia copa—. Mantener esclavos no resulta rentable. Si se les maltrata, mueren antes de ser productivos, o bien se rebelan o huyen. Si se les trata bien, son tan caros de alimentar y de controlar como los sirvientes libres, pero carecen de motivación para trabajar como es debido.

—La única motivación es el miedo al castigo o la muerte.

—Un esclavo herido o muerto no resulta útil para nadie. Dudo mucho que matar a un esclavo a palos por haberos pisado el pie lo anime a tener más cuidado en el futuro. Su muerte ni siquiera servirá de ejemplo a otros, pues aquí no hay esclavos que puedan aprender la lección.

Takado removió el vino en su copa con expresión inescrutable.

—Seguramente se me fue un poco la mano. El problema es que, tras viajar con él durante meses, estoy más que harto de su compañía. A vos también os pasaría, si tuvierais que viajar a un país y estuvierais limitado a llevar un solo criado. Estoy seguro de que el único propósito del rey de Kyralia al que se le ocurrió esa ley era castigar a los sachakanos.

—Los criados contentos son mejores acompañantes —afirmó Dakon—. Me gusta conversar y tratar con mis sirvientes, que no parecen tener inconveniente en hablar conmigo o trabajar para mí. Si no me apreciaran, no me alertarían de posibles problemas en el señorío, ni me darían consejos para obtener mejores cosechas.

—Si mis esclavos no me alertaran de problemas en mis dominios ni sacaran el máximo rendimiento de mis cosechas, los mandaría matar.

—Y entonces sus habilidades se perderían para siempre. Mi gente vive más años, con lo que alcanzan un alto grado de excelencia en su trabajo. Se enorgullecen de ello y tienden a ser innovadores e inventivos…, como el sanador que se ocupa de vuestro esclavo.

—Pero no como su hija —dijo Takado—. Su habilidad va a quedar desaprovechada, ¿no? Es mujer, y en Kyralia las mujeres no ejercen como sanadoras. En mi país, sabríamos aprovechar sus habilidades. —Se inclinó hacia Dakon—. Si dejáis que os la compre, me aseguraré de que llegue a utilizarlas. Algo me dice que ella agradecería esta oportunidad. —Bebió un trago de vino, observando a Dakon por encima del borde de la copa.

«Para tratarse de un hombre codicioso y cruel con demasiado poder y demasiado poco dominio de sí mismo, Takado puede ser perturbadoramente perspicaz», reflexionó Dakon.

—Aunque eso no me obligara a infringir la ley y además ella estuviese de acuerdo, no creo que lo que os interese en realidad sean sus dotes de sanadora.

Takado se rio y se relajó en su sillón.

—Me habéis calado de nuevo, lord Dakon. Imagino que no habéis probado aún ese plato…, ¿me equivoco?

—Por supuesto que no. Le doblo la edad.

—Eso solo la hace más atractiva.

Dakon sabía que Takado estaba provocándolo otra vez.

—Y aumenta las probabilidades de que semejantes amoríos me hicieran quedar como un tonto.

—No tiene nada de vergonzoso procurarse un poco de diversión mientras buscáis una esposa digna de vos —alegó Takado—. Me sorprende que no hayáis encontrado una todavía. Una esposa, me refiero. Supongo que no hay féminas en el señorío de Aylen que estén a la altura de vuestra posición social. Deberíais viajar a Imardin más a menudo. Al parecer, todo aquello en lo que vale la pena participar sucede allí.

—Ha pasado mucho tiempo desde mi última visita —convino Dakon, tomando un sorbo de vino—. ¿Disfrutasteis de vuestra estancia allí?

Takado se encogió de hombros.

—No sé si la palabra «disfrutar» es la más adecuada. Me pareció un lugar tan primitivo como me esperaba.

—Si no esperabais pasarlo bien, ¿por qué fuisteis allí?

Los ojos del sachakano relampaguearon cuando le tendió de nuevo su copa vacía.

—Para satisfacer mi curiosidad.

Dakon se levantó para volver a llenársela. Cada vez que intentaba averiguar el motivo del viaje de Takado por Kyralia, el sachakano adoptaba una actitud displicente o cambiaba de tema. Era un asunto que había puesto nerviosos a varios magos, sobre todo porque habían oído rumores de que algunos de los magos sachakanos más jóvenes se habían reunido en Arvice, capital de Sachaka, para discutir si era posible recuperar las antiguas colonias del imperio. El rey de Kyralia había enviado en secreto a todos los terratenientes la petición de que todo señor o señora que diera alojamiento a Takado intentara sonsacarle el porqué de su visita.

—¿Y bien? ¿Se ha visto satisfecha vuestra curiosidad? —preguntó Dakon cuando regresó a su asiento.

Takado hizo un gesto vago.

—Me quedan cosas por ver, pero ¿sin un esclavo…? No.

—Todavía es posible que vuestro esclavo sobreviva.

—Aunque os estoy muy agradecido por vuestra hospitalidad, no voy a quedarme aquí solo para ver si un esclavo del que me he hartado se recupera. Seguramente ya he consumido una parte importante de vuestros recursos. —Hizo una pausa para beber—. No: si sobrevive, quedaos con él. Sin duda quedará tullido y no servirá para nada.

Dakon pestañeó, sorprendido.

—De modo que si sobrevive y yo le permito instalarse aquí, ¿le otorgáis la libertad?

—Claro, por supuesto. —Takado agitó la mano, como para restar importancia al asunto—. No puedo forzaros a vulnerar vuestras propias leyes.

—Os agradezco vuestra consideración. En fin, ¿adónde iréis después? ¿Volveréis a casa?

El sachakano asintió y sonrió de oreja a oreja.

—No puedo permitir que los esclavos de mis dominios empiecen a concebir ideas absurdas sobre quién está al mando, ¿verdad?

—Dicen que la ausencia debilita los lazos de afecto.

Takado se rio.

—Los kyralianos tenéis unos proverbios de lo más curiosos, como aquel de «dormir es el tónico más barato». —Se puso de pie y, mientras Dakon lo imitaba, le entregó su copa de vino vacía—. No os habéis terminado la vuestra —señaló.

—Como sin duda ya sabéis, los cuerpos menudos se emborrachan deprisa. —Dakon dejó su copa medio llena en la bandeja, junto a la vacía—. Y mientras haya un hombre herido en mi casa, me siento obligado a permanecer sobrio, aunque ese hombre no sea más que un humilde esclavo sachakano.

Takado le dedicó una mirada entre inexpresiva y divertida.

—Los kyralianos sois un pueblo verdaderamente extraño. —Giró sobre sus talones—. No hace falta que me acompañéis a mi habitación. Recuerdo el camino. —Se tambaleó ligeramente—. Al menos, eso creo. Buenas noches, lord Dakon, como decís los extraños kyralianos.

—Buenas noches, ashaki Takado —respondió Dakon.

Observó al sachakano, que echó a andar por el pasillo a paso tranquilo, y escuchó las pisadas que se alejaban. Entonces lo siguió lo más silenciosamente posible. Su intención no era cerciorarse de que su invitado llegara efectivamente a su dormitorio, sino comprobar los progresos de Veran. La habitación del esclavo, como es natural, no estaba lejos de la de su amo, y Dakon no quería que el sachakano descubriese adónde se dirigía y decidiera acompañarlo.

Tras recorrer varios pasillos y subir una escalera, Dakon vio que Takado pasaba junto a la puerta de su esclavo sin echarle siquiera un vistazo y desaparecía en sus aposentos. De la habitación del esclavo salían sonidos ahogados. La luz que se derramaba por debajo de la puerta parpadeaba. Dakon se detuvo por unos instantes, pensando si debía interrumpir.

«El esclavo se salvará o morirá —se dijo—. Que yo lo visite no influirá en el resultado». Sin embargo, no era capaz de verlo con el sentido práctico con que Takado trataba a todos los seres humanos excepto los más poderosos. El recuerdo del esclavo inmovilizado contra la pared, sacudido por los golpes invisibles que le asestaba despiadadamente el mago sachakano, estremeció a Dakon. El chasquido de los huesos al romperse y el restallido de los impactos sobre la piel desprotegida todavía resonaban en sus oídos.

Dio media vuelta y se encaminó a sus aposentos, luchando contra sus deseos de que Veran fracasara.

Y es que, en el nombre de la magia superior, ¿qué haría con un esclavo sachakano liberado?

La luz del alba iluminaba la aldea cuando Tessia y su padre salieron de la casa de lord Dakon. Aunque era un resplandor tenue y frío, cuando ella se volvió hacia su padre supo que el tono ceniciento de su rostro no era solo un efecto de la luz. Estaba agotado.

Su hogar estaba al otro lado de la calle, a unos cien pasos, pero la distancia parecía enorme. Habría sido absurdo pedir a los mozos de cuadra que engancharan un caballo al carro para un trayecto tan ridículamente corto, pero ella estaba tan cansada que deseaba que alguien se lo hubiera pedido. Su padre tropezó con una piedra, y ella lo sujetó por el brazo para ayudarle a recobrar el equilibrio, al tiempo que aferraba el asa de la bolsa con la otra mano. Le pareció más pesada que nunca, pese a que gran parte de las vendas y una cantidad considerable de las medicinas que solía contener estaban aplicadas a varias partes del cuerpo del esclavo sachakano.

«Pobre hombre». Su padre lo había abierto para extraer la costilla rota del pulmón, y luego había cosido el corte. En circunstancias normales, semejante operación habría matado al sachakano, pero por alguna razón continuaba vivo y respirando. Su padre había dicho que era pura cuestión de suerte que la incisión que había practicado no hubiera seccionado una de las principales vías de pulso.

Había hecho el corte más pequeño posible y se había guiado sobre todo por el tacto, explorando el interior del cuerpo del hombre con los dedos. Había sido algo increíble de observar.

Cuando llegaron frente a la puerta de su casa, Tessia se adelantó para abrirla. Sin embargo, cuando extendió el brazo hacia el tirador, la puerta se abrió hacia dentro. Su madre los hizo pasar con la preocupación marcada en el rostro.

—Cannia me ha dicho que estabais atendiendo a un sachakano. Al principio he creído que se refería a él. He pensado: «¿Cómo puede acabar tan malherido un mago?», pero ella me ha aclarado que se trataba del esclavo. ¿Está vivo?

—Sí —dijo el padre de Tessia.

—¿Lo seguirá estando?

—Lo dudo. Pero es un tipo duro, todo sea dicho.

—Apenas ha gritado —añadió Tessia—, aunque sospecho que era porque temía atraer la atención de su amo.

Su madre clavó la mirada en ella. Abrió la boca, la cerró de nuevo y sacudió la cabeza.

—¿Os han dado de comer? —preguntó.

Su padre tenía un aspecto pensativo.

—Keron nos ha llevado un tentempié —respondió Tessia en su lugar—, pero no hemos tenido tiempo de comérnoslo.

—Calentaré un poco de sopa. —La mujer los hizo pasar a la cocina, y Tessia y su padre se dejaron caer en sendas sillas frente a la mesa. Su madre removió las brasas del hogar hasta que la leña fresca prendió y acto seguido colgó una olla pequeña sobre las llamas.

—Tenemos que visitarlo con regularidad —murmuró el padre de Tessia, más para sí que para que lo oyeran Tessia o su madre—. Cambiarle los vendajes. Comprobar si tiene fiebre.

—¿Te ha explicado Cannia el motivo de la paliza? —preguntó Tessia a su madre.

La mujer negó con la cabeza.

—¿Qué motivo necesitan esos salvajes sachakanos? Seguro que lo hizo por diversión, pero le pegó un poco más fuerte de lo que pretendía.

—Lord Yerven siempre decía que no todos los sachakanos son crueles —señaló su padre.

—Pero la mayoría lo son —concluyó Tessia, con una sonrisa. El padre de lord Dakon había muerto cuando ella era niña. Lo recordaba vagamente como un hombre bondadoso que siempre llevaba consigo caramelos para dar a los niños de la aldea.

—Bueno, evidentemente estamos hablando de uno de los crueles. —La madre de Tessia miró a su marido, y su expresión ceñuda apareció de nuevo—. Preferiría que no tuvierais que volver allí.

Él le sonrió con tristeza.

—Lord Dakon no permitirá que nos ocurra nada.

La mujer dirigió la mirada hacia Tessia antes de posarla de nuevo en él. La arruga de su entrecejo se hizo más profunda, y la preocupación en su semblante dio paso a la irritación. Se volvió hacia el fuego, probó la sopa con la punta del dedo y asintió para sí. Descolgó la olla y vertió su contenido en dos tazas. Tessia cogió las dos y le alargó una a su padre. El caldo estaba caliente y delicioso, y ella notó que la somnolencia la invadía conforme bebía. A su padre se le cerraban los ojos.

—Y ahora, a la cama, los dos —dijo su madre en cuanto terminaron de cenar.

Ninguno de ellos protestó cuando les ordenó que subieran a sus respectivas habitaciones. Un cansancio profundo se adueñó de Tessia mientras se ponía su ropa de dormir. Se acurrucó bajo las mantas y exhaló un suspiro de satisfacción.

Justo cuando empezaba a conciliar el sueño, el sonido de unas voces la despertó.

Procedía del otro lado del pasillo, del dormitorio de sus padres. Al recordar la conversación que había mantenido con su padre el día anterior, sintió una punzada de angustia. Se incorporó, ayudándose con los brazos, y giró las piernas para apoyar los pies en el suelo.

Su puerta emitió solo un chirrido leve y agudo cuando la abrió. No había escuchado a escondidas una conversación entre sus padres a altas horas de la noche desde hacía muchos años, cuando era niña. Tras acercarse con sigilo a la puerta de ellos, aplicó la oreja a la madera.

—Tú también quieres tenerlos —dijo su madre.

—Por supuesto, pero nunca esperaría eso de Tessia si ella no quisiera —replicó su padre.

—Pero sería una desilusión para ti.

—Y un alivio. Siempre supone un riesgo. He visto morir a demasiadas mujeres sanas.

—Es un riesgo que todas debemos asumir. Negarse a tener hijos por miedo es un error. Sí, supone un riesgo, pero tiene muchas compensaciones. Estaría renunciando a un placer inmenso. ¿Y quién cuidará de ella cuando sea vieja?

Siguió un silencio.

—Si tuviera un hijo varón, podrías instruirlo —añadió su madre.

—Es tarde para eso. Cuando yo fuera demasiado mayor para trabajar, el chico seguiría siendo demasiado joven e inexperto para cargar con la responsabilidad.

—¿Por eso estás instruyendo a Tessia? Ella no puede ocupar tu lugar. Lo sabes.

—Podría, si compartiera el trabajo con otro sanador. Podría ser… no sé cómo llamarlo… una mezcla entre sanadora y comadrona. Una… una «cuidadora», tal vez. O al menos una ayudante.

A Tessia le entraron ganas de interrumpirlos, de decirles que estaba capacitada para ser más que media sanadora, pero se quedó callada y quieta. Irrumpir en la habitación dejando patente que había estado escuchando lo que no debía no la ayudaría precisamente a conseguir que su madre cambiara de idea.

—Tienes que tomar a un mozo del pueblo a tu servicio —dijo su madre con firmeza—, y debes dejar de adiestrarla a ella. Le has llenado la cabeza de ideas imposibles. Ni siquiera se planteará la posibilidad de casarse o de formar una familia mientras siga intentando convertirse en sanadora.

—Si doy empleo a un nuevo aprendiz, me llevará un tiempo adiestrarlo. Necesitaré la ayuda de Tessia mientras tanto. La aldea está creciendo y no dejará de hacerlo. Para cuando yo haya conseguido formar a ese chico, tal vez necesitemos a dos sanadores aquí. Tessia podría seguir trabajando… y tal vez incluso casarse.

—Su esposo no lo permitiría.

—Tal vez sí, si ella escoge a la persona adecuada, a un hombre inteligente…

—Un hombre tolerante. Un hombre al que no le importen ni los rumores ni romper la tradición. ¿Dónde encontrará ella a alguien así?

El padre de Tessia guardó silencio durante largo rato.

—Estoy cansado. Necesito dormir —dijo al fin.

—No eres el único. Me he pasado casi toda la noche preocupándome por vosotros, sobre todo al pensar que Tessia estaba bajo el mismo techo que ese salvaje sachakano.

—No corríamos peligro alguno. Lord Dakon es un hombre bueno.

Las pocas palabras que siguieron sonaron apagadas. Cuando la pareja llevaba un buen rato sin hablar, Tessia regresó a su cama con cautela.

«Anoche le demostré mi valía —pensó con soberbia—. Ahora no puede pedirme que deje de ayudarlo. Sabe que ninguno de los jovencitos bobos del pueblo tendría las agallas ni los conocimientos para tratar las heridas de aquel esclavo.

»En cambio, yo he demostrado tenerlos».