41

Cuando el carruaje atravesó las puertas, Stara alzó la vista, sorprendida. Aunque se encontraban en el típico patio de entrada con que contaba la mayor parte de las casas sachakanas, una vivienda de dos plantas que no estaba enlucida se alzaba a un lado. El suelo de la zona más larga del patio estaba cubierto de una piedra blanca y lisa con vetas grises.

—Es una de las casas más antiguas de Arvice —le dijo Kachiro—. Según Dashina, tiene casi seiscientos años.

—No parece deteriorada —observó Stara.

—Su familia siempre la ha restaurado y se ha ocupado de su mantenimiento. Hubo que reconstruir buena parte de la fachada hace cien años, a causa de un terremoto.

En el interior, la casa tenía techos altos y sus paredes se abrían enseguida para dar cabida a una sala maestra espaciosa situada a un nivel más bajo. Las puertas que había a cada lado revelaban pasillos paralelos a la estancia, y encima había otras aberturas que daban a pasillos de la planta superior que discurrían directamente sobre los de abajo.

El ritual de recibimiento se desarrolló como de costumbre. Dashina les dio la bienvenida a Kachiro y a ella, y los amigos de su esposo se acercaron para saludar. Aunque los otros hicieron caso omiso de ella, Chavori captó su mirada y le sonrió. Ella correspondió con un gesto cortés de la cabeza. El joven había visitado la casa de su esposo (ella no se había acostumbrado aún a considerarla su propia casa) en tres ocasiones más, y siempre había llevado mapas consigo. Aunque siempre dedicaba un rato a mostrárselos y explicárselos, cada vez pasaba menos tiempo con ella y más con Kachiro. Su esposo aún no había insinuado que no le parecería mal que ella se hiciera amante de Chavori.

Recorrió la sala con la vista y acabó posando los ojos en las esclavas. Se percató de que todas eran mujeres, y todas jóvenes y hermosas. Llevaban mantos exiguos e iban cargadas de joyas. Stara pensó en la historia de Tashana y en la afición de su esposo por las esclavas de placer. «¿Es lo que son estas mujeres? Naturalmente. Dada su belleza, no pueden ser otra cosa». Por un momento, se preocupó por Kachiro. Si Dashina se acostaba con aquellas mujeres, todas padecían la enfermedad que él le había contagiado a su esposa, y si Dashina invitaba a Kachiro a… Pero eso no podía ocurrir, al menos si Kachiro estaba realmente incapacitado para ello, como aseguraba.

«En qué situación tan extraña he acabado —reflexionó ella—. ¡Tengo un marido que me gusta lo suficiente para provocarme celos, pero no tengo motivos para ponerme celosa!».

Tashana apareció en una de las puertas y entró en la sala. Se acercó en silencio a Stara y la tomó de la mano.

—¿Puedo robarte a tu esposa durante un rato, Kachiro? Por favor, di que sí.

Él se volvió y se rio.

—Por supuesto. Sé que tenía muchas ganas de verte otra vez. —Le dedicó una sonrisa a Stara—. Ve —la apremió con suavidad—. Pásalo bien.

Tashana salió de la sala con Stara y la guio por el pasillo, que era mucho más largo que el salón principal. Por costumbre, Stara se fijó en el sonido de los pasos de Vora tras ella. La esclava caminaba tan silenciosamente, que Stara a veces temía haberla dejado atrás y volvía la vista para comprobarlo, lo que siempre le valía una expresión ceñuda de desaprobación. Se suponía que no debía demostrar tanto interés por una esclava.

—¿Cómo estás? —preguntó Tashana—. ¿Te parece muy caluroso el verano?

—Sana y feliz —respondió Stara—. Y estoy acostumbrada a los veranos calurosos. Los de Elyne lo son, aunque allí llueve más y la humedad hace que el calor resulte aún más agobiante. ¿Y tú cómo estás? Tu piel tiene buen aspecto.

Tashana se encogió de hombros.

—No me quejo. Las manchas desaparecen de vez en cuando, pero siempre vuelven. Mientras no las tengo, estoy muy bien. —Le sonrió a Stara y cruzó una puerta que comunicaba con una sala amplia.

Las otras esposas estaban sentadas en bancos cubiertos con cojines. Se pusieron de pie cuando Stara y Tashana entraron. Intercambiaron los saludos habituales, pero cuando terminaron, las mujeres no regresaron a sus asientos.

—Hemos pensado que estaría bien que Tashana te llevara a dar una vuelta por la casa —le dijo Chiara a Stara. Se volvió hacia Tashana—. Guíanos.

Cuando la anfitriona les hizo señas para que la siguieran y salió por una puerta, Stara advirtió que las esclavas de las esposas habían aparecido y caminaban en pos de ellas junto con Vora. Las esposas y esclavas que recorrían los pasillos y las habitaciones de la casa de Dashina y Tashana formaban un grupo nutrido. Esto se hizo más patente cuando abandonaron las estancias grandes y lujosas para enfilar un corredor estrecho y sin adornos en el que resonaban sus voces y sus pasos.

«Esto no parece una parte de la casa frecuentada por sus propietarios —pensó Stara—, sino más bien una parte utilizada por los esclavos. Aunque tampoco es que haya visto muchos alojamientos de esclavos desde que volví a Sachaka».

Al final del pasillo, Tashana entró en un salón grande en el que había mesas de madera maciza y varias esclavas que clavaron los ojos en ella y en las otras esposas. Stara se dio la razón a sí misma. Había acertado en su suposición. Pero ¿qué hacían allí? Posó la vista en Tashana, que sonrió y señaló con un movimiento de la cabeza un punto situado detrás de Stara. Cuando esta se volvió hacia las esclavas, se percató de que una de ellas, de cabello cano pero constitución robusta, se había puesto de pie y caminaba hacia ella.

—Bienvenida, Stara —dijo la mujer. Pese a ser una esclava, miró a Stara directamente a los ojos. Por otro lado, ni ella ni las otras esclavas se habían postrado ante la señora de la casa—. Me llamo Tavara. Como ya habrás notado, soy mujer y soy esclava. Pero eso no es todo lo que soy. —Hizo un gesto hacia las mujeres que se encontraban junto a Stara y a las que estaban sentadas a las mesas—. Soy una especie de líder. Hablo en nombre de estas mujeres, y de las otras, que se han comprometido en secreto a socorrer a otras mujeres a cambio de la ayuda que todas necesitamos.

Stara echó un vistazo a las esposas, que asintieron con la cabeza, serias pero con expresión alentadora. Miró a las esclavas y vio que la observaban con suspicacia… y algo más. ¿Esperanza?

«Un grupo secreto —pensó—. De mujeres. ¿Son estas las personas que salvaron a Nachira?». Se volvió hacia Vora. La anciana rio entre dientes.

—Sí. Estas son las personas sobre las que os pedí que no me hicierais preguntas.

Stara miró de nuevo a Tavara.

—¿Tenéis a Nachira?

—Sí —respondió la mujer con una sonrisa—. La sacamos de la casa de tu padre y la cuidamos hasta que recobró la salud cuando quedó claro que no había otra manera de salvarla, excepto tal vez matando a tu padre. —La mujer hizo una mueca—. Pero preferimos evitar medidas tan extremas.

—Además, pensamos que eso no haría que nos vieras con muy buenos ojos —añadió Chiara.

Stara se encogió de hombros.

—Más bien al contrario. Aunque… para ser sincera, preferiría no cometer parricidio, por más que él sea un monstruo sin corazón. —Fijó de nuevo los ojos en los de Tavara—. O sea que disponéis de los medios para hacerlo, en caso necesario.

—Sí. Hay muchas cosas que podemos hacer, pero también muchas que no. Para empezar, todas somos esclavas. Como los esclavos somos invisibles, podemos movernos sin llamar la atención y llevar mensajes de un lado a otro con facilidad. Pero hemos observado que las mujeres libres a menudo están tan indefensas como nosotras, a veces más, pues no son invisibles ni se les permite deambular fuera de su casa. Sin embargo, tienen algunas ventajas de las que nosotras carecemos. Dinero. Acceso a lugares que están vedados a los esclavos. Influencia política a través de la familia o contactos con personas poderosas. Hemos llegado a confiar en ellas, y ellas en nosotras.

—¿Y vosotras confiáis en mí? —Stara paseó la vista alrededor—. Supongo que sí, o no me habríais traído aquí.

—Le hemos leído la mente a Vora —respondió Tavara—. Ella confía en ti. Tenemos que conformarnos con eso.

—Le habéis leído… —Stara miró a Vora, que se encogió de hombros—. Entonces debéis tener una maga en vuestro grupo.

—Sí —asintió Tavara—. Espero que sigamos teniéndola. La obligaron a alistarse en el ejército y se marchó a luchar en la guerra de Kyralia. Como ya te imaginarás, eso significa que no podemos leerte la mente a ti.

—Y no obstante estáis dispuestas a fiaros de mí.

—Así es. —Tavara cruzó los brazos—. Te habrás dado cuenta también a estas alturas de que sabemos algo de ti que tu esposo no sabe todavía: que eres una maga.

Stara asintió.

—Eso no lo había deducido aún, pero tiene sentido, ya que le leísteis la mente a Vora. —Hizo una pausa mientras se le ocurría una posibilidad—. ¿Queréis que le lea la mente a alguien para ayudaros? No lo he intentado todavía, al menos deliberadamente.

Tavara sonrió.

—Tal vez más adelante. Sí confiamos en que si te unes a nosotras, realices las tareas que te encarguemos. Aunque tendrás derecho a negarte, si la misión te parece censurable.

—Si soy demasiado remilgada para asesinar a alguien, por ejemplo.

—Exacto.

—Pues es un alivio. ¿Qué más?

—Todas somos iguales cuando estamos juntas. Las esclavas, las mujeres libres, las magas.

Stara exhaló un suspiro.

—¡Vaya, qué alivio!

La mujer la miró extrañada.

—Tal vez esto no te resulte tan fácil como crees.

—He pasado casi toda mi vida en Elyne —replicó Stara—. No tenéis ni idea de lo difícil que ha sido acostumbrarme a tener esclavos. Entonces, ¿cuándo vais a alzaros y a acabar con todo esto?

La mujer enarcó las cejas y contempló a Stara con aire pensativo.

—Eso no entraba en nuestros planes —reconoció—. Centramos todos nuestros esfuerzos en intentar salvar vidas de mujeres. La esposa de tu hermano vive en un lugar situado fuera de la ciudad que llamamos el Refugio. Sacar a las mujeres de sus casas es peligroso, pero eso no es más que el principio. Luego tenemos que transportarlas hasta allí, arriesgándonos a que alguien nos desenmascare o descubra el Refugio. Cuesta mantener el Refugio bien aprovisionado. Disponemos de mucho dinero, pero cuando realizamos alguna transacción, debemos asegurarnos de que nadie pueda seguir su rastro hasta nosotras. Solo algunas mujeres conocen la ubicación del Refugio, y quienes se alojan allí no pueden marcharse, pues si les leyeran la mente, nuestras actividades saldrían a la luz. —Tavara se volvió hacia las otras esposas—. Por eso preferimos no llevarnos a las mujeres de sus casas. Intentamos mejorar su vida de otras maneras, a veces mediante manipulaciones políticas. El rumor adecuado en los oídos adecuados puede matar al emperador, como suele decirse. A veces nos valemos del comercio para cambiar la situación de una familia. A veces, como te he dicho antes, estamos dispuestas a ir más allá; a ocasionar que alguien enferme, o incluso que muera. —Tavara posó la vista de nuevo en Stara—. Ahora que sabes todo esto, ¿sigues estando dispuesta a unirte a nosotras?

—Oh, desde luego —asintió Stara—. Pero ¿estáis seguras de que queréis reclutarme? ¿Y si mi padre me hace una visita y me lee la mente de nuevo? ¿Y si Kachiro decide leérmela?

Sonriendo, Tavara se llevó la mano al interior del vestido semejante a una túnica que llevaba. De algún lugar recóndito extrajo algo que despedía un brillo plateado y verdoso. Tomó la mano de Stara y dejó caer el objeto en su palma.

Era un pendiente. Unos hilos de plata envolvían una piedra transparente de un color verde vibrante. Un círculo más grueso de alambre sobresalía de la parte posterior, firmemente sujeto al engaste.

—Es una piedra de almacenaje. Se las compramos a las tribus dúneas del norte. Fabrican modelos diferentes con fines distintos, pero solo nos venden las de este tipo. Protegen al portador de las lecturas mentales, y no solo bloqueando los pensamientos. Cuando le coges el truco, puedes hacer que quien te lea la mente capte solo los pensamientos que espera encontrar y no los que no quieres que descubra.

Stara contempló la gema con asombro.

—Nunca había oído hablar de cosa parecida, ni aquí ni en Elyne.

—No. Los magos compran piedras preciosas a las tribus dúneas, pero ellos no creen que posean propiedades mágicas, así que las tribus solo les venden las que están demasiado defectuosas para resultar útiles. En cambio, nos las venden a nosotras, las Traidoras.

Stara alzó la mirada.

—¿Las Traidoras? ¿Os hacéis llamar las Traidoras?

Tavara asintió y apartó la vista.

—Sí. Hace veinte años, la hija del emperador anterior fue violada por uno de los aliados de su padre. Ella denunció públicamente el crimen y exigió que el hombre recibiera el castigo que merecía. Sin embargo, el emperador decidió que el apoyo de su aliado era más importante, ya que él tenía muchas otras hijas. La tachó de traidora y la hizo matar. —Tavara miró otra vez a Stara a los ojos—. Ella fue una de las primeras mujeres que nos ayudó. Gracias a sus esfuerzos, muchas se salvaron. Pero nosotras no conseguimos salvarla a ella. Por eso nos hacemos llamar las Traidoras, como homenaje a ella.

—Hasta la hija de un emperador… —Stara sacudió la cabeza y luego enderezó la espalda—. Me gustaría ayudar, pero ¿qué puedo hacer?

Tavara sonrió.

—Para empezar, debes pronunciar un juramento sencillo, y luego te pondremos este pendiente.

Stara bajó la vista hacia el pendiente e hizo un mohín.

—Nunca me ha gustado la idea de hacerme agujeros en las orejas, o en ninguna otra parte del cuerpo, de hecho. ¿No sospechará algo mi esposo si lo ve?

—No. A las sachakanas libres les encantan las joyas, y se las regalan unas a otras constantemente. Te dolerá, pero se te pasará enseguida. —Tavara cogió el pendiente de la mano de Stara—. ¿Quién tiene el bálsamo?

Chiara sacó de algún lugar un tarro pequeño. A Stara se le hizo un nudo en el estómago cuando Tavara le sujetó el lóbulo de la oreja. Se puso rígida, preocupada por lo que sucedería si se movía mientras le clavaban la aguja.

—Repite conmigo —dijo Tavara—. «Juro que nunca revelaré voluntariamente la existencia de las Traidoras, su compromiso o sus planes».

Stara repitió estas palabras, anticipándose al dolor con una mueca.

—«Y que ayudaré a todas las mujeres, ya sean libres o esclavas».

Ella sabía que estaba hablando más deprisa y en un tono más agudo que de costumbre, pues el pulso se le había acelerado por el miedo. «No voy a gritar», se prometió a sí misma, mordiéndose el labio.

—«Y que haré cuanto esté en mi mano para salvarlas de la tiranía de los hombres».

Cuando pronunció la palabra «hombres», sintió un fuerte pinchazo en el lóbulo de la oreja y soltó un chillido ahogado. De pronto, la oreja entera le ardía. Chiara y Tavara estaban toqueteando el pendiente. Notó una sensación fresca que se le extendía por el lóbulo. Tavara retrocedió un paso.

—Toma. —Chiara colocó el tarro en la mano de Stara—. Ponte esto dos veces al día hasta que sane. Pero no olvides que la gema tiene que estar en contacto con tu piel para que funcione, y el bálsamo puede actuar como aislante.

Tavara sonreía.

—Bien hecho, Stara. Ya eres una de las nuestras. Las Traidoras te dan la bienvenida.

Acto seguido, Stara recibió una serie de abrazos por parte tanto de las esposas como de las esclavas. Ninguno fue más fuerte que el de Vora.

—Bien hecho —murmuró la esclava.

—Hmmm —respondió Stara—. Podrías haberme prevenido de lo de la perforación.

—¿Y perderme la cara que has puesto? —La mujer le dedicó una gran sonrisa—. Nunca.

Aunque el tiempo era más fresco en las montañas, siempre era un alivio cuando el sol cegador del verano dejaba paso a la luz dorada del atardecer. Dakon dirigió la vista al frente y fue incapaz de reprimir una punzada de ansiedad. Los exploradores habían informado de que el camino que conducía al paso fronterizo estaba despejado. No había sachakanos en los alrededores, ya fueran magos o no.

Aunque seguía pareciéndole poco prudente acampar allí aquella noche, era lo que el rey quería. Dakon sospechaba que la mayoría de los magos necesitaba detenerse en la frontera para sentirse seguros de que por fin habían expulsado de Kyralia a los últimos invasores.

Nadie podía asegurar con absoluta certeza que lo hubieran conseguido. Durante varias semanas, el ejército kyraliano se había dividido en grupos para perseguir, con la ayuda de los elyneos, a los supervivientes de las tropas de Takado. Habían encontrado a un puñado de ellos y los habían matado. Ninguno se había rendido, aunque Dakon tenía sus dudas respecto al último al que su grupo había encontrado. El hombre había aparecido solo, agitando las manos frenéticamente, antes de que lo derribaran con un azote. Dakon había resistido el impulso de preguntar a los demás si también pensaban que tal vez había intentado rendirse. No quería empujarlos a dudar de sí mismos innecesariamente, y menos aún a Narvelan, que ya había sido presa de la inseguridad la primera vez que había matado a alguien.

Un pequeño número de sachakanos había sobrevivido porque había conseguido mantener su ventaja sobre los perseguidores hasta llegar al paso del norte y cruzar a Sachaka. Dakon sabía que Takado se encontraba entre ellos.

Después de peinar la campiña, los distintos grupos de magos kyralianos acabaron por encontrarse en el norte, en el camino que iba al paso fronterizo. Les había resultado fácil ponerse de acuerdo sobre el momento de la llegada gracias a las gemas de sangre.

Solo dos magos habían aprendido la técnica para elaborar las gemas. Sabin era uno de ellos, Innali era el otro. Sabin había hecho un anillo con gema de sangre para el líder de cada grupo que partiría en busca de los invasores supervivientes. Innali era su contacto en Imardin.

Narvelan, como líder del grupo al que pertenecía Dakon, tenía en su poder uno de los anillos de Sabin. No lo llevaba puesto en todo momento, pues la sortija transmitía un flujo continuo de pensamientos de su portador, y el hecho de que hubiera demasiados anillos activados a la vez podía acabar por abrumar al creador. Dakon no estaba seguro de que le hubiera gustado proporcionarle a alguien un acceso ininterrumpido a su mente. Ni siquiera a Sabin.

Suspiró y miró hacia delante. El camino había ascendido por una pendiente empinada. Alguien olvidado desde hacía mucho tiempo lo había excavado en la roca, tal vez en la época en que Sachaka dominaba Kyralia, tal vez incluso antes, cuando había surgido el comercio entre los dos países. Ahora el camino se curvaba a la derecha y serpenteaba por un barranco angosto y poco profundo. Tenía relativamente pocas piedras y rocas, allanado por el paso de caballos y vehículos durante siglos. Sin embargo, cuando Dakon rodeó un saliente de la pared, vio que el rey y los magos que avanzaban delante de él se habían detenido. Al otro lado se alzaba un montón de rocas varias veces más alto que un hombre.

—El regalo de despedida de Takado —dijo Jayan, situándose a su lado.

Los exploradores que llevaban anillos con gemas de sangre habían advertido a Sabin del obstáculo. Dakon alzó la vista hacia las paredes de roca que se elevaban sobre ellos. Alcanzó a ver la parte de donde se habían desprendido las piedras como consecuencia de una explosión.

—Esperemos que semejante desperdicio de energía signifique que no nos aguarda emboscado.

—Esperemos —convino Jayan.

Dakon echó un vistazo a Tessia, que estaba contemplando las paredes. De pronto le vino a la memoria un recuerdo del momento en que Jayan los había alcanzado, unas semanas atrás. Había dado un rodeo para pasar por el campamento abandonado de los criados, donde la gente que regresaba al campo buscaba objetos de valor, y había encontrado la bolsa del padre de Tessia tirada en un montón de basura, casi vacía. Cuando se la había entregado, ella se había deshecho en llanto, sujetando la bolsa contra el pecho y disculpándose a la vez por su arrebato de emoción. En aquel momento Jayan parecía avergonzado y sin saber qué decir, pero después se había mostrado muy satisfecho de sí mismo.

Ahora la bolsa estaba reaprovisionada con un quemador nuevo, instrumentos quirúrgicos y remedios elaborados por Tessia o donados por los sanadores de pueblo.

Cuando llegaron junto a los magos que estaban de pie frente a las rocas, Sabin levantó la mirada hacia ellos.

—Acamparemos aquí esta noche —anunció— y decidiremos qué hacer después.

Una vez que hubo descabalgado, Dakon se sentó en una de las rocas a observar la llegada del resto del ejército. Unos pocos magos se ofrecieron voluntarios para despejar la zona de las rocas y las piedras que habían quedado amontonadas tras el derrumbamiento. En cuanto los criados llegaron al paso pusieron manos a la obra. Varios se ocuparon de los caballos. Como el suelo era demasiado sólido para clavar las estacas de las tiendas de campaña, se decidió que todos dormirían al raso con la esperanza de que no lloviera. Los olores de la comida que se estaba preparando flotaron por el aire e hicieron que a Dakon le rugieran las tripas.

Cuando la poca luz del sol que se colaba en el barranco empezó a menguar, el rey, sus asesores y los magos extranjeros colocaron unas piedras grandes en círculo y se sentaron en ellas. El resto de los magos siguió su ejemplo, acomodándose en el exterior del círculo.

Lord Hakkin alzó la vista hacia las piedras.

—Desde que hemos llegado aquí y he visto esto, no puedo evitar preguntarme si no nos convendría añadir más piedras en vez de retirarlas.

—¿Os referís a obstruir el paso? —preguntó lord Perkin.

Hakkin asintió.

—No impediría que ellos volvieran si estuvieran lo bastante decididos, pero entorpecería su avance.

—Sin embargo, es la ruta comercial principal —le recordó Perkin.

—¿Quién va a querer comerciar con ellos ahora? —preguntó Narvelan, paseando la vista por el círculo con los ojos entornados.

—Interrumpir las relaciones comerciales nos perjudicaría a nosotros tanto como a ellos —señaló el rey—. Tal vez a nosotros más. Ellos tienen accesos mejores a otros países.

—No podría estar más de acuerdo con vos, majestad —dijo Dem Ayend—. Cuando nos llegó la noticia de que Sachaka había invadido Kyralia, algunos de mis vasallos empezaron a asesinar a mercaderes sachakanos establecidos en Elyne. Acabaremos por lamentarlo, aunque estoy seguro de que los lazos comerciales se restaurarán con el tiempo.

—Quizá, en vez de eso, deberíamos construir un fuerte aquí —propuso lord Bolvin—, para controlar el paso a Kyralia. Eso no solo entorpecería la invasión, sino que nos permitiría enterarnos al instante de que se está produciendo, si apostamos a un mago aquí.

—Además, podríamos cobrar un arancel a los mercaderes sachakanos —agregó Hakkin—. Podríamos destinar el dinero que se recaude a la reconstrucción del país.

Dakon vio que varias cabezas se movían afirmativamente. «Esos aranceles jamás serían lo bastante elevados —pensó—. No pueden serlo, pues de lo contrario frenarían el comercio. Además, el dinero seguramente acabaría en las arcas de algún mago, y no en manos del pueblo».

—¿Qué probabilidad hay de que nos invadan de nuevo? —preguntó lord Perkin, mirando alrededor.

Nadie respondió durante un momento largo.

—Eso depende de dos factores —dijo Sabin—. Su voluntad y su capacidad. ¿Tendrán la voluntad de hacerlo? Quizá los hayamos asustado lo suficiente para que nos dejen en paz. O tal vez, al haber matado a tantos miembros de sus familias más poderosas, hemos encendido en ellos un deseo de venganza que podría desembocar en un conflicto interminable.

—Ellos nos invadieron —gruñó Narvelan.

—Es cierto, pero los sachakanos están prácticamente convencidos de su superioridad sobre otras razas. Nos hemos atrevido a derrotarlos. Eso no les gustará.

—¿Cuántos magos sachakanos quedan ahora? —Quiso saber Bolvin.

—He llevado la cuenta de las bajas lo mejor que he podido —dijo Sabin—. Calculo que al menos noventa sachakanos han muerto en esta invasión.

—Había más de doscientos en Sachaka, según mis espías —dijo el rey.

—De modo que quedan más de cien —dijo Hakkin—. Nosotros no sumamos más de ochenta.

—Algunos de sus magos son demasiado jóvenes o demasiado viejos para luchar de forma eficiente —añadió el rey.

—Aun así, las cifras no son muy alentadoras —observó Perkin.

—Creo que los reveses que hemos sufrido nos han enseñado que lo importante no es el número de magos, sino su fuerza —dijo Narvelan.

—Y sus habilidades y conocimientos —agregó Dakon.

—Aunque la fuerza de la que dispongan en un principio es importante, también lo es el acceso que tengan después a más energía —dijo Sabin—. El número de esclavos que pueden traer consigo a Kyralia es limitado. En cambio, nosotros contamos con el apoyo de casi toda la población.

—Creo que han aprendido la lección —dijo Hakkin.

—Pero ¿cuánto tardarán en olvidarla? —preguntó Narvelan—. ¿Lucharán y morirán nuestros hijos o nuestros nietos en otra guerra?

—¿Podemos evitar que esto vuelva a ocurrir? —inquirió Sabin. Sacudió la cabeza—. Por supuesto que no.

—¿Seguro que no? —dijo Narvelan. Todos se volvieron hacia él, algunos con expresión ceñuda. Sus ojos se ensombrecieron cuando él les sonrió—. No nos invadirían si nosotros los tuviéramos sometidos a ellos.

Estas palabras suscitaron un murmullo que se extendió desde el círculo hacia fuera. Dakon vio que algunos abrían mucho los ojos al considerar esta posibilidad, y otros meneaban la cabeza.

—¿Invadir Sachaka? —Hakkin frunció el entrecejo—. Aunque tuviéramos alguna posibilidad de éxito, acabamos de librar una guerra. ¿Nos quedan energías para meternos en otra?

—Tal vez sí, si con ello aseguráramos el futuro de Kyralia —dijo lord Perkin.

El rey también tenía el ceño arrugado.

—¿Podemos permitirnos perder a más de nuestros magos? —preguntó, con la vista fija en el suelo—. Quizá volveríamos victoriosos pero en un estado de vulnerabilidad que otros podrían aprovechar para atacarnos.

—¿Quién más se atrevería o se tomaría la molestia de atacarnos, majestad? —Narvelan extendió las manos—. ¿Los lonmarianos? Están demasiado ocupados adorando a su dios y apenas se interesan por lo que hacemos. ¿Los lanianos, los vindeanos, los elyneos? Están aquí, brindándonos su apoyo. —Se volvió hacia Dem Ayend, sonriendo aunque con un asomo de seriedad en la mirada.

El Dem soltó una risita.

—Los elyneos siempre hemos sido amigos de Kyralia. —Tras una pausa, prosiguió—. Y si nos lo permitierais, os ayudaríamos a alcanzar vuestro objetivo. Somos conscientes de que si Kyralia cae bajo el yugo de Sachaka, nosotros seríamos los siguientes. Sé que cuento con la aprobación de mi rey en esto.

Sabin emitió un murmullo bajo mientras reflexionaba y luego miró al Dem.

—Tendríamos que discutir vuestra oferta, pero hay un primer problema que solventar. Si vamos a invadir Sachaka, debemos hacerlo sin demora. Nuestras únicas fuentes de energía son nuestros aprendices y criados. Tal como hicimos nosotros, los sachakanos evacuarán a sus esclavos a fin de que no podamos arrebatarles su energía. No debemos darles tiempo para ello.

—No deberíamos matar a sus esclavos, sino liberarlos —dijo Dakon. Sonrió cuando varias cabezas se volvieron hacia él—. Sería impensable ganar sin absorber su energía, desde luego, pero después de conquistar un país hay que gobernarlo, y esto resultaría más sencillo si la mayoría de la gente estuviera dispuesta a colaborar con nosotros gracias a que los hemos tratado bien. —A Dakon le complació ver que el rey asentía con expresión pensativa—. Si hemos de invadir Sachaka para salvar Kyralia, no nos comportemos como sachakanos.

Sabin rio entre dientes.

—Si su manera de hacer las cosas no les ha dado resultado a ellos, tampoco nos lo dará a nosotros.

Otro rumor resonó en el barranco. Los líderes estaban callados, absortos en sus pensamientos. Entonces Bolvin suspiró.

—¿De verdad tenemos que invadirlos? Estoy cansado. Quiero volver a casa, con mi familia.

—Es imprescindible —dijo Narvelan con rotundidad—, para que tus hijos gocen de las mismas libertades que nosotros.

—Tal vez yo pueda ayudaros a decidir —terció Dem Ayend.

Todas las miradas se posaron en el elyneo, que esbozó una sonrisa irónica mientras rebuscaba en el morral que siempre llevaba consigo. Bajó la vista y sacó una bolsita cerrada con un cordón. Desató el nudo, puso la bolsita boca abajo, y una piedra grande de un color amarillo lechoso, tallada como una gema, le cayó en la palma de la mano.

—Es una piedra de almacenaje, la última de este tipo que queda. La encontraron junto con otras iguales en Elyne, en las ruinas antiguas de una ciudad construida y abandonada por un pueblo del que sabemos muy poco. No tenemos idea de cómo las fabricaban… y, creedme, muchos magos han intentado averiguarlo desde hace siglos. —Extendió el brazo con la piedra en la mano para que todos los que formaban el círculo pudieran verla—. Almacena magia. El método para cargarla de energía no es muy distinto del que se emplea para trasvasar energía a otro mago. Desafortunadamente, la magia que contiene debe utilizarse en un flujo continuo. De lo contrario, se rompe en pedazos y libera el resto de la magia en una explosión devastadora. Y en cuanto la magia se agota, la piedra queda reducida a polvo. Por lo tanto, como ya os imaginaréis, hay que escoger con mucho, mucho cuidado el momento de usarla. Y más teniendo en cuenta que, cuando esta se gaste, ya no quedará ninguna más.

Dem Ayend alzó la vista. Tenía los ojos brillantes. Dakon vio asombro y emoción en los rostros de los magos que lo rodeaban. Al examinar la piedra con detenimiento, percibió algo a las puertas de sus sentidos. Cuando se concentró en esta sensación, notó que la cabeza le daba vueltas.

La piedra irradiaba un poder inmenso, muy distinto de cualquier cosa que hubiera sentido antes.

—Mi rey me la entregó para que la utilizara únicamente en una situación desesperada que por fortuna no se ha producido. Lo he consultado por medio de mensajeros, en previsión de este momento. Él respondió que si se presentaba la ocasión de conquistar Sachaka, debíamos aprovecharla. Y es que mi rey y yo creemos que no hay causa más digna de la última piedra de almacenaje que la de acabar con el Imperio sachakano para siempre.

Al observar las caras de los magos que lo rodeaban, Dakon supo sin asomo de duda que el momento de volver a Mandryn para rehacer su vida se retrasaría un poco más.