36
El carruaje avanzaba despacio por Arvice. Kachiro había ordenado que ataran las cortinillas de las ventanillas hacia arriba para que Stara pudiera disfrutar del paisaje. El aire de primavera conservaba el calor mientras el sol se hundía detrás del horizonte. Los árboles que bordeaban las avenidas principales de la ciudad estaban llenos de flores, y se percibía su dulce aroma. También abundaban los insectos, que se movían en enjambres que oscurecían el aire al pasar y hacían que los esclavos se asestaran palmadas a sí mismos, pero cuando intentaban colarse por alguna de las aberturas del vehículo, desaparecían con un chisporroteo y un destello de luz al topar con las barreras mágicas de Kachiro.
Estas solo protegían a quienes estaban dentro del carruaje. Stara pensó en Vora, que iba aferrada a la parte de atrás. Debía de ser incómodo y desagradable para la anciana viajar así, con las manos agarradas a unos asideros y los pies apoyados en un saliente estrecho.
Stara le había propuesto a Vora que se quedara, pero la esclava había negado con la cabeza. «Esta será vuestra primera experiencia con la sociedad sachakana fuera de la casa de vuestro padre —había replicado—. Necesitaréis de mis consejos».
—Hemos llegado —dijo Kachiro. El carruaje redujo la marcha conforme se acercaba a una imponente puerta doble que estaba abierta para dejarlo pasar. Su esposo se volvió hacia ella y sonrió mientras desplazaba la vista desde sus zapatos hasta su tocado—. Estás fantástica —comentó, y ella no detectó más que admiración sincera en su voz—. Como siempre, la ropa combina a la perfección con los adornos. Tengo suerte de que mi esposa no solo sea un dechado de belleza, sino también de buen gusto.
Stara le devolvió la sonrisa.
—Gracias. Y yo tengo suerte de que mi esposo sepa apreciar estas cosas. —Lo miró a los ojos, consciente de que no podía disimular que el cumplido había llenado su mente de dudas y preguntas.
—Sí que las aprecio —dijo él y bajó la vista por un momento—. Y también sabré apreciar que no les hables a las esposas de… mi problema.
—¡Por supuesto que no! —contestó ella enseguida—. Es nuestro secreto.
Él sonrió.
—A las esposas de mis amigos les encantan los secretos —le advirtió.
—Este no —le aseguró ella.
—Gracias. —El carruaje atravesó la puerta y entró en un patio grande repleto de esclavos. Kachiro la ayudó a apearse y se volvió hacia los esclavos que se habían postrado ante ellos—. Hemos venido a celebrar el aniversario del nacimiento del maestro Motara. Llevadnos hacia el lugar de reunión.
Uno de los esclavos se levantó.
—Es por aquí —dijo.
Pasaron al interior, seguidos por Vora y uno de los esclavos de Kachiro. Stara reconoció de inmediato la decoración sobria y el hermoso mobiliario. Cuando ella aminoró el paso para contemplar una cómoda alargada con cajones de tamaños distintos, Kachiro soltó una risita.
—Motara se queda con sus mejores muebles, como no podía ser de otra manera. He intentado convencerlo muchas veces de que me venda este, pero ni siquiera se lo apuesta en el juego.
—¿De modo que el maestro Motara es aquel amigo tuyo que diseña muebles?
—Sí.
—Entonces debo felicitarlo por su trabajo.
Kachiro se quedó sorprendido y luego pensativo.
—Eso le gustaría. Sí, hazlo. Las mujeres no suelen mostrar interés por esas cosas, al menos cuando están en presencia de hombres.
Stara frunció el ceño.
—¿Debo quedarme callada? ¿Se ofenderá él si expreso mi opinión? —Por un momento, le pareció increíble estar preguntando esto. ¿Desde cuándo le importaba si alguien quería oír su opinión o no?
—No se ofenderá, solo le extrañará —aseveró él, antes de dedicarle una de aquellas sonrisas de admiración que resultaban tan exasperantemente desconcertantes—. Tu carácter poco convencional cada vez me gusta más, Stara. Resulta refrescante. Las mujeres son demasiado herméticas y reservadas. Deberían ser más abiertas e interesarse más por las cosas, como tú.
—También puedo ser testaruda y entrometida. Tal vez ese aspecto de mi carácter poco convencional no te guste.
Él se rio.
—Por el momento, me gusta pensar que es el precio que tengo que pagar por haberme casado con una mujer que no solo es bella, sino también astuta.
Stara sintió que el corazón le daba un brinco. Luego notó que se le torcía el gesto y agachó la cabeza para ocultar su expresión, con la esperanza de que él creyera que se había sonrojado por el cumplido. «No tendría nada de malo que me enamorara de Kachiro —pensó—, pero sería muy, muy molesto. Y frustrante. Por otro lado, quizá no me importaría su “problema” si estuviera enamorada de él. Suponiendo que lo que cuentan las historias románticas sea cierto».
El esclavo se detuvo ante la entrada de una sala espaciosa y se apartó, con la cabeza gacha. Kachiro pasó junto a él, guiando a Stara, y luego la tomó del brazo. Cinco hombres posaron la mirada en ellos. Todos tenían la espalda ancha y el rostro amplio, como el típico varón sachakano, pero uno era gordo, otro flaco, y uno tenía una pigmentación oscura bajo los ojos. Sus edades iban desde la juventud rayana en la infancia hasta la madurez. El delgado se puso de pie y dio unos pasos al frente.
—¡Kachiro! ¡Llegas incluso más tarde de lo habitual!
Kachiro rio entre dientes.
—Confieso que es culpa mía, Motara. No se me ha ocurrido decirle a mi esposa que teníamos que venir hasta que casi era la hora de salir, pues había olvidado que necesitaría tiempo para arreglarse. Os presento a la hermosa Stara —dijo, señalándola con un gesto elegante.
Stara sonrió. Aunque habría podido arreglarse en unos minutos, Vora había insistido en que tardara una hora «para que vuestro esposo aprenda que debe ser más considerado cuando haga planes que incluyan a su esposa».
Los otros cuatro hombres se habían levantado y se sumaron a las expresiones de aprobación de Motara. Ella mantuvo la vista baja como Vora le había enseñado, pero notó que la estaban examinando con detenimiento y apreciación.
—Es exquisita —comentó Motara—. Como te conozco tan bien, confiaba en que tu buen ojo para la belleza te ayudaría en la difícil empresa de encontrar una esposa apropiada. Pero aun así estoy impresionado con el resultado. —Los demás manifestaron su conformidad con un murmullo.
Kachiro la miró y sonrió.
—Es más que eso. Tiene una mente y un ingenio agudos, así como un criterio estético y un buen gusto que rivalizan con los míos. —Le dio un golpecito suave con el codo—. ¿Qué es lo que me has dicho antes?
Ella alzó la mirada por un instante hacia los ojos de Motara.
—Que los muebles del maestro Motara que hay aquí y en casa son excepcionales, de gran elegancia en la forma y las proporciones. La cómoda… —suspiró— es preciosa.
Motara de pronto pareció más alto y se balanceó por un momento sobre la punta de los pies. Entonces rio por lo bajo.
—No le habrás pedido que diga eso en otro de tus vanos intentos por hacerte con esa cómoda, ¿verdad, Kachiro?
—¡Oh, no! —protestó Stara—. ¡En absoluto!
—No —respondió Kachiro, con un dejo de suficiencia en la voz—. Se ha parado a admirarla de camino hacia aquí. Pregúntaselo a tu esclavo, él te lo confirmará.
Motara se rio de nuevo.
—Tal vez lo haga, aunque también es posible que se la hayas descrito antes de llegar. Y ahora, pasemos a asuntos más importantes. Dashina ha cumplido su promesa. ¡Hay una botella para cada uno! Vikaro y Rikacha esperaban que no vinieras para quedarse con la tuya. Chavori las quería todas para sí, pero ya sabemos lo mal que le sienta beber. —Motara se volvió hacia las sillas en las que estaban sentados antes.
—¿Y Chiara? —preguntó Kachiro.
Motara hizo un gesto desdeñoso.
—Con las otras mujeres, echando pestes de mí, seguro. —Miró a Stara, que bajó la vista de nuevo—. No te creas la mitad de las cosas que digan —le avisó.
Ella dirigió una mirada inquisitiva a Kachiro, que sonrió.
—No dan tanto miedo como él insinúa. Ve a reunirte con ellas. Seguro que se mueren de curiosidad por conocerte.
Hizo un ademán y ella se volvió para ver a un esclavo que se le acercaba. Echó un vistazo a Vora, que asintió, y dio unos pasos hacia él.
—Llévame con las mujeres —ordenó en voz baja.
El esclavo hizo una reverencia y la condujo por otra salida hacia un pasillo.
«Así que no podré hablar con los amigos de Kachiro —pensó Stara—. En realidad, no esperaba otra cosa. Más que presentármelos, él quería lucirme ante ellos. —Se preguntó si esto la molestaba—. Sí, pero puedo perdonárselo. Me gusta que me considere inteligente, pero me gusta aún más que esté dispuesto a decirle a la gente que cree que lo soy, lo que demuestra que para él la inteligencia en una mujer es un rasgo positivo».
Las esposas estaban en un salón no muy apartado del de los hombres, sentadas en bancos de madera cubiertos con cojines. Solo había cuatro, por lo que ella supuso que uno de los hombres no estaba casado. Cuando el esclavo se postró ante ellas, se volvieron hacia Stara.
—¿A quién tenemos aquí? —preguntó una mujer delgada de vientre prominente, con el tono de quien conoce la respuesta y solo está siguiendo un ritual.
—Es Stara, la esposa del ashaki Kachiro —respondió el esclavo.
—Vete —le indicó ella, poniéndose en pie y dirigiéndose al encuentro de Stara.
—Bienvenida, Stara. Yo soy Chiara —dijo, tendiéndole la mano con una sonrisa. Stara se la estrechó y se dejó acompañar hasta donde estaban las otras mujeres—. Aquí hay un sitio para ti —añadió Chiara, señalando un espacio en el extremo de un banco, junto a una mujer que habría sido hermosa de no ser por las cicatrices que le afeaban la piel—. Tu esclava puede quedarse en la habitación contigua, con las nuestras. De ese modo te oirá si la llamas.
Mientras Vora se retiraba discretamente, con los labios apretados en un gesto de disgusto, Stara se sentó. Sintió un cosquilleo de nerviosismo y timidez cuando las cuatro mujeres la examinaron con interés palpable.
—Vaya, pero qué bonita eres —dijo una de ellas con admiración.
—Sí que lo es, ¿verdad? —convino otra—. Toda una belleza exótica. Y tiene un cutis estupendo.
—Kachiro nos ha dicho que tienes sangre elynea. Las hay con suerte —dijo una tercera con melancolía.
Aunque su madre le había explicado que la mezcla de sangre se consideraba una cualidad positiva en la sociedad sachakana, Stara no pudo evitar sentir incredulidad ante las miradas de envidia de las mujeres.
—No la agobiéis con cumplidos —rio Chiara—. O, por lo menos, dejad que antes os presente. —Se volvió hacia la mujer de las cicatrices—. Esta es Tashana, la esposa de Dashina. A su lado está Aranira, mujer de Vikaro. —Señaló a una mujer alta de aspecto más bien anodino que parecía ser la más joven—. Y, finalmente, te presento a Sharina, que está casada con Rikacha. —La última mujer, regordeta y atractiva, le dedicó una sonrisa alegre pero tímida.
—¿Te gusta tu nuevo hogar? —le preguntó.
—¿Y tu marido? —agregó Tashana, sonriendo con un brillo de picardía en los ojos—. No te sientas obligada a endulzar la verdad si no estás contenta. A ninguna de nosotras se le permitió elegir a su marido. Eso nos da derecho a quejarnos cuanto queramos.
Stara soltó una risita.
—¿Y si yo elegí al mío, sigo teniendo derecho a quejarme?
—¡¿Lo elegiste?! —exclamó Aranira, con los ojos como platos—. Bueno, no es que no sea guapo…
—Claro que tienes derecho —dijo Tashana—, pero tendrás que soportar nuestra envidia.
—No, no lo hice —se apresuró a aclarar Stara—. Me refiero a elegirlo. Solo tenía curiosidad por saber cómo reaccionar si conozco a alguien que ha elegido a su esposo. —Hizo una pausa para poner en orden sus pensamientos—. Ahora no sé si me creeréis cuando diga algo bueno de él.
Tashana se rio, y las otras se unieron a ella.
—Inténtalo y verás qué pasa.
—No es como los otros hombres sachakanos que conozco —empezó Stara y advirtió que los labios de las mujeres se curvaban en un gesto irónico—. Es considerado y respetuoso. No tiene inconveniente en hablarme de su negocio ni en escuchar mis sugerencias. Su compañía… me resulta sorprendentemente agradable.
Se hizo un silencio breve mientras las mujeres intercambiaban miradas.
—¿Pero…? —preguntó Aranira, esperanzada.
Stara se encogió de hombros.
—No hay ningún pero. Por el momento. Démosle tiempo.
Ellas se rieron y asintieron con la cabeza.
—Me alegra ver que no eres demasiado ingenua respecto al matrimonio —comentó Chiara—, como lo era yo. Aunque… creo que era mucho más joven.
—¿Qué edad tienes? —inquirió Sharina.
—Veinticinco.
—Rikacha me dijo que eras más joven.
—Supongo que mi padre mintió sobre mi edad.
Tashana hizo un gesto afirmativo.
—¿Has estado casada antes?
Stara negó con la cabeza. Las mujeres se miraron, extrañadas.
—Me imagino que creéis que soy demasiado mayor para casarme por primera vez. —Ellas asintieron—. En realidad, no tenía ninguna intención de contraer matrimonio.
Las demás fruncieron el entrecejo y la miraron más fijamente.
—¿Por qué no?
De pronto, Stara no supo qué decir. ¿La considerarían un bicho raro si reconocía que ambicionaba dedicarse al comercio? Sabían que tenía sangre elynea, pero ¿estaban enteradas de que había pasado la mitad de su infancia y el principio de su edad adulta en Elyne? ¿Convenía que se lo dijera? Decidió que seguramente no era muy peligroso revelárselo, sobre todo porque Kachiro lo sabía y con toda probabilidad se lo contaría a sus amigos. «¿Debo confesarles que he tenido amantes? Eso les encantaría, aunque podría llegar a oídos de Kachiro. Dudo que eso le pareciera muy “refrescante”».
—Tal vez sea un tema demasiado íntimo para hablar de ello tan pronto —aventuró Chiara—. Casi no nos conoces. —Se volvió hacia las demás—. Quizá deberíamos contarle más cosas sobre nosotras. Nuestras historias.
Las demás se mostraron conformes.
—Yo primero —dijo Aranira. Miró a Tashana, que sonrió y asintió con la cabeza—. Tashana se casó a los quince años con Dashina, que tenía veinte. Él disfrutaba mucho con su esposa, pero también con sus múltiples esclavas de placer y las de otros hombres, algunas de las cuales no estaban bien cuidadas. Contrajo el mal del esclavo y después se lo contagió a ella y a su primer hijo, que murió, y desde que empezaron a salirle cicatrices él se niega a acostarse con ella.
Tashana asintió, sonriendo pese a la expresión de congoja en sus ojos.
—Al menos he podido conservar la figura. —Se volvió hacia Sharina—. Sharina se casó a los dieciocho años con Rikacha, quince años mayor que ella. Perdió a su primer hijo después de que él la golpeara en el vientre. Motara lo amenazó con dejar de dirigirle la palabra y comerciar con él si volvía a hacerle daño alguna vez. Ahora solo le pega en sitios en que no se le nota. Tiene dos hijos varones.
Sharina miró a Stara y se encogió de hombros.
—Pero soy muy afortunada por tenerlos. —Se volvió hacia Chiara—. Chiara tenía catorce años cuando se casó con Motara, que contaba dieciocho. Aunque él es atento y cariñoso con ella y parece tenerle cariño, se niega a ver lo que todos tenemos claro. Ella se ha quedado encinta en doce ocasiones, ha dado a luz ocho veces y tiene el cuerpo agotado y maltrecho. Está cada vez más enferma y tememos que se muera. Él debería dejarla en paz…, o al menos dejar que descanse. ¿Cuántos hijos necesita un hombre?
Chiara sonrió.
—¿Cómo puedo negárselos? Los quiere a todos, y a mí también.
—No tienes alternativa —afirmó Tashana en tono siniestro.
Con un suspiro, Chiara se volvió hacia Aranira y su sonrisa se tensó.
—Aranira se casó con Vikaro cuando ambos tenían dieciséis años. Al principio, todo marchaba bien. Ella alumbró a dos hijos, una niña y un niño. Pero él perdió rápidamente su interés por ella. Y por los niños. Todo parecía muy extraño, hasta que unos amigos descubrieron la razón. Se ha encaprichado de otra, una mujer poderosa y bella que también lo desea a él. Su esposo murió a causa de una enfermedad cuyos efectos, según los esclavos, eran muy similares a los del envenenamiento.
—No tiene valor suficiente para enfrentarse a la ira con que reaccionará mi familia si se entera del asunto —dijo Aranira, aunque no parecía del todo convencida.
Stara percibió el miedo en los ojos de la chica de aspecto anodino y asintió en señal de comprensión. «Su situación es muy parecida a la de Nachira, salvo porque Ikaro al menos quiere a su esposa e intenta protegerla. —Las mujeres posaron la vista en ella—. Esto es como un ritual para ellas —pensó—. Narran las historias de las otras. Es como si el rito les aportara algo a todas. Aceptación, tal vez. Sin embargo, cada una ha restado importancia a su propia situación. Tal vez esto las ayuda a aferrarse a las cosas buenas de su vida».
Entonces se preguntó hasta qué punto habían sido voluntarias estas confidencias de sus vidas privadas. Tal vez, por ser ella la esposa de Kachiro, no les quedaba otro remedio que admitirla en su grupo. Por otro lado, le daba la impresión de que la estaban desafiando, además de revelarle sus secretos. ¿La retaban a ser sincera, tal vez? ¿O a aceptar sus costumbres?
—Hacemos lo posible por ayudarnos entre nosotras —le dijo Tashana—. A ti también te ayudaremos en lo que podamos, así que, si necesitas algo, no dudes en decírnoslo.
Stara asintió de nuevo.
—Entiendo. Y si está en mi mano ayudar a cualquiera de vosotras, lo haré —prometió—. Aunque no se me ocurre cómo.
De pronto, pensó en la magia. Era una baza que ella tenía y las demás no, hasta donde sabía. Sin embargo, no les hablaría de ello a menos que fuera necesario o que llegara a la conclusión de que podía ser útil para ellas. «Y aunque hasta ahora me han causado buena impresión, apenas las conozco. No les contaré ningún secreto hasta que sepa si puedo fiarme de ellas».
—A decir verdad, lo máximo que podemos ofrecer en la mayoría de los casos es nuestra solidaridad —admitió Chiara—, pero hemos aprendido que la amistad y tener a alguien con quien hablar vale más que el oro. Tal vez más que la libertad, incluso.
«No estoy segura de que muchos esclavos estén de acuerdo con eso —pensó Stara—. Aun así, una vida sin amigos o familiares (familiares que te brinden su cariño y su apoyo, claro está) sería una existencia triste, por mucha riqueza o poder que uno tenga».
Tashana empezó a hablarle a Stara de una amiga a la que habían ayudado. Se había mudado con su esposo al norte, a un lugar situado en los alrededores del desierto de ceniza. La conversación derivó hacia los viajes, y a Stara le sorprendió descubrir que todas las mujeres habían visitado regiones diferentes de Sachaka, y en su mayoría se habían trasladado a la ciudad después de casarse. Decidió que no sería peligroso reconocer que se había criado en parte en Elyne, y cuando lo hizo la bombardearon a preguntas sobre aquel país.
El coloquio cambiaba de tema y de tono; a veces era informativo, a veces triste, y con frecuencia gracioso. Cuando un esclavo apareció para anunciar que los hombres se marchaban, Stara se sintió desilusionada y cayó en la cuenta de que se estaba divirtiendo. «Y no solo porque me hacía mucha falta relacionarme con alguien. Creo que estas mujeres me caen bien. —Por ello, conocer sus problemas individuales le resultaba más doloroso. Cuando pensó en sus experiencias notó que la rabia crecía en su interior—. De verdad deseo ayudarlas, pero no tengo idea de cómo. Sé utilizar la magia, pero ¿de qué sirve eso aquí?».
La magia no podía sanar el cuerpo deshecho de Chiara, ni curar la enfermedad de Tashana. No podía impedir que el esposo de Sharina la maltratara, ni que el de Aranira deseara a otra mujer y se planteara la posibilidad de recurrir al asesinato. En aquel momento, la magia le parecía un lujo inútil y sin sentido.
«Pero serviría para disuadir a Kachiro de que me maltratara o intentara asesinarme si se sintiera inclinado a ello —pensó—. Me pregunto si podría enseñar magia a Sharina y Aranira…».
Siguió a las mujeres, que salieron juntas del salón, recorrieron los pasillos y llegaron a la sala de reuniones principal. Los hombres estaban de pie, riéndose de algo. Cuando las mujeres entraron, se separaron y se dirigieron hacia sus esposas o les hicieron señas de que se acercaran. Kachiro ciñó suavemente el talle de Stara con el brazo. Despedía un olor dulzón y alcohólico.
Cuando los hombres comenzaron a despedirse, ella hizo un esfuerzo por mantener la mirada baja. Lo que había oído acerca de los otros esposos la impulsaba a mirarlos. Entonces reparó en Chavori. Las mujeres no habían dicho nada sobre el joven, excepto que había regresado hacía poco de un viaje a las montañas y que si lo dejaban hablaba de ello durante horas. Stara advirtió que tenía aspecto de haber bebido demasiado. Incluso reclinado contra la pared parecía incapaz de mantener el equilibrio con facilidad.
Notó que Kachiro se rebullía.
—¿Qué opinas de nuestro joven amigo? —musitó.
—No he hablado con él.
—Pero es guapo, ¿no te parece?
Ella alzó la vista hacia Kachiro. ¿Aquello era un intento mal disimulado de poner a prueba su lealtad?
—Tal vez lo sería, si no estuviera borracho perdido.
Kachiro se rio.
—Tienes razón. —Miró a Chavori con los ojos entornados, como valorándolo y dando su aprobación—. No me molestaría que te resultara atractivo —añadió en voz muy tenue, y bajó la mirada de nuevo hacia ella.
Stara clavó los ojos en él. La expresión de Kachiro denotaba expectación y curiosidad. Y, si ella la estaba interpretando correctamente, esperanza.
—Jamás podría parecerme tan guapo como tú —le dijo.
Él ensanchó su sonrisa y se volvió al oír que Motara pronunciaba su nombre.
«¿Qué se trae entre manos? —se preguntó Stara—. ¿Me está poniendo a prueba, o busca una manera de que me quede embarazada? ¿Tiene algún motivo para evitar engendrar un niño?».
Reflexionó sobre ello durante las últimas despedidas, mientras recorrían la casa en dirección al carruaje y hasta que llegaron a casa. Durante el trayecto, no dejó de pensar en Vora, que iba agarrada a la parte posterior del vehículo. Se moría de ganas de comentarlo todo con la esclava. Cuando por fin consiguió apartarse de Kachiro y se retiró al dormitorio, todo lo que había planeado comunicarle a Vora brotó en un torrente de información desordenada.
—¡Un momento! —exclamó la anciana—. ¿Me estáis diciendo que os ha elegido un amante?
—No… exactamente. Solo ha dicho que no le molestaría que Chavori me resultara atractivo.
Vora asintió.
—Ah —murmuró y no dijo nada más.
—No pareces sorprendida —observó Stara.
—He averiguado muchas cosas sobre los amigos de vuestro nuevo marido y sus esposas.
—¿Cosas como que el marido de Sharina la maltrata, y que el de Dashina siente debilidad por las esclavas de placer enfermas?
—Sí —asintió Vora—. Y no es ningún secreto entre los esclavos que Vikaro quiere librarse de Aranira. Tampoco son muy optimistas respecto a las posibilidades de Chiara de sobrevivir a este nuevo embarazo.
Stara asintió y movió afirmativamente la cabeza.
—Yo creía que mi situación era mala, pero me he dado cuenta de que otras mujeres sachakanas llevan vidas mucho peores.
—Aun así viven mejor que las esclavas —le recordó Vora, y desvió la vista—. Las condenan a ser utilizadas para el placer si son hermosas, las crían como animales si no lo son. Les quitan a sus hijos y los ponen a trabajar desde muy pequeños. A las niñas las matan si hay demasiadas. Las golpean, las azotan o las mutilan para castigarlas, sin hacer el menor esfuerzo por averiguar si son culpables o no. Las obligan a trabajar hasta morir de agotamiento… —Vora respiró hondo, exhaló y se enderezó, volviéndose de nuevo hacia Stara—. O, lo que es peor, la ofrecen como regalo de boda para que satisfaga los caprichos de la esposa de un mago que no tiene idea de los modales sachakanos ni de cuál es el lugar que le corresponde en la sociedad.
Stara hizo un ruido ordinario.
—Te gusta. Reconócelo. —Se quedó callada por un momento—. ¿Cómo tienes las manos? Espero que no te hayan picado demasiado.
Aunque Vora contrajo los labios, Stara notó que estaba contenta.
—Mis manos estarán un poco rígidas mañana. Para las picaduras tengo una pomada.
A pesar de todo, Vora no parecía muy dolorida. Sus movimientos parecían delatar una emoción contenida. Stara observó a la mujer, que se movía por la habitación con nerviosismo y eficiencia.
—Te veo muy satisfecha de ti misma hoy —comentó.
Vora se detuvo y alzó la vista, sorprendida.
—¿De veras?
Stara estudió la expresión de la mujer. ¿Era de sorpresa, o de consternación? No estaba segura.
Sacudió la cabeza.
—Entonces, ¿qué debo hacer? —preguntó—. Si mi esposo quiere que me acueste con el hermoso Chavori, ¿debo hacerlo?
Vora se quedó meditabunda. Cuando la anciana comenzó a enumerar en voz alta las posibilidades y sus consecuencias, Stara se sintió inesperadamente llena de afecto y gratitud.
«Algún día —pensó— la recompensaré por toda su ayuda. Todavía no sé muy bien cómo. Le concedería la libertad, pero no estoy segura de que ella la aceptara. Además, la necesito a mi lado».
Sonrió. «Lo mejor que puedo hacer por el momento es tener en cuenta todos sus consejos, y tratarla lo menos posible como a una esclava».
Jayan tenía la sensación de que habían estado dando vueltas en círculo. El día anterior había sido una repetición de tantos otros que lo habían precedido.
Las tropas se habían levantado al alba, habían hecho las bolsas y esperado mientras los líderes deliberaban. Entonces se había corrido la voz de que se retirarían hacia el sudeste, acercándose aún más a Imardin. Magos, aprendices y criados marcharon en dirección oeste hasta que llegaron al camino principal y siguieron adelante hacia Imardin, a un paso que parecía desesperantemente lento y a la vez inmoralmente rápido. Lento, porque todos eran conscientes de que el ejército sachakano los seguía. Rápido, porque con cada paso que daban cedían más terreno al enemigo.
Cuando pasaban por un pueblo o una aldea, los habitantes salían a recibirlos, asombrados por el número de magos que visitaban su localidad, pero nerviosos por lo que podía significar su llegada. No siempre obedecían de buen grado las órdenes de abandonar sus hogares para huir del avance del ejército sachakano. La mayoría, sin embargo, comprendía la advertencia de que todo aquel que se quedara atrás no solo moriría, sino que contribuiría a aumentar la fuerza del enemigo. La gente había empezado a considerar la negativa a desalojar como un acto de traición tan abominable como regresar para robar en las casas abandonadas. En más de una ocasión, Jayan había visto a aldeanos perseguir a quienes se negaban a irse, atarlos y cargarlos en carretas.
Los magos alentaban a los aldeanos a reunir todos los alimentos y animales de granja que pudieran en un lapso muy breve para llevárselos consigo. No querían dejar al enemigo nada que ellos pudieran comerse o que les proporcionara energía mágica. «Y, lo que es más importante, necesitaremos provisiones para alimentar a los nuestros —pensó Jayan—. Los sachakanos no tienen que ocuparse de un grupo cada vez mayor de paisanos. Seguramente conseguirán rapiñar comida suficiente, pero no se lo pondremos fácil».
Al oír un gemido ahogado, Jayan se volvió y miró a Mikken. Un destello de luz se reflejó en las comisuras de los ojos del aprendiz.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Jayan.
Mikken alzó la vista hacia él.
—Sí. —Apretó los dientes y luego suspiró—. Acabamos de pasar por el lugar al que mi familia solía ir en verano cuando yo era pequeño. ¿Cuántos sitios más dejaremos que quemen y arrasen?
—Tantos como haga falta —replicó Jayan.
—No puedo evitar desear que el rey se diera prisa.
Jayan asintió en señal de que estaba de acuerdo. Dakon le había dicho que el ejército tendría que continuar su retirada hasta encontrarse con el rey, que se aproximaba en compañía de los últimos magos de Kyralia. Jayan suponía que tal vez seguían retirándose también con el fin de dar a los magos elyneos, que estaban desplazándose desde el norte para prestar su auxilio, tiempo suficiente para alcanzarlos.
Al mirar al frente, Jayan vio que Tessia cabalgaba junto a lord Dakon, como había hecho en los últimos días. Era de esperar: Dakon ya no tenía otro aprendiz. Un ligero estremecimiento de emoción recorrió a Jayan. «Ya soy un mago superior. Independiente, responsable de mi propia vida, libre de cobrar dinero por realizar tareas mágicas.
»Es una pena que tuviera que pasarme justo en medio de una guerra».
Notaba un peso nuevo contra el pecho, por dentro del jubón. No tenía idea de dónde había encontrado Dakon el cuchillo decorado que había ofrecido a Jayan como parte de la ceremonia. Las armas como aquella, con una filigrana elaborada en la empuñadura, por lo general se hacían expresamente para el uso de los magos, pero ¿de dónde habría sacado Dakon a un artesano o el tiempo necesario para fabricarlo? ¿Lo llevaba consigo desde un principio, sabiendo que no tardaría en otorgar a Jayan su independencia?
Jayan meditó sobre la información que Dakon le había proporcionado. La magia superior había resultado sorprendentemente fácil de aprender en cuanto había renunciado a intentar entenderla a un nivel intelectual y consciente y sencillamente había intuido cómo se hacía. Sin embargo, necesitaría practicar para poder utilizarla de manera eficiente.
Mikken se había ofrecido voluntario como fuente para la lección de Dakon sobre magia superior. Jayan se alegró de que la fuente no fuera Tessia, pues la idea de tomar energía de ella lo incomodaba de un modo extraño. Por otro lado, también lo inquietaba tomar energía de Mikken. No le parecía bien menguar las fuerzas de personas que conocía, aunque esto no las afectara físicamente.
Cuando, más tarde, Mikken se había brindado a ser la fuente permanente de Jayan, este había tenido que vencer su fuerte renuencia a aceptar. Al principio, sospechaba que si no quería era por celos. Últimamente veía a Tessia charlar con Mikken a menudo y no podía evitar que flaqueara su determinación de no encariñarse demasiado con ella mientras Kyralia estuviera en guerra. Lo único que le impidió negarse fue saber que, como mago superior recién nombrado, era débil y vulnerable. Necesitaba incrementar su fuerza para poder luchar en la siguiente batalla contra los sachakanos.
Por otra parte, la mayoría de los magos del ejército necesitaba lo mismo. Más de la mitad había agotado su energía en el enfrentamiento con el enemigo. El único consuelo era que seguramente el enemigo también había consumido buena parte de su energía.
Si el resultado de la batalla siguiente dependía de la carrera de los dos ejércitos por reponer su fuerza, el bando kyraliano partía con ventaja. Al poner todas las posibles fuentes de energía fuera del alcance de los sachakanos, estaban impidiendo que el enemigo se recuperara.
«Pero nosotros no estamos en una posición mucho mejor. Ha hecho falta todo nuestro tiempo y nuestra capacidad de persuasión para convencer a la gente de que se vaya para que los sachakanos no tengan la menor oportunidad de extraer energía de ellos». Ninguno de los magos quería reunir a todos los aldeanos para arrebatarles la energía por la fuerza. Jayan los oía murmurar constantemente que ya encontrarían tiempo para persuadir a la gente de que colaborara más tarde.
Atrajo su atención un jinete que pasó a galope y se detuvo junto a Werrin y Sabin, a la cabeza de la comitiva. Jayan reconoció en él a uno de los exploradores y vio que mantenían una conversación breve. A continuación, el jinete se llevó a su caballo de allí.
Observó cómo la información se transmitía por las filas. Uno por uno, los magos que cabalgaban delante de él se volvían hacia quien tuvieran detrás y movían los labios. Narvelan se dio la vuelta para hablar con Dakon. Entonces el caballo de Tessia se dirigió a un lado del camino y aflojó el paso. Ella se volvió y miró a Jayan.
«Basta», se dijo él cuando su corazón empezó a latir más deprisa.
—¿A qué viene esa mala cara? —preguntó ella mientras guiaba a su caballo para que avanzara junto al de él.
—No tengo mala cara —respondió él—, pero todos los demás sí. ¿Qué los ha alterado tanto?
Ella juntó las cejas y contempló la crin de su caballo con el ceño fruncido.
—Ha llegado la noticia de que otro grupo de sachakanos ha estado atacando aldeas en el noroeste. Tal vez se hayan dirigido al oeste para atajar a los elyneos, o quizá estén aprovechándose de que no se han evacuado los pueblos de los señoríos occidentales.
—Ah —dijo él. Abrió la boca para añadir algo, pero cayó en la cuenta de que solo se le ocurrían obviedades o palabrotas. El problema no era que Tessia no estuviera acostumbrada a las palabrotas, sino que él no iba a romper con el hábito de no soltarlas delante de mujeres solo porque ella estuviese habituada a ellas.
Avanzaron en silencio durante un rato.
—Lo siento —dijo ella al cabo—. Siempre se me olvida que debo llamarte «mago Jayan».
—A mí también —terció Mikken en voz baja.
Jayan miró de un lado a otro y sacudió la cabeza.
—No importa. Sois mis amigos. Preferiría que nada cambiara entre nosotros.
Tessia alzó la mirada hacia él, arqueando las cejas.
—¿En serio? ¿Nada?
—Sí.
—Estupendo. —Posó la vista en Mikken—. Supongo que eso significa que quiere seguir siendo tan maleducado e irritante como siempre.
Mikken se rio y, cuando Jayan lo fulminó con la mirada, se tapó la boca.
Jayan se volvió hacia ella.
—Si he sido maleducado, te pido disculpas. Creo que, en calidad de mago superior, tengo la obligación de… —Se interrumpió. Los ojos de Tessia centelleaban, llenos de humor y expectación. Jayan se relajó y dejó que sus labios se curvaran en una sonrisa pesarosa—. Sí, prometo ser tan maleducado e irritante como siempre.
Ella se sorbió la nariz, desilusionada.
—Se suponía que debías prometerme que no serías maleducado ni irritante.
—Lo sé.
—Pfff. —Espoleó a su caballo para dejar atrás a Jayan y a Mikken y volver al lado de Dakon.
—Los dos os comportáis como viejos amigos, o como hermanos —comentó Mikken, y agregó—: mago Jayan.
Jayan pugnó por no torcer el gesto. «Pues no quiero que seamos ni una cosa ni la otra. ¡Maldita guerra!». Suspirando, fijó la vista con determinación en el camino que tenía delante.