44. OREJAS DE ÓPALO: EN CIERTO DÍA FUTURO

El tránsito de vuelta no fue más agradable que el tránsito de ida. Mamá Gerber vino con nosotros, y la señora Sohn, la señorita Michaelson, el señor Calclough, el señor Fries, el señor Singley y cuatro individuos desconocidos pero airados que nunca antes habíamos visto. Evidentemente no llevaban ningún hechizo cuando se pulsó el botón: los encantamientos que hubieran podido estar haciendo no sobrevivieron al viaje. Dora y Abby llegaron con nosotros. El control se quedó en el pasado, como pretendíamos.

Sahir vino con nosotros, todavía enfurecido, no hace falta decirlo, gritando y echando espuma por la boca. Soaz lo soportó una décima de segundo y luego le dio un golpe que lo sacó del gusano del tiempo y lo lanzó a la plataforma. Soaz estaba muy pero que muy molesto.

El Hermano Rojo estaba allí, junto con los demás.

—¿Cuáles? —le preguntó a Izzy quien, sin decir palabra, señaló a los Woputs.

»¿Y ellos? —preguntó el Hermano Rojo, señalando a Abby y a Dora.

—Amigos —respondió Izzy—. Dejadlos en paz. No tendrían que haber venido.

Los hermanos no podían apartar los ojos de Dora. La ayudaron a bajar de la Rueda, prestándole más atención a ella que a los diez Woputs, que fueron conducidos a una especie de cripta lateral, donde los desnudaron para despojarlos de cualquier objeto mágico que pudieran tener consigo, y la puerta se cerró tras ellos.

—¿Qué les vais a hacer? —Preguntó Dora—. ¿Y por qué no os quitáis esas absurdas capuchas? Sabemos lo que sois.

El Hermano Rojo se quitó despacio los velos. Me pareció que era un humano (como cuidaba de llamarlos por bien de Dora) de aspecto no desagradable, aunque enfermizo, no peor que algunos que habíamos visto en el pasado.

—¿Qué vais a hacer con ellos? —repitió Dora.

El Hermano Rojo sacudió la cabeza.

—Cuando Blanche llegó y nos habló de ellos, esperamos que fueran fértiles o estuvieran en edad de tener hijos; pero me temo que son demasiado viejos. Así que... podríamos matarlos. O soltarlos. O entregárselos a Faros VII. Lo agradecería.

Ella tendió la mano.

—Yo soy Dora. ¿Y tú?

Él se la cogió y no la soltó.

—Lo sé.

Se la quedó mirando, comiéndosela con los ojos, ignorando a Abby, que estaba a su lado.

—Podrías llamarme Hermano... Rojo.

Sheba esperaba a Soaz, y él corrió junto a ella y frotó su rostro contra el suyo. Al mirar por encima de sus cabezas, vi a los demás esperando en el balcón: los onchiki, los armakfatidi, Francis y Blanche.

El Hermano Rojo se separó por fin de Dora.

—¿Lo conseguisteis? —le preguntó a Izzy—. ¿Salvasteis a vuestras tribus?

—Probablemente —dijo Izzy con voz cansada.

La condesa asintió.

—Probablemente —confirmó, con mayor firmeza—. Sí, es muy probable.

El Hermano Rojo clavó sus ojos en Dora una vez más.

—Entonces tal vez podamos concentrarnos en salvar la nuestra...

Durante la siguiente hora, todos los weelianos del lugar tuvieron palabras sugerentes para Dora quien, obviamente, no sabía qué le estaban dando a entender. No se lo aclaramos, pues aunque Dora siempre se comportó con buen sentido, todo estaba a flor de piel. Tanto Abby como ella se hallaban conmocionados. No paraban de decir, una y otra vez:

—Vorn debería habernos hecho retroceder más. Pensé que estábamos demasiado cerca. Tal vez no leyó bien el campo.

Y así una y otra vez. Terminaban de decirlo y lo decían de nuevo.

La condesa los compadeció. Yo los compadecí. No importaba lo mucho que los apreciáramos, el control estaba todavía en el siglo XXI, y ni Dora ni Abby podían aceptar lo que eso implicaba, por cierto que fuera. No podían volver hasta que o a menos que los korésanos averiguaran cómo funcionaba la cosa y la enviaran o la trajeran al futuro, donde estábamos nosotros. Cuando estábamos nosotros. Cosa que no sería posible hasta que la cosa se recargara. Y eso si los korésanos decidían que era una buena idea. Y tal vez opinaran que no lo era.

No dejaron de hacer comentarios y preguntas sobre lo que había sucedido, pero estaban demasiado confusos para formularlas con sensatez. Cada vez que uno de ellos empezaba a decir algo, hacían una mueca, como si las palabras se les atascaran en la garganta. Noté que los dos estaban siempre juntos, como Vorn les había dicho que hicieran; él con su brazalete, ella con su pendiente, casi como si fueran regalos de despedida.

Salimos al patio, donde yo había jugado con los onchiki en lo que parecía una vida anterior. Ahora advertí el poco tiempo que había pasado cuando vi a uno de los guardias imperiales apoyado contra la muralla, al sol, recuperándose de las heridas recibidas en la batalla de la costa. Vio el rostro sin velo del Hermano Rojo y hubo un momento de tensión, que inmediatamente fue aliviado por la condesa. La tensión pasó. Por suerte, el guardia era flemático y no muy inteligente.

No habíamos comido desde hacía horas y estábamos hambrientos, una condición que las atenciones de Dzilobommo aliviaron enormemente.

Después de la comida fuimos al dormitorio y cada uno de nosotros tomó posesión de una cama, un sitio. Dejamos un rincón para que Abby y Dora estuvieran juntos. Parecía que no podían estar sin tocarse. Los demás, por bienintencionados que pudiéramos ser, seguíamos siendo unos extraños.

Los umminhi imperiales seguían en el establo, esperando nuestro regreso, y cuando Dora y Abby preguntaron por el extraño parloteo que llegaba del edificio anexo los llevé personalmente a ver a las criaturas.

—Dios mío —dijo Dora— Parecen atletas olímpicos.

Ahora que yo había visto a los humanos, entendí lo que quería decir. En efecto, los umminhi eran muy esbeltos y musculosos. Sus dientes y huesos eran buenos, cosa importante en una bestia de carga, y su pelo brillante. Aquellas criaturas habían sido acicaladas y aceitadas recientemente, así que sus pieles brillaban también, realzadas por los collares de plata y las placas de los criadores que todos los umminhi llevaban. Vistos así, una docena de ellos, casi daban miedo.

—Tienen que estar sanos, naturalmente —dijo Abby—. Ningún criador mantendría con vida a los enfermos.

Los umminhi miraron a Dora y a Abby. Las aletas de su nariz se distendieron. Tres de ellos, un potro y dos sementales, se acercaron a la verja, los ojos brillantes.

Tohwnawaitohwnawaitownahwaeeeee —murmuró una hembra. Otra umminha respondió con un murmullo propio.

—¿Qué es eso? —preguntó Dora, mirando a Abby, que alzó las cejas y se volvió hacia los umminhi.

—Oh, Dora, lo hacen sin más —dije yo—. No significa nada. Hacen esa especie de parloteo, una y otra vez. Mi pequeña yegua, Miel, hacía los mismos ruidos.

Ohaeitgreoraike, owheyonglai—parloteó uno de los machos.

Owheyonglai, owheyonglai —repitió el potro, acercándose a la puerta del establo, donde él y los sementales se apretujaron contra la barrera, los collares brillando entre los barrotes, los ojos clavados en Dora y Abby.

Dora extendió una mano para tocar sus collares. Le agarré la muñeca y se la aparté.

—¡Cuidado!

—No hay ninguna necesidad de esto —dijo Dora, medio histérica—. Si alguna vez la hubo.

—¡Hay necesidad! —dije yo—. Tienen que estar encerrados. A veces atacan a las personas.

Dora se volvió con una expresión frenética y aturdida.

—¿De verdad? ¿Sabes de alguno que lo haya hecho?

Traté de recordarlo. La verdad es que no conocía ningún caso, pero había oído historias.

Yswaiaimte —relinchó el semental—. ¿Aiiii?

Para mí la llamada era inconfundiblemente sexual, y me ruboricé. Dora, sin embargo, se dio la vuelta y miró a la bestia largamente, y se giró de nuevo con cara de preocupación. Bueno, yo conocía esa preocupación. Había sentido lo mismo al ver por televisión cómo trataban los humanos a las personas pónjicas en la época de Dora. Y a las personas marinas. E incluso a los Onchik-Dau, en los circos. Es triste poner barrotes a cualquier criatura, en efecto, pero los umminhi no podrían vivir mucho si no se les criara. Son demasiado estúpidos para sobrevivir en libertad.

Volvimos al dormitorio para dormir unas cuantas horas. Comimos otra vez y bebimos la cerveza de los hermanos, después de lo cual Abby y Dora regresaron a los establos. Oí sus voces y las de los umminhi, casi en una conversación. Miel y yo solíamos hablar así cuando yo era pequeña. Solía mantener conversaciones con ella; yo hablaba, ella parloteaba.

Podía entender a Dora y a Abby. Creían que los umminhi eran como ellos. Pasaría algún tiempo antes de que aceptaran que no lo eran.

Finalmente, por la tarde temprano, nos reunimos en el patio, para hablarles a los hermanos congregados sobre el Gran Enigma, sobre los korésanos, los árboles, todo lo sucedido. Cuando llegamos al final de nuestra historia hicieron preguntas a Sahir, que estaba apoyado contra la pared y se negó a decir otra cosa que:

—Preguntadle a Soaz.

Había hablado con Soaz, pues éste lo había amenazado con castrarlo si no lo hacía.

Sí, dijo Soaz, Sahir había cogido la caja de cuero rojo sin mirar en su interior. Había escuchado nuestros planes y después se había ocultado en una de las furgonetas, en casa de Dora, con intención de ir a la casa de huéspedes y eliminar él solo a los Woput, lavando así las muchas manchas a su honor.

—¿Y habrías vuelto con los Woputs, príncipe Sahir? —Le preguntó el Hermano Rojo—. Y, si es así, ¿habrías dejado el control para tus amigos? ¿O los habrías abandonado donde estaban para regresar solo a tu época? Para contar la historia que quisieras.

Sahir miró al cielo y no respondió, cosa que nos hizo pensar que ya sabíamos la respuesta.

La condesa estaba muy triste por todo aquello. Yo sabía que le gustaba Sahir. Pero claro, algunos machos son agradables sexualmente cuando no tienen ninguna otra recomendación. Supongo que lo mismo pasa con las hembras. A la mañana siguiente, después de muchas sorpresas, la condesa me dijo eso mismo mientras tomábamos el té.

Mientras todo esto sucedía, seguí fijándome en cómo los hermanos observaban a nuestros viajeros humanos, sobre todo a Dora. Estaban tan atentos a ella que la ponían nerviosa.

—Es como caminar por una prisión —nos susurró—. ¡Todos esos hombres comiéndote con los ojos!

—Quizás sea algo similar —dijo la condesa—. Han pasado aquí mucho tiempo sin compañía femenina. Y, como he oído comentar a Abby, eres muy atractiva, Dora.

Para entonces, los dos humanos habían empezado a calar la realidad de la situación, y su confusión inicial daba paso a la desesperación. Comprendían que todos teníamos una vida a la que regresar, excepto ellos. Cuando la propia Dora así lo expresó, abiertamente, el Hermano Rojo la contradijo. Había un lugar para ella. Podía vivir entre los de su especie, en Chamony.

—¿En Chamony?

Describieron sus huertos, sus fuentes, los agradables paseos, las casitas, tan acogedoras. Los niños...

—¿Abby y yo podríamos ir allí?

No, dijeron los hermanos. A Abby no se le permitiría estar con ella.

Dora exigió una explicación, por supuesto. Los hermanos le dijeron claramente lo que antes sólo habían dado a entender, con abundantes datos estadísticos y mucha charla de genética. Ella era aún joven para tener diez o doce hijos, o incluso más. Durante esta explicación, Dora se sumió en un profundo silencio que yo consideré desazón, pero que acabó convirtiéndose en ira que se trocó en pura furia.

—¡Entonces queréis hacer de mí una ponedora! —Le gritó al Hermano Rojo—. ¡Una yegua de cría, una perra que suelte camada tras camada, una coneja!

La condesa rechinó, pues ése era un lenguaje muy obsceno.

—Déjame que te diga una cosa... —continuó Dora—. ¡Prefiero morir!

—Lamento que pienses así —dijo el Hermano Rojo con voz tensa y furiosa—. Preferiríamos que nos ayudaras voluntariamente.

Abby se puso rojo.

—¿Quieres decir que la obligaréis a ir lo quiera o no? ¿La convertiréis en una... reproductora? ¿Lo quiera o no?

—No tenemos elección.

—Pero eso es inmoral —dijo la condesa—. Completamente inadecuado. Después de todo lo que ha hecho por nosotros...

—¡Por vosotros! —Exclamó el Hermano Rojo—. ¡Sí, por vosotros! ¡No por nosotros! ¡No por la humanidad! Abby puede hacer lo que le plazca, pero Dora debe ir a Chamony.

Ella se levantó, pálida como la ceniza.

—Me voy de aquí ahora mismo.

—No puedes. El camino está vigilado. Los acantilados son infranqueables.

Ella contempló a los weelianos. Lo mismo hicimos los demás. Todos tenían esa expresión peculiar, una especie de enfermiza determinación lujuriosa, como un niño que roba un caramelo y está decidido a ser tan malo y sentirse tan miserable como sea posible. Sin embargo, aunque estuvieran enfermos, eran demasiados para luchar contra ellos. Y probablemente tenían armas, y nosotros no. Después de un momento, sin decir palabra, Dora y Abby salieron del patio en dirección a los establos.

El Hermano Rojo se miró los zapatos, la boca torcida.

—Si Koré gobierna este mundo —dijo Izzy—, veo por qué eligió dejar que los weelianos os extinguierais. No merecéis vivir.

—Tenemos tanto derecho a sobrevivir como vosotros —dijo el weeliano obstinadamente.

—Supervivencia maldita —replicó Izzy—. ¿Quién dice que necesitáis sobrevivir? Dejadlo al resto de las tribus, que lo estamos haciendo bien. ¡Con diferencia! ¡Hemos demostrado más tolerancia y aceptación y buen sentido que los humanos como vosotros! Nosotros no obligamos a nuestras hembras a tener bebés. ¡Extinguios! ¡La verdad es que no me importa! ¡Faros VII probablemente tratará mejor al mundo que vosotros!

—¿No hemos sufrido suficiente? —Gimió el Hermano Rojo—. ¿No merecemos una oportunidad?

—Como Koré desee —exclamó la condesa—. Decís ser korésanos. ¿Por qué no os ponéis en Sus manos y dejáis que sea como desee Koré?

Su voz reverberó en el patio amurallado, enviando ecos por la montaña. Había hablado muy, muy fuerte, y al salir de su boca el nombre de la diosa pareció adquirir una resonancia propia, y volver a nosotros desde muy lejos.

—Koré... e... e... e.

Desde fuera del patio, alguien gritó también ese nombre.

—Koré... e... e... e.

Debió de ser un eco, pero nos hizo callar. O quizás fue la condesa la que nos hizo guardar silencio.

Poco después, los weelianos nos dejaron solos. Empezamos a hablar de cómo ayudar a Dora a escapar. O de enviar una misión a Chamony para rescatarla después de que la hubieran llevado allí. O de hacer que Faros enviara un ejército a Chamony para conquistarlo. O, o, o. Antes de que nos diéramos cuenta era de noche y todos nos retiramos al dormitorio para contarles a Abby y a Dora, entre susurros, de qué habíamos estado hablando.

—No iré a Chamony —dijo Dora.

—Te obligarán.

—No iré. No te preocupes por eso.

Le dije a la condesa que temía que Dora se hiciera daño, así que la condesa fue a hablar con ella. Todo lo que hizo fue repetirle que no iba a ir a Chamony, y eso nos preocupó más que si se hubiera puesto a chillar y a llorar. Parecía muy sombría y decidida.

La mayoría de nosotros nos fuimos a dormir, pero yo no pude conciliar el sueño. Cuando Abby y Dora salieron a la noche los seguí, sólo para asegurarme de que no les sucediera nada malo.

—Nunca habría imaginado esto, ni en mil años —dijo Abby. La rodeó con los brazos tiernamente, y ella apoyó la cabeza en su hombro.

Una linterna colgaba de la puerta; vi lágrimas en el rostro de ella reflejando la luz, hilos de oro surcando sus mejillas. Se las secó con el dorso de la mano.

—Ojala no hubiera dicho que no aquella noche —dijo—. Ojala hubiera tenido todo el tiempo del mundo para llegar a conocerte. Pero después de ese momento nunca llegamos a estar verdaderamente solos, y ahora...

—Ahora no podemos dejar que suceda —dijo él, desesperadamente—. Tiene que haber una salida a este....

Murmuraron, entonces, y yo me marché de vuelta a la cama. No estaba bien escucharlos. Poco después me quedé dormida. Más tarde, me desperté y vi que no estaban.

Salí a la noche. A lo lejos, en el acantilado, al otro lado del barranco, había antorchas. Oí gritos, un alarido. Era la voz de Dora. Eso nos despertó a todos, y estábamos sentados furiosos en nuestras camas cuando un grupo de weelianos entró en el dormitorio escoltando a Abby y a Dora. Habían tratado de escalar el barranco y los habían capturado.

La condesa se acercó a ellos. Los oí murmurar entre sí. Cuando Elianne volvió a la cama, escuché a Dora y a Abby salir una vez más. Me puse a seguirlos creyendo que iban a intentar escapar de nuevo, pero entonces oí sus voces en el establo, en la puerta de al lado, y advertí que sólo querían estar a solas.

A la mañana siguiente, el Hermano Rojo anunció que iba a enviar a Dora a Chamony.

—No, no lo haréis —exclamó ella. Su cara parecía tallada en piedra—. No haréis nada de eso. Aceptaréis vuestro destino tal como Koré lo ha decidido, y dejaréis de perpetuar vuestra enfermiza esencia sobre la faz de esta tierra.

Nunca habíamos visto a un ser humano demostrar lo que la condesa definió como justa ira. Era impresionante.

—Vamos —dijo el Hermano Rojo—. Atadla.

Dos de los weelianos salieron del establo con cinchas y correas, y advertí que iban a ponerle un arnés umminhi. Ella empezó a reírse, locamente, y Abby cogió una piedra del suelo y la blandió. Los demás nos quedamos petrificados, incapaces de decidir qué hacer o decir. No tuvimos oportunidad, pues del establo llegó un estrépito, y luego el shof shof de cascos, y luego el crujido de la verja a la entrada del patio.

Allí se erguía el más grande de los sementales umminhi, con los ojos brillantes y el pelo suelto, mostrando los dientes, la boca abierta, la nariz dilatada, sin brida, sin bocado, sin ninguna traba, con aquellas terribles patas delanteras cerradas en nuestra dirección. Detrás de él estaban los otros umminhi, una docena completa. Con ojos enloquecidos contemplaban a los weelianos; por fin se fijaron en Dora...

Tuvimos miedo de movernos.

—Dora —dijo el semental—. Abby. Teníais razón. Ha llegado el momento. ¡Tú, el de la camisa negra! ¡Suelta ese arnés o haré que te lo comas!