31. EN RANDALL PHARMACEUTICALS

Cuando la furgoneta de Randall Pharmaceuticals apareció media hora más tarde, con una jaula para animales en la parte trasera, Dora y Abby esperaron a que cargaran a Sahir (que se mantuvo callado) y luego la siguieron hasta el laboratorio. Tras franquear la cerca, el vehículo giró a la derecha y se encaminó por el carril que pasaba ante los corrales. Tras recurrir a su placa para poder pasar la verja, Dora indicó a Abby que los siguiera. Junto a los dos últimos corrales vio al conductor asomado a su ventanilla, hablando con Joe Penton.

—Oyk, Irk —dijo en voz baja—. Cuando nos bajemos, mirad a ver si podéis acercaros en silencio a los corrales y averiguar qué pasa. ¿Habla alguno de esos animales? ¿Son inteligentes? Parece que van a poner al príncipe con los otros cerdos. Esperemos que tenga facilidad para hacer amigos.

Abby aparcó entre la furgoneta y los corrales. Dora bajó por el lado más cercano a los hombres mientras los perros lo hacían en silencio por el otro y se marchaban corriendo. Abby se apoyó tranquilamente en el coche mientras Dora se acercaba a Joe y el conductor.

—Joe —dijo, alzando una mano—. ¿Cómo van las cosas?

—Hola, sargento —respondió él—. ¿Todavía trabajando en este caso?

—Todavía. La verdad es que es mi día libre, pero mi amigo perdió su cerdo mascota y, cuando lo encontramos en la perrera, el tipo de allí nos dijo que Randall lo había reclamado. ¿Sabe algo al respecto?

Joe sacudió la cabeza, disgustado.

—Es Bill, ya sabe, Bill Twenzel. Recibió una llamada y pensó que era alguna especie de broma, así que les sigue la corriente y dice, claro, si habla es nuestro cerdo. Y luego resultó que no era una broma, que de verdad tenían un cerdo que habla, así que uno de los jefazos del laboratorio, Marsh McGovern (que es un VIP, Vaya Idiota Pedante), se entera de la conversación y envía la furgoneta. Y aquí estamos, con uno de los jefes interesados en ese cerdo.

Abrió la puerta del corral y la mantuvo abierta mientras el conductor introducía a Sahir, luego la cerró y echó el pestillo una vez más. El conductor alzó una mano en gesto de despedida y se marchó con su furgoneta por donde había venido. Dora insistió.

—Entonces ¿está diciendo que aunque pertenece a un amigo mío, no podremos llevárnoslo?

—Lo siento, sargento, pero ya sabe, órdenes son órdenes. No puedo dejar que se lo lleven, no hasta que Marsh lo vea. Probablemente mañana. Se lo explicaré y me dejará que se lo devuelva.

—Bueno, era una broma, más o menos —dijo Dora, en voz muy alta, esperando que Sahir prestara atención—. Se tragó un micrófono, ya sabe, uno de esos micros inalámbricos, así que debe de haberles parecido que hablaba.

—Que me zurzan. Marsh McGovern probablemente querrá pasarlo por rayos-X.

—¿Hoy? —preguntó Dora, tratando de disimular el pánico. —No. Está muy ocupado. Mañana, como le digo. Verá el micro en la radiografía y sabrá que es una falsa alarma. Normalmente no habría pasado nada, pero Marsh es uno de esos pirados, ya sabe. Está seguro de que un día de éstos algún animal va a mutar y empezará a hablar. La otra gente del laboratorio se ríe de él, pero supongo que es bastante listo, aunque crea en los ovnis.

—¿Por qué en los ovnis? —rezongó Abby, que se había acercado al corral y extendía la mano a través del alambre para rascar la espalda de dos amistosos habitantes. El príncipe Sahir estaba sentado en una esquina, desnudo, con el ceño fruncido y rumiando—. ¿Qué tienen que ver los ovnis con las mutaciones animales?

—Bueno, él piensa que de ellos vendrá la mutación, ¿sabe? Está convencido de que los hombres no evolucionaron por sí mismos. Piensa que vinieron los extraterrestres, hace millones de años, e hicieron mutar un simio y de ahí evolucionamos nosotros. Y ahora es el momento de que otro animal dé el gran salto adelante, así es como habla.

—Bueno, supongo que esperar a mañana no será problema. Estar un día fuera de casa no lo matará. —Dora clavó en el suelo el lateral de su zapato—. Dígame, Joe, mi amigo tiene que hacer un encargo. ¿Le importa si me quedo aquí mirando los animales hasta que vuelva?

Joe se encogió de hombros, dirigió una rápida mirada colina arriba, y dijo:

—Supongo que no le importará a nadie. Si le preguntan, diga que está investigando, ya sabe.

Se marchó a hacer sus cosas. Dora y Abby mantuvieron una conversación entre susurros y luego Abby se marchó en su coche. Se detuvo en la verja para explicar que iba a regresar. Dora, mientras tanto, deambuló entre los corrales, buscando a Oyk e Irk.

Los encontró ante una jaula de una osa pequeña y dos cachorros. Los dos se levantaron, alertas, cuando Dora dobló la esquina. Oyk (que era un poco más grande y tenía la cola más rizada) se acercó trotando.

—Ella habla —dijo—. Seis kánnidos hablan. Los scuínicos que están con el príncipe hablan. Eso es todo hasta ahora.

—Dios mío —susurró Dora.

—¿Quién es vuestro dios? —preguntó Oyk—. Hablas de él a menudo.

Dora apretó la mandíbula.

—En otro momento, Oyk. Ahora tengo que averiguar... ¿sabe la gente de aquí que los animales... es decir, que las... ah, otras tribus pueden hablar?

—Dicen que su protector lo sabía. Lo llamaban papá Eddy. Pero les enseñó a no hablar con nadie más que con él.

—¿Qué otras criatu... es decir, qué otras personas podría haber aquí? Mapaches, esto... ¿armakfatidi?

—Hay una, pero gruñe.

—¿Por algo que hizo el doctor Winston?

—No. Creo que todos los armakfatidi gruñen, siempre han gruñido. Pero nadie podía oírlos antes de nuestra época.

—¿Onchiki?

—Los scuínicos dicen que se llevaron a los onchiki al interior. Oyk la miró fijamente mientras ella bajaba la cabeza, murmurando:

—Tendremos que sacarlos de aquí de algún modo. No están seguros, no a la larga, no con Edgar Winston muerto.

Recorrieron la siguiente fila de jaulas, Oyk trotando por delante y mirando con interés a los ocupantes de cada corral. Dobló una esquina, se perdió de vista unos instantes y luego volvió corriendo.

—Feleda —dijo, volviéndose una vez más y mirando a Dora por encima del hombro—. Quiere hablar contigo.

Ella se apresuró, y se detuvo en seco al rodear la esquina y enfrentarse al gran gato que la esperaba. Una lince, se dijo. No tan grande, pero muy parecida. Tan parecida a Soaz que podría haber sido su hermana. Oyk le murmuró algo a la gran gata y ella se acercó a la jaula.

—¿Es cierto que tenéis un macho? —ronroneó, frotándose contra el alambre—. El perro dice que sí.

—Sí —susurró Dora.

—Me gustaría conocerlo. Aquí estoy muy sola.

Volvió a su cama y se tumbó, mirando a Dora con sus ojos grandes y dorados.

—Díselo —pidió.

Dora se retiró, sacudiendo la cabeza, tratando de poner en orden sus confusos pensamientos. Edgar Winston había hecho lo que había hecho, había creado lo que había creado, y luego el Woput lo mató. Pero el Woput no mató a las creaciones. Así que, posiblemente, el Woput no sabía que Winston había tenido éxito ya. ¡Y no debía saberlo!

Oyk se puso a caminar tras ella; Irk lo imitó. No hablaron. Los tres pasearon, tratando de parecer inofensivos, deteniéndose ante cada jaula para inspeccionar a sus habitantes, susurrándoles, pero sin recibir ninguna respuesta. Era imposible saber si los animales podían hablar o no querían hacerlo, y Dora sintió crecer su frustración.

Fue Irk quien oyó regresar a Abby. Se reunieron con él en la esquina. Estaba sentado en el coche, haciendo una bola con una bolsa de papel y una cajita.

—Has conseguido uno —dijo Dora.

—He conseguido uno —confirmó él, mostrando el pequeño emisor-transmisor a pilas—. Es el más pequeño que tenían. Un cerdo podría tragárselo.

Dora lo cogió y se dirigió al corral del rincón, donde siete pares de ojos la miraron con curiosidad.

—Este aparato —dijo, mostrándolo—, tiene que ser encontrado en vuestro corral. Debe aparecer mordido, y tienen que encontrarlo entre vuestras... deposiciones. Eso explicará por qué uno de vosotros parecía hablar cuando, de hecho, todos sabemos que no podéis hacerlo.

Extendió la mano a través de la alambrada y depositó el aparato en el suelo. Uno de los cerdos, no Sahir, lo recogió para llevarlo al fondo del corral. Varios pares de ojos lo observaron atentamente antes de volver a fijarse en Dora.

—Gracias —dijo ella.

—Gracias —dijo alguien. Era la misma voz que había oído aquella vez, diciendo «Pobre hombre».

—Volveremos —aseguró ella—. Creemos que sería buena idea sacaros de aquí.

—Podemos salir cavando cuando queramos. Cualquiera de nosotros —dijo la misma voz—. Incluso podemos ocultar los agujeros.

—¿Por qué no lo habéis hecho? —preguntó ella, evitando mirar el corral.

—No tenemos adonde ir—dijo la voz—. Necesitaríamos un sitio. Papá Eddy dijo que ahí fuera no estaríamos a salvo.

Dora asintió, y luego levantó la voz y llamó.

—Joe?

El respondió desde lo alto de la colina.

—Estoy aquí. ¿Necesita algo?

Caminó hacia la voz.

—Sólo decirle adiós. Eh, es una colección de animales maravillosa. Parece un zoo.

Joe salió de detrás de un abrevadero, se apoyó contra un poste e hizo un gesto orgulloso hacia los corrales.

—Esto es sólo una parte, sargento. Cuando el doctor Winston terminaba algunos de sus experimentos solía dar los animales a sus amigos, como mascota, ¿entiende? A pesar de todos los que hay aquí, apuesto a que regaló más del doble.

Dora mantuvo una expresión cuidadosamente neutral, cerrando los puños para ocultar que le temblaban las manos. — ¿Qué clase de animales, Joe?

—Oh, tenía algunos osos, más grandes que esa de ahí, ya sabe. Aquí no se puede mantener nada tan grande. Eran sólo cachorritos, pero crecían mucho. Tiene unos amigos en Alaska y se llevaron allí a las bestias. Y tenía también algunas cabras y algunos castores, oh, un montón distinto. Llevaba mucho tiempo con su investigación, porque empezó cuando era sólo un joven. Estaba en edad de jubilarse, ya sabe; tenía casi setenta años. Ellos le dejaron quedarse.

—Bien —dijo Dora—. No deje que nadie le haga nada al cerdo de Abby, ¿vale? Llámenos primero. — ¿Cuál es su número? Ella le anotó el de casa y el de la comisaría. —Tal vez pueda ahorrarle la llamada. ¿A qué hora cree que podría encontrar mañana a ese tipo, Marsh? Joe no lo sabía. Lo averiguaría. La llamaría.

—Supongo que es lo mejor que podemos hacer por ahora —dijo Abby mientras se marchaban—. Son más de las doce. ¿Quieres almorzar?

—Tengo información para toda la familia, y todos estarán hambrientos —dijo ella, mirando los dos perros—. Vamos a pasarnos primero por el mercado.