38. FINGIMIENTOS

Dora empezó el día fingiendo sorpresa por la noticia de la muerte de Jared y preocupación por que hubiera perecido a manos de una bestia.

Encargaron a Phil recoger pruebas en casa de Jared, sin Dora, para quien podía representar un conflicto de intereses. Ésta le dijo a Phil que Jared decía a menudo cosas extrañas sobre los científicos, que puesto que trabajaba en la misma empresa que la víctima, Williams, tal vez Phil debería tener los ojos abiertos en busca de cualquier conexión con las tres muertes, incluyendo cualquier arma que hubiera podido emplear. Él le dirigió una mirada curiosa al marcharse y otra aún más extrañada cuando volvió con las hojas y algunos cuadernos.

En ese punto, Dora continuó fingiendo sorpresa cuando Phil le dijo que en efecto Jared parecía implicado en el asesinato de Winston, y en el de Chamberlain, y tal vez en los otros. Finalmente, ella pasó un rato más fingiendo tristeza ante la señora Gerber, a la que telefoneó para presentarle sus condolencias. Lo único que en realidad sentía era cansancio y pena por mamá Gerber. Era triste pensar que la mujer no había tenido a su hijo desde hacía casi treinta años y no había sido capaz de darse cuenta. La maternidad, solía decir la abuela, puede ser ciega y estúpida. Pero claro, las esposas también.

El teniente consultó con sus superiores por si había que buscar la bestia responsable de la muerte de Jared, pero el asunto acabó en manos de los oficiales de control de animales. Reconocieron las huellas de oso, pero fueron incapaces de seguir la pista... algo comprensible, puesto que se había marchado en furgoneta. Dora tomó parte en las intermitentes discusiones que siguieron, sacudiendo la cabeza, previendo funestas consecuencias y oyendo cómo sus compañeros le recordaban otros casos irrelevantes. Tuvo que fingir cansancio o desánimo, que quienes no la conocían bien confundieron con pesar.

A media tarde, Dora cogió prestado el coche de Phil e hizo un apresurado viaje de compras. La casa estaba impecablemente limpia cuando llegó con los suministros. Incluso habían barrido y arreglado el garaje y, con cartones y herramientas apiladas ordenadamente, creado espacios individuales para cada grupo tribal. Lo descargó todo y regresó al coche, perseguida por Nassif. —Dora, tienes que saberlo —susurró. —¿Qué tengo que saber, Nassif?

—El Woput no está muerto. El cuerpo de Jared está muerto, pero el Woput sigue vivo. Izzy dice que sabe dónde estamos.

Dora se quedó de piedra. A pesar de su absoluta certeza de que Izzy tenía razón, de la claridad del concepto, no se le había pasado por la cabeza hasta ese momento que el ser que había ocupado a Jared Gerber pudiera estar vivo todavía.

—Izzy dice que cuando venga el Woput, traerá algo peor que un cuchillo —murmuró Nassif.

—No puede cogerlo de casa de Jared —susurró Dora—. Hay policías y periodistas por todo el lugar desde esta mañana temprano. Tardará algún tiempo hasta averiguar en qué cuerpo está. Imagino que sucedió más o menos al azar, así que ese cuerpo tal vez no tenga acceso a las cosas que el Woput podría necesitar.

Se detuvo. Algo que acababa de decir la inquietaba, pero no podía concentrarse en lo que era. Había otras cosas por hacer en este momento.

—Creía que teníamos un poco de tiempo. No lo tenemos. No tenemos tiempo para nada. ¡En cuanto hablemos con el padre de Harry Dionne, tenemos que empezar a encontrar lugares para todos vosotros!

Frotándose la frente, se marchó una vez más. Regresó a las seis. Abby apareció media hora más tarde y le dieron la noticia.

—¿Es que esto no tiene fin? ¿Cómo matamos a la maldita cosa?

—Clavándole una estaca en el corazón —dijo Dora, medio histérica—. O disparándole una bala de plata.

—He estado pensando —dijo Izzy—. Se me ocurrirá algo.

—Piénsalo deprisa —replicó la condesa—. Yo, como Dora, empiezo a impacientarme con tantos problemas. ¡Revolotean a nuestro alrededor, como mosquitos!

Oscurecía cuando oyeron un distante clamor que fue cobrando nitidez a medida que se acercaba. Tambores. Flautas. Liras.

—Todo el mundo a su sitio —dijo la condesa con voz imperiosa mientras Dora bajaba la escalera y salía al camino de acceso, seguida por Abby.

La música les hizo cosquillas mientras esperaban en la acera.

—Recuerdo esto —dijo Dora, casi temerosa.

—¿Qué recuerdas, Dora?

—La música. Últimamente, todo ha estado subrayado por la música. ¿Conoces esa película de Kurosawa, la de los sueños?

—La he visto. Episodios cortos, ¿no?

—Uno de ellos trata de un pueblo de molinos de agua. Al final hay una procesión, en realidad es una procesión funeraria y tiene este mismo tipo de música. Solemne y alegre a la vez —canturreó, empinándose de vez en cuando.

Abby la cogió de la mano.

—Shhh. Los veo.

Una docena de figuras ataviadas con túnicas: mujeres esbeltas agitando cascabeles para crear un tintineo suave, luego pausa, luego tintineo; otras personas tocando la flauta, frases repetitivas y sinuosas. Los músicos vestían de blanco; iban coronados de flores. Luego venían una docena de hombres jóvenes, portando antorchas que ardían en el crepúsculo, y las llamas parecían alzarse y caer con el sonido de las flautas. El humo brotaba de los incensarios, volando hacia ellos en aromáticas nubes siguiendo el tap tap de las panderetas. En medio de esta algarabía caminaba el arcipreste, tal como Harry lo había descrito, barbudo, con túnica, coronado de hojas de roble y blandiendo un cetro de acebo. Junto a él, el rostro imperturbable, caminaba el propio Harry.

Con una súbita reflexión, Dora advirtió que esa expresión facial había sido ganada duramente. Pobre Harry. Piensa en todas las explicaciones que tendría que haber dado de niño. Y desde entonces. Piensa en todas las reuniones familiares. Con una mirada de disculpa en su dirección, Dora inclinó la cabeza, no tan profundamente como para parecer demasiado asombrada, pero sí lo suficiente para ser amable.

—Dora Henry—dijo Harry—. Su Santidad, el arcipreste Vorn Dionne.

—Señor —dijo Dora, inclinándose de nuevo ligeramente—. Si usted y su hijo son tan amables de acompañarme a mi casa, que está aquí al lado, su séquito puede esperarle aquí.

—¿No podemos tratar el asunto aquí? —murmuró el arcipreste, con una voz tan grave que hizo temblar al aire.

—Tenemos cosas que mostrarle a Su... Excelencia. Son cosas privadas, cuestiones que tienen que ver con Koré, sólo para usted y para su hijo.

—Si tienen que ver con Koré, no son para este hijo —dijo Vorn, haciendo un pequeño gesto que descartaba a Harry—. No pertenece a la casta sacerdotal.

—Como Su Excelencia desee. —Dora dirigió otra mirada de disculpa a Harry, y recibió un encogimiento de hombros como respuesta. «Y qué —decía—. Estoy acostumbrado. Esperaré.»

Dora abrió camino. Vorn la siguió sin entusiasmo, expresando duda con su modo de andar. Estoy aquí, decían sus pisadas, pero no creo que sepas nada que merezca mi atención. Atravesaron la verja y la cerraron tras ellos. Reunidos ante la puerta de la casa de Dora estaban Rosa y sus oseznos, los kápricos, los kánnidos, Sheba y Soaz. —Su Santidad, el arcipreste de Koré —dijo Dora con rotundidad, sintiendo que se elevaba para la ocasión.

—Santidad —dijo la multitud reunida, inclinando la cabeza—. Salve Koré. Koré Eaeü.

El arcipreste se tambaleó. Abby lo sostuvo con firmeza, ofreciéndole un brazo. Vorn se apartó de Dora. —¿Qué es esto? ¿Un truco?

—Ningún truco —dijo Dora, mirándolo directamente—. Por favor, pase.

Los otros estaban reunidos arriba, los scuínicos, los armakfatidi, los onchiki, Blanche, Izzy y Nassif. Empezaron a cantar cuando se abrió la puerta de abajo, acompañándose unos a otros como cuando Dora los oyó por primera vez, con el silbato y el tambor. Era un himno a Koré lo que cantaban, un himno que Izzy había adaptado a una tonada que ya sabían.

Habían acercado uno de los sillones de cuero a la escalera y el arcipreste se desplomó en él, aturdido. La canción terminó. Lucy Baja soltó su arpa, Izzy su mandolina, y Vorn y ellos se miraron mutuamente.

—¿Bien? —dijo por fin Vorn con una voz que sólo temblaba levemente—. ¿Quiere alguien explicar...?

—Yo lo haré —dijo Nassif, adelantándose—. Érase una vez...