11. LA CONDESA ELIANNE RECIBE UNA VISITA DESAGRADABLE

Cuando el gran compositor Geelyflur estaba terminando su ópera Madama Muérdago, le preguntaron qué cantante pondría en el papel de Madama. «No me importaexclamó—, mientras por lo menos la mitad del público sea scuínica.» Así el maestro daba crédito a su éxito si éste era merecido. Como amantes y promotores de las artes, los pueblos scuínicos no tienen parangón. Han demostrado desde hace tiempo un gran talento en el gobierno para aliviar las cargas del pueblo. Como ciudadanos, cumplen de buen grado lo que requiere la comunidad...

Los pueblos de la Tierra

Su Excelencia, el emperador Faros VII

En Zallyfro, la condesa Elianne de Estafan fue despertada temprano por sus damas de compañía, que le recordaron con chilliditos, mezcla de ansiedad y diversión, que el duque oscuro Fasahd había anunciado su intención de almozar con la condesa ese día, lo quisiera ella o no.

Elianne estaba molesta. No tenía ninguna gracia. Después de tomar una taza de té caliente y pensárselo bien, decidió no obstante poner al mal tiempo buena cara y almorzar elegantemente en la terraza norte, entre los estanques de lirios, rodeada por arbustos de especias y rosales, junto a las borboteantes fuentes donde la sombra era profunda y fresca. El duque oscuro no vería ni olería nada más que tranquilidad, y así se comportaría pacíficamente.

Al contrario que sus risueñas damas, ella sabía lo que el duque quería. Quería una alianza contra su hermano, Fasal Grun. La antipatía no era inevitable entre hermanos gemelos, lo sabía, pero para Fasahd eso no significaba nada. Sólo tres minutos separaban el nacimiento del duque oscuro del de su encumbrado hermano mayor, y el duque oscuro no estaba dispuesto a aceptar las implicaciones, para toda la vida, de tan breve retraso. El duque oscuro no veía ninguna razón para no estar ya al mando de Sworp y estarlo del imperio más tarde.

Era una pena que Faros VII no tuviera ningún hijo y tuviera que recurrir a sus sobrinos. La condesa Elianne había visto a Fasal Grun en varias ocasiones y le había parecido una persona sensata y bastante amable, lo cual era un reconocimiento a su tribu. En cuanto a Faros VII, oía muchas cosas buenas sobre él, más buenas que malas, en cualquier caso.

—Muselina sencilla por ahora, Cerise —indicó a una doncella—. Y cuando digo sencilla, quiero decir sencilla. Además, esa peluca corta. Quiero bajar a las cocinas para hablar con Blanche y el nuevo chef armakfatidi, ¿cómo se llama?

—Dzilobommo.

—Eso es. Dzilobommo. ¿Descubrió Kletter qué come el duque?

—Come casi de todo, aunque es alérgico al queso. Le gustan particularmente el pescado y las aves.

—No me digas. Tendremos que hacer sacrificios al Nadador Plateado si le servimos pescado a un pagano, y Blanche se molestará si servimos ave. Los pollos son sus amigos, según dice. ¿Qué hay de los dulces? Se sabe que a los ersuniel les encantan los dulces.

—Kletter no lo averiguó.

—Bueno, hagamos una selección y dejemos que él mismo elija.

Se sentó ante el espejo y dejó que Cerise le pusiera la peluca y la peinara con sencillez, tomándose poco tiempo. Todo tenía que estar a punto antes de recibir al duque oscuro, quien trataría de llegar a un acuerdo que ella difícilmente podía permitirse.

Hasta entonces, Estafan y Finial habían conseguido conservar su propio gobierno y religión y formas de hacer las cosas. La condesa y su pueblo adoraban al semighoti, el Nadador Plateado, que nadaba en el océano de luz y traía esa luz al pueblo. Con todo, la condesa había consentido aceptar a Faros VII como el emperador a quien debía lealtad; había aceptado no establecer ninguna otra alianza ni compromiso, que no se fomentaría ninguna religión ni se divulgaría ninguna enseñanza antikorésana. Los estafani, decía el emperador Faros VII, podrían continuar creyendo en el Dulce Nadador Plateado mientras no hubiese desórdenes.

La condesa encarnaba el pragmatismo de su pueblo. Consideraba que no había más opción que obedecer. Estafan era pequeño, hermoso y bien cuidado; su pueblo una mezcla multiétnica que se dedicaba a la canción, la danza y la fertilidad, no a la guerra. Ni siquiera estaban particularmente interesados en la teoría o la práctica del gobierno. Estaban bastante dispuestos a dejar que los gobernantes hereditarios se encargaran de las cosas, mientras lo hicieran bien y sin corrupción, y siguieran siendo decorativos, decorosos y diligentes. Elianne, cuando se preparaba para las ceremonias oficiales, se sentía a veces como un caballo enjaezado para un desfile; como al caballo, le daban una manzana, una caricia y una palmada de agradecimiento.

Y ahora el duque oscuro Fasahd. Que no buscaba la paz ni las enseñanzas de Koré ni de Bandercran. Que quería poder. Que pensaba que Elianne podría ayudarlo. Que tenía que ser desengañado sin ser insultado.

Reprimiendo un suspiro, seguida por una procesión de damas como si fueran gansos, bajó a las cocinas. Al otro lado de la sala, en las sombras, su encargada Blanche estaba sentada en silencio en un taburete alto, contemplándolo todo con sus ojos oscuros. Nada escapaba a Blanche. Tenía ojo para las chucherías y oído para los matices. Dzilobommo, vestido con un delantal azul y un sombrero alto, hizo una profunda reverencia. Elianne frenó las ganas de echarse a reír que el armakfatidi siempre despertaba en ella y adoptó una expresión de regia frialdad.

—Dzilobommo, gran artista culinario, me enfrento a un momento dificilísimo. Suplico tu ayuda.

Gruñido, gruñido, gruñido, que tradujo, tras un momento de reflexión, como:

¿En qué puedo ayudarte?

El duque oscuro que almuerza conmigo hoy, Dzilobommo, es una persona difícil. Es alérgico a los productos lácteos y se dice que le gusta el pescado. En consideración a Blanche, no mencionó el pollo.

Gruñido, gruñido, gruñido, que significaba:

—No hay problema, religión aparte.

—Ah, pero esto es sólo la superficie, Dzilobommo. Bajo esa superficie yace otra, y bajo ésa, otra. ¿No ha dicho el Dulce Nadador Plateado que bajo la plata se extienden profundidades verdes, y bajo el verde se extiende el azul y, bajo el azul, la oscuridad?

Gruñido: un asentimiento.

—Este hombre quiere amenazarme para que llegue a un acuerdo que sería perjudicial para todos nosotros, incluidos a los armakfatidi. Si digo que sí, malo; si digo que no, tal vez peor. Cuando se marche, debe sentir buena disposición hacia nosotros. Debe pensar que somos gente encantadora. Oh, Dzilobommo, debe creer a la vez que somos inofensivos y sin valor, que no le somos de ninguna ayuda.

¡Gruñido!, que significaba:

—Yo mismo te serviré.

Ella inclinó la cabeza.

—Mi agradecimiento, Dzilobommo.

El se llevó los delgados dedos al borde del sombrero y alisó el delantal sobre su orondo cuerpo, inclinándose atrás un poco mientras asentía con un gruñido.

La condesa se dio la vuelta y abandonó las cocinas apresuradamente para reírse donde no pudieran oírla. Era una reacción que le quedaba de la infancia. Los armakfatidi no eran divertidos. Tenían una oscura naturaleza oculta bajo aquella fachada amistosa. Eso le había dicho su padre una y otra vez. «Son una raza de guerreros», le dijo, en más de una ocasión. Con todo, ella los encontraba graciosos. Cada gruñido estimulaba su hilaridad como si le hubieran hecho cosquillas.

Blanche se había adelantado y esperaba agitada en el cruce de pasillos. Había seguido otro camino para encontrarse con ella. Elianne dejó a Cerise y se dispuso a hablar con su encargada.

—¿Qué tienes hoy para mí, amiga mía?

—Los armakfatidi hablan de guerra, señora —dijo Blanche con un susurro—. Hay una rebelión entre los árboles, cerca de Fan-Kyu.

—¿Entre los árboles? ¿Qué es esto?

—Piensan que tal vez el duque oscuro los haya molestado, señora.

—Qué extraño. ¿Y la gente de las cocinas sigue sin tener ni idea de que puedes entenderlos?

—Ninguna. Creen que soy sordomuda.

—Gracias. —Se despidió de Blanche y volvió al pasillo, furiosa, pensando enloquecida.

—Condesa...

—Sí, Cerise.

—¿Cómo podéis Blanche y vos entender a los armakfatidi? Yo sólo escucho gruñidos.

—Se entiende, Cerise, si una se queda quieta y mantiene la mente... en paz. Ellos parecen hablar... en silencio además de vocalmente. Mi padre me enseñó a oírlos, aunque nunca he llegado a comprender su humor. A veces uno de ellos gruñe y luego todos se ponen a hacer hnarf, hnarf, hnarf, hasta que se les ponen los pelos de punta. Lo he visto una y otra vez, pero nunca he descubierto qué era tan gracioso. Blanche tampoco.

—¿Se ríen de nosotros?

—No tengo la impresión de que así sea. Creo que no somos lo bastante importantes para eso.

—¿No?

—No para los armakfatidi. Nos dan de comer, pero se enorgullecen de su arte, no de nuestra percepción del mismo. Dzilobommo considera el efecto de su comida en los comensales como un pintor considera el efecto de su cuadro sobre un observador. Este observador, o el comensal, no es más que el receptor de un arte creado sin su ayuda. Al pedirle que me ayude, he desafiado su capacidad creadora. Dzilobommo acepta el desafío.

—Qué extraño.

—No más que otras criaturas —estaba pensando en el duque oscuro Fasahd, pero apartó la idea. Se sentía más cómoda cuando no pensaba en él.

Se volvió hacia Cerise y le tendió la mano.

—Vamos, dama. Vamos a acicalarnos como un caballo de circo para deslumbrar a nuestro invitado. Quizás el brillo lo distraiga. Si no, rezo al Nadador Plateado para que lo haga Dzilobommo.

Parecía que no había pasado más que un instante cuando la condesa Elianne se vio sentada frente al duque oscuro Fasahd, sonriendo con empalagosa dulzura a su rostro agrio y temible, preguntándose, como había hecho antes, cómo podía ser gemelo del gran duque Fasal Grun. El otro era el sueño apasionado de una doncella y éste parecía llevar seis semanas de ayuno.

—Coma más pescado —murmuró—. Cerise, sirve más pescado a nuestro invitado.

—Un pescado excelente —gruñó él, agitando los carrillos, mostrando los dientes por las comisuras de la boca, amarillos y afilados como viejas espinas, muertas y secas y malignas incluso en invierno—. Aunque no he venido por la comida.

Con todo, Dzilobommo la había preparado, y Fasahd había comido un poco. Y si podía esperar pacientemente hasta empezar a digerirla, tal vez se encontrara de otro humor.

—Vuelva a explicármelo —murmuró la condesa, desesperada.

Él no se oponía a explicarlo tantas veces como fuera necesario.

—Mi hermano es un idiota —empezó a decir.

Ella podría haber recitado sus quejas de memoria. Su hermano era un idiota que había aceptado el deseo de paz y prosperidad y de evitar el conflicto armado tribal o social que pretendía Faros VII El duque oscuro, por su parte, era un realista que sabía que el conflicto acabaría por estallar.

—Los videntes del emperador así lo pronostican. Dicen que en algún lugar se está produciendo una terrible conspiración que acabará con nuestro mundo y nos matará a todos. Pero ¿actuará el emperador? No.

—Quizás es difícil saber qué hacer —murmuró la condesa.

—¡Sólo hay una cosa que hacer! Armarnos. Aumentar nuestros ejércitos. ¡Cuando descubramos quién conspira contra nosotros, estaremos preparados! Por tanto, que todos elijan bando ahora, antes de que empiecen los problemas.

Exigía que la condesa se aliara con él, que ya había establecido otras alianzas como, por ejemplo, con los árboles.

—¿Por qué se ha aliado con... árboles? —preguntó, incrédula.

El le dirigió una mirada dura.

—Los árboles han descubierto que también hay una conspiración contra ellos, y tienen motivos para estar furiosos. Si me ayudan a combatir a mis enemigos, ¿por qué no unirme yo a su lucha?

—¿Cómo se han enterado los árboles de esta conspiración? —preguntó ella.

—Tengo mis fuentes, señora —una sombra pasó por su rostro mientras contestaba, y algo maligno y horrible brilló brevemente en sus ojos—. Mi fuente sabe mucho de lo que el mundo ignora. Hay ruedas moviéndose dentro de ruedas, planes dentro de planes. Sería usted sabia si se pusiera del lado del vencedor, así que, ¿por qué no participar en esta alianza, y con usted todo el pueblo de Estafan?

—En primer lugar, aunque usted y sus árboles puedan estar furiosos, yo no lo estoy, ni mi pueblo tampoco. En segundo lugar, no soy una monarca absolutista. Si intentara una cosa así, sería depuesta, y nombrarían a otra persona para gobernar.

—¡Pero tendría el apoyo de mis ejércitos!

—Que matarían a mi pueblo, y entonces no tendría usted aliados, tendría una provincia sometida. ¿Quiere una provincia sometida?

Lo quería, naturalmente, pero no lo reconoció, no todavía. Aunque era bien sabido que Faros había prohibido el canibalismo, se sabía que los seguidores del feo duque practicaban esa repugnante costumbre, y se decía que lo hacían por placer y no por tratar de sembrar el terror. Aunque los ponji eran demasiado delgados para tentar a tales criaturas, muchos miembros del pueblo de Estafan eran de la raza de la condesa, más carnosa. Ella sentía que los ojos del duque la desnudaban, la calibraban a la luz de sus diversos apetitos, y casi podía ver cómo esos apetitos ganaban fuerza.

Con la boca hecha agua, el duque se sirvió más pescado, más vino, otra vez más pescado. Cuando se marchó, se encontraba en lo que podía considerarse un ánimo más alegre, lo cual la condesa interpretaba simplemente como que no trataría de matar a nadie durante su partida. No había obtenido su promesa de alianza, pero no había recibido una negativa directa. Tal vez eso lo contuviera algún tiempo.

Blanche esperaba en sus cámaras privadas junto a un mensajero sin aliento que, aunque era pariente de Blanche, no compartía su habitual calma.

—Condesa —jadeó, inclinándose hacia delante hasta que su nariz casi tocó el suelo.

—Levántate —dijo ella, impaciente—. Una leve inclinación es suficiente. ¿Qué me traes...Dessur? Ése es tu nombre, ¿verdad?

—Su Gracia es amable al recordarlo. —Él gesticuló con las manos, ladeando la cabeza, seductor.

A la condesa le desagradó, aunque sabía que eso era solamente una característica cultural.

Muchos de los miembros del pueblo de Blanche actuaban de ese modo, incluso los varones.

—No estoy siendo amable. Quiero saber quién en Estafan está enviando mensajes. ¿De quién es éste?

—Es de Su Alteza, el gran duque Fasal Grun.

Ella lo abrió, con aprensión, y lo que encontró dentro fue suficiente para alimentar sus temores. El gran duque se había enterado de que Fasahd le iba a hacer una visita. El gran duque deseaba ser informado del motivo por el que su hermano había dejado Finial y sembraba la agitación en los reinos vecinos, y de por qué había sido invitado a Estafan.

Ella se dirigió a su mesa al instante y redactó una respuesta sin dejar de mordisquear la pluma.

—Su Eminencia sabe que somos una nación débil, sin protección, una nación que no podría resistir un ataque. Su hermano vino por propia invitación; dice que el emperador sabe por los videntes que hay una conspiración en marcha. Su hermano ha hecho una alianza con los árboles, que, según dice, están furiosos. También tiene, o eso dice, una fuente secreta de información. He dicho que nosotros no estamos furiosos, pero sigue deseando establecer una alianza similar con Estafan, que hasta ahora he evitado. Sus ojos mostraban ansiedad cuando contemplaba nuestra pacífica tierra. ¿No puede la autoridad de Faros VII ser invocada para controlar este apetito?

Se volvió hacia el correo, que se estaba mirando al espejo.

—Supongo que espera una respuesta.

Él captó su mirada y se ruborizó.

—Sí, Su Gracia.

—Bien, dale esto, y dile que gane toda la velocidad que le puedan dar sus velas.

Cuando el correo se marchó, se volvió hacia Blanche, el rostro muy pálido.

—Oh, Blanche. A veces desearía tener alas que me llevaran lejos de mis responsabilidades.

Blanche ladeó la cabeza y mostró lo que más podía parecerse a una sonrisa.

Creo que ni siquiera las alas pueden hacer eso, Su Gracia.