23. OREJAS DE ÓPALO: DE LAS VIDENTES A SAN WEEL

El príncipe Sahir estaba terriblemente molesto. Era él quien quería una audiencia con el emperador, pero fue el príncipe Izakar quien la obtuvo. Era el príncipe Sahir quien tenía a su disposición tantos guardias y cuidadores, y era el príncipe Izzy quien les decía cuándo y dónde y para qué. Yo esperaba una explosión inminente. Fui en busca de Soaz, y lo encontré cerca de los establos.

—¿Quieres por favor ir a hablar con los dos príncipes? —le supliqué—. El príncipe Izakar se está volviendo demasiado autoritario, y al príncipe Sahir le disgusta. Algo va a estallar, y no creo aconsejable que el emperador se enfade con nosotros ahora mismo.

Soaz soltó un carraspeo de preocupación y se fue a ver a los dos jóvenes mientras yo deambulaba por el patio del establo, pisando trozos de mierda de umminhi que los palafreneros habían tirado. La mayoría de las monturas del establo eran caballos, pero la gente como el emperador prefería carruajes o carros, y los umminhi eran evidentemente utilizados para tirar del vehículo imperial que se encontraba en el cercano cobertizo, grande y dorado y lleno de tallas de criaturas míticas.

Cuando lo consideré seguro, volví a la amplia terraza, frente al palacio. Las cosas se habían calmado un poco, aunque Sahir seguía molesto. El príncipe Izakar le hablaba en tono conciliador; Soaz lo miraba con expresión benigna, la mano acorazada sobre el hombro de Izzy, una de las garras haciéndole cosquillas en el cuello. Me pregunté si el efecto era calculado y decidí que sí.

Izzy me miró y sonrió.

—El emperador va a facilitarnos dos carretas. Estarán preparadas mañana, y he solicitado una reunión con las Videntes de Sworp...

—Retrasándonos innecesariamente —dijo Sahir, con su tono más molesto—. Preferiría partir hoy. Soaz, encárgate.

El aire volvió a temblar. Soaz inspiró profundamente. Y entonces, de debajo del pórtico llegó una voz lánguida.

—Oh, príncipe Sahir. Y yo que ansiaba tanto viajar contigo.

—Y lo harás —dijo el príncipe, inclinándose galante en dirección a la condesa.

Iba vestida toda de rosa, con rizos que se agitaban al hablar. —Oh, ojala pudiera. Desgraciadamente, he hecho planes aquí en Gulp para hoy. ¿Dejarás que me una a ti mañana, príncipe Izakar? Izzy me miró, luego a la condesa, y dejó escapar un profundo suspiro cuando replicó:

—Por supuesto, condesa Elianne...

—En realidad no importa —rezongó Sahir con tono molesto—. Mañana dará igual.

—Oh, bien —respondió ella, dirigiéndole una mirada ardiente—. Éramos un grupo que se llevaba muy bien. No me gustaba nada ver que se rompía prematuramente.

La condesa sonrió, Izzy sonrió, incluso Sahir sonrió, dispuesto a ofrecer a la condesa su hombro para que se apoyara en él. Ella hizo girar el parasol (que no necesitaba, pues estaba nublado), y se marchó con Sahir hacia los jardines. Soaz suspiró. —Sexo —gruñó.

—Eso me han dicho —comentó Izzy. —Eso me han dicho a mí también.

Dejé escapar una risita, y los dos estallaron en carcajadas mientras Soaz nos miraba con sus ojos ambarinos. Fasal Grun salió de la residencia acompañado por dos guardias, y de inmediato nos pusimos serios, inclinándonos ante él mientras se acercaba. Era fácil respetarlo. Tenía una dignidad casi asombrosa, e Izzy decía que el emperador era aún más impresionante.

—¿Se ha decidido que os marcháis mañana? —preguntó en voz baja, con sólo un atisbo de gruñido en ella.

—Así es, excelencia —dijo Soaz—. El príncipe Sahir está de acuerdo en que el retraso no será inconveniente.

—Muy amable de su parte —dijo el virrey—. ¿Es cierto que tanto él como usted, príncipe Izakar, recibieron advertencias de la misma vidente?

—No tenemos forma de saberlo con seguridad —dijo Izakar—. Una vidente de Sworp hizo una profecía en mi nacimiento. Luego se fue al desierto situado al este de Isfoin, donde una vidente similar le hizo una lectura de tabas al padre del príncipe Sahir. Puede haberse tratado de la misma. Ése es uno de los motivos por los que quiero reunirme con las Videntes de Sworp, para ver qué tienen que decir. No sé cómo funciona. ¿Tienen varias de ellas la misma visión? ¿O son separadas? ¿Hay algo que el resto de ellas sepa que explique este asunto del Gran Enigma?

—No tengo ni idea —dijo Fasal Grun—. El emperador me ha hecho saber que prefiere que no consulte a la Sociedad pero, en vista de vuestro viaje a San Weel, no pone objeciones a que usted lo haga.

—Voy a llevarme a Nassif conmigo —dijo Izzy—. Sólo para que tome nota del acontecimiento.

Fasal Grun encogió los hombros, me miró un momento y luego agitó una manaza como si espantara moscas. Evidentemente, no le importaba si yo acompañaba o no al príncipe.

Por lo tanto, allá fuimos. Uno de los sirvientes del palacio nos guió al lugar, no lejos de la residencia: un edificio viejo y destartalado emplazado en una especie de parque de esculturas donde abundaban las vasijas ornamentales y las fuentes goteaban o se desmoronaban, dependiendo del estado de reparación. Una de las videntes, que identificamos por su vestido, nos recibió en la puerta. Todas ellas llevaban túnicas cerradas en el cuello y altos sombreros curvados hacia delante con orejeras. Nos condujo a una sala central, una especie de salón de reuniones. Los bancos estaban dispuestos en círculos concéntricos. Los centrales estaban ocupados por miembros de la Sociedad. Recorrimos el pasillo hasta el centro, donde nos ofrecieron asiento. Yo lo ocupé. Izzy permaneció de pie hablando en voz baja con nuestro guía sobre nuestros motivos para visitar el lugar.

Cuando terminaron la conversación, la vidente habló a las demás sobre nuestro viaje, por qué y cómo se había iniciado y cuánto había tenido que ver la partera-vidente. Concluyó con las siguientes palabras:

—El príncipe Izakar de Palmia, el príncipe Sahir de Tavor, junto con sus compañeros, desean consultar con nuestra Sociedad para determinar el propósito de su viaje.

Silencio. Nadie habló. Todas las videntes permanecieron sentadas, los ojos cerrados, algunas de ellas meciéndose un poco adelante y atrás, algunas cogidas de las manos en parejas o tríos, la mayoría tan quietas que era difícil saber si estaban vivas. Sus túnicas eran todas iguales, sus sombreros eran todos iguales, incluso sus rostros eran similares, ya que eran miembros de la tribu pónjica, aunque mucho más delgadas que Izzy o que yo, con mandíbulas y pómulos más delicados.

Izzy se acercó y se sentó a mi lado. —Puede que tarden un rato —murmuró—. Relájate. — ¿Qué están haciendo?

—Vacían la mente —dijo él—. Evidentemente, las visiones simplemente les caen encima, como tú dices que te cayó encima el lenguaje de los onchiki, como la condesa Elianne dice que le cayó encima el significado de los armakfatidi.

Permanecimos sentados. Esperamos. Después de un rato largísimo, la vidente que nos había dejado entrar (yo estaba bastante segura de que se trataba de la misma), nos hizo salir al pasillo y, nos dio un poco de té y galletas y nos permitió visitar los lavabos. Nos refrescamos y desperezamos. Regresamos a nuestro banco y, ya a media tarde, las videntes empezaron a moverse, a estirarse, a hacer observaciones casuales, a levantarse y dar vueltas.

Miré a Izzy, las cejas alzadas, y él me devolvió la mirada. No teníamos ni idea de si habían descubierto algo, y no obtuvimos ninguna información hasta que el grupo se dispersó primero en dirección a las mesas de té y luego, después de beber y discutir en las esquinas, volvió a juntarse.

—Hay una amenaza —nos dijo la portavoz—. La amenaza empieza con una persona que ha iniciado un viaje. Esto sucedió en el pasado, no es nada que se pueda prevenir, pues ya ha sucedido. El resultado de este viaje es una amenaza a todas nuestras vidas, todos los pueblos del mundo, toda nación y toda tribu. ¡Varias de nosotras vemos este viaje, pero no comprendemos lo que vemos! Algo en el viaje es extraño, raro, contrario al buen sentido. Tal vez por eso nuestra hermana lo llamó el Gran Enigma.

»Estamos de acuerdo en que la amenaza debe ser contrarrestada, aunque no sabemos cómo. Nuestra visión nos dice que nuestra hermana hizo bien cuando dirigió al sultán a San Weel.

—¿Qué han visto? —le susurré a Izzy.

Él sacudió la cabeza, pero una de las videntes me había oído.

—Niña —dijo—, al final de nuestra visión hemos visto este mundo vacío de vida inteligente. Hemos visto bestias y solamente bestias.

Y eso fue todo lo que nos dijeron. Izzy estaba un poco abatido y yo no se lo reprochaba. Lo abracé y se apoyó en mi hombro, maldiciendo en voz baja, algo muy poco habitual en él, de carácter alegre.

—¡Vamos, príncipe Izakar! —le dije—. ¡Vivimos una aventura! No debes abatirte de esta forma. Debemos ser indomables, como todos los héroes.

—No me siento heroico —respondió él—. Hasta ahora, en todo este viaje, no he sentido más que náuseas. A veces por la magia y a veces por la comida, pero mi estómago no distingue la diferencia.

—Has estado comiendo comida preparada por los servidores de Sahir —dije—. Es demasiado grasa para nuestro pueblo. Necesitamos más fruta, más fibra. Un poco de kale hervido te pondrá bien. Vamos. Un pequeño contratiempo no es motivo para ponerse así. —Lo sacudí un poco, como recordé que me sacudía mi padre cuando yo me ponía imposible.

Eso le divirtió. Sonrió débilmente y dijo:

—La verdad es que probar kale hervido es una empresa imposible porque lo rellenan de fibras que parecen juncos del Giber y saben como si lo sirvieran para presos impasibles.

Yo me reí de buena gana, pues a mi padre le gustaba el kale y era aficionado a hacer ese tipo de rimas tontas. Regresamos a la residencia del virrey cogidos de la mano, sabiendo poco más que no supiéramos ya esa mañana. Alguien había partido en un viaje y ese viaje fatal era un riesgo para todos nosotros. Quién o por qué era algo tan lejano como las estrellas, y San Weel no estaba mucho más cerca.