42. LOS HIJOS DE PAPÁ EDDY

Dora se tomó el día libre, y acompañó a Abby en el coche mientras él lideraba las tres furgonetas de la comitiva hasta Randall Pharmaceuticals. Esta vez las había alquilado Harry Dionne, quien también había proporcionado los otros dos conductores, korésanos locales que esperaron fuera mientras Abby y Dora entraban en el laboratorio. El nuevo director, con quien Abby había hablado antes por teléfono, les estaba esperando. Era una persona de la que ya habían oído hablar: el doctor Marsh McGovern, con el rostro pálido y petulante, con un diminuto bigote brillante y un aire de afectación.

—¿McCord, McCord? ¿No conozco ese nombre?

—Tenía usted un cerdo mío. Un caso de confusión de identidades.

—Oh. Cierto. El del micrófono. Bueno, en ese momento pensé que era demasiado bueno para ser cierto. Verán, tengo la teoría de que los extraterrestres intervinieron en la evolución de la Tierra.

—Me encantaría oírla, pero no hoy. Necesitamos recolocar a los animales.

—Estaba seguro de que los animales pertenecían al laboratorio —dijo él, con un silbido rechinante—. ¿Dice usted que no nos pertenece ninguno?

—Ninguno en absoluto —dijo Abby amablemente—. El doctor Winston tenía problemas éticos y morales con la experimentación animal. La única forma en que podía justificarla era si proporcionaba buenos hogares a sus sujetos cuando terminaba de aprender lo que se había decidido a aprender.

—Cuando me ascendieron a jefe del laboratorio, no me informaron, y disto mucho de saber todo lo que quiero saber.

—Entonces tendrá que conseguir sujetos propios —replicó Abby, siempre amable.

—Creo que será necesario conseguir una orden judicial o algo... Dora adoptó una expresión grave y preocupada.

—La señora Winston se inquietaría mucho. Podría demandar al laboratorio. En tal caso, tal vez el laboratorio considere que ha tomado usted una decisión muy cara. Debe de estar muy seguro de su posición aquí.

—Oh —vaciló él—. Oh, bueno. Quizás consiga quedarme con los castores, al menos. Y los loros. Quiero trabajar un poco más con los loros...

Dora asintió.

—Y es muy valiente. No mucha gente arriesgaría así su reputación, sobre todo gente que no es nueva en su trabajo.

—¿Todos los animales pertenecen a la señora Winston?

—Hasta el último ratoncito.

—No tenemos ratones.

—Hasta el último castor. Hasta el último loro. ¿Cuántos hay?

—Seis de cada.

—¿Qué más tienen?

—Hay cinco nutrías, aunque no había ninguna razón concreta para que Winston trabajara con nutrias. Algunas de las cosas que hacía ese hombre eran bastante descabelladas. Tenemos monos, naturalmente. Diez, sin contar las crías.

—¿Crías?

—Cinco. Oh, bueno, supongo que no habrán traído jaulas.

—Sí que lo hemos hecho —dijo Abby—. Hay tres furgonetas abajo. Traemos jaulas suficientes para todos los animales.

—¿Adonde van?

—Ahora mismo hay un gran camión que los transportará a otra parte.

Esto era un poco burdo, pero todos habían acordado que cuanta menos gente supiera dónde estaban los animales, mejor. Abby sonrió, apoyando la mano en el hombro del hombre y urgiéndolo a atravesar la puerta que daba a la enorme habitación desnuda donde había trabajado Winston. Todas las superficies eran duras y de colores neutros; incluso la luz que caía a través de las altas ventanas parecía desnaturalizada, y el cielo visto a través del cristal esmerilado no tenía ningún color. Las jaulas se alineaban a lo largo de una pared, limpias pero demasiado pequeñas. Cada una contenía una o más criaturas, apretujadas y con aspecto deprimido. Alzaron la cabeza brevemente y luego se volvieron, concentradas en su propia miseria. Dora lo observó todo y dijo, imperativa:

—Doctor McGovern, ¿quiere acompañar por favor al señor McCord y encargarse de que las furgonetas se coloquen convenientemente, que se saquen las jaulas y que nos proporcionen bayetas? —Asintió significativamente a Abby, quien cogió al hombre por el brazo y se lo llevó.

Dora se acercó a la jaula más cercana.

—Me llamo Dora —dijo en voz baja—. Mi amigo es Abby, y hay otros amigos con nosotros. La esposa de papá Eddy nos ha enviado. Lamento que llevéis aquí tanto tiempo, pero os vamos a llevar a un lugar seguro. Por favor, ayudadnos cooperando lo mejor que podáis.

Fue repitiendo el mensaje por toda la hilera.

Un pequeño loro gris graznó.

—¿Linda Polly? Grawk. Rosa está en el corral, grawk. Sheba está en el corral.

—Puedes dejarte de grawks —dijo Dora con su voz más paciente—. Rosa estaba en el corral, pero ha sido rescatada. Todos los que estaban fuera han sido rescatados. Rosa está con nosotros, y Sheba, y seis cerdos y cuatro perros y las cabras. Tengo entendido que hay otros, en las montañas y con los amigos de papá Eddy.

Los castores estaban en las jaulas del fondo. Uno de ellos estiró el cuello, mirándola.

—¿Ezto ezreal?

—Tan real como pueda serlo, amigo.

—Eztoy tan harto de alambrez... —dijo alguien más.

Una conversación entre murmullos recorrió las jaulas, haciéndose gradualmente más alta hasta culminar en la inconfundible alegría del habla onchiki.

—Silencio —ordenó Dora—. Ya vuelven.

Obedecieron. Dora se dirigió al centro de la habitación, donde se examinó ostentosamente las uñas cuando las puertas se abrieron para dejar paso a un vehículo cargado de jaulas que conducía su viejo amigo Joe.

—Hola, sargento Henry—dijo él, sonriéndole—. ¿Cómo está aquí?

—La señora Winston me pidió que viniera. La conocí cuando estaba investigando... ya sabe.

—Eh, ¿es cierto eso que he oído? ¿Un loco llamado Gerber? ¿Que vivía con su mamá? ¿Y se volvió majara, como un puñado de doctores?

Dora lo miró con atención. Lo decía sin maldad y obviamente no sabía nada de que ella hubiera estado casada con el loco. —Eso es lo que yo he oído también —murmuró. —Así que ese McCord se va a llevar a los animales, ¿eh? A McGovern le va a dar un ataque. Si le digo la verdad, los echaré de menos, pero estarán mejor fuera de aquí. El doctor Winston nunca los dejaba en esas jaulas tanto tiempo.

—El doctor McGovern lo hará, cuando reciba otros. Joe miró por encima del hombro, inclinándose hacia ella con ademanes de conspirador.

—Si le digo la verdad, sargento, ese tipo no sirve para nada. Si alguna vez tiene una idea, se desmayará del susto. —Cogió una jaula y la colocó junto a una puerta donde esperaba un castor, sospechosamente ansioso por partir.

—¿Cómo es que se los va a llevar el señor McCord? —quiso saber Joe.

—Bueno, la esposa del doctor Winston no quería que lastimaran o hicieran un mal uso de los animales.

—¿Quién lo querría? —observó él, subiendo al vehículo a un castor de quince kilos. Dora colocó otra jaula. Incluso Joe parecía un poco sorprendido por lo contentos que estaban los animales. Parecían casi dispuestos a saltar dentro de sus jaulas. Cuando el vehículo estuvo cargado, Joe se marchó, diciendo que volvería. Hicieron falta tres viajes, los dos últimos con la ayuda de Abby, quien regresó sin McGovern.

—Está en la oficina de alguien sufriendo un ataque —murmuró Abby—. Me da la impresión de que ese alguien no le estaba haciendo mucho caso.

—Es el tipo que cree en los ovnis —dijo Dora—. Tendríamos que ser más compasivos.

—¿Por qué? Esa superstición...

—Entra en la misma categoría que los animales parlantes y los viajes en el tiempo y esas cosas, ¿no?

Sus labios se retorcieron, reconociendo la pulla.

—Ésa ha sido la última carga.

—¿Caben en todas las furgonetas?

—Hasta ahora sólo hemos ocupado dos. Hemos hecho que algunos compartan jaula. Si no hubiera llamado demasiado la atención, nos las habríamos apañado sin jaulas. De todas formas, las dos furgonetas pueden ir directamente al punto de distribución sin tener que repartirlos.

—Probablemente es lo más seguro —reconoció Dora. En realidad, casi lo lamentaba. Habría querido hablar con los castores. Vaciló—. ¿Consiguieron calmarse las nutrias?

—Una nutria jefe les dijo que se callaran.

—Antes de que se marche la furgoneta, Abby, pregúntales de nuevo a las criaturas si hay algún otro animal parlante en los corrales. Sigo teniendo la horrible sensación de que nos hemos olvidado de alguien.

—Lo haré.

Se marchó, dejando a Dora con un loro solitario, el gris pequeño que había mencionado a Rosa.

—Puedo viajar en tu hombro —sugirió el loro—. No necesito una jaula.

Dora abrió la puerta de la jaula y le ofreció un brazo, que el loro recorrió de lado hasta llegar al hombro.

—No me haré caca encima de ti —dijo—. Papá Eddy nos enseñó que eso no es educado.

—Gracias —murmuró Dora—. Bueno, adiós al viejo hogar y todo eso.

—Podría recitar un verso de «hogar, dulce hogar» —ofreció el loro—. Por cierto, me llamo Francis.

—Todos tenéis nombres de persona —comentó ella mientras salían por la puerta y enfilaban pasillo abajo.

—Papá Eddy pensó que era más inteligente. Resultaba menos sospechoso que te oyeran hablar con alguien llamado Francis que con alguien llamado Manchita o Canelo. La mayoría de nosotros nos pusimos el nombre. Me gustó Francis. Naturalmente, descubrí más tarde que podía ser masculino o femenino.

—Calla —susurró Dora, atenta a las caras de curiosidad que miraban en su dirección.

—Galleta —dijo Francis en voz alta—. Polly quiere galleta, awk.

Las personas se volvieron, sin prestar atención ya. —Ponle un tapón —graznó Francis, feliz—. Polly, ponle un tapón.

—Probablemente sería lo mejor —murmuró Dora, mientras varias personas alzaban la cabeza, sonreían y volvían a su trabajo—. Decididamente lo mejor.

Cuando salieron del edificio, la segunda furgoneta ya había atravesado la verja.

—Has perdido a tu grupo —dijo Dora—. Tendrás que venir conmigo.

Subieron a la tercera furgoneta. Francis pasó al asiento trasero y se encaramó allí, mirando alternativamente por el parabrisas y las ventanillas a Abby, que firmaba algunos papeles de salida. Alzó una mano para despedirse y corrió hacia el vehículo.

—Abby, éste es Francis —dijo Dora en cuanto Abby se puso al volante—. ¿Los tenemos a todos?

Abby asintió. Puso en marcha la furgoneta y la hizo avanzar lentamente.

—Según los monos, sí. El único motivo por el que los llevaron al laboratorio era hacer algunas pruebas genéticas a las crías.

—Tenía miedo de que hubiéramos pasado por alto a alguien.

Dora soltó un profundo suspiro cuando se acercaron a la verja, donde se había detenido un enorme camión cuyo conductor discutía con el guardia. Abby no volvió la cabeza, pero Dora, al mirar de reojo, reconoció al conductor.

—Es el señor Calclough —jadeó—. Abby. ¡Es uno de los inquilinos!

—¿Quieres que pare?

—No donde nos pueda ver, no. Aparca donde veamos el camión. Esperaremos a que salga.

—¿Quién es el señor Calclough? —preguntó Francis.

—Bueno, tal vez sea el Woput —dijo Dora—. ¡No imagino por qué si no está aquí!

—¿Woput?

—El malo. El que intenta acabar con vosotros.

—¿Alguien intenta acabar con nosotros? ¿Matarnos?

—Francis, es una larga historia, y dejaré que Blanche te la cuente cuando lleguemos a casa. Ahora mismo necesito concentrarme, así que estate calladito, ¿vale?

Aparcaron a la vuelta de la esquina más cercana. El camión seguía a la vista. Un rato después, retrocedió para dar la vuelta y se marchó calle abajo. Dora se bajó de la furgoneta y se acercó a la verja.

—El tipo que estaba aquí ahora mismo —dijo, mostrando su placa—. El del camión. ¿Qué quería?

—Dijo que venía a recoger unos animales. Tenía una carta de la señora Winston, pero le dije que era un error, que los animales de la señora Winston se habían marchado ya.

Dora le dio las gracias y regresó corriendo a la furgoneta.

—A casa de los Winston —le dijo a Abby—. Tan rápido como puedas. ¿Cuándo iba a dejar la ciudad la señora Winston?

—Ayer, ¿no?

—Creo que eso es lo que dijo. Tenemos que comprobarlo.

—¿Qué ocurre?

—El tipo tenía una carta de la señora Winston —respondió Dora—. Me temo que la haya conseguido... por medio de la violencia, tal vez. Podría estar herida.

—Maldición, las cosas se ponen cada vez peor —murmuró Abby—. Podría estar muerta.

La señora Winston, según la criada, no estaba ni herida ni muerta, pero se había marchado en un taxi la tarde anterior, camino del aeropuerto. La criada la había visto partir, cerró la casa y se marchó, y regresó por la mañana para recoger la ropa que había que lavar en seco. Había encontrado rotas las puertas de la terraza, la mesa en desorden y la agenda de la señora Winston toda revuelta.

—He llegado hace unos minutos —gimió la criada—. Ni siquiera me había dado cuenta de que habían entrado hasta un momento antes de que llegaran ustedes.

Dora le pidió que llamara a la policía e informara del incidente, y luego regresó al coche donde esperaba Francis, cantando suavemente para sí.

—Suaves placeres y palacios...

Interrumpió la canción cuando Abby se puso al volante una vez más.

—¿Ahora adonde?

—A casa —dijo Dora—. A mi casa. Los otros fueron a otros sitios porque, por desgracia, el tipo malo sabe dónde vivo.

—A las fauces de la muerte volaron los seiscientos —recitó Francis—. Muy amable al incluirme.

—Le harás compañía a Blanche.

—¿Quién es Blanche?

—Una cacatúa.

—No es exactamente mi tipo —dijo Francis—. Las cacatúas son demasiado, demasiado... no sé. Nos consideran comunes.

Abby le interrumpió.

—¿Dónde aprendiste tanto lenguaje? ¡Tienes un vocabulario mejor que las nueve décimas partes de mis alumnos de la facultad!

—Libros en cinta, principalmente —dijo Francis—. Películas británicas y canadienses. Cursos audiovisuales. Papá Eddy estaba decidido a que tuviéramos lo mejor, y cuando estábamos en la cabaña, pasábamos mucho tiempo jugando al Scrabble.

—¿Sabes dónde están los otros, los que Winston regaló? —preguntó Dora.

—Colocó —dijo Francis, envarado, con un gesto de evidente desdén—. No nos regaló, nos colocó. Sí, lo sé. Algunos lo sabemos. Nuestro trabajo es saberlo, para que cuando nos necesiten podamos ponernos en contacto unos con otros. Somos, como si dijéramos, psittaci-memoranda.

—¿Te acuerdas de algún número de teléfono más? —preguntó Dora, repitiéndolo dos veces.

—¿Recuerdo mi propio nombre? —Observó el loro, algo creído, y le repitió el número—. ¿Para qué es este número?

—Sheba y Dzilula están todavía con nosotros, pero los otros que estaban en los corrales han sido colocados entre korésanos locales. Rosa y sus pequeños. Los cerdos. Los perros. Las cabras. Lo siento, no me aprendí sus nombres; teníamos demasiada prisa. Ese número de teléfono puede usarse para contactar con uno de los korésanos, que a su vez se pondrá en contacto con otros. La clave es Niágara Falls McCord.

—¿Niágara...? —Francis ladeó la cabeza, curioso.

—Un chiste particular —dijo Abby—. Sólo recuérdalo.

—¿Y quiénes son los korésanos?

—Un grupo religioso local que cree en la diversidad de la vida —respondió Abby—. Amigos. Dirigidos por un hombre llamado Vorn Dionne.

Dora miró por la ventanilla un momento, temerosa.

—La verdad es que tengo que ponerme en contacto con Dionne. Tengo que decirle que vimos a Calclough en el laboratorio.

—Deja de temblar —le aconsejó Abby, con una mirada de aprecio, aunque un poco aprensiva—. Estaremos en casa dentro de veinte minutos.

Recorrieron el serpenteante carril que pasaba ante la casa de Dora, el pasillo de árboles donde las hojas danzaban al sol, junto a montículos de hierbas que marcaban la presencia de las casas y arbustos de tronco blanco, y luego entre los de tronco verde y los macizos de flores. Condujeron. Siguieron conduciendo. La calle acabó. Siguieron conduciendo entre más arbustos y más macizos y volvieron a la avenida.

—¿Qué? —preguntó Francis.

—Eso es lo que me gustaría saber a mí —murmuró Dora—. Inténtalo otra vez, Abby.

Lo intentaron de nuevo, con el mismo resultado. La carretera no conducía a donde tenía que conducir.

Abby aparcó bajo el árbol de costumbre.

—¿Crees que si fuéramos caminando...?

Dora sacudió la cabeza.

—El teléfono.

—¿No tienes un móvil?

—Demasiado caro. Hay uno en la tienda de la esquina.

Entró en la cabina, agitándose nerviosa, y escuchó las llamadas repetidas. Por fin saltó el contestador.

—Soy Dora. ¡Por favor, coged el teléfono! Soy Dora, necesito hablar con alguien. Por favor, coged el teléfono. Vamos, que alguien...

—¿Dora? —No era una voz que reconociera.

—¿Puedo hablar con Izakar, por favor?

—Dora, ¿estás sola?

—Abby está aquí.

—¿Va todo bien?

—Muy bien. ¿Blanche?

—Sí. Izzy está fuera, haciendo un encantamiento en el bosque para mantener fuera algo desagradable. El desagradable ha estado intentando entrar desde que te fuiste.

—¿Puede Izzy dejarnos pasar?

—¿Sólo a Abby y tú?

—Y un lorito gris. Se llama Francis.

El teléfono sonó hueco mientras Blanche lo soltaba. Dora oyó voces, el castañeo de cascos en la escalera. Poco después, un nuevo castañeo, luego un rumor.

—Dora. Izzy dice que mires tu reloj y camines por el carril durante tantos minutos como normalmente te hagan falta, y luego que te detengas y mires la hora. Exactamente dentro de quince minutos retirará el hechizo durante sólo un instante. Deberías poder ver tu coche. Úsalo como referencia y ven a la casa, o donde debería estar la casa. Te dejará pasar.

—Dentro de quince minutos —dijo Dora—. ¿Estás mirando un reloj?

—Ahora —dijo Blanche, y colgó.

Dora se detuvo en la furgoneta para recoger a Francis; luego Abby y ella se internaron en la calle.

—¿Cuánto tardamos normalmente? —se preguntó, mirando el reloj.

—Yo tardo unos diez minutos —dijo Abby—. Cuando no me doy prisa.

—Bueno, no nos demos prisa.

Caminaron durante diez minutos, sin ver nada que pareciera familiar. Se detuvieron.

—Cinco minutos de espera —recalcó Dora.

—Algo apesta —dijo Abby—. Como si estuviera muerto.

Ella alzó la cabeza. La cosa nunca había aparecido a plena luz del día, pero el olor era inconfundible. Le entregó a Francis a Abby y sacó la pistola.

—¿Siempre llevas eso? —preguntó Abby.

—Bueno, se supone que he de hacerlo —respondió ella—. Y últimamente lo he considerado sensato.

Había algo en los árboles. Podía sentirlo. Y Francis también, pues miraba hacia el mismo lugar que ella.

—Está ahí arriba —susurró el loro—. Lo veo a contraluz. Como una sombra.

—¿Qué tamaño tiene? —preguntó Dora.

—Condenadamente grande —dijo Francis expresivamente—. Tendría que haberme quedado en el laboratorio.

—Calclough no ha tenido tiempo de hacer esto —susurró Abby—. No tardamos más de veinte minutos al desviarnos hacia la casa de la señora Winston.

Dora sacudió la cabeza.

—No es Calclough. Esto lleva sucediendo toda la mañana.

—Acaba de aparecer un coche —murmuró Francis—. Detrás de ti.

Era el coche de Dora, mirando en dirección contraria. Corrieron hacia él, giraron a la derecha y se internaron en territorio absolutamente inexplorado. Se abrió un agujero. Atravesaron una nube de hedor nauseabundo, sintiendo el agujero cerrarse a su alrededor. Algo enorme y terrible trató de seguirlos y chocó con una barrera invisible y gritó de furia.

Se encontraban justo ante la puerta de Dora. Dentro, Izzy estaba ocupado con tres hogueras y tres velas con las que marcaba una estrella de seis puntas, con líneas y signos pintados en el suelo, vertiendo y mezclando ingredientes mientras cantaba invocando algún poder desconocido. No lo interrumpieron.

La condesa estaba esperando y los guió entre los vibles escaleras arriba hasta el salón, donde los esperaban Nassif y Blanche.

Dora sólo le presentó a Francis a Blanche. Fue directa al teléfono y llamó a Harry Dionne.

—¿Está ahí su padre, Harry?

—El arcipreste está presente, sí. —Harry estaba enfadado por algo. Su padre y él probablemente habían estado discutiendo otra vez.

—Arcipreste o lo que sea, dígale que estamos sufriendo un asedio. Tengo que hablar con él. —Cubrió el teléfono con la mano y preguntó—: ¿Dijo Izzy algo sobre de dónde venía esto o quién lo hacía?

—La persona, o quien sea, tiene que estar cerca —apuntó Nassif—. Ya que el hedor procede de la calle, piensa que está por ahí.

—Entonces necesitamos salir por la puerta trasera, ¿no? Por los bosques. ¿Hola, Su Santidad? Escuche...

Al otro lado de la habitación, Abby murmuró:

—¿Qué sucedió exactamente?

Fue Nassif quien contestó.

—Sólo llevabais un rato fuera cuando Izzy se puso muy inquieto. Dijo que olía problemas. Entonces todos lo olimos, cada vez más y más fuerte. Izzy cogió su maletín y salió fuera. Yo lo ayudé. Encendimos las hogueras y estaba haciendo una barrera contra la cosa apestosa cuando la oímos.

—¿La oísteis? —preguntó Dora, volviéndose—. ¿En el tejado?

—No. La oímos gritar. ¿Tendría que haber estado en el tejado?

—Ahí es donde estuvo antes —continuó su conversación con el arcipreste.

—Entonces escuchasteis gritos... ¿como qué? —preguntó Abby.

—Como un gran pájaro. Izzy envió a los onchiki y los armakfatidi al bosque, a traer leña, para mantener las hogueras encendidas. Han estado yendo y viniendo desde entonces.

—¿Por qué tienen que estar encendidas las hogueras?

—Para mantener las ollas hirviendo, porque eso es lo que hace que el hechizo funcione.

—¿Por qué no las pone en el fogón? —preguntó Abby.

—Demasiado tecnológico —dijo la condesa—. Demasiado complicado.

—¿Dónde está Sahir?

—Salió antes de que esto sucediera. Soaz, Sheba, Oyk e Irk lo están buscando. Dentro de la barrera, claro.

—¿Qué tamaño tiene la barrera?

—Izzy dice que unos cuatrocientos metros.

—¿Puede hacer una pausa? Tengo que hablar con él —dijo Dora, colgando el teléfono—. Vorn Dionne está dispuesto a ayudar, pero tendremos que decirle qué tipo de ayuda necesitamos.

Bajaron la escalera. Izzy llamó a Abby, le indicó lo que tenía que hacer y decir; luego se acercó a Dora sacudiendo la cabeza.

—Le dije a Lucy Baja y Dzilobommo que buscaran a los demás y los trajeran. Tendremos que decidir qué hacer muy pronto. No puedo mantener esto eternamente.

—Tal vez no sea necesario. ¿Puede ser localizada la persona que está haciendo esto, es decir, el Woput? ¿Hay algún modo de que Vorn Dionne y su pueblo puedan encontrarlo y detenerlo mientras está concentrado en nosotros, aquí?

—Matarlo no servirá de nada.

—Lo sé. Vorn también lo sabe. Pero tal vez pueda amarrarlo o amordazarlo o algo.

—Bueno, el hechicero está cerca, estoy seguro de eso. Dile a Vorn que traiga a gente suficiente para empezar a buscar, y que lo hagan en la avenida, donde siempre aparcas. Luego que vengan hacia aquí, bien dispersos. Buscarán a alguien que está más o menos al descubierto. Tendrá una hoguera, también. En este tipo de hechizo, el fuego es el catalizador. Él... o ella, estará haciendo obviamente algo extraño. Gestos, polvos, invocaciones. Agarradlo, poned una bolsa encima de la cabeza y amordazadlo. Que no le dejen usar los ojos o la lengua. Oh, y que apaguen el fuego. Eso es importante, apagar el fuego.

Dora volvió a subir para llamar por teléfono. Abby, entre gestos, comentó:

—Dora dice que esta cosa ha estado antes en el tejado.

—No, esta cosa no —murmuró Izzy, regresando a su tarea—. Una pequeña, tal vez, pero no ésta.

Mantuvieron los fuegos encendidos. Los onchiky y armakfatidi regresaron y Francis les fue presentado. Poco después volvieron Sheba, Soaz, Oyk e Irk, pero no había ni rastro de Sahir.