4. OREJAS DE ÓPALO: EMPIEZA EL VIAJE
Mi padre, Medianariz Nazir (así llamado porque la nariz del sultán era de la longitud adecuada y todo lo que tenía menos tamaño sólo podía ser considerado media nariz), tenía nuestra casa cerca de palacio. Se encontraba en el callejón del Pavo Real, una retorcida línea de empedrados demasiado estrecha para las personas que no fueran delgadas y los animales muy pequeños, un pasillo que se abría paso entre las casas y tiendas hasta la intersección de la avenida, más amplia. La única parte visible de nuestra casa era el balcón enrejado que colgaba sobre el callejón y la alta pared con su puerta, su diminuta ventana cubierta por una reja. Dentro había un patio florido, con una fuente y polluelos, y la cocina y un tramo de escaleras que conducía al balcón enrejado y las habitaciones y luego continuaba hasta el tejado, que quedaba oculto de los demás tejados por arriates llenos de enredaderas. Yo nací allí, y viví allí en considerable libertad; a menudo acompañaba a mi padre al mercado, donde tenía que conseguir productos para el sultán, o para el regente, Grandiente el Poderoso.
A mi madre, según decía mi padre, le gustaba considerarse de alta cuna. En Tavor, esto significa que las hembras no se arriesgaban a encontrarse con gente inferior cuando salían de casa. A mi padre le hacía gracia, yo normalmente me irritaba, porque teníamos que hacer toda la compra por ella y, no importaba lo que padre y yo trajéramos del mercado, siempre se quejaba. Excepto por algún viaje ocasional a la granja del abuelo, mi madre se quedaba en casa, en el patio junto a la fuente o en el balcón enrejado que asomaba al modesto tráfico del callejón, o en el tejado a veces, con los pájaros enjaulados y las enredaderas, desde donde podía ver la avenida, más concurrida. Dormía mucho. A veces pienso que era simplemente perezosa.
Sin embargo, yo no estaba siempre enfadada con mi madre, pues era muy bonita y contaba historias maravillosas. Fue quien me enseñó a leer, mientras yo me enroscaba en su cama sujetando el libro y ella, en el tocador, se quitaba las joyas de las orejas y los dedos y las dejaba caer en un platillo de porcelana con un suave tintineo antes de empezar a cepillarse el pelo. El sonido de aquel tintineo y el suave susurro del peine me la trae a la memoria, incluso ahora.
Recuerdo sus historias. Recuerdo su voz. Ella me dijo una vez que las palabras eran misterios, que cada vez que hablaba volaban de su boca como mariposas que hubieran madurado bajo su lengua, dejándola sin ninguna idea de cómo habían llegado allí.
—¿Sientes eso alguna vez, Nassifeh? —me preguntaba—. ¿Que nuestras palabras no son nuestras, que nos fueron dadas por alguien... por otro ser?
Yo le decía que por supuesto, por nuestros padres, y ellos a su vez por los suyos, pero no era a esto a lo que se refería.
—¿Por qué tiene esto que ser un cepillo? —preguntaba—. ¿Por qué no se llama amthrup? Podría ser. ¿Quién decidió llamarlo cepillo?
Yo lo pensé, y le dije que si cada uno de nosotros decidía por su cuenta los nombres de las cosas, no podríamos hablar unos con otros.
—No me refiero a eso —dijo ella—. Me refiero a que algunas palabras me suenan muy extrañas en la boca, como si no hubieran nacido allí. Como si mi palabra hubiera sido diferente.
Nunca comprendí qué quería decir.
Mi padre disfrutaba trabajando para el sultán Granbarriga, eso nos decía siempre, pero cuando el sultán se marchó una larga temporada y Grandiente se encargó de la regencia, mi padre dejó de hablar de su trabajo. No decía nada bueno ni malo sobre el regente, excepto una vez que lo oí murmurar para sí: un gruñido donde mascullaba el nombre del regente como si fuera una maldición.
El peor día de mi vida fue mi décimo aniversario. Mi madre me regaló un manto nuevo, y mi padre un cofre de tesoros y me invitó a ir con él al mercado. Me puse el manto, me metí el cofre de tesoros en el bolsillo y allá fuimos a la calle de los fruteros, deteniéndonos en los puestos que atendían personas diversas de tierras diversas, armakfatidi y feledas y kasturi. El mercado de los fruteros olía a ocris y naranjas, dawara y dátiles, mangos y marvellos, y los vendedores siempre me daban a probar mientras mi padre discutía los precios y cualidades y se encargaba de que cestas, sacos y cajas fueran entregados en las cocinas del sultán. Mi padre masticaba un melocotón seco con expresión de concentración en el rostro cuando los guardias feledas salieron de ninguna parte, lo agarraron, luego me agarraron también a mí cuando grité y corrí detrás de mi padre. Los guardias nos llevaron al palacio. Grandiente estaba sentado bajo el dosel de la justicia, como un sapo bajo una hoja, y el pregonero voceaba a su lado palabras de acusación... o eso supe más tarde. En ese momento, no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo. El verdugo esperaba a un lado, enseñando los dientes en una mueca feroz, y mi padre ni siquiera tuvo tiempo de proclamar su inocencia antes de que le cortaran la cabeza. Empecé a correr hacia él, sólo para retroceder frenética ante el hedor de la sangre, el horror de la cabeza cercenada; mientras, todo el tiempo, Grandiente se me quedó mirando simplemente como si yo fuera alguna especie de bicho.
Los guardias me cogieron y me llevaron al harimlek, el recinto de palacio reservado a las mujeres, donde me entregaron a la vieja Pulgarazul.
—¿Dónde vives, niña? —me preguntó.
Entre sollozos y gritos, le dije a la anciana dónde vivía, y Pulgarazul, después de conversar un poco con este y aquel otro, me envió a casa con un guardia. Cuando llegamos allí, el edificio estaba destrozado y el cadáver de mamá yacía tendido en el patio, roto tras haber caído del tejado.
Más tarde me contaron que la noticia de la ejecución de mi padre había llegado rápidamente, y que mi madre temió menos la muerte que a los torturadores. Se sabía que Grandiente mataba a un miembro de una familia y luego torturaba a los otros hasta la muerte sólo por divertirse. Los guardias habían registrado también la casa, pero eso fue después de que mamá muriera.
El guardia que me llevó a casa era aburrido pero amable.
—Recoge todo lo que quieras —dijo—. No puedes quedarte aquí sola. Te acompañaré de vuelta con Pulgarazul.
¿Qué había que llevarse? Lo que llevaba puesto; lo que pude encontrar entre el revoltijo de la casa saqueada. El resto de mi ropa. Mis libros. Había otras cosas más valiosas en la casa, pero alguien las había robado ya, por lo que no regresé al harén con una gran carga.
—¿Qué hizo mi padre? —supliqué, mientras las lágrimas me corrían por las mejillas.
—Grandiente dijo que había robado algo —respondió Pulgarazul—. No sabemos qué. Algo importante, algo secreto.
—Mi casa estaba toda patas arriba —lloré—. ¿Encontraron lo que había cogido?
—No que yo sepa, pequeña. Ni que sepa nadie.
Y ésa fue toda la respuesta que obtuve jamás. Buscaron a mi hermanastro en el barrio donde vivía, pero había huido, con su esposa y su hijo. Unos días después, Pulgarazul me dijo que los amos del harén, los eunucos Soaz y Barfor, me habían comprado como esclava.
—¿Quién me vendió? —pregunté—. Pertenezco a mi padre y a mi madre. ¡Están muertos, no pudieron venderme!
Pulgarazul no sabía quién me había vendido, aunque había visto el papel en el despacho del eunuco.
—No te preocupes por eso, pequeña. Si eres propiedad del sultán, nadie se meterá contigo. Estarás a salvo.
Lo cual era más o menos cierto. Al principio, me pusieron a trabajar en la cocina, limpiando verdura... que nunca estaba lo bastante limpia para los armakfatidi. Aún más, los armakfatidi me molestaban, incluso cuando conseguí no temblar ni lloriquear cada vez que uno de ellos me gruñía. Con el paso del tiempo, acabé por comprenderlos, cosa que, aunque yo no lo sabía, era un raro talento.
Luego, cuando Pulgarazul descubrió que sabía coser (mi madre me había enseñado también a coser), me llevaron con las charlatanas costureras, a repulgar velos y aprender a bordar, y luego, cuando algunas de las concubinas me escucharon contar historias a las costureras, me llevaron al harén como chica de los recados, zurcidora de mantos y cocinera de entremeses. Las concubinas eran gordas y perezosas (como prefería el sultán), mientras que yo era delgaducha y activa. Además, sabía leer en tavoriano, algo que la mayoría de tavorianos no sabían hacer. Aunque había pocos libros en el harén, canciones y poemas de amor y cosas alegres, Pulgarazul tenía un hermano trabajando en el salamlek, al otro lado de la gran puerta de metal, y traía libros de la biblioteca del sultán, libros que yo envolvía en lino limpio y leía en secreto y devolvía a tiempo para que nadie supiera que los había cogido. ¡Leía de todo! Incluso la gran historia de Tavor, los Casi tres años de historias, donde se establecen nuestras costumbres y vestidos tal como siempre han sido.
Cuanto leía o escuchaba era grano para el molino de historias, relatos y hechos que había que reelaborar y transformar y hacer encajar en el tipo de romances de los que disfrutaba el harén: amor eterno entre varón y hembra, uno de cada, por improbable que eso fuera. E historias de aventuras en las que la princesa se disfrazaba de muchacho y viajaba muy lejos. E historias sobre tierras donde gobernaban las mujeres y todos los varones estaban sometidos y encerrados en jaulas. Una vez, después de que yo contara un relato de este tipo, el harén decidió representarlo (el teatro era una de sus principales diversiones) y, cumpliendo los caprichos de la sultana Lengua de Vino, incluso unos cuantos eunucos participaron representando los papeles de los terribles varones que eran encerrados para siempre.
Acababa de cumplir diez años cuando llegué al harén. Ya había cumplido los quince cuando me llamó el sultán. Casi seis años. Había pocas pruebas de ello cuando me puse a preparar las maletas. Todo lo ganado en aquellos seis años estaba en mi cabeza, misterio y maravilla y aventura tras tantas horas de lectura. Mis pertenencias materiales no abultaban más que a mi llegada.
La mañana de la partida llegó antes de lo que había creído posible durante las primeras horas de la noche, cuando yacía en la cama sin poder dormir, preguntándome cómo irían las cosas, demasiado nerviosa y temerosa para conciliar el sueño. Con todo, logré dormir, y los pájaros que anidaban en el entramado empezaban a hacer sus cansinos comentarios sobre el día cuando mis ojos se abrieron como guisantes apretados y me puse en pie, tambaleándome, tratando de recordar por qué me levantaba. El recuerdo llegó con bastante rapidez cuando tropecé con el bulto que había preparado la noche anterior, cuando las otras esclavas de la habitación estuvieron durmiendo, como hacían siempre.
El bulto era una carga liviana para una sola mano. Abrí la puerta con la otra y la cerré con suavidad después de pasar. Luego, una rápida parada en el dormitorio, recorrer un largo pasillo, dejar atrás la cocina, atravesar un corto salón lateral, subir un tramo de escaleras hasta el nivel del patio, bajar por otro pasillo, y allí estaba el patio en sí, con el estanque y la fuente y una persona vieja y encorvada, que yo nunca había visto antes, yendo de maceta en maceta con una regadera y una pala. Espumar esperaba al pie de las escaleras privadas; en el balcón de la sultana había un puñado de ropa: pantalones largos y una camisa de algodón blanco, botas de cuero, un chaleco sin mangas con muchos bolsillos de grueso algodón azul, todo bordado por la parte delantera, un cinturón de trenza, una saya larga de algodón con franjas verticales rojas, azules y negras. Además, me dieron un turbante de muselina blanca con lazos negros, un cordón dorado y un manto de lana negra que se podía abrochar al hombro con un alfiler dorado, la cabeza de un kánaico aullando.
No se veía a la sultana por ninguna parte. Fue Espumar quien me dio instrucciones.
—Tú y yo somos pónjicas, niña. Por lo que respecta al pueblo del sultán, nuestra tribu es un pueblo menor. A excepción de uno o dos de los encargados de los animales, serás la única ponji libre que viajará en una tropa compuesta de scuínicos y feledianos. Ten cuidado y compórtate bien, con modestia. Mientras lleves puestos los pantalones, la camisa y el turbante irás decentemente vestida. Nunca te quites la camisa ni los pantalones, a menos que estés en una habitación sola o te dispongas a dormir. Sólo los esclavos y los sirvientes inferiores exponen su cuerpo. Los varones libres se cubren, no importa de qué tribu procedan. Bueno, a menos que estén con una hembra adecuada...
—El príncipe sabe quién soy...
—Los otros puede que no. Y los viajeros se encuentran con otros viajeros. Si vas a ser un muchacho pónjico, el compañero del príncipe, trata de actuar como un muchacho. ¿Qué has traído?
Abrí mi hatillo para mostrarle los pocos libritos y tesoros, incluido el último regalo de mi padre: la cajita de ébano con el cajón oculto bajo el fondo falso. La caja contenía utensilios para coser y, en el cajón oculto, las gemas que me había dado la sultana. Aparte de esto sólo llevaba mi ropa interior, calcetines y el par de sandalias que calzaba. Espumar añadió rápidamente toda la ropa que me había probado el día anterior.
—Eso es todo —dijo mientras cerraba el hatillo con gran vigor—. Más esta carta, de la sultana para su hijo.
—¿No puede escribirle cuando quiere?
—Por supuesto. O verlo, cuando esté lo suficientemente bien para regresar. Pero ella no ha querido que él venga aquí, por miedo a que alguien pueda estar haciéndole daño. No ha querido enviar cartas por miedo a que la portadora de la carta pudiera formar parte de la conspiración. Considera que estará más seguro si evita todo contacto con el harén.
Me parecían demasiadas precauciones pero, según la charla de las demás habitantes del harén, era perfectamente posible echar una maldición a una carta o matar con una mirada. Las maldiciones eran muy poderosas si una tenía habilidad con ellas. Naturalmente, algunas personas podían echar maldiciones a todas horas y no levantar ni una ampolla.
No tuve tiempo para considerar el asunto. Una vez vestida y con el equipaje cerrado, Soaz apareció como un jinni de la nada, recogió el fardo y me dijo que lo siguiera. Cogimos por otro camino, en vez de atravesar el patio, y vimos que la vieja Pulgarazul nos estaba esperando junto a la última puerta.
—Muy bien —dijo, cogiéndome por los hombros y mirándome de arriba abajo—. Sí que pareces un aventurero con todas las de la ley. Lo único que te hace falta es una cimitarra.
Me estremecí. Había visto utilizar una cimitarra sólo una vez: lo hizo el verdugo que le cortó la cabeza a mi padre, y no tenía ningún deseo de utilizar yo ninguna. Pulgarazul estaba muy ocupada abrazándome, sin embargo, y no se dio cuenta de mi temblor.
—Mantendrás la boca cerrada si sabes lo que te conviene —le gruñó Soaz a la anciana.
—¡No te des tantos aires, Soaz! La he mantenido cerrada por cosas más importantes que ésta, por si no lo sabes. Además, será mejor que haya alguien que diga que vio a la pequeña marcharse con su hermano. De esa manera no habrá habladurías. Nadie está interesado en su hermano, después de todo.
Soaz gruñó, como un guz azuzado, y abrió la última puerta, no la que estaba hecha con grandes planchas de madera y remaches de hierro y goznes forjados con la forma de lanzas retorcidas, sino la pequeñita de al lado, por donde cabía una sola persona. La abrió lo suficiente para que los dos pasáramos y, como si temiera que el aire del harén pudiera escaparse, la cerró y echó la llave.
Nos encontramos en un patio iluminado y pavimentado, con pasadizos que conducían al exterior, hacia el olor de las flores, hacia el olor de las cocinas, hacia el olor de los establos y el desafiante murmullo de los umminhi. Soaz se encaminó hacia esa dirección y yo corrí detrás; atravesamos una puerta abierta y salimos a un patio que olía como un establo, como la granja del abuelo cuando estuve allí de pequeña, en las afueras de la ciudad, a un día de viaje al este. Una cosa respecto a los umminhi: apestan. Si no pudieran correr como el viento, nadie tendría umminhi, pues nadie soportaría el olor.
El príncipe ya estaba montado entre una tropa de silenciosos ayudantes y guardias. Una docena de animales de carga más pequeños esperaban encadenados, los ojos descubiertos, dirigidos por dos cuidadores kápricos. Otro cuidador sujetaba las riendas de dos altos umminhi, semental y potro, ensillados pero sin jinete. Eran criaturas corredoras, más altas que ninguna otra que yo hubiera visto ni mucho menos cabalgado, de piel brillante rematada por sus collares de plata y las placas verdes de sus criadores. La cría de umminhi, según me había contado mi padre, era un monopolio, y ningún animal podía comprarse ni venderse sin las placas correspondientes.
Sin decir una palabra, Soaz me aupó a la silla del potro, le dio mi hatillo a uno de los cuidadores y subió la escalerilla hasta su propia silla, rápido y ágil a pesar de su corpachón. En la granja, yo había cabalgado a horcajadas, sujetándome a la crin del umminha, pero era una yegua, más pequeña y de mejor naturaleza. Esta vez me acomodé entre los cojines de la confortable silla estilo scuínico y me apoyé contra los brazos y el respaldo acolchados. Coloqué en su sitio la barra de la silla, cogí las riendas con las manos y las coloqué como las tenían los demás, alrededor del pomo central de la barra. En esta posición, las anteojeras montadas sobre resortes quedaron abiertas, permitiendo que el umminha viera en cualquier dirección.
Esperaba que mi montura tuviera buena disposición hacia su jinete. A veces los umminhi no eran nada agradables. Se decía que los machos atacaban a los jinetes, a las mujeres sobre todo. Las hembras de cría eran demasiado pesadas para ser buenos animales de transporte, aunque algunas personas usaban las hembras viejas para carga. Incluso éstas podían llevar un peso considerable. A veces, sin embargo, un semental se la tomaba a una persona o un tipo de personas, y había guerra entre ellos. Eso me habían dicho.
Este umminha parecía decidido a ignorarme, como la gente congregada en el patio. Nadie me miró. Nadie me dijo nada. El príncipe dejó que sus ojos me observaran con sólo el atisbo de un movimiento de cabeza, y luego dio una señal a una de las personas mayores, evidentemente el guía, que se inclinó hacia delante y le habló a su umminha. El semental se lo pensó un momento (si puede decirse que los umminhi piensan), parpadeó y meneó las mandíbulas metódicamente antes de avanzar hacia el túnel de mármol que conducía a la puerta. Sus cascos resonaron sobre las tablas huecas, como un ominoso tambor que guardó silencio cuando salieron por la puerta. Ninguna de las ventanas de palacio daba al exterior, así que esta emergencia significó la primera vez en casi seis años que yo veía la ciudad. Desde aquel camino, en lo alto de la colina de palacio, podía contemplar los tejados rojos, oler el perezoso humo de varios miles de fuegos, ver los jardines con sus árboles, todo protegido por altas murallas con guardias feledas que las recorrían de cinco en cinco, anunciando las horas. Ésta era la hermosa Tavor, la gema de la tierra de los huertos.
Fue Tavor vista como un destello, pues a una señal del guía los umminhi echaron a correr, más rápido de lo que yo creía que era capaz ninguna criatura, y las murallas quedaron atrás, las calles convertidas en sombras difusas, la gente en meras manchas de color. Los suaves golpes de las patas de los umminhi producían un ruido continuo, como de agua corriente, y volaron hacia las murallas de la ciudad, dirigiéndose a la oscura boca de la puerta, se zambulleron en las sombras y salieron a la carretera iluminada para perderse de vista.
Luego, al cabo de un momento, todo redujo el ritmo. Alcé la cabeza y vi al príncipe que cabalgaba a mi lado y me miraba con expresión divertida.
—Puedes desencajar la mandíbula —me dijo.
Lo intenté, y descubrí que me costaba.
—¡Iban tan rápido!
—Una maniobra de distracción —comentó—. Para que nadie pudiera ver quiénes éramos exactamente, o de dónde veníamos exactamente, o adonde vamos exactamente. Aunque todo el mundo sepa que veníamos de la corte (sólo los nobles pueden permitirse comprar o mantener umminhi como éstos), no sabe de quién se trata. El estandarte no es el estandarte real. Mi padre espera que la mayoría piense que se trata de algún oficial menor, escoltado por soldados.
—¿No quieres que nadie sepa que te has marchado?
—Algunos opinan que es lo más sensato.
—¿El sultán Granbarriga?
Él pareció divertido.
—No lo llamamos así aquí fuera. Eso es un nombre de palacio. Un apodo. Como el tuyo, o el mío. Aquí fuera no soy Nariz Aguda. Soy el príncipe Sahir. Y tú eres mi compañero, Nassif.
—¿Nassif? —pregunté, asombrada.
—No seas estúpida, niña. Tus padres no te pusieron por nombre Orejas de Ópalo.
Era cierto. No lo habían hecho.
—Me llamaron Nassifeh. ¿Cómo lo sabías?
—Estaba en los archivos.
—Fue Pulgarazul quien me llamó Orejas de Ópalo.
—Una costumbre de palacio. Una costumbre femenina, por capricho. Dentro de palacio todos tenemos un nombre cariñoso, sin consideración a nuestra tribu, incluso la gente como tu padre, que vivía fuera pero trabajaba dentro. Eso crea una sensación de informalidad que borra tribus y castas haciendo que las relaciones parezcan menos formales y más familiares. Pero no lo permitimos aquí fuera, donde se imponen las convenciones.
—¿Cómo llaman a tu padre aquí fuera?
—El sultán. Eso es suficiente. Hay quienes dicen «Su Gracia», o «Su Señoría», pero es innecesario. Cuando me hables, di mi príncipe. Cuando hables de mí, di el príncipe Sahir. A menos que te dirijas a desconocidos, en cuyo caso me llamarás simplemente Sahir, que es alguien no muy importante en el negocio de la fruta.
»Cuando yo hable contigo, te diré Nassif, acordándome de dejar fuera la terminación femenina eh. Cuando hable de ti, diré mi fiel Nassif.
—¿Y seré fiel? —pregunté, intrigada.
—Es de esperar —se burló él—. Es de esperar siempre.
Se adelantó hasta la cabeza de la columna y se quedó allí, ignorándome. Soaz ocupó el lugar que había dejado vacante.
—¿Vamos a salir de Tavor? —le pregunté.
—Por supuesto —pareció sorprendido por la pregunta—. Teníamos que hacerlo, ¿no?
—No lo sabía.
—Entonces no sabes mucho sobre Tavor.
—Casi nada —admití—. Mi padre nunca me contó mucho del mundo. Siempre hablábamos de otras cosas.
—¿Como cuáles?
—Oh, hablábamos de animales. Me encantan los animales. Me encantaba la granja, porque había muchísimos. Y hablábamos sobre las personas, también. Gente que él había conocido en su trabajo. Pero nunca hablábamos realmente del mundo. Nunca he distinguido todas las tribus y los lugares de donde proceden.
—Remediaré esa carencia —dijo él, y pasó a hacerlo con profusión.
»Hace mucho tiempo, antes de la gran Guerra Farsaki de Conquista (de la cual ahora se admite que no tendrá fin hasta que el mundo sea conquistado) y antes de que los profetas de Koré estuvieran tan extendidos entre nosotros, guiándonos al bien, las tribus vivían aisladas unas de las otras. Alguna gente vivía en los bosques, en las tierras de árboles al norte y el oeste de Sworp, como los armakfatidi y los scuini y mi propio pueblo, los feledas. Algunos vivían en las junglas al sur de Isfoin, como los sitidianos y tus propios antepasados. Algunos vivían en las praderas, como los kánnicos y los kapriel, y algunos cerca del agua, como los kasturi, los onchiki y los Onchik-Dau. De éstos, algunos vivían en ciudades y otros en grupos familiares, y algunos, como los scuínicos de Tavor, deambulaban como nómadas por las tierras de bosques y praderas del lejano oeste, entre tribus dispersas de kapriel. Por desgracia, esta amplia extensión de terreno se encontraba en el camino de los saqueadores ersuniel de Farsak.
»Aunque las tribus scuínicas puedan tener muchas tradiciones que implican feroces combates personales entre los hombres, la raza en sí no es belicosa, y pronto fue derrotada. En esa época los saqueadores de Farsak eran caníbales, como sucede a veces con las tribus ersuniel, o sucedía, así que los scuínicos de Tavor consideraron prudente huir.
»Moviéndose rápidamente, sobre todo de noche, los tavorianos viajaron hacia el este, remontando el hielo glacial de las montañas Sharbak. Allí no había ningún farsaki que los persiguiera, y pudieron dedicar tiempo a aprovisionarse recogiendo frutas y nutritivas raíces en los fértiles pasos de la alta cordillera. Luego bajaron más tranquilos hacia las provincias del desierto, dejaron atrás la zona oeste y sur de lo que ahora son los Cuatro Reinos, que bordean las marismas de Palmia. Descansaron algunos años entre la ciudad marismeña kastúrica de Durbos, donde buscaron el consejo de los viajeros. Siguiendo las sugerencias de varios pueblos nómadas, se volvieron entonces hacia el este, franquearon las Grandes Piedras, cruzaron el valle de Wycos junto a los prados casi ocultos del río Roq, se internaron luego en las Pequeñas Piedras y llegaron a esta amplia llanura, esta tierra bien regada por los afluentes del Scurry, esta tierra rebosante de salvajes árboles frutales, tubérculos y campos de grano. En aquella época estaba prácticamente deshabitada. Farsak quedaba lejos, y aquí, en el extremo sur de la gran llanura, los supervivientes fundaron sus hogares.
—¿Y construyeron Tavor? —sugerí.
Soaz sacudió la cabeza.
—Las tribus scuínicas siempre han sido nómadas. No son buenos constructores. Vivieron en este valle, moviéndose ocasionalmente al sur hacia Isfoin, durante varias generaciones. Para entonces las diversas tribus se habían multiplicado; su pueblo se había extendido; empezaron a encontrarse unos con otros en las fronteras de sus territorios; empezaron a comerciar y a mezclarse y a establecer comunidades multitribales que se convirtieron en ciudades-estado y luego en las naciones que conocemos hoy.
»Fue entonces cuando la gente empezó a dejar atrás el Scurry y a construir asentamientos a lo largo del río. Al cabo de otra generación se habían congregado los suficientes para erigir nuestra ciudad de Nueva Tavor. Se le puso el nombre de un reverenciado sultán, uno de los Seis Reverenciados Antepasados de Granbarriga, desde épocas remotas.
Mi padre había observado en ocasiones que los scuínicos no trabajaban. Lo consideraban indigno de ellos, excepto labrar la tierra, algo que hacían muy bien.
—¿Quién construyó la ciudad?
Soaz asintió juiciosamente.
—Oh, pueblos que se fueron infiltrando a lo largo de los años: pastores feledas con sus rebaños, kastúricos que siguieron el Scurry desde las llanuras, granjeros pónjicos y sitidianos en busca de tierra, mercaderes armakfatidianos y buhoneros que atravesaron los pasos o remontaron los ríos desde Palmia o Isfoin o incluso desde la lejana Estafan, donde tu familia vivió una vez.
—Nunca oí a mi padre mencionar Estafan —dije—. Nunca había oído ese nombre hasta que tú lo has mencionado.
—No hay ningún motivo concreto para que tu padre te lo mencionara —dijo Soaz—. Fueron nuestros tatarabuelos quienes vinieron de allí. Fueron bienvenidos, pues un país sensato necesita los talentos de pueblos diversos para conseguir que se hagan todas las cosas que deben hacerse. La historia de tu familia está en los archivos. Por parte de tu madre y de tu padre, todos procedían de Estafan, que es un país extraño donde los ponji caminan cabeza abajo.
—¿Dónde está? —quise saber.
—Al oeste de aquí. Más allá de la cordillera Sharbak, cerca de Sworp y Finial, a orillas del Mar Reptante. Cerca de nuestra ruta de viaje, de hecho.
—¿Lo veremos? ¿Veremos a la gente caminar cabeza abajo?
Cuando se echó a reír, supe que se estaba burlando de mí, y cerré la boca con fuerza, muy molesta.
—Oh, chiquilla, Orejas de Ópalo... no, debo decir, Nassif. Permíteme que sacuda un poco tu ingenuidad. Atravesaremos el país de Estafan, aunque ya no sea un reino. Todo lo que está al norte de las montañas y a lo largo del mar ha sido tomado por el Imperio Farsakiano.
Guardó silencio entonces, melancólico, los ojos fijos en el horizonte.
Ya que estaba charlatán, le hice otra pregunta, que me había estado reconcomiendo desde que se mencionó San Weel.
—¿Por qué vamos realmente, Soaz? Seguro que hay médicos más cerca. Parece un viaje enormemente largo y peligroso.
—La salud del príncipe es sólo una excusa —murmuró, observando a éste por el rabillo del ojo—. Vamos a causa de un antiguo oráculo que el sultán conoció en sus viajes, hace años, cuando Grandiente ocupaba el trono.
Puse expresión ligeramente interesada, lo suficiente para animarlo a continuar.
—El sultán me dijo que estaba en el desierto, al este de Isfoin. Había estado viajando durante días con aquel calor cegador antes de llegar a un oasis que rodeaba las ruinas de una antigua y enorme parada caravanera. En las ruinas, en un polvoriento rincón, una anciana gris se había construido una pequeña choza, bastante segura y al socaire de los vientos del desierto. No era de la raza del sultán. Era pónjica, y, como todos vosotros, hábil con las manos... —Por eso somos tan buenos esclavos y criados —dije pedante, citando a mi padre.
—Cierto —dijo Soaz, alzando las cejas—. Pero no era ni una esclava ni una criada. Llevaba los atuendos de las personas libres, y dijo que había venido de Sworp por el camino de Palmia y el valle de Wycos. El sultán le dio comida y especias, menos por caridad que por la sorpresa de haber encontrado a alguien allí y, a cambio, ella le leyó las tabas. Por el dibujo que las tabas formaron al caer, pudo leer, según dijo, el futuro del sultán y el futuro de su pueblo.
—Una historia interesante —murmuré, indiferente, aunque en realidad sentía avidez por escuchar el resto.
Soaz asintió y continuó.
—Después de mirar las tabas un buen rato, dijo: «Tengo una instrucción y un talismán para ti. Debes mantener el talismán a salvo, sin abrir. Si te encuentras en peligro, ponlo en lugar seguro. No debes mirarlo hasta que llegue el momento de necesidad.»
—¿Qué le dio?
—Me dijo que fue una fortuna. Uno de esos pergaminos plegados que los onchiki usan como dinero. Entonces dijo: «Sultán, ¿eres fiel a la fe de tus antepasados?»
»El sultán le dijo que era de nacimiento y educación korésana, y seguidor fiel de esa fe. "Veo a Koré amenazada —dijo ella—. Veo venir la oscuridad. Oigo trompetas tronando guerra y a los umminhi gritando junto a las hogueras. Siento traición y muerte de pueblos, peor que la muerte, un no-ser. Cuando llegue el día, la ayuda puede encontrarse en San Weel."
»El sultán creyó a la anciana. Dijo que había algo en ella que lo hizo creer. Como podía toparse con algún peligro, me envió el talismán a mí, a Tavor, con instrucciones de ponerlo en una caja cerrada en mis propias habitaciones. Nunca lo hice. Me enteré por mis espías de palacio que Grandiente había interceptado un mensaje del sultán. Lo desafié a mostrarlo y él, para cubrirse, acusó a Medianariz Nazir de haberlo cogido y luego le cortó la cabeza para que no pudiera decir lo contrario.
Mis ojos se llenaron de lágrimas.
—Pobre padre. ¿Conseguiste recuperarlo?
—Grandiente murió, de forma bastante misteriosa, antes de que el sultán regresara —sonrió extrañamente—, y aunque busqué el talismán por todo el palacio, nunca fue hallado.
—¿Y qué tiene todo eso que ver con este viaje?
—Lo último que la anciana le dijo al sultán: «Si no vas a San Weel, entonces envía a tu hijo. Antes del año del buitre, envíalo, pues si no va y no aprende, entonces en el año de ese pájaro tosco, el árbol del cielo caerá.»
Suspiró, luego frunció el ceño.
—No le dijo qué hijo tenía que enviar. El sultán ha tardado mucho tiempo en decidirse por Sahir.
Yo estaba muy ocupada calculando el calendario.
—Pero todavía faltan cuatro años para el año del buitre.
—Cuatro años es sólo un instante —dijo Soaz—. Oh, niña, no tienes ni idea. Para un viaje semejante, cuatro años es muy poco tiempo.
—¿Nos toparemos con caníbales? —murmuré asustada—. ¿Y con monstruos?
El hizo un ruidito con la garganta, como hacían a veces los feledianos, como un gatito ronroneando.
—Los farsaki fueron caníbales antiguamente, es verdad, pero han cambiado con el tiempo. Aunque todavía siguen decididos a conquistar el mundo, han suavizado mucho la forma en que van a hacerlo. Algo misterioso al respecto, me han dicho. Alguna influencia exótica. O quizás Koré les ha hablado.
—¿Es eso cierto? —pregunté, vacilante—. ¿O es sólo una historia?
—Lo cierto es que han cambiado, aunque nadie sabe exactamente por qué. Hace unas cuantas décadas los farsaki se anexionaron Palmia como provincia, pero en vez de comerse a sus habitantes permitieron que continuara bajo su propio gobierno. Y entre las tierras del norte, Wycos y Tavor todavía siguen libres.
—¿Qué hay de los extraños del hospicio de San Weel? ¿Pertenecen a los farsaki?
Su voz se redujo a un mero murmullo.
—¡Ha habido susurros sobre San Weel durante generaciones! Yo no especularía en voz alta.
Y eso fue todo lo que tuvo que decir al respecto, durante ese día al menos.