26. EL RETORNO DE LA MÚSICA
Dora soñó con música: sonidos de norias, caballitos, música de parque de atracciones y de circo, caras alegres y pies bailarines. La música soñada continuó durante lo que pareció mucho tiempo, pacífica y deliciosa, deshaciéndose y regresando, como soplada por un viento variable. Aunque la música no la despertó, su cese sí lo hizo, trayéndola al oscuro silencio, con el sueño aún en su mente, ella misma llena de una sensación jubilosa completamente familiar. Aquélla era la música que había oído tan a menudo siendo niña...
Y fue ese pensamiento lo que la despertó por completo, ese pensamiento y el súbito y vacío silencio.
Estaba sola en la casa. ¿Dónde se encontraba Abby?
Se ha ido, se recordó. Tenía una clase esta mañana temprano. Habían charlado hasta tarde, hasta que ella oyó y olió la visita nocturna; pero cuando se marchó, ella despidió a Abby entre bostezos. Abby no había advertido al visitante nocturno. Todavía no.
Dora trató de recordar el sueño. Había soñado con música como la que oía antes de que los monos aulladores la espantaran. ¿Por qué habían hecho eso? La cuestión era estúpida, una furia de treinta años apenas oculta en torno a un núcleo de pérdida, y la descartó. Demasiado tarde para dudar, demasiado tarde para preocuparse, demasiado tarde para hacer nada ya. Ahora sólo quedaba la oscuridad de su habitación, el viento moviendo las hojas contra la gran ventana, todos los sentidos extendidos como tentáculos buscando la sensación que había soñado.
—Música —dijo en voz alta—. ¡La he oído!
Y con las palabras la música recomenzó, rebotando en el viento a través de la ventana abierta de la habitación exterior, una tonada juguetona, pero la misma esencia: simple, vivaz y atrayente. Buscó descalza las sandalias notando en las piernas el aire helado, y buscó la bata que yacía al pie de la cama y se la echó sobre los hombros desnudos y los brazos. Fue en busca del sonido y descubrió que era más fuerte en el salón, más fuerte aún al pie de la escalera cuando abrió la puerta. Continuó, irresistiblemente atraída, sin considerar la sensatez de sus actos ni preguntarse por lo repentino de todo aquello, y atravesó la abertura donde había estado la verja y se internó en el bosque.
La luz de la luna se filtraba aún entre las ramas, creando oscuros charcos de luz difusa. Pequeños seres viscosos saltaron para alejarse de ella. Un puñado de viejas hojas plateadas marcaban un sendero, hojas que una fracción de su mente confusa situó fuera de temporada. No había habido tiempo para acumular hojas viejas, no en aquellos bosques nuevos. Un riachuelo la acompañó, un hilillo que seguía la misma música, no como sonido de flautas, sino algo más agudo. Y cuerdas también, y un trompeteo de tambores haciéndose más fuerte cuanto más se alejaba.
Entonces vio un destello de luz ambarina brillando entre los árboles, ante ella; una luz en el claro recortó los árboles y recalcó en plata los troncos blancos y las hojas brillantes del otro lado. El claro era el lugar de donde procedía la música. Donde ellos estaban.
Los percibió con la implícita suposición de que estaba soñando todavía. No importaba soñar con esa visión, algo bastante aceptable de noche, en el mundo entre realidades. Así que se tranquilizó mientras se acercaba a ellos.
Una nutria pequeña, de pie, sobre las patas traseras, tocaba un arpa. Tres grandes conejos agazapados, con mochilas en la espalda, las orejas planas y las narices arrugadas, uno de ellos comiendo un diente de león. Dos nutrias más, una con un complicado silbato, la otra tocando en una especie de sartén con una cuchara de madera. Un gran mono tañendo una mandolina. Otro mono, cantando. Un cerdo, bastante pequeño, con peluca y joyas, marcando el compás con un parasol plegado mientras observaba. Junto a ella, una enorme cacatúa blanca. Y dos perros castaños y de hocico negro de tamaño medio, las cabezas ladeadas, bailando gravemente siguiendo el ritmo. Un sueño. Su sueño. Se internó en el claro.
El mono cantor alzó la cabeza y gritó.
—¡Umminhi, juppy umminhi! ¡Vaniscomai!
El grupo entero desapareció en un instante. Sólo los conejos se quedaron, agazapados, los ojos cerrados.
—No —gritó Dora, en el sueño—. No, no huyáis.
Pero se habían ido. El fuego seguía allí, reflejándose en los árboles, en las hojas, en los pares de ojos que escrutaban desde los matorrales.
—Por favor, no os vayáis —suplicó.
—Habla —dijo otra vocecita en un inglés cargado de acento—. Iut towks lingooudj.
—Bueno, claro que hablo —exclamó ella—. Por supuesto. La mayoría de las personas hablan.
—¿Personas?—dijo alguien, otra voz, un poco más grave, como gruñendo.
—Personas —repitió la vocecita.
—¿Es «persona»? —gruñó otra voz.
—Persona —insistió la primera voz—. ¡Ja Nuslik!
—¡Gwaaan! —Dijo la otra, incrédula—. ¿Nuslik?
Uno de los monos salió al claro, todavía cargado con su mandolina, los ojos muy abiertos y las manos temblándole un poco. Se señaló a sí mismo y dijo clara y lentamente, con extrañas palabras cargadas de acento:
—Yo soy nuslik, es decir, persona, llamado Izakar. Nassif es persona. Somos personas pónjicas. Ah... la condesa es persona scuínica. Blanche es persona psítida. Los otros son personas onchiki. Tenemos también armakfatid y feledas, pero han ido... a explorar.
Dora logró entenderlo, aunque con cierta dificultad. Era, pensó, como ver una película hecha en Inglaterra o Australia; uno entendía el lenguaje perfectamente bien, pero tardaba un momento en sintonizar con el acento y la entonación menos familiares. A pesar de todo captó el sentido general, cosa que la hizo reflexionar un momento, bastante paciente y alegremente, disfrutando del absurdo.
—¿Qué son los conejos?
—¿Conejos? —el mono parecía confuso.
—Los de orejas largas —señaló ella. Los conejos todavía tenían los ojos cerrados, como si lo que no pudieran ver les diera igual.
—¡Vibles! —Exclamó él, con una mueca que tenía intención de ser una sonrisa—. No personas. Criaturas. Ahora, ¿qué clase de persona tú?
—Humana.
—Ah —él frunció el ceño—. No sabía que los umminhi hubieran sido alguna vez... personas.
¿Alguna vez? Las implicaciones de aquello eran... bueno, eran curiosas. Si aquello no fuera un sueño, estaría preocupada. Por lo demás, podía aceptarlo como venía. Bueno, ¿de dónde procedían aquellos seres de ensueño? ¿O era... de cuándo?
—¿No hay humanos en vuestro... mundo? —preguntó con cuidado.
—Ah... los umminhi. Criaturas de carga, sí. Criaturas de monta. Sillas, ya sabes, y látigos —pensó en sus lecturas en la biblioteca—. Corren como el viento. Hi-ho Silver. Adelante, viejo amigo. —De veras —ella se sentó de golpe en una roca cercana—. Supongo que en vuestro mundo los... umminhi no hablan.
—No. Tristemente, no. Hacen sonidos como murmullos que a veces parecen casi lingüísticos, pero no hablan.
Ella asintió despacio, descifrando las palabras una a una, absorbiéndolo todo. Cuando respondió, lo hizo despacio.
—Bueno, supongo que es justo. En este lugar, ahora, los monos como tú no hablan. Ni las nutrias, los cerdos o las cacatúas.
El cerdo del parasol salió de entre los árboles. Su peluca era de rizos, y a través de ellos las orejas apenas se le veían.
—¿Sólo... los humanos hablan en esta época? —preguntó con voz aguda y chirriante, con pausas entre las palabras.
—Bueno, algunas personas opinan que los delfines son capaces de hablar. Y los loros, claro. — ¿Loros?
—Plumas —ella agitó los brazos—. Alas. Ah, como el que os acompaña, el de la cresta.
—Ah. Sitid nuslik —dijo la cerda—. ¿Y qué son los delfines? —Peces. No, no peces, mamíferos, pero viven en el océano, como los peces. Tienen una especie de lenguaje de silbidos, pero nosotros no sabemos hablarlo.
—Yo sé —dijo Izzy—. El lenguaje de silbidos de los pueblos del mar es bien conocido en nuestro... mundo. Me llamaste mono. ¿Soy como tus... monos?
Ella lo miró con atención, y sacudió despacio la cabeza.
—No. Yo diría que eres un macaco japonés, pero con mejor aspecto. Una cara más bonita. Más espacio craneal. De hecho, todos tenéis la cabeza más grande de... lo normal.
Esto provocó un estallido de conversación, incluso discusión entre las criaturas. Su lenguaje (o lenguajes, ya que el mono de la mandolina parecía ser el intérprete) no se parecía a nada que Dora hubiera escuchado. El intérprete se volvió hacia Dora y preguntó:
—Nuestra historia habla de una época en que las criaturas, que vosotros llamaríais animales, se hicieron menos variadas y las personas se volvieron más variadas. Menos especies de animales, más especies de personas. ¿Es así?
—Menos animales, sí. No más clases de personas.
Un largo silencio, mientras ellos se miraban unos a otros.
—¿Hablan vuestros árboles? ¿O se mueven?
Ella empezó a sacudir la cabeza. Luego se detuvo.
—Ahora mismo —dijo, aturdida—, tenemos nuevos árboles. No hablan, pero acaban de empezar a moverse. En las últimas semanas.
—¿Y hay alguien... que intenta... destruir los árboles?
Ella empezó a decir que no, luego se encogió de hombros.
—Bueno, sí. A mi ex marido nada le gustaría más. Y esta noche ha salido algo en televisión sobre nuevos productos químicos y un puñado de tratamientos biológicos que han estado creando para destruir a los nuevos árboles.
Otra vez empezaron a hablar entre sí, haciéndola callar.
—Personalmente, me gustan los árboles —dijo Dora, con cierta aspereza.
—¿Eres simpatizante de... los bosques? —preguntó el mono.
Ella eligió no responder a su pregunta.
—Mi nombre es Dora. Sería amable por mi parte llamaros por vuestro nombre, pero me temo que no me acuerdo.
—Yo soy el príncipe Izakar de Palmia —dijo él, señalándose a sí mismo—. Y el otro ponji es Nassif. Éstas son la condesa Elianne de Estafan y su secretaria, Blanche. La más pequeña de los onchiki es Lucy Baja, los otros dos son Cavador y Menudo.
—¿Y ellos? —preguntó, señalando a los perros.
—Oyk. E Irk.
—¿No hablan?
—No mucho —dijo Oyk.
—Pérdida de tiempo —dijo Irk.
—A menos que sea necesario —dijo Oyk.
—Pero los vibles no hablan —dijo Dora, desesperada.
—No —respondió Lucy Baja en un susurro—. Pero yo puedo leerles la mente.
Dora decidió arriesgarse. Si estaba soñando, que se despertara. Si estaba simplemente loca, mejor averiguarlo de inmediato.
—¿Cómo es que comprendo vuestra lengua?
—Es la lengua del comercio —dijo el mono—. La lengua del comercio está basada en el antiguo lenguaje del ingletch. El ingletch es muy antiguo, pero como es el lenguaje del comercio, sobrevive. Tenemos otros lenguajes.
—Yo, también, hablo inglet... inglés. Y vosotros venís del futuro —dijo ella.
Izzy pronunció tres palabras en otro lenguaje. Hubo un largo silencio mientras la miraban, temerosos.
—¿Cómo has adivinado eso? —preguntó Izzy, asombrado.
—¿Por qué os molesta que lo haya adivinado?
—Cuando has dicho «futuro», hemos pensado por un momento que tal vez fueras el Woput que estamos buscando —dijo la condesa cuidadosamente—. Yo también quiero saber cómo lo adivinaste.
¿Cómo lo sabía? ¿Qué era un Woput?
Lo primero es lo primero.
—Yo soy... agente de la ley. Mi trabajo es buscar pistas en lo que dice la gente, adivinar cómo suceden las cosas. Recuerdo vuestras preguntas. ¿Había más animales? ¿Había árboles parlantes? ¿Estaba alguien intentando matarlos? Y decís que el inglés es muy antiguo, pero el inglés moderno no lo es tanto. Unos cuantos cientos de años, más o menos. Así que debéis de venir del futuro.
Una pausa muy larga llena de susurros furiosos.
—¿Por qué no hay humanos parlantes en vuestro mundo? —preguntó Dora.
La cerda de la peluca dijo, en voz muy baja:
—Izzy leyó en la biblioteca que esta era termina en una guerra religiosa en la que la enfermedad es un arma. Izzy dice que la plaga es muy terrible. Si ésta es la era umminhi, pero el futuro no, la plaga matará a casi a todos los umminhi. —Hizo una pausa, y añadió pensativa—: Y a los weelianos. Quedan muy pocos weelianos, que todavía hablan. Quedan muchos umminhi, pero los umminhi ya no son inteligentes ni hablan.
—Oh, Dios mío. ¿Los humanos han muerto? ¿Extintos? —Sintió un arrebato de terror que atajó rápidamente. No había, estaba claro, ninguna amenaza inmediata—. Hay enfermedades que afectan sólo a los humanos. Como el sida. O algunos tipos de tuberculosis que los animales no pueden contraer.
—Pero ella reconoce nuestras especies, así que nuestros antepasados deben de vivir en esta época —le dijo el príncipe Izakar a la condesa—. Si ésta es la era umminhi, y todos los umminhi murieron en la plaga, entonces nuestros pueblos tomaron el mando.
La condesa asintió, pensativa.
—Pero ¿no sabíais nada de los humanos hasta que me visteis...? —musitó Dora.
—Sabíamos de las personas —dijo Izzy—. Es decir, yo sabía que existió una civilización. Sabía que veníamos a un mundo civilizado. Pero no había imágenes de las personas. Yo pensaba... daba por supuesto... —Inspiró profundamente—. Los bibliotecarios me hablaron de civilizaciones anteriores, y yo supuse que eran nuestras. En mi biblioteca leí que esta época, ahora, termina con una guerra santa. Una plaga. ¡Muchas personas mueren, la mayoría, pero no pensaba que se refirieran a los umminhi! Ni siquiera los bibliotecarios relacionan a las personas con los umminhi.
—¿Quiénes son vuestros bibliotecarios?
—Pueblos distintos. Algunos pónjicos. Algunos feledas.
—Así que, en vuestra época, vuestro tipo de personas inteligentes vive, pero los umminhi inteligentes, es decir, los humanos, no existen. La plaga los mató a todos, ¿no? ¿Y los weelianos? ¿Quiénes son los weelianos? —Sin esperar una respuesta, continuó—: ¿Ahora alguien está intentando cambiar la historia? ¿Conoce la plaga?
—¡No! —Exclamó Izzy—. El Woput es weeliano, era weeliano. No sabe lo de la plaga. Los weelianos no supieron lo de la plaga hasta que yo se lo dije. Pero sí, el Woput está tratando de cambiar la historia. Para hacer que los de su pueblo vivan, sean quienes sean, y asegurarse de que nosotros muramos.
—Por eso nos enviaron los magos —susurró Lucy Baja—. Para encontrar al Woput. Los magos son muy... larjh.
—Los magos son tan altos como tú —dijo la condesa, que parecía estar captando el acento de Dora o, al menos, tenía menos dificultades para entenderlo—. Y más fornidos. Llevan túnicas largas y velos negros, y todo los que sabemos sobre ellos es que son muy pocos y misteriosos. Su especie, dicen, está casi extinta.
—¿Por qué habéis venido aquí? —preguntó Dora, señalando la tierra bajo sus pies—. Me refiero a este sitio exacto.
—El Woput vino aquí —susurró Lucy Baja—. A este mismo sitio. Eso dicen.
—¿Qué es un Woput?
—El malvado. La escoria. El que lo está haciendo. Dora reflexionó durante un rato.
—El Woput es weeliano, ¿verdad? Los weelianos son una especie de personas, ¿no? Los weelianos fueron casi extinguidos por la plaga, ¿no? Lo mismo que los, umm..., humanos. —Cerró los puños con fuerza, preguntándose por qué no se despertaba en aquel punto—. ¿Queréis acampar aquí fuera, en el bosque? La condesa alzó el labio con una ligera mueca despectiva. —No particularmente.
—Mi casa está tras los árboles. Podéis quedaros conmigo. Estaremos un poco apretujados, pero...
—No puedo dejar a los vibles —gimió Lucy Baja.
—Trae los co... los vibles —dijo Dora—. Pueden dormir en el... cuarto de almacenamiento. Y los dos... Oyk e Irk, pueden montar guardia, ¿okey?
—¿Qué es okey? —preguntó Izzy.
—Es una palabra que significa... que algo es adecuado. Vamos.
Dora los miró recoger su equipaje y luego los condujo a través del bosque hasta la abertura entre los árboles que daba a su patio; allí se enzarzaron en otra de sus disputas. Tras una breve conversación, mientras los ayudaba a descargar a los vibles, Izzy le aconsejó que éstos se quedaran en el patio, vigilados por Oyk e Irk; el resto iría dentro de la casa con ella. Por la mañana habría que procurar encontrar comida para todos ellos. Lucy Baja desató el arnés del vible y lo puso con el equipaje, tras la puerta.
Dora empezó a hacer recuento, como cuando era pequeña, de cuánta comida tenía a mano. Fruta y nueces para los monos, algo sólido para la cerda, arroz tal vez, con restos de verdura. Tenía salmón enlatado para las nutrias. Espinacas y zanahorias para los vibles. Comida de perro para Oyk e Irk; tendría que pedírsela al vecino de al lado. Oía su Rottweiler ladrando desafiante.
¿Y qué había de los demás? Los que habían salido de caza.
—¿Y los otros? —le preguntó a Izzy, que había empezado a subir la escalera.
—El príncipe Sahir, su guardia Soaz y nuestro cocinero. Nos encontrarán por la mañana.
Su cansancio era evidente y, tras algunas palabras (referidas principalmente a las luces eléctricas), la condesa se tumbó en el sofá sin desplegarlo, de costado, los pies colgando por el borde, la cabeza en la almohada, la peluca pulcramente dispuesta en lo alto de una lámpara cercana. Lucy Baja y su familia se acurrucaron en un sillón de cuero, todos amontonados, como una estola de piel. Izzy y Nassif ocuparon la otra mitad del sofá; también ellos se acurrucaron, uno en la cabecera, el otro al pie, las sábanas plegadas sobre una silla. Blanche se encaramó en el respaldo de la mecedora de la abuela, moviéndose suavemente mientras acunaba la cabeza en las plumas del cuello, el pico sobre el pecho.
Dora había dejado abierta la puerta de abajo, para que los vibles y los perros pudieran ponerse a cubierto si les hacía falta. Más tarde, con el acompañamiento de truenos y el tableteo de la lluvia, oyó a los perros hablando abajo mientras se buscaban un sitio. Pensó que tendría que haberles extendido el saco de dormir. Entonces recordó, con leve desazón, que había olvidado su saco de dormir. Todavía estaba colgado en los estantes del garaje de Jared. La desazón se convirtió en cansancio. Era sólo un sueño, después de todo. No necesitaba un saco de dormir auténtico. Uno soñado sería suficiente. Y así, convencida, se quedó dormida en la silenciosa oscuridad y no volvió a pensar en el tema.
Se despertó en medio de la brillante luz del sol para encontrarse con Izzy sentado con las piernas cruzadas en la otra almohada, observándola mientras se peinaba. Llevaba pantalones largos y un chaleco, y el pelo largo atado en una cola en la nuca. Nassif lo estaba mirando, con envidia. Su pelo (Dora supo que era una hembra) era corto, oculto por el turbante que llevaba.
—Hemos encontrado las instalaciones sanitarias —dijo Izzy con cuidado.
—El baño —dijo Dora, sólo medio despierta, sin darse cuenta todavía de que estaba despierta del todo.
—Aunque Nassif y yo no tenemos ningún problema con... ah, la letrina, ni la condesa ni los onchiki pueden usarla. Les he sugerido que caven una pequeña zanja en el bosque. Los vibles usarán también el bosque.
—Muy sensato —croó Dora, sentándose. Aquello no era un sueño. Nunca habría discutido de letrinas con un mono en un sueño. Dios mío, no era un sueño. Era todo real. La plaga y todo. Cruzó los brazos sobre el pecho, tratando de conservar la calma.
—A todos nos gustaría utilizar tú... ¿hacelluvias?
Tardó un momento en comprenderlo.
—¿La ducha?
—La ducha. Por supuesto.
—Claro. —Dora combatió una risita histérica—. Caliente a la izquierda, fría a la derecha.
Él pareció confundido un momento, luego su cara se iluminó. —Las temperaturas del agua. Por supuesto. Se mezclan. —Toallas —murmuró ella, a punto de perder la cabeza—. En el armario.
Izzy y Nassif se marcharon. Dora oyó sonidos desde el cuarto de baño: salpicar de agua y voces agudas haciendo exclamaciones o quejándose. El baño comunal estaba evidentemente de moda. Nutrias, monos, cerda, cacatúa, todo en familia. Ningún reparo. Entonces ¿por qué llevaban ropa? Enterró el rostro en la almohada. Estilo japonés. Se visten con ropa muy llamativa, pero se bañan juntos, desnudos.
Cuando Dora logró por fin controlarse, las criaturas (no, las personas, se recordó severamente, el rostro solemne), las personas salían del cuarto de baño envueltas en toallas o secándose unas a otras, como pasaba con Lucy Baja y sus hermanos, con la piel húmeda y erizada alrededor del cuello, y se acicalaron ante la ventana mientras se peinaban el pelaje con las uñas y terminaban de arreglarse con los dientes. Blanche volvió a su mecedora, extendió totalmente un ala y empezó a picotearse, una pluma tras otra.
Cuando Izzy terminó más o menos de secarse y se vistió, saltó de nuevo sobre la cama, se sentó ante Dora y dijo, amablemente.
—Me interesa ver la letrina. Una vez dibujé un plan de cisternas para que suministrara agua, cosa que aprendí en la biblioteca; pero cuando planteé el asunto al brujo de palacio, me cubrió la boca con la mano y me dijo que las nuevas ideas podrían hacer que me decapitaran como le pasó a mi padre. También dijo que crear algo nuevo destruiría la fe de la gente corriente.
—¿No inventa tu pueblo nada nuevo?
Izzy sacudió la cabeza.
—Es nuestra religión. No mi religión, sino la religión oficial de mi pueblo. Todo es como se supone que tiene que ser; por tanto, nada cambia. Pude comprender la preocupación del mago. Cuando uno se gana la vida confundiendo a los brujos y deshaciendo maldiciones para curar enfermedades inexplicables, sería contraproducente que la gente se mantuviera sana mediante un simple sistema sanitario.
Lo dijo tan serio que Dora supo que estaba citando a alguien.
—Alguien te dijo eso.
—El Viejo Mock. El bibliotecario. Es como un padre para mí. Dijo que pasa lo mismo con los líderes religiosos. Cuando uno se gana la vida suministrando pasaportes para escapar del infierno, sería poco beneficioso admitir que no existe un lugar semejante.
Para ocultar su diversión, Dora se puso en pie y se acercó a la ventana del salón. Parecía importante calibrar qué clase de día iba a ser. La lluvia sería una molestia.
Algo sonó desde abajo. La voz de Oyk.
—Aquí viene el cocinero.
Abriéndose paso entre los árboles llegó un mapache vestido con un delantal azul, almidonado aunque bastante arrugado, una cesta y un sombrero alto. Caminaba erecto, luego se puso a cuatro patas para hundir el hocico en el suelo, siguiendo evidentemente el rastro que ellos habían dejado la noche anterior; por fin se detuvo bruscamente, se alzó sobre sus patas traseras y miró hacia la ventana donde ella se encontraba, abriendo la boca sorprendido. Oyk salió a recibirlo. El mapache habló con urgencia. El perro se rascó, como diciendo «¿Y qué?». El mapache se encogió de hombros, dirigió una mirada de reojo hacia arriba y luego siguió a Oyk al patio. Dora salió a recibirlo.
—Dzilobommo. —El mapache se señaló el pecho. —Dora —dijo ella, repitiendo el mismo gesto. —Grurriy grum, grum.
—Dice que está encantado de conocerte —dijo la condesa, tras ella—. El lenguaje armakfatidiano no es completamente oral. Los nombres se articulan, pero el resto parece ser al menos parcialmente... extrasensorial.
—¿Eh? —respondió Dora.
—Hace cosquillas en la cabeza —explicó Lucy Baja, que bajaba la escalera—. Si dejas la mente muy tranquila. —Ya veo.
—¿Dónde están Sahir y Soaz? —le preguntó la condesa al mapache.
—Grum.
—Van a regresar de un momento a otro —dijo la condesa, mirando de reojo a Dora—. Te... interesará conocerlos.
—Sin duda —replicó Dora, preguntándose si los otros eran monstruos marinos o dragones. Cualquier cosa de menos calibre no habría sido tan interesante como aquellos seres del futuro que ya había conocido. El futuro. ¡Que no, era ahora mismo!, se advirtió duramente. Ya habría tiempo para sentir pánico más adelante. —Tengo que ir a trabajar —le dijo a la pared—. Eso o pedir la baja.
Izzy la oyó, pero no comprendió la expresión. Subieron la escalera y encontraron al mapache en la cocina, subido al taburete de Dora, sacando cosas de su cesta. Champiñones. Raíces. Hierbas, sobre todo dientes de león.
—Grum —le dijo gravemente.
—Quiere saber si tienes algún tipo de grano —dijo la condesa—. ¿Arroz o trigo o maíz?
Dora, sin decir palabra, sacó un paquete de arroz, la caja de cereales, el bote de harina y, tras otro gruñido, huevos y fruta, que le fueron devueltos con un severo gruñido que Nassif interpretó como que había que lavarlos. Nassif saltó al fregadero y se encargó de eso, mientras Dora entraba en el dormitorio para ponerse la ropa. Cuando regresó al salón, sus invitados estaban sentados por todas partes mientras se servía el desayuno. Con una reverencia, el mapache retiró la silla de Dora, le tendió una servilleta, y le proporcionó un huevo pasado por agua y una tartaleta de verduras con champiñones a la plancha como guarnición. La condesa, con la peluca ya puesta, se unió a ella en la mesa para que le sirviera lo mismo, sentada sobre sus cuartos traseros, una pata delantera junto al plato, la servilleta atada al cuello, los cubiertos firmemente sujetos en el casco hendido de la otra pata. Los parientes de Lucy Baja comieron pescado y arroz, directamente del cuenco. Nassif, Izzy y Blanche se concentraron en la fruta. Oyk e Irk, según dijo Izzy, habían ido a cazar esa mañana, y los vibles se contentaban con la hierba que podían encontrar en el bosque.
Casi habían terminado cuando alguien llamó a la puerta de abajo. Dora se puso en guardia, fatalista, pensando que iba a encontrarse con cualquiera sabía qué cosa, aunque la llamada no parecía amenazadora.
—¡Abby! —exclamó—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Olvidé mi maletín. Tengo los exámenes de la escuela de verano que corregí anoche, y los necesito esta... — ¿Quién es? —dijo una voz desde arriba. —Ah... —dijo él, buscando las palabras—. Si tienes compañía, yo... —se ruborizó.
Fue interrumpido por una andanada de ladridos, y se volvió, sorprendido. Un perro enorme salía corriendo del bosque; se detuvo, echó atrás las orejas y, enseñando los dientes, empezó a gruñirles. Dora reconoció al Rottweiler que normalmente estaba confinado en el patio de al lado.
Oyk e Irk salieron tras él, caminando con gran parsimonia. Uno de ellos dijo:
—¡Abajo, señor! ¡Abajo, digo! El Rottweiler se sentó en el suelo, gimiendo. —Pedimos disculpas —dijo Oyk, mirando de reojo a Izzy—. No nos dimos cuenta de que no era civilizado cuando nos invitó a compartir su comida, así que dejamos la puerta abierta. ¿Debemos llevarlo de vuelta y confinarlo de nuevo?
Abby se desplomó contra la pared. —Qué... —murmuró—. Qué...
—¿Puedo presentarte a Oyk e Irk? —Dijo Dora—. Son del futuro.
Abby se llevó la mano a la frente.
—¿Qué has dicho: «Abajo, señor»? —preguntó Dora.
—Es lo que se les dice a los cachorros que no tienen modales —dijo Oyk; parecía sorprendido por la pregunta—. Así es en nuestra cultura.
Abby sacudió la cabeza, y dijo débilmente:
—Dora...
—Es más fácil si finges que estás soñando —dijo Dora, volviéndose hacia Oyk e Irk—. Si podéis volver a encerrar a la... ah, criatura incivilizada, por favor.
—¿Qué está pasando? —rezongó Abby.
—Arriba hay dos monos y unas cuantas nutrias, y todos hablan —comentó ella—. Ah, y una cerda, una cacatúa y un mapache.
Él se la quedó mirando un buen rato antes de sonreír.
—¿Haces chistes, tan temprano por la mañana? ¿Qué es esto, ventriloquia?
—Sube —dijo ella, ofreciéndole la mano—. Quiero que los conozcas a todos.
Vamos a conocer a los parientes, se dijo a sí misma. Vamos a conocer a la familia.