CAPÍTULO XIV
FIN DEL VIAJE.—FÁCIL EXISTENCIA DE LOS NEGROS DURANTE EL VERANO.—SUS NECESIDADES EN EL INVIERNO.—LA CAZA Y LOS JUEGOS PRELIMINARES —INDUSTRIA.—ESTADO SOCIAL, MORAL Y RELIGIOSO DE LOS AFRICANOS —EL TRÁFICO DE ESCLAVOS ES EL OBSTÁCULO DE LA CIVILIZACIÓN.—SÓLO EL COMERCIO PUEDE SALVAR ESTAS TIERRAS.
El 30 de enero nuestros zanzibaritas lanzaron gritos de alegría a la vista del mangostán, señalándose unos a otros las bananas, los cocoteros y los limoneros a medida que iban apareciendo.
El 2 de Febrero el capitán y yo avistamos el océano, que centelleaba herido por los rayos del sol, y le dirigimos nuestro saludo, por tres veces repetido, según es la costumbre inglesa ante semejantes circunstancias.
Aquella misma tarde se me presentó la ocasión de hacer entrar en Zanzíbar a nuestros beluchistanos y a Kidogo, mi bestia negra, y la aproveché con entusiasmo. Después de haber mendigado pólvora y tabaco hasta el último momento, el djemadar se empeñó en besarme la mano y se separó de mí vertiendo lágrimas arrancadas por el dolor de la despedida.
Voy a aventurar una teoría que extrañará al que tenga ideas fijas sobre la miseria de los pueblos donde se reclutan los futuros esclavos, pero lo cierto es que en las regiones que acabamos de recorrer el africano está mejor vestido, mejor alimentado, mejor alojado y menos doblegado por el trabajo que los infortunados raiotas[21] de la India inglesa, y tal vez, en los lugares en los que la trata de esclavos no es tan activa, su suerte sea preferible a la de los campesinos de algunas ricas comarcas de Europa.
Un momento antes de aparecer el sol, se ve al negro dejar la piel de vaca que le sirve de lecho. Es la hora más fría del día: enciende el fuego y hace arder su pipa, que no abandona en todo el día. En cuanto el sol ha tomado un poco de fuerza, aparta la puerta de cañas que cierra la entrada de su choza y se dirige a disfrutar el agradable calor de la mañana. La aldea es populosa, todas las casas o habitaciones del tembé son contiguas y el negro puede charlar con sus amigos de forma bastante cómoda.
A eso de las siete, cuando ya no hay rocío, el hijo mayor conduce el ganado a los pastos, lanzando sonoros gritos y manejando activamente una especie de cayado puntiagudo por los dos extremos. Permanece en el campo durante todo el día, y no vuelve hasta la tarde, cuando se ha puesto el sol.
Una hora después, cada cual entra en su casa y come una papilla de sorgo: el que no tiene harina se va a casa de un amigo y participa de su plato. Cuando tiene pombé (especie de cerveza), la consume desde la aurora.
Después de haber almorzado, el africano, con su pipa en la boca, se dirige a la plaza pública, llamada ihuanza, donde charla, ríe, fuma, duerme, y a veces juega. Para él, como para la infancia de la mayor parte de los pueblos, el juego es una pasión. La partida ordinaria es lo que nosotros llamamos normalmente cara o cruz: una piedra aplanada, un disco de metal o el fondo de un puchero viejo proporcionan los elementos del juego. Los más civilizados han aprendido en la costa el bao, y las pérdidas que de él resultan dan lugar, como se puede suponer, a numerosos altercados. Las querellas son intensas, aunque entre compatriotas se arreglan amistosamente.
Los que no juegan buscan su ocupación dejando el cuerpo en reposo y empleando sólo los dedos, para evitar que se fatigue el espíritu: cortan bastoncillos, los labran, taladran tubos de pipa, los rodean con hilos de metal, se afeitan mutuamente la cabeza, se arrancan la barba y las cejas o limpian sus armas.
A eso de la una, a menos que se lo impidan sus trabajos, el africano vuelve a su casa y come los manjares que le han preparado sus mujeres. Sin embargo, como es de un carácter eminentemente sociable, no es raro que cene en la ihuanza, donde los parientes, los amigos y los hermanos no dejan de reunirse a aquella hora, que es la más importante de todas.
Para el hombre primitivo, comer es el objeto de su existencia, su exclusiva preocupación durante el día, y su sueño de todas las noches. El hombre civilizado, que nunca ha tenido hambre sin que al momento haya tenido a mano lo necesario para satisfacer su apetito, no sabría comprender hasta qué punto está dominado por el estómago el espíritu de un salvaje. Por ello es incapaz de concebir el éxtasis que el cadáver de una vieja cabra produce en el animal humano a quien devora el hambre, y del mismo modo no puede hacerse una idea de la intensidad del placer que experimenta ese espíritu dominado por las entrañas, cuando vigila los progresos de la cocción de su comida.
Después de haber comido, el africano se ve invariablemente atacado por un acceso de estupor o torpeza, del cual sale para emplear la tarde del mismo modo que ha empleado la mañana: charlando, fumando, jugando y mascando raíces azucaradas. Al ponerse el sol todo el mundo sale de su casa para tomar el fresco: los hombres se sientan a la puerta del ihuanza mientras las mujeres van a buscar agua para las necesidades domésticas. Cogen enseguida sus pequeños taburetes y sus grandes pipas y se reúnen para fumar y charlar.
En ciertos sitios esta hora es deliciosa: los propios lugareños, aunque ajenos a todas las doctrinas de la estética, se sienten vivamente seducidos por la indescriptible belleza y por el profundo encanto del panorama que los rodea.
Al aproximarse la noche se cierran las puertas de la aldea, se amarran las vacas, y cada cual entra en su casa o va a reunirse en torno al fuego de la ihuanza para charlar con sus amigos. El africano no ha tenido aún la idea de poner un poco de aceite en el fondo de un puchero viejo, hacer una mecha y empaparla en él para que arda. Cuando tiene necesidad de luz, enciende una rama de msasa, madera oleaginosa, elástica, nudosa y dura, que se emplea con frecuencia en la confección de bastones, arcos y lanzas, y que arde durante un cuarto de hora arrojando una llama brillante.
A media noche cada uno se dirige a su lecho y ronca sin interrupción hasta las primeras luces del alba. Para que el placer sea completo es necesario pasar la noche en medio de la insensibilidad más absoluta, y aunque se levanten muy temprano, se prolonga la velada a fin de poder dormir una buena parte del día siguiente.
El africano pasa el estío en medio de esta holganza perpetua, y, cuando empiezan las lluvias del invierno, la cuestión del pan cotidiano lo saca de su indolencia. Sale de su casa entre las seis y las siete, con frecuencia sin haber comido nada, pues los víveres son muy escasos por esas épocas, trabaja hasta el mediodía y a veces no vuelve hasta las dos de la tarde a tomar el alimento que le han preparado. Vuelve al trabajo después de comer, y si el tiempo apremia se hace ayudar por sus mujeres.
Al ponerse el sol todos los trabajadores se reúnen, y vuelven a sus casas con el azadón al hombro, cantando unos aires monótonos que no dejan de ser agradables, probablemente debido a su sencillez.
Si brilla la luna, el espíritu se anima, un furor lúdico se apodera de todo el grupo, suena estrepitosamente el tambor, se eleva el canto, y todos empiezan a bailar con esa gravedad que distingue los preludios de este ejercicio y que cede bien pronto para dar lugar a una delirante agitación.
De vez en cuando, una partida de caza rompe la monotonía de la vida africana.
Antes de partir, los cazadores, en número de veinte o más, se entregan durante ocho días a continuas libaciones, cantos y bailes. Las mujeres, formadas en fila, recorren la aldea tocando una especie de sonajeros, como digno acompañamiento a los prolongados y penetrantes gritos que lanzan en señal de alegría. A cada paso, todos los miembros de esta columna ambulante se inclinan a derecha e izquierda, para imitar el balanceo del elefante, y agitan la cabeza con una violencia que pone su cuello en peligro de dislocarse. Finalmente, toda la fila, dirigida por una mujer que agita furiosamente dos sonajeros, se detiene ante las casas de los árabes, donde espera recibir algunas cuentas de vidrio, y en medio de las contorsiones más extravagantes, imita los saltos y gritos de diversos animales.
Cumplida la misión, estas damas se van a beber todas juntas y reaparecen cuatro o cinco horas después con una vacilación en la marcha y una flojedad en los miembros que aumentan el encanto de sus gesticulaciones.
Esta fiesta tiene probablemente por objeto que la mujer del cazador se compense de las privaciones que va a sufrir, pues durante la ausencia de su esposo tiene necesariamente que renunciar a la tertulia, al tocador, a la pipa y hasta a salir de su casa.
Durante esta ceremonia los hombres, no menos animados que las mujeres, saltan con toda la gracia de los osos bien adiestrados en torno a una especie de orquesta en la que el tambor acompaña a unos pitos hechos con colas de elefante.
Por último, cuando están bien saturados de cerveza, los cazadores dejan la aldea al romper el día, provistos de blandones o antorchas encendidas, que llevan por temor a quedarse sin fuego en la selva, y que ponen delante de la boca para combatir la influencia del aire frío de la mañana. Estos grupos son a veces peligrosos para los rezagados de las caravanas, sobre todo en las comarcas en las que el robo y el asesinato suelen quedar impunes.
La gran habilidad de los cazadores consiste en aislar del rebaño a un animal que tenga unos buenos colmillos, sin provocar las sospechas del individuo ni del grupo, y en cercar después a la víctima. Cuando ya la tienen rodeada, el wganga se incorpora lanzando un grito y arroja la primera azagaya, a la cual siguen inmediatamente las de los demás cazadores. Las armas no están emponzoñadas y sólo el número hace que lleguen a ser mortales.
Es raro que el animal así atacado rompa el círculo de sus astutos enemigos: su bien conocida obstinación le impide huir, y cuando carga sobre uno de los cazadores y éste se oculta, se oye un grito y una azagaya hiere por detrás al animal, que se vuelve y se dirige a aquel nuevo adversario; éste escapa a su vez, y así continua la caza hasta que el elefante siente que le falta el aliento y el valor. Entonces intenta alejarse, pero los golpes se multiplican y, vencido por el dolor y perdiendo sangre por todas partes, sucumbe el enorme paquidermo.
Después de haber cantado y bailado, como preliminares de toda operación, los cazadores arrancan cuidadosamente los enormes colmillos del animal, para lo que se sirven de una especie de hacha puntiaguda. La médula que llena la cavidad dentaria se extrae inmediatamente y se devora, como el hígado de la liebre en Italia.
La caza termina con una abundante comida, verdadero banquete consistente en la grasa y los intestinos del animal, y los cazadores regresan triunfalmente, cargados de marfil, de pedazos de cuero para hacer correas y de pedazos de carne sangrienta atravesados en largas perchas.
En cuanto a la industria, los indígenas de esta parte de África tienen como trabajo favorito la cestería y la fabricación de esteras, aunque también hacen cuerdas, utensilios de pesca y mechas para mosquetes.
Aunque el algodón abunda entre ellos, están muy atrasados en el arte del tejido, y sólo saben hacer una especie de lienzo grueso.
Estas poblaciones no han hecho progreso alguno en los trabajos de la madera, y no han tenido aún un Dédalo capaz de fabricar una sierra partiendo de un cuchillo. Aparte de los bancos en que se acuestan, no han sido capaces de imaginar nada, y se contentan con hacer flechas y lanzas, cucharas, y esos taburetes que constituyen su objeto de lujo.
Su metalurgia está del mismo modo en pañales, ya que no les importa en absoluto que los ribereños del lago y los habitantes del Fionca trabajen el hierro y el cobre, excelentes en estado natural. Hacen armas, hoces, cuchillos, argollas, brazaletes y cerrojos.
La cerámica ha hecho también pocos progresos en esta región, que aún no ha tenido un Anacharsis que enseñe a sus habitantes el uso de un torno. Un obrero hábil hace cuatro pucheros en un día. Algunos de estos vasos son de gran capacidad, y su perfecta simetría y su forma con frecuencia elegante me ha sorprendido en más de una ocasión. Debo confesar también la excelencia de sus pipas de tierra negra.
Pero la alfarería no deja de ser una ocupación rara. A excepción de las marmitas, es una calabaza (curcubita lagenaria) la que proporciona todos los utensilios necesarios en la casa. Los indígenas se sirven de ella para hacer toda su vajilla, y aprovechando la flexibilidad de la calabaza, la hacen tomar las formas más caprichosas. La adornan con arabescos y ornamentos de latón, la rodean con hilos metálicos y, si se rompe en algún punto, remedian la avería con puntos de sutura artísticamente confeccionados.
Poco se puede decir de los caracteres de estas tribus y del estado social y religioso en que se encuentran.
Estudiar al hombre en el este de África es considerarle en su estado rudimentario. Sometido completamente a la influencia de agentes exteriores, no sólo no ha hecho ningún progreso, sino que parece incapaz de hacerlo. A primera vista se tomaría al indígena de esta región por un ser civilizado en decadencia, antes que por un bárbaro nacido en el salvajismo, de no ser porque parece incapaz de haber sido otra cosa distinta de lo que es. Parece pertenecer a esas razas siempre infantiles destinadas a no alcanzar jamás la edad adulta, y condenadas a desprenderse de la gran cadena viviente como un eslabón usado. Es débil y no sabe doblegarse, y aunque une a la credulidad del joven algo del escepticismo adulto, tiene toda la frivolidad de la infancia, así como la terquedad y las supersticiones de la vejez.
Ha viajado, conoce el mar, y hace siglos que está en contacto con la nación más adelantada de la costa. Si ha visto rara vez europeos, en cambio hace mucho tiempo que frecuenta el trato de los árabes, y a pesar de ello su inteligencia no se ha despertado, encontrándose aún detenido en el umbral del progreso.
Como sucede con todos los pueblos aún no desarrollados, si se nos permite la expresión, el que nos ocupa en este momento supone un extraño compuesto de buenas y malas cualidades. Si las malas dominan sobre él es porque en la naturaleza de todas las sociedades bárbaras está el dar plena expansión a todo lo que es malo, y ahogar todo lo que hay de generoso y noble en el corazón del hombre.
El africano no puede ser bien considerado por el que hace de la conciencia un rasgo distintivo de la raza humana. Tiene el carácter fácil y el corazón duro; es bravo y sumiso, batallador y prudente, sociable e insensible, dulce y bueno un momento y violento y cruel un instante después, supersticioso y lleno de irreverencia, servil y tiránico, tenaz y voluble, avaro y generoso, fiel a su idea de la honra y al mismo tiempo sin probidad y sin fe, amante de la vida e inclinado al suicidio, y por último, tiene la intuición de lo que le falta, pero no sabe de qué manera adquirirlo.
Desprovisto de la actividad moral, así como de la fuerza de la percepción y del análisis que distingue al europeo; careciendo así mismo del espíritu sintético, del pensamiento flexible y del idealismo del asiático, se diría, sin embargo, que es el embrión de estas dos razas superiores. Los rasgos característicos del tipo oriental más bajo están en él ampliamente implantados: inmovilidad de espíritu, indolencia de cuerpo, ausencia de moralidad, superstición, niñería, todo lo que hace que los egipcios llamen a los berberiscos y a los negros la raza perversa de Kous.
En tanto que el beduino habitante del desierto fundamenta su prestigio en el buen trato hacia los huéspedes, el africano de esta región obliga al viajero a comprarlo todo, y le dejaría morir de hambre en medio de la abundancia si no tuviera perlas ni tela. Del mismo modo que no tendría seguridad en la hospitalidad que le dieran sin el temor que las armas de fuego inspiran a estos salvajes y sin el interés comercial que obliga a los jefes a proteger a los comerciantes.
Si no fuera previsor, no pediría perlas o tela con una avidez repugnante por hacer el más pequeño servicio. No hará nada que no haya sido pagado de antemano, y en un momento de capricho, abandona al instante todo lo valioso que ha ganado. Sacrifica sus más altos intereses por el simple placer de escaparse, llevado por ese loco amor a la variedad que caracteriza al marinero europeo, y su ambición nada puede contra su indolencia, tanto más irremediable cuanto que es un resultado de la influencia del clima.
En estos lugares de una fertilidad exuberante, la naturaleza ha hecho de su generosidad una maldición para el hombre, pues al proporcionarles raíces, hierbas, fruta, caza y algunos granos, con los cuales se contenta, le ha dispensado del trabajo, pero le ha vuelto inútil para el progreso.
En este grado de la escala social se comprende que el amor a la verdad no sea considerado una virtud.
Mentir es, por otra parte, la costumbre del débil y del oprimido, así como su medio de defensa. Sin embargo, para el africano es algo más, y podría decirse que goza mintiendo.
El fetichismo permanece como única religión de estos africanos. Se trata de una superstición grosera, la verdadera religión de los sentidos, el abyecto culto al miedo, propio de las razas que permanecen en la infancia, que no han llegado todavía al deísmo, y que son incapaces de elevarse a una religión de amor y a una fe completa en los destinos superiores del hombre.
Nacido del terror, poblando de enemigos los espacios invisibles, suponiendo perversa la materia, mezclando la maledicencia en todo, el fetichismo alimenta las pasiones más viles, y sugiere los odios más cerebrales. Todas sus prácticas tienen por objeto alejar el mal de sí mismos transfiriéndoselo a otros. De esta idea resulta la indagación de los medios sobrenaturales y la influencia de los exorcistas, que arrancan necesariamente de la manía al demonio.
Y aquí debemos decir una palabra sobre un asunto que hiere en el corazón a todos los hombres generosos: el asunto de la trata de esclavos. Su origen en el este de África se pierde en la noche de los tiempos. Surgida probablemente como resultado del antiguo comercio con la Arabia feliz, la venta del hombre se menciona ya en el capítulo III del Periplo, que habla de ella como de una institución local.
Sin embargo, muchos de estos pueblos compran esclavos más que venderlos. Bien es verdad que venden los que han capturado en sus guerras, pero no trafican con los hombres de su tribu, a no ser que sean criminales convictos de robo, asesinato, hechicería, o de haber tenido los dientes de la mandíbula superior antes que los incisivos inferiores. No obstante, movido por la necesidad, un hombre venderá a su padre, a su madre, a sus mujeres, a sus hijos, y si este recurso no le basta, se venderá él mismo, sin que esto le deshonre. En ciertos lugares la costumbre permite al tío disponer de sus sobrinos.
Es raro, debemos confesarlo, que el transporte de los esclavos presente en esta parte de África el aspecto cruel que ofrece en otras partes. El individuo-mercancía está bien alimentado y trabaja poco, mientras que un porteador, que no pertenece más que a sí mismo, es abandonado sin vacilación alguna en medio del sendero si cae enfermo o faltan las provisiones. Además, el trabajo forzado y gratuito, que es la esencia de la esclavitud, es mucho más general y más duro en la India independiente que en el este de África, donde el hombre no está sujeto a la gleba como lo está en la India por la insultante servidumbre de Malabar.
El tráfico del hombre se divide aquí en dos especies: el que provee a las necesidades del interior y el que da lugar a la exportación. En el primer caso se hace de tribu a tribu y se trata de una esclavitud que será duradera.
No solamente el tráfico humano embrutece a la raza vendida, sino que detiene el desarrollo material de la población. El esclavo, que representa un valor pecuniario, puede estar más gordo y ser más feliz de lo que lo hubiera sido en su casa, pero para conseguirlo se hace una razzia.
Efectivamente, las guerras africanas no tienen más que un objeto: el robo de ganado y la captura del hombre. Algunas tribus pastoriles establecen el principio de que los animales bovinos fueron creados por su primer padre, que éste se los dejó y que, en consecuencia, sólo ellas tienen el derecho de poseer rebaños. En la práctica, no desea los de las otras, y sólo roban el ganado para hartarse de carne.
Pero esta teoría tan sólo permanece vigente en algunas hordas medio salvajes, como los marais, los coafis, los roris y los tutas. El esclavo es con mayor frecuencia el objeto de las expediciones armadas. Considerada como una de las costumbres del país, la persecución del ganado humano está llena de atractivos para estos salvajes. Al beneficio de la guerra, une todos los placeres de la caza, y tiene sus peligros y sus emociones: rompe la monotonía de la existencia, le ofrece un objetivo, abre un camino al valor y a la astucia y proporciona gloria a la vez que sólidos provechos.
Por ello el estado de guerra se eterniza. Las razzias y las invasiones se suceden periódicamente. Un jefe poderoso no permite a sus vecinos ser más ricos que él. El motivo de la querella se encuentra rápidamente: el fuerte ataca al débil, se lleva el ganado, quema las chozas, se apodera de los súbditos del vencido y los vende al primer tratante que pasa. Así, los habitantes de esta tierra fecunda se han transformado en lobos que se devoran. Esta perpetua destrucción, en un país poco poblado, seca las fuentes de la riqueza y ahoga el progreso en su raíz.
En su estado actual, el africano no quiere trabajar: toda su ambición se reduce a poder comprar esclavos que cultiven, siembren y recolecten para él. Pero cuando las relaciones con la zona marítima se amplíen y hagan nacer nuevas necesidades en estos pueblos que, sin hacer nada, tienen lo suficiente; cuando el deseo dé lugar al esfuerzo; cuando los cambios hayan establecido cierta solidaridad entre estas hordas que hoy no tienen interés más que en destruirse; cuando el hombre, en fin, útil a la sociedad, descubra que es más valioso por su trabajo que por su venta, veremos desaparecer el mal, y la negra Raquel, que hasta entonces llorará por sus hijos, podrá secar sus lágrimas y se dormirá consolada.
Mientras tanto, esos filántropos que siembran la buena semilla y confían la cosecha al porvenir, sepan con alegría que la extinción de la esclavitud será saludada con júbilo en toda África oriental. Estos infelices, despojados y robados a sí mismos por una legión de opresores, dicen con frecuencia: «Nosotros somos la carne, y ellos son el cuchillo».
Terminaremos repitiendo muy alto que para regenerar este fértil país es necesario contar con el comerciante más que con el misionero. El hombre, que podrá enriquecerse por la acumulación de los productos que le rodean, no querrá arriesgar su vida en esas guerras perpetuas que ahora hace a su vecino con la esperanza de capturarle para venderle, y el comercio, al generar intereses dependientes de sus relaciones con los extranjeros, endulzará sus costumbres y le hará comprender la solidaridad humana mucho mejor que los sermones más elocuentes.
Como el porvenir se aproxima día a día y las barreras y obstáculos se empequeñecen más y más, llegará el momento en que las necesidades sociales, que en los decretos de la Providencia constituyen el más eficaz de los motores de la civilización, elevarán al África al rango que debe ocupar en la gran familia humana, de la cual está hoy desgraciadamente excluida.
Hay ya quien se ocupa de una línea de vapores que, partiendo del cabo de Buena Esperanza, llegue hasta el mar Rojo, recalando en las islas y lugares más importantes de la costa africana: éste sería el primer paso hacia el progreso. En este país en que el hierro y la madera abundan, sería fácil construir una vía férrea en la que, a causa de la mosca venenosa, se emplearían asnos para arrastrar los vagones. El comercio languidece en esta región, tal como es actualmente; el capital disponible está sin empleo; los productos no tienen valor y muchas provincias permanecen todavía inexploradas. El remedio a todos estos males consiste en facilitar las comunicaciones entre la costa y el interior, y tenemos la seguridad de que eso se hará pronto.
El 22 de marzo de 1859 los girasoles y los cocoteros de Zanzíbar desaparecieron de nuevo ante mis ojos, y el 16 de abril, después de haber franqueado tres veces el Ecuador, nos detuvimos cerca de las negras murallas de Aden. Pero los médicos manifestaron que para el restablecimiento de mi salud eran necesarios el reposo y el clima de Europa, y en consecuencia el 28 del mismo mes me despedí de las comarcas orientales, saludando poco después las costas de la vieja Inglaterra.