CAPÍTULO PRIMERO
DESASTRE EN BERBERA EN 1855.—EXPEDICIÓN PARA ESTUDIAR EL MAR DE UJIDJI EN 1857.—ASPECTO DE LA COSTA DE ZANGUEBAR.—EL PUEBLO DE CAOLÉ.—POBLACIÓN DE LA COSTA.—INTRIGAS PARA ARRUINAR EL COMERCIO EXTRANJERO.
En el año 1855, es decir, dos años después de mi viaje a Medina y la Meca, concebí el atrevido proyecto de atravesar el gran continente africano de Nordeste a Sudoeste, esto es, desde el estrecho de Bad-el-Mandeb al océano Atlántico, acompañado por tres valientes camaradas, los tenientes Speke, Herne y Stroyan. Por circunstancias imprevistas y superiores a nuestra voluntad, esta expedición no pudo ser más desgraciada: a pesar de nuestros esfuerzos no nos fue posible pasar de Harar, y durante la noche del 19 de Abril, cuando regresábamos a Berbera, nuestro campamento fue atacado por fuerzas tan considerables que hicieron imposible la resistencia. Stroyan murió en el combate; Speke recibió once heridas, afortunadamente de poca consideración, y Herne y yo escapamos a la muerte de milagro.
Este desastre no me desanimó, ni me impidió formar para el porvenir nuevos proyectos de exploraciones y descubrimientos.
El 16 de Junio de 1857, al mediodía, después del considerable gasto de pólvora con que, según es costumbre, se anuncia en Oriente cualquier acontecimiento notable, desde el nacimiento de un príncipe hasta la partida de un obispo, la Artemisa, magnífica corbeta de vela, salió del puerto de Zanzíbar. Éste nombre viene de la voz zang, que significa negro, y de la palabra bar, que quiere decir región: así pues, Zanzíbar y Zanguebar tienen la misma significación en nuestra lengua, y equivalen a tierra de los negros o Nigricia. La Artemisa llevaba a bordo al capitán Speke y a mí, a dos jóvenes naturales de Goa, a dos negros encargados de cuidar nuestras armas, y a ocho indígenas de Belutchistan que nos había dado para escolta y defensa el sultán de Zanzíbar, Said-Medjid.
En virtud del parecer del cónsul inglés, el coronel Hamrton, cuya opinión consulté, y que desgraciadamente estaba a punto de morir, comprendí que era conveniente modificar el plan de expedición trazado por la comisión organizadora de la Real Sociedad de Geografía de Londres. Así pues, en vez de salir de Quiloa para ir a buscar el lago o uyanza de los Maravis, obtuve autorización para formar en la comarca de Zanzíbar una expedición cuyo principal objeto era determinar los límites del lago llamado mar de Ujidji, examinar las diversas producciones de aquella región casi desconocida, y estudiar el carácter y las costumbres de sus habitantes. Con este objeto, la Compañía de las Indias, a petición de la Sociedad de Geografía, me había concedido dos años de licencia, y el ministerio de Negocios extranjeros me acordó una subvención de veinticinco mil francos.
Poco después de las seis de la tarde, la Artemisa echó sus anclas en frente de la punta de Wale, lengua de arena poco elevada sobre el mar, cubierta de espesos bosquecillos, y situada aproximadamente a ciento treinta kilómetros de la desembocadura del Kingani y del puertecillo de Bagamoyo.
A primera vista, el aspecto de esta costa ondulante, llamada la Mrima, no puede ser más pintoresco. El océano índico se estrella en hirvientes remolinos sobre un detritus de corales y madréporas, que forman arrecifes señalados por la espuma de las olas, y abre en la costa profundas hendiduras donde el mar, después de haber apagado su furia contra los bancos de arena o las rocas escarpadas, se duerme tan mansamente como las aguas de un estanque.
Por otra parte, las puntas y los islotes, por poco que se dejen ver sobre la superficie del mar, aparecen cargados de una vegetación exuberante y lujuriosa, producto de la influencia vivificante del sol de los trópicos y de las lluvias torrenciales, que humedecen y ablandan aquel suelo endurecido. Bosquecillos de mangles blancos y encarnados cubren la orilla de las lagunas, y en la marea baja el cónico cimiento de raíces que sostiene cada árbol queda descubierto, ofreciendo un espectáculo extraño; las jóvenes palmeras, coronadas por ramilletes de un verde brillante, se elevan en medio de las adultas; las flores moradas y las suculentas hojas de una especie de convólvulo se destacan sobre la blanca llanura, reteniendo la arena que la tapiza, y las ostras se agrupan a flor de agua, agarrándose al tronco de los paletuvios.
Sobre la línea del mar, una espesa muralla de verdor o bosquecillos deshojados por la violencia de los monzones o vientos periódicos, revelan la posición de los asentamientos que se extienden por la costa, recordando en cierto modo a los arrabales de una ciudad populosa, y de los que contamos treinta en un espacio de cinco kilómetros aproximadamente. Aquí y allá montecillos derruidos rompen la verde alfombra de la tierra, bañando con su color rojizo el tinte monótono de la llanura[12]; y en fin, detrás del suelo de aluvión, que en una anchura que varía de cinco a diez kilómetros compone el litoral, se levanta una línea azulada que se distingue desde Zanzíbar; son las dunas, que constituían en otro tiempo el fondo del golfo y que sirven actualmente de frontera a los indígenas.
Durante los diez días que estuvimos anclados tuvimos tiempo de sobra para contemplar a nuestro gusto aquel paisaje. El sultán Said-Medjid nos había proporcionado para conducir la caravana un mestizo llamado Seid-ben-Selim, que trató inútilmente de retrasar la partida cuanto le fue posible, marchándose finalmente a la costa antes que nosotros para contratar los porteadores que necesitábamos para transportar nuestro equipaje. Pudo reunir treinta y seis, y sin perder un solo día los hicimos salir hacia el Kuthu, con el fin de ponerles fuera del alcance de los mercaderes y traficantes árabes, que se ocupaban de formar caravanas. Se alejaron lanzando gritos de alegría, bajo la dirección de dos esclavos que merecían nuestra confianza, y llevando mercancías valoradas en tres mil ochocientos francos.
Aproveché este intervalo para ir con la mayor frecuencia posible a Caolé, pueblecillo de la costa conquistado por el sultán Said con el objeto de proporcionar al comercio un puerto de partida. Recogí las noticias que necesitaba, tomé varias notas y activé nuestros preparativos de marcha. Caolé es el tipo verdadero de los pueblos marítimos de esta región, en la cual, y especialmente entre Quiolá y Melinde, se ignora lo que es una ciudad.
Figúrese el lector una empalizada en el interior de la cual se hallan doce o catorce habitaciones, construidas con barro y zarzos de ramas de mangles envueltas en su corteza, divididas en muchos compartimentos y separadas de sus inmediaciones por una serie de grandes patios cuidadosamente enlosados, destinados a los niños y a las mujeres. Estas especies de casas no tienen ventanas, pero la techumbre, formada con grandes hojas de cocotero, se eleva por encima de los muros, de forma que el aire puede penetrar en las habitaciones. El alero del tejado, sostenido por vigorosos postes, abriga un ancho banco de arcilla cubierto de hojas, que sirve de taller, de tienda y de mostrador. Algunas de estas casas tienen casi un segundo piso con la especie de sobradillo o camaranchón, que puede servir de alcoba, o como almacén para guardar las mercancías. Alrededor de las más grandes se elevan cabañas y chozas africanas, cuya forma característica es la de un montón de estiércol.
La población de esta costa montañosa que, como hemos dicho antes, lleva el nombre de Mrima, se divide en mulatos árabes y en clanes marítimos. En general no son buenos musulmanes, pero es cierto que están dotados del fanatismo necesario para hacerlos peligrosos. Estos pobladores gozan de cierta independencia, pese a lo cual reconocen la autoridad del sultán de Zanzíbar, y profesan una antipatía natural, aumentada con las rivalidades comerciales, a los mercaderes árabes de sangre pura, que siempre atraviesan este distrito sin detenerse. La presencia de estos extranjeros es considerada por ellos como un menoscabo de sus derechos, y aprovechan cuantas ocasiones se les presentan para despojar a estos intrusos de sus pertenencias, hacer fracasar sus proyectos, y alejarlos del interior. Al igual que sus antepasados, sólo manifiestan aborrecimiento hacia los europeos, a quienes temen enormemente, y especialmente a los ingleses, a quienes llaman Beni Nar, que quiere decir hijos del fuego.
Los indígenas de sangre mezclada, árabe y africana, se hallan establecidos principalmente en la costa, pasando su vida entregados a una relativa ociosidad, alimentada por dos fecundas fuentes: el pillaje que ejercen contra las caravanas de mercaderes que vuelven de los países del interior, y el cultivo que realizan sus numerosos esclavos de extensos campos de legumbres y cereales, cuyos productos se venden en el mercado de Zanzíbar, exportándose luego hasta Arabia.
Estas gentes forman una raza despreciable que no se ocupa de otra cosa que no sea comer, beber y fumar. Las visitas, el baile, la intriga y el crápula, absorben completamente el resto de su tiempo. Podrían tener algodón de muy buen calidad y exquisito café; podrían también recolectar goma copal, cuidar sus cultivos y multiplicar sus fuentes de producción y riqueza; pero mientras quede en sus casas un puñado de grano, ninguno es capaz de coger un azadón.
Es sumamente raro que los hombres se dejen ver en público sin ir armados con un sable, una lanza o, por lo menos, un garrote; aunque lo que más felices les hace es la posesión de una sombrilla, y cuando la tienen se les ve rodar toneles sobre la playa o hacer cualquier otro trabajo a la sombra de este objeto de lujo.
El traje de las mujeres se compone de una túnica sumamente estrecha o de una pieza que, pasando por encima de los hombros y cayendo hasta el tobillo, recuerda a los abrigos que llevaban las europeas hará cosa de medio siglo. Nada más desairado que este vestido que oprime y consume el pecho, sin demostrar claramente la estrechez de las caderas.
Por lo demás, la mujer libre se distingue de la esclava por un pedazo de tela que le cubre la cabeza. Como sucede entre los beduinos y entre los persas de Iliyat, las mujeres de la Mrima salen a la calle sin ir cubiertas con el velo, aun cuando estén casadas. Su adorno más preciado es un collar hecho con dientes de tiburón, y sus orejas, cuyos lóbulos llegan a adquirir unas dimensiones verdaderamente prodigiosas, están adornadas con un rollo de hojas de coco de formas diversas, en un disco de madera, con una placa de goma copal, y otras veces con una nuez de betel o un manojito de paja. La nariz izquierda, perfectamente perforada, lleva una aguja de plata, de cobre o de plomo, y a veces una espina de pescado o un pedacito de madera. Su cabellera, así como todo su cuerpo, está impregnada abundantemente con aceite de coco o de sésamo.
Estas aldeas están gobernadas por unos jefes que llevan el título de chomhuis, los cuales dependen del sultán de Zanzíbar, y cuyo número está en razón inversa de la importancia de las localidades que explotan. Estos pequeños tiranos gozan del privilegio de imponer multas, elevar la tara o derechos de paso y cobrar impuestos. Tienen además otras ventajas características, como la autorización para llevar turbante en la cabeza, y en los pies una especie de zuecos llamados kabkabs. También pueden sentarse en una silla o un sofá, cubriéndole con una rnkeka, hermosa alfombra de colores, en tanto que los demás mortales, de permitirse semejante lujo, serían sancionados con una multa consistente en una o varias cabras, o un buey. Según las órdenes del sultán de Zanzíbar, un chomhui no tiene el derecho de obligar a los extranjeros a ir al puerto que gobiernan, pero estas órdenes no se cumplen nunca. El jefe reúne una tropa compuesta por sus parientes, sus amigos y esclavos, y con ella sale hasta una distancia de trescientos kilómetros a encontrar a los viajeros, a quienes con el pretexto de enseñarles el camino, y empleando alternativamente la astucia y la violencia, la seducción o la amenaza, llevan con la caravana hasta la aldea, donde son esperados. Allí les obliga a pagar el gobierno de cuarenta a ochenta francos por frasilá (peso de dieciocho kilos) de género, y además les saca, con destino a un tesoro privado, otra buena cantidad bajo diferentes pretextos, como cinco francos para el ugalí, que es un potaje de maíz que simboliza el derecho de consumo, y otros tantos para el uso de las aguas, que equivale a una propina.
Una vez pagadas estas innumerables gabelas, el propietario de las mercancías llega a manos de los banianos, negociantes indios que, gracias a su perseverancia y habilidad, han concentrado en sus manos casi todo el comercio de Zanguebar y de Mascate. Estos banianos, que por medio de un presente han puesto de su parte al chomhui, compran al mercader por setenta o cien francos lo que vale cerca de trescientos. Si el desventurado vendedor tiene la torpeza de preferir el numerario a los artículos de cambio, como es incapaz de distinguir un céntimo de un franco o de un dólar, pierde aún más que si cambiase sus géneros por los objetos de pacotilla que le destina el comercio, y si es experto en materia de telas o de quincalla, se ve puesto en la dura alternativa de volverse con su cargamento o dejarse robar.
Este es el sistema en vigor. Los detalles difieren según el lugar, pero el principio es siempre el mismo: el trabajo y las pérdidas para el salvaje, las ganancias y el provecho para las gentes de la costa y sus jefes. Por esta razón demuestran éstos una desconfianza tan hostil a los europeos, quienes alterando bases del negocio, podrían quitar a este régimen lo que tiene de lucrativo.