PREFACIO

Aun siendo contrario a escribir tanto como a leer prolegómenos difusos, el autor se ve obligado a relatar con cierta amplitud las circunstancias que desembocaron en la redacción de estas páginas.

En mayo de 1849 el fallecido vicealmirante Sir Charles Malcolm, antiguo superintendente de la armada india, solicitó, junto con el señor William John Hamilton, entonces presidente de la Real Sociedad Geográfica de Gran Bretaña, el permiso del consejo directivo de la honorable Compañía de las Indias Orientales para explorar los recursos productivos del desconocido país de Somalia en el este de África[1]. Recibió una respuesta en el siguiente tono:

«Si una persona fiable y adecuada se ofrece voluntaria para viajar al país de Somalia lo hará por su propia cuenta, sin que el gobierno le conceda más protección de la que dispensaría a un individuo totalmente desconectado de este servicio. Se permitirá al oficial que obtenga autorización para realizar este viaje que, durante su ausencia por causa de esta expedición, conserve la paga y atributos de que disfrute en el momento en que se le otorgue el permiso; se le proporcionará el equipo necesario, se le dará un pasaje de ida y vuelta y se le pagarán los gastos inherentes al viaje».

El proyecto permaneció en estado de letargo hasta marzo de 1850, cuando Sir Charles Malcolm y el capitán Smyth, presidente de la Real Sociedad Geográfica de Gran Bretaña, visitaron a los miembros directivos de la Compañía de las Indias Orientales y fueron informados de que, si presentaban una relación de todo cuanto se necesitaba y especificaban cómo se llevaría a cabo la expedición, el documento sería sometido al gobernador general de la India junto con la recomendación de que, si no surgían objeciones debidas a los gastos u otras causas, se permitiese a una persona adecuada explorar el país de Somalia.

Sir Charles Malcolm ofreció entonces el mando de la expedición al doctor Cárter, de Bombay, un oficial de excelente reputación conocido en el mundo indio por sus servicios a bordo del bergantín Palinurus durante el periodo en que se encargó de la supervisión marítima de Arabia oriental. El doctor Cárter accedió de inmediato a las condiciones propuestas por los creadores del proyecto; pero como su principal objetivo era comparar la geología y la botánica del país somalí con los resultados de sus viajes por Arabia, sólo se comprometió a atravesar la parte de África oriental situada al norte de una línea trazada entre Berbera y Ras Hafun o, lo que es lo mismo, las montañas marítimas de Somalia. Su estado de salud no le permitía aventurarse solo en tan agrestes regiones, por lo que necesitaba una embarcación que le llevara de un lado a otro y le sirviera al mismo tiempo de almacén para obsequios y provisiones. De este modo esperaba fondear en los puntos más interesantes y adentrarse aquí y allí entre sesenta y ochenta millas en el interior del país, a través de la región que se proponía explorar.

El 17 de agosto de 1850 Sir Charles Malcolm escribía al doctor Cárter: «He estado en contacto con el presidente de la Real Sociedad Geográfica y otras personas. Todos han coincidido en que, aunque sin duda se recabaría información muy valiosa bordeando la costa, como usted propone, en los campos de la geología y la botánica, no es éste el primordial objetivo de la Sociedad Geográfica de Londres, que desea que se explore el interior». No obstante, el vicealmirante añadía que, dadas las circunstancias del caso, los planes del doctor Cárter habían sido aprobados y por tanto le rogaba que no tardara en hablar con el comodoro Lushington, entonces comandante en jefe de la armada india.

En mayo de 1851 murió el vicealmirante Sir Charles Malcolm: geógrafos y viajeros perdieron así a un amigo enérgico e influyente. Durante los diez años en que ejerció la superintendencia de la armada india este servicio alcanzó, pese a la carga de una profunda paz, el mayor grado de distinción de su historia. Permitía liberalmente que los oficiales a su mando emprendieran misiones de descubrimiento geográfico, siempre manteniendo su rango, paga y privilegios, siendo sufragados los gastos de sus viajes por los fondos de contingencia. Todos los documentos e informes presentados al gobierno local recibían una acogida favorable, y el viajero que obtuviera éxito en su exploración podía esperar distinciones y ascensos.

Durante la década comprendida entre 1828 y 1838 «los oficiales de la armada india viajaban, por así decirlo, con sus vidas en sus manos a través de los más salvajes distritos del este. Citemos entre ellos al fallecido capitán de fragata J. A. Young, los tenientes Wellsted, Wyburd, Wood y Christopher, al capitán de fragata retirado Ormsby, al hoy capitán de navío H. B. Lynch, C. B., a los capitanes de fragata Félix Jones y W. C. Barker y a los tenientes Cruttenden y Whitelock. Sus exploraciones se extendieron desde el Bósforo hasta el litoral indio. No es necesario hablar de la «vasta, inconmensurable valía de los servicios que los experimentados oficiales así empleados prestaron y siguen prestando a la ciencia y al comercio de su país, así como a todo el mundo civilizado: cualquier elogio por nuestra parte sería más que insuficiente». Estas son palabras de la Quarterly Review (número CXXIX de diciembre de 1839).

«En cinco años», sigue afirmándose en la revista, «los admirables mapas de este golfo coralino que es el Mar Rojo quedaron terminados: los horrores de la navegación habían dado lugar a la confianza inspirada por excelentes reconocimientos. En 1829 el Thetis, de diez piezas, al mando del capitán de fragata Robert Moresby, escoltó a la primera nave de carbón que hacía la travesía del Mar Rojo, de cuyas costas el diestro y emprendedor marino hizo un detenido reconocimiento que permitió la realización de las subsiguientes operaciones trigonométricas con las que se elaboran nuestros mapas actuales. Se utilizaron dos naves, la Benares, y la Palinurus, bajo el mando, la primera, del capitán Elwon, y la segunda del citado Moresby. No obstante, fue a este último oficial al que correspondió completar el trabajo. Puede concebirse una idea de los peligros que aquellos hombres tuvieron que afrontar mencionando tan sólo que el Benares embarrancó cuarenta y dos veces.

«Robert Moresby, el genio del Mar Rojo, dirigió también la exploración de las islas Maldivas y otros grupos conocidos como el Archipiélago Chagos. A duras penas evitó convertirse en una víctima mortal del nocivo clima de esta región, que sólo abandonó cuando se vio en la imposibilidad de seguir trabajando. Una hueste de oficiales jóvenes y fogosos: Christopher, Young, Powell, Campbell, Jones, Barker, y otros le secundaron competentemente; la muerte libró con ellos una ardua batalla durante varios meses, y tan paralizados estaban los vivos a causa de las terribles enfermedades que apenas se pudieron levar anclas para emprender la retirada hacia las costas de la India. Recobrados tras una pausa de tres meses, en ocasiones en puertos en donde venían a reforzarles miembros adicionales, los intrépidos supervivientes reanudaron su tarea, aunque a intervalos, y en 1837 ofrecieron al mundo un amplio conocimiento de grupos singulares que hasta entonces, pese a residir a 150 millas de nuestras costas, habían constituido un misterio por estar envueltos en los peligros que les rodeaban. Los magníficos mapas del Mar Rojo trazados por el fallecido comodoro Carless[2], entonces teniente, constituirán para siempre monumentos imperecederos de la Ciencia Naval India y del valor de sus oficiales y tripulaciones. Los del grupo de las Maldivas y Chagos, ejecutados por el hoy capitán de fragata y entonces teniente en funciones Félix Jones, fueron, según nos han dicho, de tanta calidad que la reina los consideró merecedores de su inspección personal».

«Mientras progresaban tan instructivas operaciones, había otros miembros de la profesión, no menos distinguidos, que se ocupaban de descubrimientos similares. La costa de Mekran, al oeste de Scinde, era poco conocida, pero pronto halló un lugar en las investigaciones hidrográficas de la India bajo la dirección del capitán de navío, entonces teniente, Stafford Haines y sus hombres, que eran los encargados de esta tarea. El viaje al Oxus, realizado por el teniente Wood, compañero de Sir A. Burnes en sus misiones en Lahore y Afganistán, es una página de la historia que quizá no vuelva a abrirse para nosotros ni siquiera en la actualidad; mientras que los trazados que hiciera el teniente Carless de los canales del Indo nos descubren unas regiones que sólo la espada de Sir Charles Napier estaba destinada a revelar en toda su complejidad».

«Los diez años anteriores a 1839 fueron de incierto descanso, como el que suele preceder a los grandes acontecimientos. Este descanso ofreció la posibilidad de consagrar grandes periodos de tiempo a la investigación, siendo en tal intervalo cuando se delinearon el litoral de la isla de Socotora y la costa sur de Arabia. Además de los excelentes mapas de estas regiones, debemos a las sucesivas investigaciones la espléndida obra sobre Omán del fallecido teniente Wellsted, de este mismo servicio, así como los valiosos relatos fruto de la pluma del teniente Cruttenden[3]».

«Además de los trabajos que hemos enumerado, vieron la luz otros de idéntica naturaleza, pero a menor escala, realizados en la misma época y en torno a nuestras propias costas. El golfo de Cambay y las peligrosas arenas conocidas como “Márgenes de las Molucas” fueron explorados y cartografiados por el capitán de navío Richard Ethersey, ayudado por el teniente, ahora capitán de fragata, Fell. El puerto de Bombay volvió a ser delineado a gran escala por el capitán R. Cogan, con el concurso del teniente Peters, ambos fallecidos en la actualidad. Y cuando apenas se había secado la tinta que delimitaba los contornos de las Maldivas, los oficiales ocupados en esta tarea fueron requeridos por las autoridades al servicio de Su Majestad responsable del gobierno de Ceilán para emprender estudios trigonométricos de esta isla y los azarosos y poco profundos golfos situados a ambos lados del trecho arenoso que la comunica con la India. Fueron los hoy capitanes de navío F. F. Powell y Richard Ethersey, a bordo de las goletas Royal Tiger y Shannon, secundados por el teniente (ahora capitán de fragata) Félix Jones y el fallecido teniente Wilmot Christopher, caído en acción frente a Mooltan. El primero de estos oficiales tenía a su cargo una de las naves bajo el mando del teniente Powell, y el segundo otra bajo las órdenes del teniente Ethersey. Los mapas del paso de Pamban y los estrechos de Manaar se deben al teniente Félix Jones, que era el cartógrafo de esta expedición: no hay más que estudiarlos, hablan por sí solos[4]».

En 1838 Sir Charles Malcolm fue sucedido por Sir Robert Oliver, «un viejo oficial de la vieja escuela», un estricto disciplinarista, servidor fiel y honesto del gobierno, pero al mismo tiempo un hombre violento, cargado de limitaciones y prejuicios. Quería «marinos», individuos diestros con el cable y el aparejo, avezados en el conocimiento del disparo y la esgrima; le gustaba la «ley del pulgar», detestaba las «elucubraciones literarias», y en definitiva profesaba un profundo desdén a la ciencia. Una veintena de viajes de reconocimiento fueron interrumpidos como medida inaugural, provocando la pérdida de varios millares de libras, sin mencionar contingencias como la del Memnon[5]. Se retiraron privilegios a los pocos oficiales que obtenían permisos especiales, y la trabajosa vida a bordo de las naves se convirtió en algo sistemáticamente monótono e incómodo: un dicho local la describe como «muchos galones y ninguna estrella». Pocas medidas se omitieron para aumentar el impacto del contraste. No se hizo caso de los documentos enviados al gobierno, y el hombre que trataba de distinguirse por miras más elevadas que sus deberes cotidianos en cubierta quedaba marcado como objeto de la apasionada aversión del siempre malhumorado comodoro. No había lugar para mapas y planos; valiosos estudios originales, de los que no existían copias, yacían amontonados con el ladrillo y el cemento utilizado para la reconstrucción de las oficinas de la Marina. No se entregaba instrumental para las naves e incluso se dio el caso de que se rehusó proporcionar un barómetro a cierto solicitante, que tuvo que pedirlo numerosas veces durante cinco años. Mientras Sir Charles Malcolm dirigió los muelles de Bombay el nombre de Inglaterra fue honrado y respetado en los mares indios, africanos y árabes. Cada buque portaba sus presentes fusiles: pistolas, pólvora, Abbas, tela carmesí, chales, relojes, telescopios y artículos similares confiados a los oficiales que visitaban el interior durante sus permisos. Una orden de Sir Robert Oliver eliminó los obsequios y también los instrumentos, desapareciendo con ellos la justa idea de que nuestra fe y grandeza como nación habían alimentado las razas marítimas, que esperaban con impaciencia a nuestros navegantes. Fue así como la marina india se redujo, con la negligencia y la rutina, a un mero servicio de transportes que sólo destacaba por las continuas reyertas entre tenientes de marina y tenientes de tierra, oficiales de la armada y oficiales del ejército, sus «pasajeros». Lo que dio como resultado esa falta de iniciativas, a la que aludió ex cathedra un ya fallecido presidente de la Real Sociedad Geográfica de Gran Bretaña, que caracteriza ahora a la India Occidental, en otro tiempo tan célebre por su ardor en la aventura.

Pero volvamos al tema del descubrimiento de África oriental. El comodoro Lushington y el doctor Cárter se reunieron para concertar diversas medidas antes de presentar los planes de la expedición somalí. Se decidió incluir a tres personas, los doctores Cárter y Stocks y un oficial de la armada india; también se solicitaron los servicios de una nave en la costa de África. Todos estos preparativos tuvieron lugar en 1851, pero más tarde el comodoro Lushington dimitió de su cargo y el proyecto fue olvidado.

El autor de estas páginas, tras su regreso desde el Hiyaz a Bombay, concibió la idea de revivir la expedición somalí. Resolvió partir en la primavera de 1854, acompañado por dos oficiales, para penetrar en Zanzíbar vía Harar y Gananah. Sus planes fueron escuchados con interés por el muy honorable Lord Elphinstone, esclarecido gobernador de la colonia, y también por las autoridades locales entre las que debo distinguir a James Grant Lumsden, entonces miembro del consejo, que siempre despertará en mi ánimo los más vivos sentimientos de gratitud y afecto. Pero juzgándose necesario solicitar una vez más la autorización del cuerpo directivo, el 28 de abril de 1854 se envió una carta a tal efecto desde Bombay con cálidas recomendaciones. Durante el periodo de espera el teniente Herne, del Primer Regimiento Europeo de fusileros de Bombay, oficial experimentado en reconocimientos, fotografía y mecánica, obtuvo un permiso junto con el que escribe, además de un pasaje gratuito para Aden, en Arabia. El 23 de agosto fue despachada al fin la respuesta favorable del consejo directivo.

Mientras esto sucedía, el más doloroso acontecimiento modificó el plan original. El tercer miembro de la expedición, el cirujano ayudante J. Ellerton Stocks, cuyos brillantes logros como botánico, largos y azarosos viajes, y mentalidad eminentemente práctica le recomendaban para los honores y esfuerzos de una exploración por África, murió de forma repentina en la flor de la vida. Sus amigos le añoran por numerosas razones: querido de todos, dejó un vacío en su círculo social que nadie más podría ocupar, y debemos lamentar que el destino no le concediera tiempo, tras infundirle la voluntad y capacidad necesarias, para trazar una huella más honda y perdurable en las férreas tablas de la fama.

Perdida la esperanza de llevar a cabo su proyecto inicial, el autor decidió convertir la geografía y el comercio del país de Somalia en sus principales objetivos. A tal fin solicitó del gobierno de Bombay la ayuda del teniente William Stroyan, un oficial distinguido por sus reconocimientos de la costa de la India Occidental, el Sind y los ríos del Punjab. Resultó difícil que se prescindiera de tan valiosas dotes para ponerlas al servicio del descabellado plan de penetrar en la zona oriental de África. No obstante, los incesantes y enérgicos esfuerzos que habían respaldado el plan del autor nos ayudaron una vez más a salvar todos los escollos, y al iniciarse el otoño de 1854, el teniente Stroyan recibió autorización para unirse a la expedición. Al mismo tiempo, el teniente J. H. Speke, del 46 Regimiento de Bengala, que había pasado varios años obteniendo especímenes de la fauna del Tíbet y el Himalaya, se ofreció a compartir con nosotros las penalidades de la exploración africana.

En octubre de 1854, el autor y sus compañeros recibieron en Adén la sanción del consejo directivo. Teníamos la intención de marchar juntos, utilizando Berbera como base de operaciones, hacia Harar, y de allí rumbo a Zanzíbar, en dirección Sudeste.

Pero la sociedad de Aden opuso mil inconvenientes a semejante expedición. Las toscas maneras, aspecto fiero e insolentes amenazas de los somalíes —efectos de nuestro pacífico mandato— habían predispuesto a la magnífica colonia a vivir bajo el «Ojo del Yemen» con una idea de peligro extremo. El espíritu anglosajón sufre de confinamiento, según se ha observado, entre muros que no sean de madera, y el europeo degenera con tanta rapidez como sus perros de presa, sus gallos de pelea y otros animales combativos en los tórridos, enervantes e insalubres climas de Oriente. Se definió al que escribe y sus camaradas como hombres que caminaban deliberadamente hacia su propia destrucción, y los somalíes de Aden se apresuraron a imitar el ejemplo de sus gobernantes. Los salvajes habían oído hablar de la costosa misión de Shoa, sus trescientos camellos y cincuenta muías, y estaban ansiosos por asistir a otra representación del drama: según ellos era absolutamente necesario hacer un gran dispendio, organizar festejos en cada poblado, propiciar la ayuda de los jefes con magníficos regalos y gastar dólares a puñados. El residente político rehusó suscribir el programa propuesto, y su objeción exigió un nuevo cambio de planes.

Al fin el teniente Herne recibió la orden de desplazarse, tras iniciarse la estación seca, a Berbera, donde no se preveía el menor peligro. Se consideró que la residencia de este oficial en la costa despertaría un sentimiento amistoso entre los somalíes y, como los hechos demostraron más tarde, facilitaría la salida de Harar por parte del autor, aterrorizando al gobernante al poner en entredicho la seguridad de sus caravanas[6]. El teniente Herne, al que el primero de enero de 1855 se unió el teniente Stroyan, vivió en la costa africana de noviembre a abril. Se informó sobre el comercio, las rutas caravaneras y el estado del tráfico de esclavos, visitó las montañas próximas al litoral, hizo dibujos de todos los lugares de interés, y realizó una serie de observaciones meteorológicas y de otra índole como preludio a un examen más exhaustivo.

El teniente Speke recibió instrucciones de desembarcar en Bunder Guray, un pequeño pueblo situado en Arz el Aman o «Tierra Segura», como los somalíes de barlovento denominan a su país. Su objetivo consistía en recorrer el famoso Wadi Nogal, estudiando su cuenca y otras peculiaridades, comprar caballos y camellos para su posterior utilización por el grupo expedicionario y recoger especímenes de la tierra rojiza que, según los antiguos viajeros africanos, denota la presencia de polvo de oro[7]. El teniente Speke partió el 23 de octubre de 1854 y volvió a Aden tres meses más tarde. A causa de la rapacidad y traición de su guía, no había logrado llegar a Wadi Nogal, pero al menos logró penetrar más allá de la cordillera marítima, y su diario demuestra que pudo recabar información nueva e importante.

Mientras tanto el autor, disfrazado de mercader árabe, hizo todos los preparativos necesarios para visitar la ciudad prohibida de Harar. Abandonó Aden el 29 de octubre de 1854, llegó a la capital del antiguo imperio Hadiyah el 3 de enero de 1855, y el 9 de febrero del mismo año regresó sano y salvo a Arabia, con el proyecto de adquirir víveres y provisiones para un segundo y más prolongado viaje[8].

Debe tenerse presente que la región atravesada en tal ocasión sólo era conocida de antemano por los vagos relatos de algunos viajeros nativos. Todos los descubridores de Abisinia habían visitado a los dankali y otras tribus norteñas; mas el país de los somalíes era aún una térra incógnita. Por otro lado, nadie había llegado hasta Harar, y pocas son las ciudades del mundo que en la actualidad, cuando recorremos el globo de uno a otro confín, no han abierto sus puertas a los aventureros europeos. La antigua metrópoli de la que fuera un día poderosa raza, único asentamiento permanente en el este de África, sede de la sabiduría musulmana y ciudad amurallada de casas de piedra, que tenía su jefe independiente, su población peculiar, una lengua desconocida y moneda propia, además de constituir un imperio del comercio cafetero, el cuartel general de la esclavitud, el lugar de nacimiento de la planta kat y la gran fábrica por excelencia de telas de algodón, bien merecía las fatigas de la exploración. Las páginas que siguen atestiguaran el éxito del autor. Por desgracia resultó imposible utilizar otros instrumentos que una brújula de bolsillo, un reloj, y un termómetro más destacable por su conveniente tamaño que por su exactitud. Pero así se abrió el camino para la observación científica: poco después de que el autor abandonara Harar, el emir o jefe escribió al residente político en funciones en Aden solicitando con vehemencia que se le proporcionase un «médico occidental» y ofreciendo protección a cualquier europeo que se dejase persuadir a visitar sus dominios.

En la narración de este primer viaje, el autor no vaciló en enriquecer sus páginas con observaciones extraídas de los escritos de los tenientes Cruttenden y Rigby. El primero incluyó dos documentos excelentes en la Transactions (Actas verbales) de la Sociedad Geográfica de Bombay: uno titulado Informe sobre la tribu somalí Miyyertheyn que habita los distritos que forman la Punta del Nordeste Africano y un segundo volumen titulado Memoria sobre las tribus occidentales o Edoor, que viven en la Costa Somalí del Nordestes de África; junto con las Ramificaciones Meridionales de la Familia de Darood, residentes en las márgenes de Webbe Shebayli, denominado comúnmente Río Webe. Por su parte, el teniente C. P. Rigby, del 16 Regimiento de Bombay, publicó, también en las Transactions de la Sociedad Geográfica de Bombay, su Esbozo del Lenguaje Somalí, con Vocabulario, que llenaba una gran laguna en los dialectos del este de África.

Si decide hojear las páginas de mi obra Primeros pasos por el Este de África, el lector quedará convencido de que el extenso país somalí en modo alguno está desprovisto de posibilidades. Aunque parcialmente desértico y poco habitado, posee valiosos artículos de comercio y sus puertos exportan los productos de los gurague, abisinios, galla y otras razas de tierra adentro. Los nativos del país son esencialmente comerciantes, que se han asumido en la barbarie por su situación política —la burda igualdad de los hotentotes—, pero parece poseer cualidades suficientes para una regeneración moral. Como súbditos ofrecen un favorable contraste respecto a sus parientes los árabes del Yemen, una raza tan indómita como los lobos que, invadida por los abisinios, persas, egipcios y turcos, ha conservado siempre un inquebrantable espíritu de libertad y ha conseguido quebrar siempre el yugo de la dominación extranjera. Durante media generación hemos sido amos y señores de Aden, llenando la zona sur de Arabia con nuestros calicós y nuestras rupias. Sin embargo, ¿cuál es allí el actual estado de cosas? Los beduinos nos desafían a abandonar el parapeto de nuestras pétreas murallas y luchar como hombres en el llano, los protegidos de los británicos son asesinados dentro del radio de alcance de nuestras armas, nuestros pueblos aliados han sido quemados a escasa distancia de Aden, nuestros desertores son bienvenidos, nuestros delincuentes y fugitivos reciben protección, se nos corta el suministro con excesiva frecuencia, la guarnición ha sido reducida a una lamentable condición por obra de un bandido semidesnudo —el perverso Bhagi, que asesinó a sangre fría al capitán Mylne, sigue deambulando sin castigo por las montañas—, los insultos más ofensivos son la única respuesta que hemos escuchado a nuestras propuestas de paz, la bandera inglesa ha sido mancillada impunemente, nuestras naves habían recibido órdenes de no actuar si no era en defensa propia, y nuestra renuncia a atacar fue interpretada como simple cobardía. Así es, y así será siempre, el carácter árabe.

La Sublime Puerta aún conserva sus posesiones en el Tahamah y las regiones limítrofes con Yemen a causa de las rigurosas medidas con que Mohammed Alí de Egipto abrió la ruta de Suez, hervidero de ladrones. Siempre que se asesina a un turco o a un viajero, se ordena salir a algún escuadrón de la caballería irregular, que no se anda con remilgos a la hora de vengarse y halla un gran placer en quemar un par de pueblos o arrasar la cosecha en torno a la escena del ultraje.

Un pueblo civilizado como el nuestro debe oponerse a semejantes medidas por diversos motivos, entre los que ninguno es más débil que el temor de perpetuar un conflicto sangriento con los árabes. Nuestras relaciones actuales con ellos son «una bonita reyerta» que con el tiempo no hará sino recrudecerse en lugar de disminuir. Mediante una severidad justa, sana y firme quizá inspiremos a los beduinos miedo en lugar de desdén; el mayor visionario se reiría de cualquier intento de animarle con sentimientos más elevados.

«La paz —afirma un sabio moderno— es el sueño de los sabios; la guerra es la historia del hombre». Abandonarse a tales sueños denota un escaso sentido de la realidad. No fue su «política de paz» la que dio a los portugueses unas posesiones litorales que se extendían del cabo Non a Macao. Tampoco fueron designios pacíficos los que ayudaron a los antiguos otomanos a alzarse victoriosos en los desiertos de Tartaria y de allí viajar a Aden, Delhi, Argelia y las mismas puertas de Viena. No fue mediante la paz como los rusos se asentaron en las orillas del Mar Negro, el Báltico y el Caspio, ocupando en el lapso de ciento cincuenta años y reteniendo, pese a la guerra, un territorio más vasto que Inglaterra y Francia juntas. No fue una política de paz la que permitió a los franceses anexionarse una tras otra las regiones del norte de África, hasta que el Mediterráneo pareció condenado a convertirse en un lago galo. Los ingleses de una pasada generación se hicieron famosos por ganar territorios en ambos hemisferios; sus vastas posesiones no fueron obtenidas merced a su voluntad de propagar la paz que, sin embargo, en dos claras ocasiones casi les ha hecho perder la «joya del Imperio Británico»: la India. El filántropo y el economista político quizá abriguen la esperanza, al protestar contra la expansión territorial, al abogar por una frontera compacta, al abandonar las colonias y cultivar el «equilibrio», de que mantengamos nuestro merecido puesto entre las grandes naciones del mundo. ¡Nunca! Los hechos históricos nos hacen llegar a inalterables conclusiones: las razas progresan o retroceden, se enriquecen o caen en el olvido: Los hijos del Tiempo, al igual que su padre, deben permanecer en constante movimiento.

La ocupación del puerto de Berbera ha sido aconsejada por numerosas razones.

En primer lugar, Berbera es la auténtica llave del Mar Rojo, el centro del tráfico de África oriental y el único punto seguro donde puede establecerse el comercio con el litoral occidental de Eritrea, desde Suez hasta Guardafui. Rodeada de tierras cultivables, y de montañas cubiertas de pinos y otros árboles valiosos, goza además de un clima templado, con un monzón regular y poco intenso; por este motivo, este puerto ha sido codiciado por distintos conquistadores extranjeros. Las circunstancias lo han puesto, por así decirlo, en nuestras manos, y si rechazamos semejante oportunidad habrá otras naciones menos ciegas que se apresuren a arrebatárnoslo.

En segundo lugar, estamos obligados a proteger las vidas de los súbditos británicos que viven en esta costa. En el año 1825 la tripulación del bergantín MaryAnn fue asesinada a traición por los somalíes. La consecuencia de un castigo sumario y ejemplar[9] fue que en agosto de 1843, cuando el vapor de guerra Memnon embarrancó en Ras Assayr, cerca del cabo de Guardafui, los bárbaros no intentaron ningún ataque, y nuestros marineros permanecieron varios meses en sus desérticas y desprotegidas costas reparando el buque. En 1855 los somalíes habían olvidado la lección, y reanudaron sus pillajes y asesinatos de extranjeros. Por lo tanto, resulta ostensible que no se puede confiar en este pueblo sin someterlo a vigilancia, y también que las naves suelen embarrancar con cierta facilidad en esta parte del Mar Rojo. Hace menos de un año la corbeta de vapor francesa Le Caiman se perdió a escasa distancia de Zaila; los beduinos somalíes reunieron a una hueste de fanáticos que, por fortuna, se dispersó antes de que corriera la sangre merced a los esfuerzos del gobernador y sus soldados. A nosotros corresponde evitar tales contingencias. Si uno de los buques de la Compañía Peninsular y Oriental se detuviera por accidente en estas inhóspitas costas, dada la situación actual, las vidas de los pasajeros, y también la carga, estarían en inminente peligro.

Al abogar por el establecimiento de un puesto armado en Berbera no se hace el menor hincapié en el tema de la esclavitud. Para terminar con este tráfico no es en absoluto necesario poseer un puerto destinado a la exportación. Siempre que un crucero británico reciba órdenes positivas y bona fide de buscar naves nativas y vender como recompensa todas aquellas que lleven esclavos a bordo, se asestará a tal comercio un golpe mortal.

En la última feria anual se tomaron ciertas medidas para castigar el ultraje perpetrado por los somalíes en Berbera en 1855. A su regreso a Aden, el autor propuso que fueran expulsados al instante del territorio inglés todos los clanes involucrados en la ofensa. Este paso preliminar fue llevado a cabo por el residente político en funciones de Aden. Además, se juzgó aconsejable bloquear la costa somalí, de Siyaro a Zaila, hasta que, en primer lugar, fueran entregados el asesino del teniente Stroyan y el rufián que intentó matar a sangre fría al teniente Speke[10] y, en segundo, los autores del pillaje compensaran por todas las pérdidas infligidas. La primera condición fue aprobada por el honorable gobernador general de la India, quien, sin embargo, se opuso al parecer a la demanda de dinero[11]. En la actualidad los cruceros Mahi y Elphinstone están apostados en el puerto de Berbera. Los somalíes han ofrecido una indemnización de 15.000 dólares y, como de costumbre, afirman que el asesino ha sido ajusticiado por su tribu.

Concluyamos. El autor ha tenido la satisfacción de recibir la promesa por parte de sus compañeros de que están dispuestos a unirse a él en una futura exploración africana. Los somalíes conocen los planes del europeo: si la pérdida de una vida, por muy valiosa que sea, constituye un obstáculo para la realización de estos últimos, se verá privado de la estima de las razas circundantes. Si, por el contrario, después de castigar debidamente a los culpables sigue adelante con el plan original, se ganará el respeto del pueblo y borrará para siempre el recuerdo de un revés temporal. Cabe esperar que el proyecto se reanude, en un tiempo no muy lejano. No se necesita, para reiniciar los trabajos, sino una autorización que sin duda nunca denegará un gobierno alimentado por su propia energía, espíritu emprendedor y perseverancia, que además se ha alzado del rango de sociedad comercial a la alta dignidad de nación próspera e imperial.

14 St. Jame’s Square,

10 de febrero de 1856.