CAPÍTULO VII
EL JEFE MAGOMBA.—PIERNAS-CORTAS.—LA MGUNDA-MKHALI.—APARIENCIA DE EDIFICIOS ARRUINADOS CERCA DE DJIHUÉ-LA-MKOA.—LLEGADA A TURA. —HABITANTES DEL PAÍS DE UGOGO.—PRETENSIONES Y SEDUCCIONES DE MAULA.—SELVA PELIGROSA.
Salimos de Kifukuro el 3 de octubre al mediodía, pero, al llegar a Cañelé, el arreglo y pago del tributo nos detuvo cuatro días.
Magomba, el más poderoso de todos los jefes de provincia, puso en juego todos los recursos de la diplomacia africana para sacarme la mayor cantidad de tela posible. Durante nuestra permanencia en Zihua me había enviado un mensajero a fin de expresarme su deseo de ver hombres de raza blanca. El mensaje era político a más no poder, pero «el favor de los vientos va acompañado de polvareda», según dicen los árabes, y me vi obligado a recompensar esta política con dos piezas de percal.
Este es el único jefe que hasta hoy ha entrado en mi tienda. Era de un rango demasiado elevado como para entrar en las de los árabes, y sólo la curiosidad relegaba para nosotros cualquier otra consideración. Mi ilustre visitante era un viejo negro, decrépito, apergaminado, semejante a una ciruela pasa, cuyo cráneo completamente calvo llevaba encima del cogote y a ambos lados de la cabeza algunos mechones tiesos, de color gris hierro. Una costra de aceite de ricino y una faja de lana azul ennegrecida por el uso y la grasa eran toda su indumentaria. Algunas hileras de perlas falsas le adornaban el cuello; anchos brazaletes elásticos de hilo de cobre decoraban sus piernas, y unos aretes de alambre, después de haber estirado las orejas hasta hacer estallar el lóbulo, se unían sobre su cráneo por medio de una hebilla. Su calzado se reducía a unas sandalias rotas y desgarradas en varios sitios. Mascaba tabaco y, sin parar de escupir, me dirigió una serie de preguntas bastante necias, lo que no le impidió explotarme como quiso.
El 8 de octubre apareció una caravana numerosa que regresaba del interior y que tenía por jefe a un árabe de la costa llamado Abdalla-ben-Nesib. Este hombre excelente nos envió enseguida una cabra y algunas libras de ese hermoso arroz del Ñañembé, del que van siempre perfectamente provistas las caravanas que regresan al litoral. Me dio también uno de sus asnos de silla, y no quiso recibir a cambio más que algunos medicamentos y un escrito en el que se hiciera constar su generosidad. Este regalo me era tanto más precioso cuanto que las bestias de silla se habían reducido a cinco.
También encontramos grandes dificultades para pasar el Khokho, desierto que está considerado, no sin razón, como el más difícil de franquear en toda esta provincia. Su jefe, Mana-Miaha, más conocido bajo el nombre de Maguru-Mafupi o Piernas-cortas, es la pesadilla de los viajeros. Es un vejete pequeño y casi calvo, de color de chocolate y cuyo cuerpo se asienta sobre unas piernas diminutas, de donde le viene su sobrenombre. Lleva una faja de lana a cuadros en torno a las caderas y un manto de la misma tela cubre sus espaldas. Todos los días pasa de la dignidad de hombre al estado de idiota, y luego a la situación de bruto, con la regularidad de un reloj. Es tarea imposible obtener nada de él: se porta con todos como un verdugo intratable, y cuando la embriaguez le domina no quiere oír hablar de negocios. Una de sus manías es detener las caravanas que por obligación han de pasar por su territorio, obligando a sus individuos a labrar sus campos, en lo cual, especialmente en la época de siembra, invierten a veces de cinco a seis días.
Finalmente, después de pasar cuatro días sin que pudiésemos llegar a un acuerdo, el enérgico Kidogo ocupó el lugar del caritativo Ben-Selim, y declaró sin rodeos que partiríamos al día siguiente, cualquiera que fuese la decisión de su alteza. Nuestros presentes fueron aceptados entonces, y dos o tres disparos de mosquete nos hicieron saber que estábamos en completa libertad para continuar nuestro camino.
Enseguida tuvimos que franquear el Mgunda-Mkhali o Tierra Abrasada, gobernada por Kebuga, que separa el rojo valle de Mdaburu de la Tierra de la Luna. Este desierto es un motivo de espanto para el viajero; pero su mala reputación pasará muy pronto al olvido, pues cada día la antorcha y el hacha van limitando sus proporciones. Hace quince años se empleaban doce jornadas largas en atravesarle, pero hoy en día se le franquea en la mitad de ese tiempo, es decir, en una semana.
El 21 de octubre salimos de una selva cuyas hojas, de un verde ceniciento, comenzaban a romper sus capullos; las flores se abrían, y entre ellas un hermoso jazmín de una especie muy grande, fuertemente perfumada, y la nueva hierba comenzaba a aflorar entre los rastrojos de la siega anterior. Muy lejos, en el horizonte, hacia el Mediodía, se elevaban nubes azules y vaporosas que nos representaban el océano. Más cerca de nosotros, un suelo convulsionado mostraba pruebas evidentes de la acción plutónica, acción que se revela por toda la parte oriental de la Tierra de la Luna, mostrándose también al norte hasta las orillas del lago de Kerehué. Enormes rocas de sienita y de granito, de un color gris pizarroso, de las cuales algunas tienen dos o tres metros y otras una milla de circunferencia, se desconchan bajo la erosión del aire. Masas cónicas y torres solitarias forman largas avenidas o componen grupos numerosos, y desde lejos, a través de la selva, se creería ver fortalezas desmanteladas, muros, torres y ruinas de construcciones ciclópeas.
El 27 hicimos nuestra entrada en Tura, en la Tierra de la Luna. Los habitantes salían en tropel de sus moradas, y viejos y jóvenes se empujaban para vernos mejor. Los hombres dejaban su trabajo, las mujeres abandonaban sus faenas, y la caravana llevaba en tras de sí una cola de niños y adultos que gritaban, silbaban y aullaban en todos los tonos imaginables.
Nuestro kirangozi o jefe de caravana agitó finalmente su bandera roja, y los tambores, los cuernos y las voces de los que les seguían iniciaron el estrepitoso concierto que anuncia la llegada de una caravana a la admirada multitud. Me sorprendió mucho ver al guía entrar sin reparo alguno en la primera aldea que encontró. Los cargadores lo acompañaron y nosotros seguimos su ejemplo. Yo ignoraba que aquella fuera la costumbre en esta provincia. Todos se precipitaron en los departamentos del tembé, instalándose con tanto cuidado por sí mismos como desprecio por los propietarios, y en cuanto a nosotros, que nos habíamos quedado en la calle rodeados por una multitud que se renovaba sin cesar, representamos hasta la noche el mismo papel que los huéspedes de una casa de fieras.
El término medio de las altitudes que hemos medido en la meseta de Ugogo es de mil ciento trece metros sobre el nivel del océano. Hemos observado también una pendiente gradual y ascendente hasta la Roca Redonda o Djine-la-Mkoa, y en mi opinión, el nivel alcanza los mil doscientos ochenta metros sobre el nivel del mar.
El clima de esta meseta es notablemente seco: durante nuestra travesía, que tuvo lugar en septiembre y octubre, los colores de nuestros mejores botes de acuarela se secaron en su recipiente de metal, la goma elástica se convirtió en una pasta gelatinosa, y el caucho se desgarraba como si fuese papel gris.
Los habitantes de esta comarca presentan la diversidad de matices que se observa entre todos los pueblos poseedores de esclavos: muchos de ellos tienen un color tan claro como los abisinios, pero otros son tan negros como los etíopes. Esta raza no es ciertamente fea, y entre las mujeres, particularmente entre las jóvenes, se encuentran algunas muy bonitas; no obstante, si la parte superior del rostro es regular, los labios son siempre gruesos, y esto le da a su fisonomía una expresión de bestialidad.
Si se le compara con el de sus vecinos, el traje de estos indígenas les da cierto aspecto civilizado, y es tan raro encontrar entre ellos un vestido de pieles como hallar más al oeste un manto o una túnica de tela. Hasta los niños van generalmente vestidos, siendo lo contrario la excepción. Los hombres usan casi todos una túnica o blusa de indiana o de tisú árabe a cuadros. Las mujeres ricas llevan tejidos de seda y lana, de colores chillones, y las pobres hacen sus ropas de lienzo crudo.
Aquí, como en todas partes, los hombres van siempre armados, bien con un cuchillo de dos filos, o bien con una lanza de metro y medio de longitud, cuyo hierro tiene la mitad de este tamaño.
Ofrecen una hospitalidad que, a pesar de su rudeza, no deja de ser digna de elogio. El extranjero, a quien se rechaza brutalmente en el Uzaramo y en el Sagara, es acogido en el Ugogo con cierta alegría, y los habitantes le reciben y aceptan como a un hermano. El jefe de la familia le da un escabel, se sienta en el suelo cerca de su huésped, le prepara el alimento, y cuando llega el momento de separarse, le da una cabra o una vaca si se lo permite su fortuna.
En cuanto a los humbas, tan temidos en estos parajes, creo que pertenecen a una de esas terribles hordas pastoriles que viven al sur de la Nigricia, y a juzgar por su dialecto, deben formar parte de la gran raza de Masai, cuya lengua tiene dos orígenes, uno semítico y otro africano.
El nombre de Tura, dado a la villa o aldea en que nos habíamos detenido, significa abajo, sobreentendiéndose los fardos, porque el viajero, llegue de la costa o venga del interior, no puede librarse de hacer allí una parada de algunos días. Sin embargo, el testarudo Kidogo, afirmando que la población de Tura no es digna de que se tenga confianza en ella, a pesar del aspecto tímido que yo le encontraba, me metía prisa para partir cuanto antes de allí. Después de las fatigas y privaciones que acababan de sufrir, nuestras gentes consideraban este villorrio insignificante como un verdadero paraíso, a pesar de lo cual fue preciso ceder a las exigencias de Kidogo, y nos pusimos en marcha el 30 de octubre al amanecer.
El 30 de noviembre una marcha relativamente fácil nos condujo en menos de tres horas al límite occidental de Bubuga. Mientras hacíamos nuestro descanso de la mañana bajo un bosquecillo de euforbios, vi aparecer a Maula o Mahura, jefe de una gran aldea cercana. Como tenía grandes pretensiones de ser hombre civilizado, este jefe no podía permitir de ningún modo que un blanco pasase por sus dominios sin sacarle un poco de tela o quincalla, con el pretexto de ofrecerle un ternero. Por otra parte, el astuto Maula alimentaba en secreto el proyecto de utilizarnos para curar la fiebre que aquejaba a su hijo y para protegerle de sus enemigos.
Como casi todos los jefes de la Tierra de la Luna, era un viejo alto, descarnado, anguloso, de miembros gruesos y piel negra y aceitosa.
Antiguo viajero, reconoció enseguida a los beluchistanos, nos saludó con expresión de benevolencia, nos condujo a su capital, nos hizo preparar chozas y lechos, los primeros que habíamos visto desde que emprendimos el viaje, y nos dejó para ir a buscar su ternero.
El Rubuga tiene fama por la calidad de su leche, de su carne, de su manteca y de su miel, y esta circunstancia nos agradó en extremo. Las colmenas son allí numerosas y de la misma forma que las que antes hemos descrito, con la diferencia de que aquí, en lugar de estar colgadas de los árboles como las ponen en otras partes, se las coloca sobre dos horquillas dispuestas con este objeto para preservarlas de los ataques de las hormigas blancas y negras.
A pesar de los atractivos de Maula y del Rubuga, nos pusimos en marcha el 5 de octubre, y penetramos muy temprano en un bosque de muy mala reputación que era necesario atravesar para llegar al Ñalembé. El sultán de estos lugares se llama Manua e interviene activamente en los asesinatos y en los robos, cuya frecuencia hace de este bosque un lugar de pesadilla para las caravanas. Los bandidos de Manua están además apoyados por Msimbira, uno de los sultanes de la parte septentrional de la Tierra de la Luna, quien, alimentado por una envidia ruin y un odio encarnizado hacia los árabes, participa con mucho gusto del botín que se hace a costa de ellos. Cuando nosotros atravesábamos este bosque, un viejo cargador cometió la imprudencia de quedarse rezagado, y pudimos comprobar cómo fue cruelmente asesinado por tres bandidos que se apoderaron de su carga, compuesta de paraguas y de una maletilla de cuero que contenía vestidos, libros, nuestros diarios, tinta y plumas, y una colección de plantas y hierbas.
Uno de los peligros que más desaniman al viajero en estas comarcas es el que perpetuamente se corre de perder tal o cual objeto, pues no es posible tener la seguridad de que sus escritos, dibujos y notas, que le han costado tal vez varios meses de fatigas, no serán dispersados a los cuatro vientos. En cuanto a las colecciones, nuestros sucesores harían bien si no se ocupan de reunirías en tanto que vayan hacia delante, pues ganarían mucho reservando este trabajo para el viaje de regreso.