CAPÍTULO XII
NOS MARCHAMOS DE UJIDJI.—VUELTA A CAZÉ.—SPEKE VA A VISITAR EL LAGO DE KEREHUÉ.—VUELVE CONVENCIDO DE HABER ENCONTRADO LAS FUENTES DEL NILO.—HISTORIA DE MUSA.—PARTIDA DE CAZÉ.
A poco de haber llegado la caravana que me traía lo que necesitaba para el regreso, me dispuse a abandonar el país de Ujidji. Nuestra partida tuvo lugar el 26 de mayo y fue más parecida a una fuga o evasión que a la partida de personas pacíficas. Ben-Selim, que había recibido de Cannena y Lurinda, como consecuencia de los compromisos fraternales que habían adquirido, a un joven y a un muchacho, no pensaba más que en llevárselos. Los beluchistanos, y en especial su djemadar, que habían empleado en esclavos su último pedazo de tela y hasta su último grano de pólvora, temblaban ante el solo pensamiento de la deserción.
En cuanto a los indígenas, se mostraban más molestos y ávidos que nunca, como sucede siempre que se dan cuenta de que la caravana va a partir. Nuestro regreso de Vira se había festejado con una orgía universal, y Cannena, que desde entonces no había dejado de beber, estaba poseído por una violencia indescriptible. Afortunadamente para nosotros, los accesos repetidos de esta larga embriaguez le proporcionaron una magnífica fiebre que puso fin a sus furores.
Siempre me acordaré de la mañana del 26 de mayo, en que vi por última vez levantarse el sol sobre las aguas del Tanganica. El pensamiento de que nunca volvería a admirar aquel magnífico cuadro realzaba para mí su mérito. Masas violetas cubrían el punto del cielo en que debía aparecer el alba, mientras la bruma se teñía de un matiz púrpura. El sol, finalmente, después de una breve lucha, apareció en toda su gloria dispersando con una mirada las tinieblas que se oponían a su luz. Las brumas, desgarradas en largos girones, subían hacia las nubes para dejar que el poderoso astro tomase posesión de la tierra, y la brisa, ese soplo de la mañana, como se dice en Oriente, despierta ondulantes movimientos en el lago, al que devuelve la vida.
De pronto la caravana de Ben-Medjid, con la cual había acordado hacer el camino, dio la señal haciendo retumbar los ecos con su fuego de mosquetería. Inmediatamente desaparecieron mis cargueros. Ben-Selim corrió tras ellos, aunque le fue imposible hacerse entender. Unos partieron con sus fardos, otros con las manos vacías, pero ninguno quiso coger la carga que le estaba encomendada.
Logré que calmara su furia y le mandé reunir a los fugitivos, para ir con ellos hasta la orilla del Rocado desde donde me enviaría con toda la rapidez posible algunos hombres para llevar mi hamaca y recoger los efectos que había esparcidos sobre la hierba. Enseguida se marchó, encantado ante la perspectiva de evitarse muchas situaciones embarazosas y poder así conducir su media docena de esclavos a lugar seguro.
Durante mucho tiempo esperamos que viniesen a buscar nuestros fardos, pero el día avanzaba y decidí ponerme en camino lo más rápidamente posible. Al caer la noche llegué a las orillas del Rocado, pero no encontré a nuestras gentes en el lugar convenido. Entonces imaginé que habían cruzado a la otra orilla, y di orden de franquear aquella especie de pantano. Los rugidos de los cocodrilos y los hipopótamos, que tienen aquí el furor de los toros españoles, asustaban a mis tres o cuatro hombres, y los que llevaban mi hamaca se revolvían en medio del fango, en el que se hundían a veces hasta la cintura.
Finalmente distinguí un grupo de chozas miserables, y, como la creciente oscuridad hacía peligrosa la marcha, mandé hacer alto. Si hubiéramos continuado, habríamos vagado entre las tinieblas hasta ser engullidos por el pantano. Hicimos nuestros lechos bajo los conos de cañas que construyen los habitantes de este lugar de la tierra, y luego nos entregamos al sueño, bajo un claro de luna resplandeciente y un rocío que empapaba nuestros cobertores, con la esperanza de ser despertados por la voz de nuestros cargueros.
Efectivamente, a las nueve de la mañana siguiente vimos llegar a Ben-Selim y al djemadar, seguidos de una verdadera tropa.
Nuestro árabe empezó a hablar en voz alta, lo que en el Este es considerado como una gran impertinencia, pero la explosión de una voz más alta y más irritada que la suya le redujo muy pronto al silencio. Almorzamos y después de haber alcanzado la caravana y caminado hasta la noche, llegamos al fin de nuestra primera jornada.
Si entro en estos detalles, es únicamente porque caracterizan la manera de viajar que es habitual en esta parte de África.
El regreso del país de Ujidji a Cazé no nos ofreció nada nuevo. En Cazé fuimos calurosamente acogidos por Snay-ben-Emir, que después de habernos ofrecido café, según la costumbre, nos condujo a nuestra antigua morada. Ésta había sido cuidadosamente restaurada y blanqueada: un inmenso plato de metal, que se doblaba bajo el peso de una montaña de arroz, de un pollo con especias, de un pato asado y de una especie de crema con azúcar, le daba a nuestros ojos un encanto especial.
Habíamos franqueado desde Kehuili cerca de cuatrocientos quince kilómetros en veintidós estaciones, que, comprendidos los altos, habían exigido veinticinco días, del 26 de mayo al 20 de junio.
Desde la primera semana cada cual pagó su tributo a las fatigas del camino que acabábamos de hacer. Habíamos atravesado juncales y pantanos en la época en que las aguas que los anegan se evaporan por el efecto de los rayos solares, mientras el cierzo pasa a través de aquella atmósfera cálida como una corriente de agua fría en medio de un baño de vapor. Mis manos y mis pies se debilitaron de nuevo, se hincharon, y recobré las fuerzas con una lentitud desesperante. El capitán Speke, por su parte, no sólo estaba completamente sordo, sino que se había quedado también casi ciego.
Diversos motivos me detenían en Cazé, pero ante todo quería recabar noticias sobre las interesantes regiones que se extienden a ambos lados del camino que habíamos recorrido. Los árabes me habían hablado de un gran lago situado hacia el norte a quince o dieciséis días de camino. Según su unánime testimonio, este último lago era superior al Tanganica, y quería saber si, en su propensión a la exageración, habían ponderado más de lo conveniente la extensión de aquel lago septentrional.
El capitán, a quien el reposo y la comodidad relativa de nuestra nueva morada finalmente devolvieron las fuerzas, parecía hallarse en condiciones para cumplir esta misión, tanto más cuanto que su presencia en Cazé me era, por otra parte, completamente inútil. Sería menos difícil llevarse bien con dos amigos enemistados que convivir con árabes e ingleses que hayan vivido en la India, dos especies siempre dispuestas a quejarse de tus intenciones, aunque no penséis más que en complacerles, que miran el servilismo hacia ellos como un deber y cuyo mal humor les lleva a tratar como negros a todos los que tienen la piel un poco más oscura que la suya. A esto hay que añadir en los ingleses la completa ignorancia de las maneras y costumbres orientales, así como de todo idioma asiático, excepto de algunas frases de la algarabía anglo-indostánica, y tendremos así una situación que contribuye a complicar todas las dificultades.
La expedición se preparó finalmente, y el 10 de julio el capitán Speke pudo dirigirse hacia el lago de Kerehué.
Durante su ausencia consagré una gran parte de mi tiempo a la formación de un vocabulario de los numerosos idiomas que oía a mi alrededor, y por cierto que semejante trabajo no tenía nada de placentero. Los individuos a quienes me dirigía, no pudiendo adivinar el objeto de mis preguntas, se escabullían o guardaban un obstinado silencio, de tal forma que era muy raro que obtuviese un resultado satisfactorio tras media hora, por lo menos, de conversación.
—Escucha, ¡oh, hermano mío! En la lengua de la costa se dice uno, dos, tres, cuatro, cinco.
Y para hacerme comprender mejor, contaba con los dedos.
—¡Uh! ¡uh! —respondía el salvaje—, nosotros decimos dedos.
—No es eso lo que te pregunto: el hombre blanco quiere saber cómo dices uno, después dos…
—¿Un qué? ¿Dos qué? ¿Cabras, carneros o mujeres?
—No; dime solamente uno, dos, tres, en tu propia lengua.
—¡Ih! ¡Ih! ¿Qué quiere hacer el hombre blanco con mi lengua?
Y así continuaban hasta que se agotaba su paciencia y la mía. Entonces se ponían a charlar, y como el caballo de la leyenda irlandesa, una vez lanzados ya no se detenían.
Al mismo tiempo me ocupaba activamente de nuestros preparativos de regreso. Pero cuando estos trabajos estuvieron terminados, la permanencia en Cazé acabó por parecerme muy monótona. Ya organizaba una expedición al Khokoro y a las provincias del Sur, cuando el 25 de agosto por la mañana apareció el capitán Speke de forma inesperada.
El capitán había tenido éxito en su empresa. Había penetrado hasta el Nyanza y había descubierto que tenía una extensión que sobrepasaba con mucho nuestras expectativas. Pero mi extrañeza fue grande cuando, después de almorzar, me anunció que había descubierto las fuentes del Nilo. Esto era, sin duda, una intuición: desde que distinguió el Nyanza había tenido la certidumbre de que el río misterioso, que era objeto de tantas conjeturas, surgía de la masa de agua que tenía ante sus ojos.
Los argumentos que añadía en favor de su descubrimiento resultaban más débiles que su convicción, y eran de la misma naturaleza que los de Lucita con Sir Proteo: «Creo que es así, porque lo creo».
Los árabes, por su parte, consideran unidos, por medio de un río o un canal cualquiera, el Kerehué y el Tanganica, por más que el primero esté a quinientos sesenta metros por encima del otro, y que las montañas que separan ambos embalses de agua hayan sido frecuentemente atravesadas por sus caravanas. A esta falsa teoría se debe que los misioneros de Mombas hayan atribuido el nombre del lago de Kerehué a la parte superior del Tanganica.
Entre tanto, se acercaba el momento de nuestra partida de Cazé. Nuestros amigos acababan de decidir en un pleno del consejo que debíamos volver al litoral por el mismo sendero que habíamos seguido al venir, cuando regresó a su casa, el 5 de setiembre de 1858, el hermoso Moisés, o Musa-Mzuri, como le llaman los indígenas. Había permanecido mucho tiempo en el Caragüé, y hacía su entrada en Cazé con una pompa digna de su importancia.
Este baniano, de quien hemos hablado muchas veces, nos contó que en 1825, cuando su hermano Seyan y él penetraron por primera vez en la Tierra de la Luna, se habían quedado muy sorprendidos, no solamente de la riqueza de los cultivos, sino también de la hospitalidad de los habitantes. El marfil se vendía entonces por nada, y regresaban con catorce mil kilos de este precioso género cuando la muerte de Seyan dejó esta fortuna en manos de Musa.
Desde aquella época había ido cinco veces a la costa, y había visitado los reinos del norte en diferentes épocas.
En 1853 y 1854, en los momentos en que una guerra civil asolaba el Caragüé, Musa participó de los peligros y privaciones que sufrió Rumanica, sultán actual, a quien sitiaba su hermano. El rey vencedor no olvidó nunca los servicios que el baniano le había prestado en aquella ocasión, y le trató desde entonces como a un hermano. Musa había ido por última vez al Caragüé para recoger el marfil cuyo valor había adelantado al déspota, y volvía después de quince meses de ausencia con veinte magníficos colmillos de elefante, cada uno de los cuales pesaba, según nos dijo, más de doscientas libras.
Reconocido por todos los mercaderes como su maestro, volvió a tomar posesión de sus funciones de agente comercial y de jefe del depósito de Cazé. En la actualidad tiene esa edad incierta que flota entre los cuarenta y cinco y cincuenta años. Es un hombre alto y seco, de barba rala, de extremidades finas, y cuyas facciones tienen esa belleza regular que caracteriza a los hindúes musulmanes de buena familia. Como la mayor parte de sus compatriotas, sus maneras son graves y melancólicas. Su hermoso rostro está marchito por el opio, al cual es tan aficionado que lleva píldoras en todos los bolsillos y tiene provisiones en todas las habitaciones de su morada.
Sus vestidos, de una frescura irreprochable, perfumados con esencia de jazmín y de madera de sándalo, su turbante blanco como la nieve y sus sandalias bordadas le hacían notable a la primera ojeada y le distinguían del resto de los árabes, en tanto que su casa, que casi formaba una aldea por sí sola, con sus portales elevados y sus espaciosos patios llenos de esclavos, hacían parecer humildes los alojamientos de sus colegas.
Apenas descansó de sus fatigas, vino a hacerme una visita en compañía de sus principales cofrades. Su hospitalidad fue mucho más allá que la de los árabes: no solamente me envió otra provisión de granos y la cabra de costumbre, sino que nunca dejó de mandar esos presentes que en Oriente no pueden rehusarse sin ofender gravemente al que los regala. Tuve que insistir reiteradamente para que no matase un buey con el único objeto de mandarme su carne, y no pude evitar ver satisfecho hasta el menor deseo manifestado por mí en su presencia.
Poco después, con la intención de poner algún orden en la caravana, construimos para ella un kraal, donde fueron admitidos los hijos de Ramji y su jefe Kidogo, que esta vez se presentaron como es debido. Los hice llamar, y recapitulando todas sus faltas en términos severos, les advertí que no serían enrolados sino con la condición explícita de llevar fardos ligeros, tales como la caja de medicamentos, los fusiles, la silla y la mesa, de la misma manera que los árabes lo exigen de sus esclavos. Habrían aceptado todo lo que les hubiese pedido, y con una humildad edificante, prometieron reformar su conducta.
Al cabo de quince días invertidos en buscar porteadores, Ben-Selim, desesperado al ver la inutilidad de sus esfuerzos, levantó el campamento y fue a establecerse a Masui, pequeña aldea situada al este de Cazé, a cuatro o cinco kilómetros de nuestra morada.
Entonces, viendo que era inútil lograr un compromiso duradero con gentes que aprovechan la primera ocasión para darse a la fuga, y a quienes ante las situaciones más críticas siempre les falta valor, dejándome siempre descontento, decidí coger mis porteadores de distrito en distrito, para despedirlos en cuanto la fatiga u otra causa cualquiera los hiciese detenerse.
Este sistema tiene, sin embargo, el inconveniente de ser muy costoso, de tal forma que la distancia de kilómetro y medio, que se recorre en Inglaterra por diez céntimos de franco, me costaba en África ciento cincuenta veces más, es decir, dos francos y noventa céntimos.
No hay necesidad de decir que, a pesar de la vigilancia más activa y de la economía más severa, llegamos a la costa casi en completa desnudez. Telas, rocallas, herramientas, bestias, todo había desaparecido, y aunque hubiéramos tenido el triple, nos habría sucedido lo mismo.